«Y que el Estado no nos vea como un adversario y, ni mucho menos, como un enemigo. Hemos sido cuando hemos podido, queremos ser ahora y podemos ser en el futuro un aliado, un buen aliado». En efecto, «España contra Cataluña», sin ir más lejos.

España contra Cataluña

    31 de diciembre de 2013
Hace un par de días, coincidiendo con los santos inocentes, mi amigo Àngel Duarte depositó en mi buzón electrónico un mensaje con una noticia procedente del digital vozpópuli. La noticia informaba de un estudio que la Generalitat ha encargado para conocer el perfil del electorado catalán con vistas al referéndum. O sea, cuál es el prototipo de votante independentista, y cuál el del votante constitucionalista. En cuanto al de este último, responde, al parecer, al de una mujer de más de 60 años, con estudios primarios o sin estudios, nacida, al igual que sus padres, fuera de Cataluña, y residente en un municipio del área barcelonesa con una población de entre 10.000 y un millón de habitantes. En lo que respecta al del primero, sería el de un hombre menor de 30 años, con estudios universitarios, natural, como sus progenitores, de Cataluña, y residente en un municipio del área gerundense con una población inferior a 10.000 habitantes. Se trata, por supuesto, de los extremos del gráfico. Quiero decir que, entre uno y otro, encontraremos sin duda independentistas y constitucionalistas con edades intermedias, perfiles mezclados, e incluso con las características propias del prototipo opuesto. Sin embargo, esos dos extremos son a todas luces indicativos del gran fiasco de la España de las Autonomías. Que los jóvenes catalanes con estudios superiores sean precisamente los que aspiran a desgajarse del Estado benefactor demuestra hasta qué punto esos 35 años de Monarquía constitucional se han saldado, cuando menos en Cataluña, con un rotundo fracaso. Sí, ya sé que esos jóvenes del estudio residen en la provincia de Gerona y en municipios relativamente poblados. Pero da igual. No me cabe la menor duda de que son representativos.

Ah, se me olvidaba decir que mi amigo Àngel Duarte profesa en la Universidad de Gerona. Pero que conste que el pobre es tan inocente como los santos de hace par de días. Eso sí, hay que desearle, porque se lo merece, un destino mejor.

Los santos inocentes

    30 de diciembre de 2013


(Wenceslao Fernández Flórez, "¡Qué discursito!", Abc, 7-7-1936)
¿Se acuerdan de aquella foto tomada el pasado 5 de diciembre en la que Pere Navarro aparecía junto a Alicia Sánchez-Camacho, Albert Rivera y María de los Llanos de Luna, delegada del Gobierno en Cataluña, brindando, copa de cava en mano, por la Constitución? Para el máximo dirigente del PSC, el gesto constituía la «torna» de la negativa del partido a manifestarse al día siguiente en Barcelona a favor de la Carta Magna, o sea, de la ley y el orden. Pero, a un tiempo, obedecía a la necesidad de salir en la foto, en aquella foto. Días antes, Navarro había protagonizado un acto en Barcelona junto al secretario general del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba, en el que había tenido la satisfacción de oír como este último le decía, agradecido: «Gracias, Pere, por enseñarme el camino», en lo que no era sino el reconocimiento público de que las exigencias del PSC, concretadas en un «sí» a la Constitución pero federalmente reformada, encontraban firme acomodo en la doctrina del hermano mayor. Luego, cuando parecía que las aguas del socialismo catalán estaban por fin calmadas, han aflorado otra vez las rencillas. Por un lado, con la amenaza de nuevos desmarques del sector nacionalista, partidario de apoyar en sede parlamentaria la convocatoria de la consulta; por otro, con la indisciplina de algunos destacados dirigentes o exdiputados que asistieron a un mitin de ERC donde se clamó, cómo no, por la independencia. Y la dirección del PSC, instalada en este «sí pero no» al que las encuestas no auguran nada bueno pero del que tampoco se atreve a salir, se ha visto obligada ahora a desmarcarse de lo acordado con el PSOE, aunque sin desmarcarse del todo. Sólo en el ritmo. Porque el PSC tiene prisa y no puede esperar a que el PSOE pacte con el PP una reforma de la Constitución. Y la promueve por su cuenta. Como si de una carta a los Reyes se tratara, pues lo que propone es un blindaje de las competencias lingüísticas, educativas, culturales y financieras de Cataluña. Por el morro, vamos. Para que no sea dicho que no lo han intentado. ¡Y pensar que hubo un tiempo en que este partido fue alternativa de gobierno!

(ABC, 28 de diciembre de 2013)

El PSC tiene prisa

    28 de diciembre de 2013
El escritor Juan José Millás llenó ayer dos páginas del periódico donde escribe para comunicarnos que la literatura le excita y que no hay derecho a que el hatajo de grandes delincuentes que nos gobiernan quieran privarle de semejante placer. El artículo se titula «Un ataque político a las formas de vida». Una vez leído, uno no puede por menos de preguntarse por qué demonios las formas de vida de Juan José Millás deben ocupar dos páginas de un periódico, ni que sea el suyo. Pero enseguida cae en la cuenta de que lo último que merece este artículo es una pregunta, por lo que termina jurando y perjurando –y no es la primera vez– que jamás volverá a leer algo firmado por Juan José Millás.

Píos deseos al terminar el año

    27 de diciembre de 2013
Esa querencia de los catalanes por el pasado —y, encima, por uno que la mayoría de las veces es inventado— tiene un indiscutible regusto fúnebre. Será porque resulta mucho más cómodo interpelar a los muertos que a los vivos. Estos siempre pueden salirte rana; en cambio, con los primeros no hay cuidado. De ahí que en Cataluña proliferen los actos ante toda clase de tumbas. A falta de que Pujol padre abandone este mundo y sea recordado como no lo ha sido nunca Tarradellas —seguramente porque este último, aun siendo gran parte de su vida un nacionalista, acabó convertido en un demócrata—, los principales monumentos funerarios ante los que se postran, contritos, los catalanes irredentos son tres: el Fossar de les Moreres, donde fueron enterrados los austracistas que defendían la ciudad en 1714; el Fossar de Santa Eulàlia del Castillo de Montjuïc, donde fue fusilado, el 15 de octubre de 1940, el presidente de la Generalitat Lluís Companys, y la tumba sita en la plaza de la Fe del Cementerio de Montjuïc, donde yacen los restos de su predecesor, el presidente Francesc Macià, fallecido el día de Navidad de 1933. (Cierto es que el nacionalismo ha transformado recientemente el antiguo mercado del Born en un inmenso mausoleo en memoria de los héroes de la Vieja Planta; pero, dado que hasta el momento el edificio sólo es visitado por jubilados y grupos escolares —o sea, por el mismo público aborregado que acostumbra llenar los teatros catalanes—, habrá que esperar todavía un tiempo para otorgarle la condición de MFIN (monumento funerario de interés nacional).

Con todo, en esa tríada tumbal ha habido siempre cierta descompensación entre los dos primeros emplazamientos y el tercero. No por el lugar en sí, sino por las circunstancias mismas de la muerte. Así como las de los dos primeros fueron violentas y, en la mitología del nacionalismo, heroicas, la del tercero fue plácida, común, irrelevante. Es verdad que Macià también era un alzado, como Companys y los austracistas. Pero murió en la cama y no por herida bélica alguna. Por eso el homenaje que ayer montaron ante su tumba los líderes de CDC, encabezados por el presidente Mas, lleno de soflamas patrióticas, vestiduras rasgadas e incluso versos agroguerreros, mueve más a la risa que a otra cosa. O, si quieren, a la risita de conejo, tan catalana. Y tanto más cuanto que Macià, en abril de 1931 y una vez erigido en presidente de la Generalitat, no tenía ya otra preocupación en la cabeza que las condiciones de su jubilación. Esto es, si además de la paga, la naciente Segunda República iba a conservarle el derecho a disponer del ordenanza que le correspondía como teniente coronel del Ejército. Español, por supuesto.

La Cataluña funeraria

    26 de diciembre de 2013
Recuerda hoy Ana Romero en El Mundo que es la primera vez que el Rey, en su mensaje de Navidad, alude a la comunidad intelectual. Con estas palabras: «Invito a la comunidad intelectual a ser intérprete de los cambios que se están produciendo y a ser guía del nuevo mundo que está emergiendo en el orden geopolítico, económico y social». Es verdad que los intelectuales no fueron los únicos interpelados por el Monarca para contribuir al renacer español: también los políticos, los empresarios, los inversores. Pero que, después de casi cuatro décadas de discursos, Don Juan Carlos haya tenido que echar mano de tan apolillado estamento es señal de que la cosa debe estar francamente mal. A los intelectuales sólo se recurre en último estadio, cuando todo lo demás ha fallado. Así fue, por ejemplo, en marzo de 1930, cuando Cambó se inventó un homenaje en Barcelona a lo más granado de la intelectualidad castellana en agradecimiento a sus desvelos y a su solidaridad con el pueblo catalán durante los años de la dictadura primorriverista. Y así ocurrió también en pleno franquismo cuando Ridruejo impulsó aquellos encuentros supuestamente reparadores de grandes pleitos pasados. El problema de los intelectuales es que serán todo lo lúcidos que ustedes quieran pero les puede la ideología. O sea, el sectarismo. Y por más que en la cofradía existan excepciones, estas no logran nunca influir en el curso de los acontecimientos y acaban reducidas al silencio —o, como mucho, a una suerte de memorialismo llorón redactado por lo general en su propio descargo—. Piénsese tan sólo en cuál fue el destino de aquellos intelectuales reunidos fraternalmente en Barcelona pasados unos pocos años. En fin, que si los intelectuales deben ser los intérpretes de los cambios que nos afectan y los guías de este nuevo mundo emergente, aviados estamos. O, lo que es lo mismo y sin duda más apropiado en un día como hoy: Dios nos coja confesados.

Intelectuales somos

    25 de diciembre de 2013
A Najat Vallaud-Belkacem, ministra de los Derechos de la Mujer y portavoz del Gobierno de Francia, le preguntaron este domingo por la nueva ley del aborto que está cocinando el Ejecutivo de Rajoy. Que cómo era posible tanto retroceso. Que si las leyes habían ido demasiado lejos para una sociedad como la española o si se trataba, por el contrario, de un fenómeno reactivo más amplio. En cuanto a lo segundo, la ministra optó en su respuesta por la amplitud: en Polonia e Irlanda, dijo, existe un rechazo parecido ante los avances producidos en los derechos que son, al menos en Francia, de su competencia. En cuanto a lo primero, habló de backlash, o sea, de contraataque. A su juicio, el ritmo reformador ha sido excesivo para el cuerpo social al que iba destinado y eso ha provocado una reacción negativa. En esa clase de movimientos, añadió, es muy importante el arrastre, esto es, la certeza de que uno no está solo en la empresa, de que le acompaña una gran mayoría de la sociedad. No parece que fuera el caso de la ley del aborto aprobada en marzo de 2010 por el Gobierno de Rodríguez Zapatero. Más allá de otras consideraciones –entre las cuales, su más que probable inconstitucionalidad–, esa ley no fue precedida de ninguna pedagogía, de nada semejante a lo que Vallaud-Belkacem cree imprescindible para que una sociedad esté «totalmente convencida» de que la reforma en cuestión responde a un interés general. Fue una ley generadora de tensión. Y las consecuencias empezamos a padecerlas.

Aborto y «backlash»

    24 de diciembre de 2013
Cuando faltaba apenas un día para que Homs y Sobrequés inauguraran su «España contra Cataluña» y PP, C’s y UPyD habían llevado ya el tema a la Fiscalía o estaban a punto de hacerlo, los demás partidos políticos catalanes fueron invitados a manifestarse sobre el asunto. Todos le pusieron algún pero, lo que permitió a un periódico titular con el «se queda sola» –CIU, por supuesto– de costumbre. Pero, de entre todos los peros puestos al simposio, acaso el más curioso fuera el de ERC. Nosotros lo hubiéramos titulado «El Estado español contra Cataluña» dijo el diputado Sabrià. O sea, no España, sino el Estado español. O sea, el Estado español contra Cataluña, alma y nación. O, si lo prefieren, el Estado contra la nación.

Sobra añadir que la enmienda de ERC era de lo más oportuna. Y consecuente. Al fin y al cabo, este ha sido siempre el discurso del antifranquismo catalán, es decir, de los progenitores de CIU, ERC, PSC e ICV: la Cataluña nación enfrentada al Estado. El ser anhelante e inconcluso, el alma en pena, pugnando por hallar un cuerpo en que encarnarse. Gaziel en estado puro. Plantear el simposio como lo había hecho el hooligan Sobrequés equivalía a ponerse en pie de igualdad. Nación contra nación, vaya, ya que no Estado contra Estado. Y España, para el nacionalismo catalán, no ha sido nunca una nación. Aquí no hay más nación que la catalana. Y la vasca y la gallega, si me apuran. Lo demás es Estado, o sea, cuerpo insensible, frío, mecánico –falto de alma, en definitiva–.

Así las cosas, a nadie debería extrañar que el Consejo Asesor para la Transición Nacional haya decidido titular «Las relaciones de cooperación entre Cataluña y el Estado español» su último informe. Es verdad que aquí se trata de cooperación y no de enfrentamiento. Pero lo importante, al cabo, no es eso. Lo importante es que todo vuelve a la normalidad. Como si preparan ya el terreno para volver a hablar de estructuras de nación.

Estado contra nación

    23 de diciembre de 2013


(Francisco Lucientes, "El sabio Rodríguez Marín, con la preocupación del incendio, se muestra enemigo del tabaco",
Heraldo de Madrid, 24-7-1928)

Una mala prensa

    22 de diciembre de 2013
Imagínense, por un momento, que en no pocos ayuntamientos y en numerosos centros docentes catalanes apareciera, colgado del balcón principal o en un lugar cierto y visible de la fachada, un aparatoso lazo hecho con la bandera de la Comunidad de Madrid. Más allá de la sorpresa inicial, la Administración de la Generalitat debería decidir qué hacer con los colgantes; si dejarlos allí o si retirarlos atendiendo a que, aun tratándose de una enseña oficial, dicha oficialidad no afecta a Cataluña. Pues bien, no me cabe ninguna duda de que mandaría descolgarlos y, caso de hallar resistencia por parte de las corporaciones municipales o de los equipos directivos docentes, echaría mano de los Mossos para hacer cumplir la ley. Y si resultase que el marco legal, como pasa tantas veces, no hubiera previsto tal contingencia, seguro que el Gobierno catalán llevaría al Parlamento una propuesta que cubriera semejante laguna. Todo, antes que permitir la exhibición de una bandera que vaya usted a saber qué intenciones aviesas esconde.

Eso mismo acaba de hacer el Gobierno Balear: aprobar una ley de símbolos que castigará con multas de hasta 10.000 euros a todo aquel que coloque en edificios públicos un símbolo susceptible de tener connotaciones políticas. Que es, muy precisamente, lo que viene ocurriendo desde hace año y medio en determinados ayuntamientos y en muchísimos institutos y escuelas de las islas con la senyera y la camiseta verde de la llamada Asamblea de Docentes. Esa campaña, motivada por la pérdida de privilegios de quienes han convertido la lengua catalana en un instrumento al servicio de un proyecto anexionista —esto es, favorable a la anexión de las Baleares a una supuesta entidad política supracomunitaria denominada «Països Catalans»—, no sólo ha ensuciado bellísimas fachadas, sino que ha envilecido, todavía más si cabe, la función pública. Sí, ya sé que me dirán que en Cataluña ocurre tres cuartos de lo mismo con la colocación de los trapos estelados y no pasa nada. Pero Cataluña es Cataluña. Un país sin moral, sin ley, sin orden. En fin, sin otra moral, otra ley y otro orden que los del nacionalismo.

(ABC, 21 de diciembre de 2013)

Trapos y banderas

    21 de diciembre de 2013
A saber por qué Felipe González ha cambiado los trenes por los barcos. Según relata Àlex Gubern en el periódico, el expresidente del Gobierno aprovechó la presentación ayer en Barcelona de su último libro para avisar al respetable de lo que puede ocurrir con el llamado problema catalán si no hay diálogo o, lo que es lo mismo, si Rajoy no se aviene a hablar y, pues, a negociar. Nada nuevo, como se ve, en la doctrina oficial socialista. Lo nuevo, si acaso, es lo que destaca Gubern. El choque que se avecina, al decir de González, ya no es de trenes, como hasta ahora, sino de barcos. ¿Por qué ha cambiado el expresidente el rail por el agua? ¿Qué tiene un choque de barcos que no tenga uno de trenes? ¿Mayor espectacularidad? Lo dudo. ¿Mayor dramatismo? No necesariamente. ¿Mayor número de víctimas? Sólo si lo que choca son cruceros y la colisión es de órdago. ¿Entonces? Pues, más allá de una incontenible pasión por la mar, probablemente un simple prurito de no repetirse, de buscar un titular que llame la atención. Lo cual, sobra añadirlo, no está en modo alguno asegurado.

Jugar a barcos

    20 de diciembre de 2013
Rafel Crespí, director del Instituto de Educación Secundaria de Sineu, emplazado en la Mallorca profunda, ha dimitido de su cargo ya que, según él, «el catalán no puede ser la lengua vehicular del centro» —entiéndase, la única lengua vehicular del centro—. Se trata de una excelente noticia. Y es que de sus palabras de desprende que, cuando menos en Sineu, se está aplicando la ley. El TIL (Tratamiento Integral de Lenguas), implantado este mismo curso por el Gobierno Balear, prevé la introducción progresiva de catalán, castellano e inglés como idiomas vehiculares de la enseñanza, lo que en la práctica equivale a introducir poco a poco castellano e inglés, dado que el catalán, más que introducido, está ya incrustado, embutido y enquistado. Como es natural, el director y el resto de su equipo —que también ha renunciado al cargo— no son partidarios del TIL sino del antiguo régimen, esto es, de la inmersión pura y dura en catalán, y en consecuencia han decidido colgar los hábitos directivos. El propio Crespí ha confesado que no se siente con ánimos de pedir a sus compañeros que den las clases en castellano, que ello intranquiliza sobremanera su conciencia. De ahí que su dimisión deba entenderse como un acto de estricta coherencia. Y la coherencia, en un mundo como el nuestro, no puede por menos de celebrarse.

Por supuesto, ya en catalán, ya en castellano, ya en inglés, quienes seguirán ejerciendo la docencia en Sineu y en la gran mayoría de los centros públicos de la isla y del archipiélago son los de siempre. Los mismos, mutatis mutandis, que la ejercen en estos pueblos de Navarra donde la enseñanza en euskera está en manos de terroristas más o menos cesantes y de sus compinches. Pero que empiecen a quedarse sin paraguas que los cubra en el propio centro docente y en las alturas de la administración educativa permite pensar que no está todo perdido en este campo. El adoctrinamiento nacionalista sigue y seguirá, para qué engañarnos. Pero convendrán conmigo en que no se adoctrina igual con un garbanzo en el zapato que sin él. Y hasta puede que con el tiempo el dolor se vuelva insoportable y las fieras se amansen. Torres más altas cayeron.

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Hablando de fieras, las del periodismo catalán contemporáneo. Un tercer grado, sí.

El garbanzo educativo

    19 de diciembre de 2013
«Son los que están en contra de respetar la voluntad de los gracienses los que deben explicar por qué están en contra de ese ejercicio de voluntad y democracia popular. Es más, algunos legitiman el derecho a decidir de Escocia y Cataluña, pero se lo niegan a la Villa de Gracia. Resulta realmente incomprensible esa forma de no aplicar en casa lo que aplicamos fuera.» Estas palabras, traducidas al catalán y acaso algo mejor trenzadas, las podría haber pronunciado el presidente de la Diputación de Barcelona si se hubiera dado el caso de que el barrio de la Villa de Gracia hubiera decidido ejercer el derecho a decidir su destino y las urnas hubieran avalado su deseo —léase el de los gracienses— de independizarse de Barcelona. Pero, en realidad, quien las ha pronunciado es Martín Garitano, diputado general de Guipúzcoa, en relación con la decisión de los vecinos del barrio de Igueldo de segregarse de San Sebastián. ¿Que por qué Gracia ya que Igueldo? Pues no por el número de habitantes, ciertamente, dado que el de Igueldo es 50 veces menor que el de la Villa de Gracia. Tampoco por su emplazamiento dentro del municipio: así como el antiguo barrio donostiarra se halla en un extremo de la ciudad, el barcelonés está en el centro mismo. Tampoco por sus características espaciales: rural el vasco, urbano el catalán. Pero sí por su condición de antiguo núcleo de población anexionado a la ciudad, aunque en el caso de Igueldo la agregación se remonte a finales del siglo XII y en el de la Villa de Gracia, a finales del XIX. Y, sobre todo, por su afán de independencia. Un afán enfermizo, destructor, aniquilador, plasmado en mil contiendas y que no es sino epítome de ese afán más general de la ciudad en que se insertaba el primero y todavía se inserta el segundo, y del de ese País y ese Pueblo mayúsculos cuya voluntad soberana dicen ambos interpretar.

Nada que no previera ya, por cierto, mi amigo Juan Abreu en su celebérrima Rebelión en Catanya.

Democracia popular

    18 de diciembre de 2013
No pude ver ayer por la noche la entrevista al presidente de la Generalitat. Pero sí la he visto esta mañana. Y me ha bastado con el principio. O sea, con esta secuencia como respuesta a la pregunta «Presidente, ¿quiere que Cataluña se convierta en un Estado?»: «Mi opinión como persona no coincide plenamente con mi función como persona (…) Como persona quiero que Cataluña tenga un Estado (…) Votaría sí (…) Y como persona también votaría sí a la segunda [pregunta] (…) Como persona; tengo el mismo derecho a votar que cualquier otro ciudadano de este país (…) Como presidente, mi función no es entrar en este debate (…)». Un político capaz de ensartar semejante discurso es un firme candidato a la rescisión de contrato, al paro indefinido, a la inhabilitación de por vida. Si TV3 entrevistó ayer a Artur Mas, es porque Artur Mas es el presidente de la Generalitat. De lo contrario, no habría habido entrevista. Fue, por tanto, en su calidad de máximo responsable de la institución catalana como Mas respondió desde el primero al último minuto de la entrevista. Ese desdoblamiento entre el presidente y la persona —tan cercano en su oportunismo, por cierto, al de la propia doble pregunta de la consulta— resulta absolutamente intolerable en un Estado de Derecho. Ayer supimos que Artur Mas, presidente de la Generalitat de Cataluña, ha convocado la consulta para poder votar a la independencia de Cataluña. Y lo demás son monsergas.

El presidente y la persona

    17 de diciembre de 2013
Acaso por la desgracia de tener que convivir con él, tendemos a ver en el nacionalismo la causa de todos nuestros males. Y no es así. El nacionalismo, como cualquier organismo parasitario, necesita de otro organismo para existir. En este caso, del Estado. Sus posibilidades de crecimiento dependen en gran medida de las oportunidades que el Estado le brinde. Y quien dice Estado, dice instituciones que lo forman. Si esas instituciones no actúan al servicio de lo que constituye su razón de ser sino de otro tipo de intereses —particulares, corporativos, partidistas—, el nacionalismo encuentra un terreno abonado y, en consecuencia, aumenta. Si, por el contrario, las instituciones se comportan con el rigor y la rectitud que cabe esperar de ellas en un Estado de Derecho, las posibilidades de expansión del nacionalismo se vuelven enormemente limitadas —lo cual no debería llevar a creer que el parasitismo puede desaparecer: tras décadas de cultivo, la colonia ha adquirido una capacidad de resistencia y de adaptación envidiable—.

La causa de todos nuestros males, pues —y, si no de todos, sí de la inmensa mayoría de los que nos afectan en nuestra condición de ciudadanos—, guarda relación con la debilidad del Estado, con su incapacidad para luchar contra una plaga que lo está desgastando a marchas forzadas. Hablar hoy de regeneración democrática es casi un lugar común en España. Pero no hay duda de que ninguna de las grandes instituciones del Estado, ninguno de los tres poderes en los que se asienta todo régimen de libertades, ha dado muestras en la última década, año más, año menos, de la rectitud y el rigor que sería exigible a sus actuaciones. Piénsese en la justicia, por ejemplo. En el Tribunal Constitucional y sus sentencias. O en el Consejo General del Poder Judicial y sus mecanismos de elección. Piénsese en nuestra clase política. En la corrupción moral y económica que la caracteriza. O en su arraigada costumbre de no rendir cuentas, gracias a un sistema electoral que diluye la representatividad y fomenta el corporativismo. Y piénsese, claro, en la mismísima Jefatura del Estado y en la nada ejemplar conducta de algunos allegados.

En todo ese magma pueden establecerse, sobra decirlo, niveles. Y hasta honrosas excepciones, individuales y colectivas. Por poner un ejemplo: en cuestiones de gobernanza, no ha sido nunca lo mismo el sentido de Estado del PP que el del PSOE. Incluso cuando González. Incluso cuando Rajoy. Y es evidente que no ha habido peor y más trascendente periodo, en cuanto a dejaciones, que las dos legislaturas de gobiernos de Rodríguez Zapatero. Allí se rompió el pacto antiterrorista, se quebró el consenso sobre el modelo territorial y se removió el pasado sin otro afán que el de violentar el presente. Por más que la confrontación política requiera el disenso, hay asuntos, como los que afectan al corazón mismo del Estado, que no deberían usarse jamás como arma para tratar de alcanzar el poder o mantenerse en él. En esa clase de asuntos, las dos grandes fuerzas nacionales tienen la obligación de entenderse. Y punto. De lo contrario, siempre habrá quien se alimente de su discordia.

Como el nacionalismo. Nada como un organismo debilitado para que el parásito prospere. La actual deriva de la situación política catalana sólo se explica por la irresponsabilidad, el egoísmo o la bajeza —o por todo a la vez— de quienes, desde las principales instituciones del Estado, no han cumplido con su deber. Por supuesto, se le puede reprochar a Mas que sea un iluminado o un juguete en manos de Junqueras. Se les puede reprochar a los catalanes ese sentimentalismo del que hacen gala en lo que para ellos son los grandes momentos. Pero eso es lo de menos. Lo importante es la firmeza del Estado. De sus instituciones. De sus representantes. La firmeza del presidente del Gobierno, por ejemplo, al responder con la Constitución en la mano y sin tapujos al último y más desafiante desvarío del presidente de la Generalitat. Pero también la del líder de la oposición al hacer lo propio, aunque en su caso la firmeza lleve la coletilla del federalismo. Esa comunión entre los dos grandes partidos nacionales —y entre ellos y las demás fuerzas políticas que se han manifestado en el mismo sentido, claro está— es lo que permite creer que no está todo perdido. Y luego también, no nos engañemos, algo fundamental: el parásito necesita de un Estado para vivir. Y no precisamente del Estado con el que sueña el nacionalismo catalán y por el que pretende preguntar el 9 de noviembre de 2014.

(Crónica Global)

Parasitismo de Estado

    16 de diciembre de 2013


(Gaziel, "Los intelectuales españoles. El silencio es traición", La Nación, 21-2-1937 [gentileza de Javier Santillán])
Comprendo que la gente le dé vueltas a la fórmula preguntadora —entre otras razones, porque evidencia una vez más la contrastada cobardía del nacionalismo catalán, disfrazada en esta ocasión de supuesto arrojo—, pero a mí lo que de verdad me interesa es la fecha. De entrada, por su lejanía. Once meses son once meses. O sea, poco más o menos lo que llevamos de legislatura. ¿Se dan cuenta? Once meses como los que acabamos de vivir, si no peores. Es cierto que el calendario puede precipitarse según vayan cerrándose las puertas legales para la celebración de la consulta. Pero el interés del Gobierno de la Generalitat estará siempre en agotar el periodo fijado, en llegar a la fecha como quien llega a la meta, incluso extenuado. Por un lado, por aquello, tan catalán, de «qui dia passa, any empeny». Y, luego, por su querencia simbólica. No, no es que la fecha escogida remita a una efeméride catalana digna de ser rememorada. Ninguna gesta, ninguna victoria, ninguna derrota siquiera, coinciden con un 9 de noviembre; sólo la fiesta mayor de Balaguer (Lérida). Quienes se han esforzado en buscarle antecedentes, no han tenido más remedio que acudir a Alemania. Y se han fijado, claro, en la caída del muro de Berlín, en 1989. De muro a muro, como quien dice, aunque el de aquí no sea más que un constructo mental. Y también en la abdicación del emperador Guillermo II, en 1918, antesala del fin de la Primera Guerra Mundial, si bien en este caso la analogía no da para tanto. Sin embargo, nadie parece haber reparado en lo que es, a mi juicio —y que el CAC no me lo demande—, el verdadero referente simbólico del Gobierno de la Generalitat: la Noche de los Cristales Rotos, de 1938, cuando los nazis decidieron empezar a limpiar en serio Alemania de judíos. Por supuesto, no creo ni por asomo que en el ánimo del Gobierno catalán esté realizar ninguna limpieza semejante. Pero de lo que no tengo duda alguna es de que Cataluña amanecerá, al día siguiente, con las calles llenas de cristales rotos, que no serán sino la expresión —simbólica, claro está— de tanto odio sembrado, de tanto afecto truncado, de tanto corazón partido.

(ABC, 14 de diciembre de 2013)

Cristales rotos

    14 de diciembre de 2013
Dícese que ayer Artur Mas agradeció la «colaboración, generosidad y sentido de país» de ERC, ICV y CUP, después de que los líderes de cada una de estas fuerzas políticas acordaran con él una pregunta y una fecha. Dícese que esa pregunta y esa fecha guardan relación con una consulta. Dícese que esa consulta no tendrá lugar. Dícese que, aun así, el mal ya está hecho.

De país (y 2)

    13 de diciembre de 2013
Aunque la mitología del pujolismo guste de situar el concepto en la niñez del personaje, cuando se encaramó a lo más alto del Tagamanent y contempló la patria arrasada, o, como mucho, en los tiempos heroicos del caso Galinsoga y Els fets del Palau, no hay duda de que su cristalización corresponde a los años de democracia y autonomía, o sea, al casi cuarto de siglo de gobernanza absoluta de Jordi Pujol en Cataluña. El concepto empezó siendo «proyecto de país». Eso es lo que Pujol, y nadie más que Pujol, tenía soñado, pensado y regurgitado para Cataluña. Lo que iba a construir, lo que estaba ya construyendo. Un proyecto totalizador, de matriz nacionalista, centrado en su augusta figura. Pero pronto el complemento se desgajó del núcleo del sintagma. Pronto «de país» se convirtió en algo así como una marca registrada. Había cosas «de país» y cosas que no lo eran. Por supuesto, las primeras eran las únicas que merecían la pena. Es más, las otras, para qué engañarnos, ni siquiera existían. Se entiende, pues, que Francesc Xavier Hernàndez Cardona —como oportunamente informa Daniel Tercero en Crónica Global aleccionara el pasado 26 de octubre a maestros y profesores de Infantil, Primaria y Secundaria que participaban en unas jornadas celebradas en el mismísimo Palacio de la Generalitat, para que así lo transmitieran a sus educandos, en los siguientes términos:

«Al igual que se quiere presentar la guerra de 1936-1939 en Cataluña como una guerra civil, en el siglo XVIII toda Cataluña en bloque actuó contra Felipe V, pese a que hay una corriente historiográfica que defienda lo contrario. [...] Ciertamente, Felipe V tenía unidades catalanas que luchaban a su lado, igual que Franco tenía al Tercio de Montserrat, que eran catalanes, o en las películas del Oeste, en las que se ve a algunos sioux que acompañan a los que conquistan los territorios, pero no por esto se dice que hubo una guerra civil entre los sioux. [...] La resistencia de 1713 y 1714 fue en bloque, de país, y muy conscientes de ello.»

Ya ven, queridos sioux, la resistencia de 1714 fue «de país». Como lo está siendo ya, a estas horas, ese simposio titulado «Espanya contra Catalunya» que ha promovido y financiado el Ministerio de Propaganda de la Generalitat. Créanme: si viven ustedes en Cataluña y tienen niños en edad escolar, sáquenlos de allí cuanto antes. Aunque a veces pueda parecerlo, esto no es una película del oeste.

De país

    12 de diciembre de 2013
El Institut d’Estudis Baleàrics (IEB) es, como su nombre indica, un organismo parecido al Institut d’Estudis Catalans (IEC). Pero sólo hasta cierto punto. Mientras que el IEC es una verdadera academia de la lengua, equiparable, pongamos por caso, a la RAE o a la AVL (Acadèmia Valenciana de la Llengua), el IEB no. Según el Estatuto de Autonomía de Baleares, el idioma propio del archipiélago es el catalán, por lo que el IEB, en principio, no tiene ninguna potestad normativa sobre una de las dos lenguas oficiales de la Comunidad —la otra, claro está, es el castellano—. Pero el Estatuto también prescribe que «las modalidades insulares del catalán, de Mallorca, Menorca, Ibiza y Formentera, serán objeto de estudio y protección, sin perjuicio de la unidad de la lengua» (Art. 35). Y ahí es donde entra el IEB. Porque, ¿quién va a cuidarse de estudiar y proteger dichas modalidades sino el ente público del lugar? Es verdad que el propio Artículo 35 parece reservar esta función a la Universitat de les Illes Balears (UIB), al designarla como «institución oficial consultiva para cuanto se refiere a la lengua catalana». Pero una cosa es una institución consultiva y otra una ejecutiva. Y luego resulta que la UIB, en las casi tres décadas de autonomía, se ha preocupado más bien poco de mallorquín, menorquín e ibicenco, y mucho, en cambio, de la llamada «unidad de la lengua», eufemismo destinado a encubrir otra clase de unidad, de carácter político, a la que tan afectos son los integrantes de su Departamento de Filología Catalana.

El caso es que ahora el IEB, en cumplimiento de ese mandato protector de las modalidades lingüísticas insulares, ha dado por fin un paso adelante. Pequeño, pero paso, al cabo. Ha publicado un volumen, Les modalitats insulars, donde se recogen todas las soluciones características de Baleares que forman parte asimismo de lo que el Institut d’Estudis Catalans, la academia de la lengua catalana, reconoce como normativa. Nada revolucionario, pues. Mayormente cuando el IEB se limita en el libro a exponer lo que hay, sin otra consideración añadida. E incluso a puntualizar, siguiendo a la academia, en qué ámbitos y en qué registros puede usarse cada forma. Aun así, la obra ha sido recibida entre el gremio lingüístico con evidente recelo. Las trompetas acusando al IEB de fomentar «el secesionismo lingüístico» —esto es, la creencia de que el mallorquín, el menorquín o el ibicenco no son variantes dialectales del catalán, sino lenguas de pleno derecho— ya han empezado a sonar. Se trata, qué duda cabe, de una reacción preventiva. Pero ya ha surtido efecto. Y de qué modo.

Bàrbara Sagrera es licenciada en Filología Catalana y una de las autoras o colaboradoras de Les modalitats insulars. Así consta en los créditos de la obra, donde se le agradece «muy especialmente» su trabajo. Pues bien, ayer mismo, en un digital donde se daba cuenta de la presentación del libro, Sagrera dejó un comentario que no tiene desperdicio. Se trata de un verdadero acto de contrición. No es que Sagrera se desdiga de su papel en la elaboración de la obra; es que se arrepiente de haber caído en la trampa que le ha tendido, dice, la Administración y, en concreto, el partido político que rige en este momento los destinos de la Comunidad, contra cuyas «actuaciones (…) en materia lingüística» se declara comprometida. Y todo porque ha creído entender que «la publicación en cuestión se presenta como una aportación al secesionismo lingüístico». En síntesis: ella trabaja para la causa, pero no para esta.

Y es que esa «licenciada en Filología Catalana y profesora de catalán de profesión», hay que ponerse en su sitio, no intenta sino salvar el pellejo. Su trabajo, sus relaciones profesionales, sus amistades; su mundo, en una palabra, están en franco peligro si alguien la asocia con el actual Gobierno Balear o alguno de sus apéndices. Por eso, antes de que la obliguen a ello o aconsejada tal vez por algún correligionario, hace autocrítica. Públicamente, para que no quepan dudas sobre su retractación y así evitar el castigo y el desamparo. Como en las sectas. Que no otra cosa es, al cabo, el mundo del catalanismo balear.

La secta balear

    11 de diciembre de 2013
Hoy, mira por dónde, Juan Carlos Girauta me ha robado un título. En fin, es un decir. Para calificarlo de robo, haría falta que Girauta hubiera leído el artículo que publiqué aquí mismo hace medio año y que también trataba del simposio de marras. Que lo hubiera leído y que, encima, recordara su título, lo que, francamente, es mucho pedir. Pero convendrán conmigo en que la coincidencia no deja de tener su gracia. Claro está que el título del simposio nos lo ponía a huevo. Aunque por caminos distintos y apelando a épocas distintas, ambos discurrimos sobre la evidencia de que el enfrentamiento se dio y se da entre catalanes —y, por tanto, entre españoles—, y no entre esas dos sinécdoques supuestamente independientes y confrontadas. Pero es que además —y eso ya no guarda relación con nosotros— el título mismo del simposio, o cuando menos la parte principal, está sometido, por lo que he observado, a variaciones, que acaso sean efectos, deseados o no, del propio artificio semántico. El título oficial del simposio es, en la parte principal, «Espanya contra Catalunya». Lo es desde el primer día hasta el último. Por supuesto, uno tiene todo el derecho a traducirlo, como hace Girauta en su artículo. O a dejarlo en catalán, si lo prefiere. Lo raro es esta fórmula mixta que he visto en un montón de medios, catalanes o no: «España contra Catalunya». Y lo más raro aún, lo inconcebible, es que alguien como Arcadi Espada, alguien tan mirado con el uso del lenguaje, alguien que tituló Contra Catalunya un libro escrito en castellano, para que no cupieran dudas sobre la autoría de la frase, haya usado también este «España contra Catalunya». ¿Estaremos ya, tal vez, definitivamente perdidos?

De títulos y titulaciones

    10 de diciembre de 2013
Los catalanes son unos sentimentales. Por más que el tópico los pinte como unos redomados materialistas, cuando no como unos rácanos del copón, lo que en verdad les caracteriza es el sentimiento. Incluso los más brutos, los más animales, son, en el fondo, unos sentimentales. Y no me refiero ahora a su tendencia al lloriqueo, a la queja, al victimismo. Me refiero a esas explosiones de júbilo, a esas expansiones colectivas, a esas manifestaciones callejeras que algunos confunden, consciente o inconscientemente, con la voluntad de un pueblo.

A finales de febrero de 1936 el periodista Chaves Nogales fue a pasar unos días a Barcelona. Una de las primeras medidas adoptadas por el Gobierno del Frente Popular tras su victoria en las elecciones del 16 de aquel mismo mes había sido la puesta en libertad de miles de presos, políticos y sociales, en aplicación de la promesa de amnistía que la facción vencedora llevaba en su programa electoral. Entre estos presos estaban Lluís Companys y su gobierno, condenados a distintas penas de reclusión por el golpe de Estado del 6 de octubre de 1934. Y ese Gobierno de la Generalitat recién repuesto en sus funciones iba a regresar ahora a Cataluña. Por eso Chaves estaba allí. Para vivir el reencuentro entre los ciudadanos y quienes habían sido elegidos, a finales de 1932, para representarlos en el Parlamento catalán y administrar, en último término, la autonomía. Para vivirlo y para contarlo, claro. Porque todo hacía presagiar que el reencuentro sería sonado. Y es que, tal y como advertía el propio periodista en su primera crónica, «entusiasmo multitudinario no hay más que uno en España: el de los catalanes». El 1 de marzo se comprobó, en efecto. Hasta alguien tan apegado al dato como Chaves se dejó contagiar aquel día por el espectáculo, al afirmar que había salido a la calle un millón de personas —cifra ciertamente improbable a tenor de la población catalana de entonces y de que el catalanismo de derechas, como es lógico, no se había movilizado¬—. Pero ello no quita, por descontado, que aquello fuera un espectáculo.

El problema es que, lo mismo en 1936 que en 2013, hay que andarse con mucho tiento a la hora de convertir esas efusiones en voluntades políticas. Por el sentimentalismo, precisamente, que todo lo hincha, maquilla y, en definitiva, deforma. A Chaves se lo recordó entonces uno de los dirigentes de la Lliga Catalana, Lluís Duran i Ventosa, con quien el subdirector de Ahora se entrevistó. Cuando el periodista le hizo notar que los catalanes, ateniendo a las manifestaciones populares, parecían satisfechos del triunfo izquierdista, Duran i Ventosa le contestó: «El pueblo contribuye siempre con gran fervor a estas explosiones de entusiasmo. No hay que juzgar por ellas, sin embargo, el verdadero sentir de Cataluña. Podría usted ser víctima de un error fundamental». Para comprobar cuánta razón llevaba el político de la Lliga, basta echar una ojeada al entusiasmo con que los catalanes recibieron a partir de 1939 el nuevo régimen. Explosiones de júbilo, expansiones colectivas, manifestaciones callejeras, etc. Y no por ello vamos a concluir que el conjunto de la población era entonces franquista.

A no ser que uno crea que lo que sale a la calle es el pueblo todo y hágase, pues, su voluntad. O sea, a no ser que uno se llame Artur Mas. U Oriol Junqueras. El presidente de ERC acaba de publicar un artículo —del que se hacía eco ayer mismo Crónica Global en el que, aparte de recordarle al presidente de la Generalitat que el tiempo apremia, insiste en que hay que preguntarle a la gente catalana si «opta por la dependencia o por la independencia». Así de simple. El resto, a su juicio, está fuera de lugar. Pero lo singular no es esto —por lo demás, ya reiterado en múltiples ocasiones—. Lo singular es que, para reforzar sus argumentos, el político republicano apele a las palabras de Enric Vila, historiador como él, quien escribió hace cosa de un mes que la pregunta era el alma de la consulta. En realidad, Vila escribió que la pregunta era el alma del proceso, pero tanto da. A Junqueras lo que le ha llegado al alma es el alma. El sentimiento. Esa cosa tan lírica, tan emotiva, tan catalana. Tan suya, en definitiva.

(Crónica Global)

La sentimentalidad catalana

    9 de diciembre de 2013


(Manuel Ciges Aparicio, "Por la representación proporcional", El Sol, 25-4-1931)
He estado mirando un buen rato esa fotografía de ayer en el periódico en la que se veía a tres líderes políticos catalanes celebrando, junto a la delegada del Gobierno en Cataluña, el Día de la Constitución. O, lo que es lo mismo, celebrando que en España existe la ley, «ese inapreciable método para resolver los conflictos entre ciudadanos» –por usar las muy justas palabras de Arcadi Espada–. Y si he estado mirando un buen rato esa foto no es tanto por la celebración en sí, que también, como por la naturaleza de quienes la protagonizaban, aparte de la delegada Llanos de Luna. O sea, por Alicia Sánchez-Camacho, Albert Rivera y Pere Navarro, líderes de PPC, Ciutadans y PSC, respectivamente. La reunión de esas tres fuerzas políticas en torno a la máxima representación del Gobierno en Cataluña –la del Estado sigue siendo, hasta nueva orden, el presidente de la Generalitat, por más que se empeñe en transmutarse en Gandhi o en Martin Luther King– y en un día tan señalado, constituye ante todo una anomalía, aunque sólo sea porque en el Parlamento catalán están representadas otras cuatro formaciones que no han juzgado conveniente aparecer en la foto. Pero, anomalías al margen, el que Navarro haya accedido a posar con tales compañeros de armas, copa de cava en mano y aire más o menos risueño, significa que el PSC ya no puede permitirse esa neutralidad ¬–por llamarlo de algún modo– que tanto ha cultivado en los últimos tiempos. Es verdad que no convocó a su militancia para que participara en la marcha de ayer en defensa de la Constitución. Es verdad que no apoyó el jueves en el Parlamento una moción de Ciutadans en contra de la consulta soberanista y a favor de la Constitución –que sí apoyó, en cambio, el PPC–. Pero, puestos a abstenerse, también podría haberlo hecho cuando citaron a Navarro para la foto. Y no. Será que poco a poco esa querencia por la equidistancia en aquellos asuntos que no la admiten va perdiendo fuerza entre sus dirigentes. O será que los sondeos electorales decididamente no acompañan. Sea lo que sea, algo se está moviendo en el PSC. Y esta vez todo indica que no son sólo las sillas.

(ABC, 7 de diciembre de 2013)

Una foto

    7 de diciembre de 2013
No seré yo quien se lamente de que el Tricentenario BCN, organizado por el Ayuntamiento de la ciudad y comisariado por el periodista Toni Soler, esté pasando sin pena ni gloria. Allá ellos con sus delirios. Lo que sí me parece lamentable, en cambio, es lo que les va a costar a los barceloneses la broma. Y no sólo en dinero contante y sonante; también en imagen. Esa «ciudad de los Juegos» que dejó atrás para siempre aquella otra «ciudad de las bombas», se ha ido convirtiendo en los últimos años en un engendro a medio camino entre un burdel de tres al cuarto y un parque temático alternativo. Al que se ha añadido ahora, quién sabe si para cerrar el círculo de lo kitsch, ese aquelarre independentista al que todavía le quedan nueve meses de vida. De mala vida. Ayer supimos, por ejemplo, que el acto previsto para el próximo 19 de marzo en el Palau de la Música Catalana y en el que Amnistía Internacional (AI) iba a entregar el Premio Ambassador of Conscience 2014 ha sido suspendido. ¿La razón? Pues parece que la sección catalana de AI se extralimitó en sus funciones al garantizarle al comisario Soler que la gala tendría lugar en Barcelona. Vaya, que la sección española de la organización –de la que depende, ¡ay!, la catalana– no había dado aún su aprobación. Y el caso es que finalmente no la dio –y así se lo comunicó al propio Ayuntamiento a comienzos de octubre–, porque no juzga conveniente que su entidad sea utilizada en el marco del Tricentenario BCN, y ello por más que el comisario insista en vincular su lema, ese estrambótico «Vivir libres», con los designios de la propia AI. Cómo estará el cartel del independentismo catalán en el mundo, que ni siquiera las ONG’s se prestan al juego de darle voz y aliento.

Y, mientras tanto, la marca Barcelona por los suelos.

¡Pobre Barcelona!

    6 de diciembre de 2013
Aunque nada es seguro en este mundo hasta que sucede, a los síntomas de decaimiento del proceso soberanista catalán —perceptibles en las encuestas y en la división entre las propias fuerzas políticas partidarias del llamado «derecho a decidir»— ha venido a sumarse en los últimos días un factor inesperado, al menos a juzgar por lo acontecido hasta hoy y desde hace ya algunos años. Me refiero al Fútbol Club Barcelona y a su repentina flojera. Por supuesto, en este mundo de la pelota nada puede predecirse, y menos cuando todavía falta un montón de meses para que los títulos en juego —Liga, Copa del Rey y Champions League— tengan un desenlace. Pero la sensación de que el Barça ya no es aquella máquina arrolladora de antaño y de que los dos equipos de Madrid pueden perfectamente ganarle en cualquiera de las competiciones en liza supone no sólo una novedad, sino también un contratiempo para el soberanismo reinante. El Barça es, junto a TV3 y los medios amigos —y hasta cierto punto la escuela—, uno de los principales instrumentos de la agitprop independentista. Y sus triunfos, la más viva demostración de la pujanza del sentimiento nacionalista. Así las cosas, ¿qué puede esperarse de una transición nacional sin testosterona? ¿En qué parará la genitalidad de Cataluña si no puede contar con el chute patriótico de su selección nacional encubierta? Porque en el mundo del fútbol, como en esa consulta de nunca jamás, sólo vale la victoria. Aunque algunos se consuelen diciéndose que han perdido, sí, pero son más que un club.

La genitalidad de Cataluña

    5 de diciembre de 2013
Todo sigue igual en la educación española. O sea, igual de mal. Lo dice PISA, y lo que dice PISA, agrade o no, es palabra de santo. El nivel general de nuestros quinceañeros en las últimas pruebas realizadas y evaluadas, las de 2012, continúa unos cuantos puntos por debajo de la media de los países de la OCDE —léase países desarrollados—, que es donde se supone que está España. Mejoramos un pelín en comprensión lectora y ciencias con respecto a 2009, pero no así en matemáticas, parcela en la que se centraban precisamente las pruebas. Todo esto, para quien viene observando la evolución de la enseñanza en España desde el año 2000, no constituye sorpresa alguna. Son las secuelas de la Logse/Loe, cuyos efectos empezaron a dejarse sentir estadísticamente con la llegada del nuevo milenio. Sin embargo, esta última oleada del estudio internacional arroja un dato nuevo y revelador. Entre 2003 y 2012, y tomando como referencia los resultados en matemáticas, la distancia entre los alumnos con mayor y menor renta ha aumentado seis puntos. Lo que equivale a decir que el sistema ha perdido equidad. Ello no ofrecería mayor interés analítico si no fuera porque la inversión educativa ha crecido en este mismo periodo un 35%. En otras palabras: a pesar del dineral que hemos gastado en educación, lejos de reducir esa distancia la hemos ampliado. Podría tratarse, claro, de algo coyuntural. O incluso un efecto perverso del aumento de la excelencia. Pero ni lo uno ni lo otro. No es más que la última expresión del fracaso de un sistema —el de los gobiernos socialistas apoyados por la izquierda toda, nacionalista o no— que, a falta de resultados académicos, había puesto todo el énfasis en la reducción de las desigualdades entre ricos y pobres, educación mediante. Pues no, también en eso el sistema ha fracasado. Y todavía hay quien se resiste a cambiarlo o aboga, como mal menor, por un supuesto pacto de Estado en el que sus utopías encuentren un mínimo acomodo.

El último fracaso

    4 de diciembre de 2013
El Libro Blanco de la Prensa Diaria, que la Asociación de Editores de Diarios Españoles (AEDE) elabora anualmente, dice, al parecer de que quienes han tenido acceso a él, muchas cosas. No todas buenas y, por lo tanto, no todas malas. (Perdonen ustedes la obviedad, pero en tiempos de crisis, y la de la prensa lo es por partida doble —interna y externa—, más vale tomarse las cosas en positivo, esto es, poner en práctica la teoría de la propina de Pla.) Entre estas cosas que no son malas y que, por lo tanto, pueden considerarse más o menos buenas está el que la prensa de papel siga siendo, para los ciudadanos, el medio de comunicación más creíble y riguroso —esto es, más que la prensa digital, la tele, la radio y las redes sociales—. Lo cual no la convierte en imprescindible, por supuesto. Ni siquiera permite afirmar que siempre habrá periódicos que ensucien los dedos. Al fin y al cabo, la credibilidad y el rigor —o la «rigurosidad», como la llaman ahora— no tienen por qué ser considerados, socialmente, productos de primera necesidad. Pero algo es algo —que diría el Pla de la propina—. Y luego está lo de pagar por contenidos on line. Hay que felicitarse, sin duda, de que cada vez sean más los ciudadanos dispuestos a gastar parte de su dinero en información. Aunque todavía sean pocos. Lo que ya me parece más arriesgado es tomar el estado de la prensa estadounidense como razón para el optimismo. Incluso si sólo se trata, con ello, de constatar tendencias. Si algo demuestra la historia del periodismo es que el modelo anglosajón ha seguido siempre caminos distintos al latino. A veces, por una simple cuestión de precedencia. Pero también, y sobre todo, porque la picaresca de la gratuidad no tiene allí el mismo arraigo que entre nosotros. ¿O acaso no resulta significativo que hayamos elevado ya por estos pagos el concepto a la categoría de cultura?

Rigores y temores impresos

    3 de diciembre de 2013
Si no ocurre nada imprevisto, el Ayuntamiento de Argentona aprobará hoy una moción presentada por la CUP en contra del decreto del tratamiento integral de lenguas (TIL), que el Gobierno Balear, presidido por el popular Bauzá, ha empezado a aplicar este curso en la enseñanza pública y concertada del archipiélago y que consiste, a grandes rasgos, en la progresiva implantación de un modelo trilingüe —catalán, castellano, inglés— en lo relativo al idioma vehicular. La moción insta al pleno del Ayuntamiento a «declarar su rechazo al TIL aprobado por el Gobierno de las Islas, por suponer un ataque político a la lengua catalana no consensuado con la comunidad educativa» y a defender, a un tiempo, «la lengua catalana, su uso social y su papel como eje vertebrador de la inmersión lingüística en el sistema educativo». Esa misma moción ha sido aprobada ya en otros consistorios catalanes gobernados por la CUP o donde la marca del diputado Fernàndez dispone de representación, como por ejemplo Figueras, Berga, Mataró o Sant Celoni.

Naturalmente, una declaración de este tipo no tiene otro valor que el simbólico. Y lo mismo sucede con aquella resolución que el Parlamento de Cataluña aprobó a fines de septiembre, al término del debate de política general, en la que, aparte de reconocer los «Países Catalanes como una realidad cultural, lingüística e histórica compartida entre sus diferentes territorios», se defendía el modelo de inmersión y se cargaba contra el decreto del Gobierno Balear. Ni las declaraciones ni la resolución van a llevar, por supuesto, al Ejecutivo de Bauzá a retirar el TIL; más bien lo contrario, dada la intolerable intromisión que ello supone por parte de los poderes públicos catalanes en asuntos que no son de su competencia. Pero sí sirven para que el colectivo asambleario de maestros y profesores del sistema educativo público balear, secundado por determinadas asociaciones de padres, siga negándose a aplicar el decreto y obstruyendo su puesta en marcha y se sienta, en definitiva, reforzado en su insumisión.

Como sirve también la postura del Gobierno de la Generalitat cuando, por boca de la consejera de Enseñanza Rigau o, más recientemente, del propio presidente Mas, anuncia que presentará un recurso ante el Tribunal Constitucional contra la nueva ley de educación, la Lomce, por considerar que invade sus competencias o, lo que es lo mismo, que su desarrollo pone en riesgo el modelo de inmersión lingüística. Y si me apuran, y ya que de Países Catalanes se trata, a esa cadena de desobediencias cabría añadir asimismo la que se ha producido en Valencia a raíz de la liquidación de Canal 9, no tanto por el empecinamiento de sus trabajadores en mantener las emisiones a pesar del cierre patronal, como por la circunstancia de que el principal argumento aducido para negarse a aceptar lo inexorable no ha sido tanto la defensa de los puestos de trabajo como el hecho de que la desaparición de la radio y la televisión públicas valencianas constituye «un ataque a toda la sociedad, que quiere tener una radio y una televisión en su propia lengua», tal y como declaraba este sábado el presidente del comité de empresa de RTVV.

Esa pandemia lingüística, esto es, esa conversión de la lengua llamada «propia» en el eje de una política subversiva —sí, subversiva, en la medida en que tiene siempre como misión, lo mismo desde un cargo gubernamental que desde un puesto de trabajo funcionarial o asimilado, lo mismo en las instituciones que en las aulas o las ondas, subvertir el marco legal—; esa pandemia lingüística, decía, lleva trazas de perdurar. Y, lo que es peor, de enquistarse. Habrá que resignarse, pues, a convivir con ella. Mientras se pueda convivir, claro.

(Crónica Global)

La pandemia lingüística

    2 de diciembre de 2013


(César González Ruano, "Arte, psicología y aventura en la vida de Charlie Chaplin", Heraldo de Madrid, 12-3-1929)
El presidente Artur Mas seguía ayer de viaje por la India. Se comprende. Por un lado, la India está lejos y resulta difícil imaginar que uno pueda desplazarse hasta allí y regresar en un par de días —y no digamos ya si va acompañado de su señora—. Luego, qué quieren, cualquiera tiene derecho a disfrutar de un viaje de fin de curso, cuando no de fin de carrera, y todo indica que este es el caso. Por lo demás, parece que el hombre va abriendo mercados; o eso se desprende, al menos, de las fotografías con que los medios ilustran su romería asiática, en las que se le ve, ora en una escuela para obreros, ora en una fábrica de automóviles —bien es cierto que, en el primer caso, uno no sabe muy bien qué mercado abre, como no sea el de los libros de texto—. El problema es que el presidente de la Generalitat, aparte de todo lo anterior y de transubstanciarse en Mahatma Gandhi, hace declaraciones. Y el problema es que esas declaraciones tienen siempre ese punto levantisco y chuleta que tanto gusta a los nacionalistas catalanes cuando se olvidan, por un momento, de su inveterado papel de víctimas. Así, en relación con la reciente aprobación de la Lomce. Dice Mas que no va a aplicar la Lomce, sino la Lec, la ley de educación catalana. Y lo razona de este modo: «Tenemos una ley propia para aplicar y una ley impuesta, que espero que quede aparcada y superada la próxima legislatura». Pero no es este el único argumento al que recurre. También echa mano de la falacia de la diversidad, tan cara a nuestra izquierda. En otras palabras: la ley catalana es mejor que la española no sólo por catalana, sino también por ser el fruto de un acuerdo tripartito —CIU, ERC y PSC— y no la resultante de la voluntad de un único partido —el PP—, por muy mayoritario que este sea. La insumisión futura queda así servida y razonada. Y sazonada además con unas siglas, las del PSC, que tanto han contribuido, a lo largo de sus ya más de 35 años de existencia, a la hegemonía del nacionalismo, educación mediante. Me temo que nunca ponderaremos lo suficiente la responsabilidad del socialismo autóctono en la quiebra del modelo de Estado.

(ABC, 30 de noviembre de 2013)

La Lomce, desde la India

    30 de noviembre de 2013
Es de esperar que después de lo sucedido ayer en la Universidad de Granada el PSOE cambie de parecer respecto al anteproyecto de Ley de Seguridad Ciudadana. Yo comprendo que a los socialistas lo de la Complutense el 20-N les parezca, aparte de lamentable, ajeno a la comunidad estudiantil, en tanto en cuanto los terroristas que perpetraron el asalto, felizmente detenidos ayer, no pertenecían a ella. Y que incluso lo de la Autónoma de Barcelona, cuya última secuela tuvo lugar también ayer con la ocupación de la sede de UPyD por parte de los mismos que agredieron a Rosa Díez en 2010, se les antoje un problema menor y tributario en buena medida de un ambiente crispado por el nacionalismo. Pero, claro, lo del químico en Granada, no. Esto no puede ser nunca de recibo. Que el mismísimo secretario general sea víctima de las movilizaciones auspiciadas o bendecidas por el propio partido desde antes incluso de que el PP llegara al poder significa que el asunto, a los socialistas, se les está yendo de las manos. Y eso que, en su caso, la violencia recibida ha sido relativa, sobre todo en comparación con la ejercida en la Autónoma barcelonesa hace tres años contra la líder de UPyD —y reivindicada ayer impunemente—, y no digamos ya con la padecida por alumnos y profesores en la Complutense hace diez días.

La universidad pública, y una parte, tan reducida como activa, de los estudiantes que en ella moran, han sido siempre fuente de conflicto. En España, desde los tiempos del general Primo de Rivera por lo menos. Es verdad que las dictaduras —tanto la de este general como la del otro— legitimaban esos procederes. Pero sólo hasta cierto punto, como se deduce de la persistencia e incluso del incremento, en tiempos democráticos, de toda clase de protestas y violencias. Ignoro si la nueva Ley de Seguridad Ciudadana servirá para acabar con esta situación. Pero de lo que no tengo ninguna duda es de la necesidad de prevenir y reprimir adecuadamente, con la máxima urgencia, cualquier acto que obstaculice la práctica de la docencia o contravenga el libre ejercicio de la libertad de expresión en nuestros recintos universitarios. A no ser, claro, que estemos dispuestos a cerrar el negocio y a fiarlo todo al ámbito privado.

Estudiantes, los llaman

    29 de noviembre de 2013
El CAC (Consejo del Audiovisual de Cataluña) es uno de tantos organismos supuestamente independientes creados por nuestra clase política para que todo lo que realmente importa siga dependiendo de ella sin que se note en exceso. Por otra parte, y como sucede también con los demás organismos de esta índole, el CAC es un destino de oro para políticos sin cargo o cuyos servicios en primera línea han sido ya amortizados. Y en fin, por si no bastara con lo anterior, el CAC es un ejemplo palmario —basta repasar su actuación en los nueve años que lleva existiendo— de incompetencia y sectarismo. Por eso no puedo estar más de acuerdo con el Partido Popular de Cataluña (PPC) y Ciutadans cuando reclaman su cierre. La liquidación del CAC sería una medida higiénica, de una moralidad incontestable, y debería constituir un objetivo prioritario del tan ansiado proceso de regeneración democrática. Claro que en la vida hay que ser consecuente. Y si el PPC cree, en verdad, que el CAC está de más, lo primero que debe hacer es pedirle a Daniel Sirera, el exdiputado popular que forma parte del Consejo a propuesta del propio partido, que presente su dimisión irrevocable. No se puede ser corresponsable de una decisión y exigir, a un tiempo, la desaparición del organismo que la ha tomado. Es en estos detalles, precisamente, donde un partido gana credibilidad o termina perdiendo la poca que le queda.

O juez, o parte

    28 de noviembre de 2013
María Acaso, profesora de Educación Artística de la Universidad Complutense de Madrid, bloguera y miembro del colectivo Pedagogías Invisibles —sí, Pedagogías Invisibles—, no es partidaria de grandes revoluciones, pero sí de pequeñas. Nos encontramos, pues, ante una especie de revolucionaria gradualista. Y acaso sensata —si bien esto último, homonimias aparte, está por demostrar—. El caso es que Acaso quiere acabar con las rigideces del sistema educativo. Pero no a lo bruto, como sería propio de una gran revolucionaria, sino, poco a poco, creando lo que ella llama «una comunidad». ¿Y qué es una comunidad para Acaso? Pues una superación: una superación de las diferencias entre profesor y alumno, un espacio —físico y afectivo— en el que «ambos deberían tratarse como iguales» —lo que no es hoy el caso, sobra añadirlo—. Acaso, ya se ve, es una profesora creativa. Y está convencida de que los demás profesores deberían ser como ella. «Un profesor creativo —afirma— podrá transmitir lo que quiera, porque realizará unas unidades didácticas maravillosas. Será capaz de olvidarse del libro y crear unas experiencias increíbles».

Transmitir lo que quiera, olvidarse del libro, experiencias increíbles… En efecto, como cantaban Los Mismos, será maravilloso. Acaso.

Acaso en el país de las maravillas

    27 de noviembre de 2013
Al parecer, el presidente de Cataluña tiene en estos momentos un lío morrocotudo con la pregunta. Consulta obliga: la mise en scène de la consulta requiere una previa mise en scène de la pregunta. Y en eso estamos. O está él, para ser precisos. Porque resulta que entre los compañeros de viaje del presidente no hay acuerdo. Natural. Aquí cada cual le da a su manubrio y lo que se oye son, básicamente, dos melodías: la de los que desean una pregunta compleja y más o menos indefinida —UDC e ICV— y la que de los que no admiten otra interrogación que la relativa a la independencia —ERC, CUP y los Òmnium, ANC y sucedáneos—. Todo indica que el presidente va a inclinarse por la primera opción. Entre otras cosas, porque ha afirmado, en alusión a los más radicales, que «si se tensa demasiado la cuerda se puede romper» y porque, en un ejercicio de amnésico cinismo, ha añadido incluso que «hay procesos (…) que no se solucionan sacando gente a la calle».

Yo creo —permítaseme terciar en el asunto, aunque sólo sea por mi condición de filólogo catalán— que el presidente hace bien inclinándose por los primeros. El catalán, la lengua catalana, ha tenido siempre, en el terreno interrogativo, un punto de ambigüedad. Sobre todo en la escritura, que es de lo que aquí se trata. La normativa del Institut d’Estudis Catalans (IEC), que hace las veces de academia de la lengua catalana, prescribe que el signo de interrogación no se ponga más que al final, como cierre de la pregunta. En eso, como en tantas otras cosas, la normativa sigue el modelo francés. Pero el catalán no dispone, como el francés, en las preguntas totalizadoras —aquellas a las que sólo se puede responder o no—, de cláusulas inequívocamente interrogativas o de inversiones en el orden de los términos de la frase. En eso, como en tantas otras cosas, funciona de forma parecida al castellano. Total, que cuando uno lee en catalán una pregunta, o lo que se supone debería ser una pregunta, a menudo no se cerciora de ello hasta que atisba el final. Por eso algunos gramáticos y no pocos escritores en catalán, hartos de tanta ambigüedad, han resuelto poner el signo de interrogación al principio y al final de la pregunta, como en castellano.

Así las cosas, ¿cómo podría el presidente proponer una pregunta clara, tajante, de respuesta inequívoca —un o un no, para entendernos—, sin contravenir a la norma? No podría, es evidente, a no ser que quisiera acarrear las consecuencias de romper con la tradición y enfrentarse a una de las instituciones más sagradas del país, como es el IEC. Lo cual se me antoja harto improbable, por no decir imposible. De ahí que vaya a inclinarse por la pregunta más inconcreta, más abierta y, a un tiempo, más capciosa. Dicho en otras palabras: lo único seguro a estas alturas es que, de haber pregunta, esta no llevará otro signo de interrogación que el final.

Filología catalana

    26 de noviembre de 2013
En la agenda del presidente de la Generalitat, y al margen de lo que puedan depararle, en el orden de la revelación, nuevos viajes por el mundo felizmente descolonizado —una visita a la Habana, por ejemplo, para honrar la memoria de José Martí; o una a Pretoria, donde, con algo de suerte, igual Nelson Mandela todavía recibe; o una a Bandar Seri Begawan, capital del sultanato de Brunei, en la isla de Borneo, que no todo van a ser grandes nombres ni grandes epopeyas—; en la agenda de Artur Mas, decía, espero ver muy pronto un calendario de las muchas huelgas de hambre que el presidente tiene previsto emprender hasta la consulta final; una fecha concreta para el inicio de la Marcha de la Sal catalana, que aquí, por supuesto, habrá que rebautizar como la Marcha del Expolio, del mismo modo que el famoso Raghupati deberá convertirse en Els Segadors; y los días, en fin, en que va a celebrarse en Madrid esa Conferencia de la Mesa Redonda a la que asistirá sin duda el presidente del Gobierno colonialista y de la que debe salir una solución sí o sí.

Y es que los catalanes —¿qué digo los catalanes? ¡los españoles!—, honorable Mahatma, queremos saber.

Mahatma Mas

    25 de noviembre de 2013


(Felipe Aláiz, "Fermín Galán. El hombre que murió por los políticos, no con los políticos", La Revista Blanca, 26-4-1934)

Esta es la cobarde
España de siempre

    24 de noviembre de 2013
En los tiempos ya felizmente remotos de la posguerra española, a los periodistas se les conocía como los apóstoles «del pensamiento de la fe y de la Nación». Así los definía, sin ir más lejos, la propia ley de prensa de 1938, vigente en España hasta que Manuel Fraga promovió la suya en 1966. Ha llovido mucho desde entonces, pero no parece que la lluvia haya fertilizado por igual todo el territorio. En Cataluña, por ejemplo, los profesionales de la comunicación siguen actuando, en su gran mayoría, como si estuviéramos todavía en 1938, sólo que habiendo trocado aquella fe y aquella nación, tan españolas ambas, por una fe y una nación más alicortas, más gallináceas, pero indiscutiblemente catalanas. Tal vez por ello el ejercicio del apostolado continúa teniendo, como hace tres cuartos de siglo, su debido premio. Son los «Premis Nacionals de Comunicació», que concede el Gobierno de la Generalitat desde 1999. Los de este año han recaído en profesionales, empresas, entidades y asociaciones cuyo nexo fundamental, además de su probada fidelidad al «pensamiento de la fe y de la Nación», es haber recibido del propio Gobierno de Cataluña, en forma de subvención, una cantidad nada despreciable de dinero para su mantenimiento. En la lista de galardonados figura incluso —no vaya a salir alguien ahora con aquello de que el uso de la lengua vernácula es una condición «sine qua non» para que la Administración suelte la pasta y el premio— una merecidísima Mención de Honor al Grupo TeleTaxi, del inefable Justo Molinero, colaborador necesario en la construcción de la pequeña gran nación catalana desde los mismísimos tiempos de Jordi Pujol.

De ahí que no pueda sorprender en modo alguno el empeño del presidente Artur Mas en ensalzar, en su discurso, «la calidad democrática» de los medios y profesionales de la comunicación que le sirven. ¿O acaso no estamos en una democracia? Ni su insistencia en que lleven la buena nueva de esa Cataluña inmersa en un momento crucial de su historia a todos los rincones del planeta. ¿O acaso no son sus apóstoles? Además, como dicen en Cataluña, «qui paga, mana». ¿O no?

(ABC, 23 de noviembre de 2014)

Apóstoles de la Nación

    23 de noviembre de 2013
Cada vez que leo esa clase de noticias pienso en el País Vasco. Y luego, inmediatamente, pienso en mí y en la suerte que tengo de no vivir ni haber vivido nunca en uno de esos pueblos, sean del País Vasco, sean de la dolça Catalunya, sean de cualquier zona de España donde el nacionalismo haya echado raíces. La vida de pueblo ya es, de por sí, un roce constante. Uno se cruza a diario con todo quisque un par o tres de veces. Y nadie ignora quién es este, o aquel o el de más allá. En tales condiciones, si uno forma parte del rebaño todo va bien. Se le saluda, se le sonríe, se le habla y hasta se le hace alguna que otra confidencia. Pero, ¡ay del forastero! ¡Ay del que, habiendo o no habiendo nacido allí, ha rechazado de modo explícito las reglas del lugar! Este lo va a pasar mal. Van a dejar de saludarle, de sonreírle, de hablarle y, claro está, de hacerle confidencias. Y hasta puede que aprovechen el jolgorio de una fiesta mayor para arrearle un puñetazo o que le llenen, sin más, el coche de excrementos, como le ha sucedido a esa dirigente de Ciutadans de un pueblecito insignificante de Tarragona. Por supuesto, esa persona, harta de aguantar lo que no tiene aguante, puede abandonar la localidad. Es lo que pretenden, al cabo, quienes la importunan, la acosan y la agreden. Y lo que haría, en definitiva, cualquiera de nosotros. Pero algunas, como la que aquí nos ocupa, se empeñan en seguir, a pesar de la chusma nacionalista. Y hay que agradecérselo. De corazón. Sin ellas, todos los demás seríamos mucho menos libres.

Cataluña adentro

    22 de noviembre de 2013
Ese informe de la Guardia Civil del que habla hoy El Mundo no creo que sorprenda a nadie. Que una cuarta parte de los maestros de las ikastolas de la Comunidad Foral de Navarra esté más o menos vinculada a la izquierda abertzale es algo que, por desgracia, se da casi por descontado. O que damos casi por descontado, al menos, quienes, habiendo nacido en Cataluña o residiendo en sus aledaños ideológicos —léase las Islas Baleares—, sabemos cómo las gastan muchos de los maestros de esos niveles educativos. Con una diferencia: en las zonas de Navarra donde se ofrece esta enseñanza integral en vascuence, así como en el País Vasco, los padres tienen siempre la opción —o deberían tenerla— de matricular a sus hijos en otros modelos lingüísticos, mientras que en las tierras catalanas de origen o conquista no hay tutía, esto es, no hay otro modelo que la inmersión generalizada —a no ser que uno disponga del capital necesario para llevar al nene o la nena a un centro privado—. Y, por supuesto, con otra diferencia: en esas tierras bañadas por el Mediterráneo no existe ETA ni nada parecido. La erosión, pues, es de una intensidad distinta. Aunque no menos eficaz, como los hechos vienen demostrando.

Aun así, gente tan dispar en lo mental y en lo moral como J. B. Culla y Arcadi Espada coinciden en afirmar que la escuela no ha sido un factor determinante en el auge del independentismo en Cataluña. Ambos se remiten al mismo contraejemplo: si durante los 35 años de franquismo la escuela no consiguió moldear la personalidad de los españolitos de a pie, ¿por qué iba a lograrlo ahora en un lapso idéntico y bajo un régimen parecido? A mi modo de ver, por algo que no se daba en aquellos tiempos y sí se da ahora. Durante el florido pensil, la reacción, cuando reacción había, era en contra de un régimen autoritario, de unos maestros y profesores que no dudaban en recurrir a los métodos más abstrusos —y a veces hasta violentos— para doblegar cualquier forma de disidencia o resistencia. Ahora, en cambio, los maestros y profesores participan junto a los alumnos, lo mismo en Cataluña y Baleares que en parte del País Vasco, Navarra o Galicia, de un misma cruzada contra el maligno, personificado, cómo no, en la pérfida España —la negra, la de la Inquisición, la del franquismo—. Es decir, antes el maestro era percibido como la última pieza del engranaje opresor; ahora es percibido como la primera del engranaje liberador. Por eso es tan frecuente, en nuestros días, ver desfilar a esos educadores cogidos de la mano con sus educandos, cada vez que una movilización cualquiera los saca a la calle. La patria los llama y ellos, todos a una, acuden prestos en su auxilio.

Educar para la patria

    21 de noviembre de 2013
El editorial de hoy de El País sobre la renovación de los miembros del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) no tiene desperdicio. Es un alegato a favor de la politización de la justicia. Sin matices, sin medias tintas. A pluma descubierta. Parece mentira que el otrora diario de referencia, el icono mediático de la Transición, el símbolo añejo del cuarto poder en España, llegue al extremo de afirmar que el máximo órgano del poder judicial debe estar sometido a los demás poderes —se supone que dejando a un lado el cuarto—, o, por recurrir a sus palabras, «vincularse, directa o indirectamente, a la soberanía popular». Para El País, lo importante de la renovación del CGPJ no es tanto la naturaleza de los miembros que lo componen, los méritos que han atesorado a lo largo de su carrera para ocupar el alto rango que van a ocupar, sino el hecho de que hayan sido elegidos mediante el consenso. No de los jueces, claro, sino de la mayoría gobernante y la minoría opositora. Es decir, del legislativo trufado de ejecutivo. El que vayan a integrarlo, pongamos por caso, una diputada en ejercicio de CIU o un diputado cesante del PSOE no constituye motivo alguno de sonrojo, ni siquiera de preocupación. Lo importante es que ese «poder del Estado» no sea «un órgano corporativo». En definitiva, que no sea como los demás poderes.

Jueces y soberanía

    20 de noviembre de 2013
1) Dice el director de Libération, en relación con el atentado del que ha sido víctima un fotógrafo ayudante en la propia recepción del diario: «Que alguien entre en un periódico con un fusil es muy grave en una democracia, sea cual sea el estado mental de quien lo hace. Si los medios de comunicación deben convertirse en búnkeres, hay algo que no funciona bien en la sociedad». Aun comprendiendo el estado de ánimo del director después de la tragedia vivida, ¿no resulta acaso más grave para una sociedad, más ilustrativo de su mal funcionamiento, que alguien la emprenda a tiros en plena calle contra el primero que pase? Hay oficios de riesgo, y el periodismo es uno de ellos. Y lo es incluso, por desgracia, allí donde no consta que se haya declarado guerra alguna.

2) La prensa no nacionalista aplaude el giro dado por el PSC. Tanto como la nacionalista lo deplora. Eso sí, una y otra coinciden en que el partido que lidera Pere Navarro no ha superado la crisis, por más que el resultado de la votación del domingo en el Consell Nacional parezca consolidar entre sus filas la línea de la dirección. Lo que nadie se pregunta, en cambio, es por qué ahora y no antes. O sea, por qué Navarro y los suyos han estado mareando la perdiz durante cerca de un año, jugando al sí pero no, en vez de plantarse desde el primer día. ¡Qué distinto habría sido todo si ya entonces el barco no hubiera incluido más que almogávares y algún que otro capellán o capellana!

3) La deriva de la oratoria se refleja estupendamente en esa foto del consejero catalán de Economía, Andreu Mas-Collell, haciendo con las manos el signo de poner un vocablo o expresión entre comillas. Si un político es incapaz de resaltar, mediante la entonación o recurriendo simplemente a la paráfrasis, su propio pensamiento, más vale que se deje de discursos. Y, en según qué casos, de política.

Acotaciones de un lector (1)

    19 de noviembre de 2013
Vaya por delante una confesión: siento debilidad por J. B. Culla y sus artículos. Esa debilidad no alcanza, por supuesto, la que pueda sentir Félix de Azúa por el mismo personaje y su producción periodística, pero les aseguro que la mía tiene también su recorrido. Lo que más me atrae de Culla, al margen de la españolidad de su prosa, es esa sensación de hombre permanentemente enojado que deja la lectura de cualquiera de sus piezas. Como si al escribirlas segregara una tal cantidad de bilis que esta no puede por menos de empapar, en mayor o menor grado, el producto de su ingenio. No creo que se dé ningún caso parecido en el periodismo catalán contemporáneo. E incluso, si me apuran, en el español. Y ni siquiera sirve la excusa de la edad; Culla es un hombre biológicamente bilioso. Escribe así desde el primer día, segregando que es gerundio.

El pasado viernes, por ejemplo, defendía a los Mossos d’Esquadra. Natural. Hasta diría que me sorprendió lo mucho que había tardado en hacerlo. Culla ha sido siempre un hombre del régimen, lo mismo con Pujol que con Mas. Y en el interregno, cuando no mandaba ni el uno ni el otro, y dado que el régimen continuaba vigente, él seguía en sus trece, fustigando a todo aquel que osara entrometerse en sus destinos. Como hizo en su última filípica. La tesis del artículo es la habitual. ¿Qué habría ocurrido si en vez de tratarse de los Mossos se hubiera tratado de la Guardia Civil –entiéndase, si en vez de tratarse de Cataluña se hubiera tratado de España–? ¿Se habría armado la que se ha armado? ¿No fue acaso mucho peor lo sucedido en el cuartel de Intxaurrondo, en San Sebastián, hace más de treinta años, que lo sucedido a comienzos de octubre en el barrio del Raval de Barcelona, por muy grave y lamentable que esto resulte? Siendo así las cosas, ¿por qué nadie puso entonces en cuestión la legitimidad de la Guardia Civil –o de la Policía Nacional– como sí se ha puesto ahora la de los Mossos d’Esquadra?

Pues, a mi modo de ver, porque así como la existencia de los Cuerpos de Seguridad del Estado es percibida como algo de todo punto necesario e inherente a la propia existencia del Estado, la de un cuerpo autonómico de nuevo cuño que ha venido a sustituir a esos Cuerpos que ya ejercían mal que bien la misma función, no. De ahí que no les pasen una. Añadan a lo anterior que en los últimos tiempos, tanto tripartitos como convergentes, las actuaciones de los Mossos han dejado mucho que desear. Por exceso de bondad o de maldad, da igual. O, si lo prefieren, por bisoñez, por carecer de experiencia y, en cambio, andar sobrados. Y luego, claro, está el contexto. No me refiero ahora a los informes de Miquel Sellarès, el inspector catalán de alcantarillas. Pienso en algo bastante más serio: en la confianza que pueden generar las actuaciones de un cuerpo policial sujeto a las directrices de un Gobierno que, aun formando parte del Estado –siendo Estado, en una palabra–, actúa como si no lo fuera y, lo que es peor, tratando de destruirlo.

Además, qué quieren, el pasado, ese pasado que el historiador Culla tan bien conoce, tampoco ayuda. En tiempos de la República, una de las grandes reivindicaciones del nacionalismo gobernante en Cataluña –o sea, de ERC– fueron las competencias de orden público. Cuando la Generalitat por fin dispuso de ellas, las empleó, ya con Companys de presidente, en perseguir el terrorismo anarquista –lo que acabaría costando la vida, en vísperas de la guerra civil, a los hermanos Badia, dirigentes de Estat Català y máximos responsables de la Policía autonómica–. Pero también las empleó en preparar el golpe de Estado que Companys había de encabezar el 6 de octubre de 1934. Por desgracia para los golpistas, su plan contaba con los escamots de Estat Català que, a la hora de la verdad, no aparecieron por ningún sitio. La imagen que quedó fue, pues, la de los Mossos defendiendo el Palacio de la Generalitat ante el asedio de un par de unidades del Ejército que, al poco, lograban la rendición incondicional de los amotinados. Una triste imagen, ciertamente.

Yo comprendo –¡cómo no voy a comprenderlo!– que el nacionalismo que Culla profesa tenga interés en dignificar de una vez por todas la policía –su policía– autonómica. Pero ese nacionalismo debería comprender a su vez que la tan ansiada dignificación tiene un precio. Se llama lealtad. Lealtad al Estado y a su seguridad, que es la de todos los ciudadanos, residan o no en Cataluña.

(Crónica Global)

La seguridad del Estado

    18 de noviembre de 2013


(Carlos Soldevila, "Dificultad de pensar", La Vanguardia, 9-8-1936)
He visto el vídeo del que hablaba ayer aquí mismo Begoña López, el que han elaborado los abertzales navarros para llamar la atención sobre el juicio que empieza pasado mañana en la Audiencia Nacional contra cuatro de sus compinches, acusados de haber agredido en Toulouse, en noviembre de 2011, a la presidenta de la Comunidad de Navarra, Yolanda Barcina. El de los tartazos, vaya, en alusión precisamente al arma utilizada en su momento para perpetrar la agresión. El vídeo está basado en la archiconocida escena circense en la que un clown le estampa a otro un trozo de tarta en plena cara, y el otro hace de inmediato lo propio con el primero. Con ese guión, y durante cerca de cuatro minutos, van desfilando por la pantalla y por parejas «personas de la vida pública navarra» —como las califican los promotores de la cinta— que «se solidarizan, de una forma muy dulce, con los activistas» agresores. Como no soy del lugar, no acierto a identificar a esas «personas de la vida pública Navarra», aunque a juzgar por su aspecto, profundamente antisistémico, deben de pertenecer todas al mundo abertzale. Perdón, casi todas. Porque una de las parejas está formada por el diputado navarro de Amaiur Sabino Cuadra y el inefable Joan Tardà. ¿Que qué hace allí Tardá?, acaso se pregunten. Pues solidarizarse con quienes se solidarizan a su vez con los agresores de la presidenta navarra. En su descargo, cabe decir que el papel le va que ni pintado, hasta el punto de que uno se pregunta por qué demonios se ha dedicado ese hombre a la política pudiendo orientar sus pasos hacia el Club de la Comedia o —mejor incluso, tratándose de alguien de izquierdas— hacia Payasos sin Fronteras. Pero, a un tiempo, esa participación suya como «guest star» en el vídeo de marras no puede por menos de asociarse al número montado por su jefe de filas Oriol Junqueras esta misma semana en Bruselas. Sí, ya sé que, por su contexto y trascendencia, son actuaciones muy dispares. Da igual: se complementan. Y hasta se parecen en lo esencial. ¿O acaso tanto Tardá como Junqueras no han provocado la risa del personal mientras hacían un soberano ridículo?

(ABC, 16 de noviembre de 2013)

Los tartazos de ERC

    16 de noviembre de 2013
Me refiero a Lluís Arola, que ayer fue detenido y puesto luego en libertad con cargos en relación con el llamado caso Innova, que afecta a las irregularidades cometidas en los últimos años en las empresas municipales de Reus. Arola había sido el director científico de Shirota Functional Foods, una sociedad de capital mixto fundada en 2007, dedicada a la investigación nutricional y cuyo nivel de facturación resultaba ridículo en comparación con la inversión emprendida —una inversión facilitada en gran parte por los tres millones de aval del Ayuntamiento reusense—. En realidad, y tal y como se ha encargado de reconocer el actual rector de la Universidad Rovira i Virgili (URV), Francesc Xavier Grau, Arola era el hombre de la URV en Shirota —la universidad tarraconense poseía el 2% del capital—. Y vaya hombre. Porque Arola había sido, a su vez, rector de la URV entre 1998 y 2006. Y porque, en estos momentos, desempeña el cargo de presidente del Consejo Catalán de Investigación e Innovación, un alto organismo dependiente de la Generalitat de Cataluña.

Pero lo más curioso del personaje acaso sea su afición a tenérselas con la justicia. No, no me malentiendan. No digo que Arola sea un delincuente. Al menos, hasta la fecha. Arola es más bien un patriota —lo cual, sobra precisarlo, no tiene por qué ser incompatible, llegado el caso, con la condición de delincuente—. Y es en tanto que patriota como yo lo recuerdo y lo recordaré siempre. Porque yo viví hace doce años aquel acto de afirmación nacionalista montado por el régimen a las puertas de los juzgados de Tarragona y cuyo protagonista no era otro que el entonces rector Arola, al que un juez español y desaprensivo —y perdón si alguno de ustedes cree que incurro en pleonasmo— iba a juzgar por prevaricación. No sé cómo estarán hoy los ánimos para repetir aquella performance, si finalmente Arola debe pisar de nuevo un juzgado. Lo que es el consejero, sigue siendo el mismo, Andreu Mas-Collell. Y, al decir de Oriol Junqueras, la capacidad de movilización del pueblo catalán resulta hoy en día inconmensurable, capaz de paralizar no ya un juzgado sino un país entero. En fin, que no será porque no se den las condiciones necesarias. Y, si no, al tiempo.

Un catalán de pro

    15 de noviembre de 2013
Habrá que estarle agradecido a Oriol Junqueras por sus palabras. Ese político que, según todas las encuestas, sería hoy el principal candidato a presidir la Generalitat de celebrarse unas elecciones autonómicas, dio ayer en Bruselas su verdadera talla de potencial estadista. En una conferencia organizada por sus amigos del Parlamento Europeo, Junqueras amenazó con convocar en Cataluña una huelga general de una semana si el Estado del que muy a su pesar forma parte prohíbe la tan ansiada consulta por el «derecho a decidir». Que los primeros en echársele encima, tachándole de insensato, hayan sido sus compañeros de viaje Duran i Puig —sí, Felip Puig, el otrora independentista radical—, dice mucho del grado de enajenación alcanzado por el profeta de la patria libre. En Bruselas no habrán salido todavía de su asombro ante la propuesta del líder de ERC, apuntalada encima con la grosera mentira de haber «sacado a dos millones de personas a la calle» —millón arriba, millón abajo, le faltó añadir—. De todos modos, insisto, hay que agradecerle a Junqueras sus palabras. Entre su bravuconada de ayer, la sandalia exhibida el pasado lunes en el Parlamento catalán por su ahijado Fernàndez y el ridículo infamante de Mas en Yad Vashem aspirando a la condición de víctima entre las víctimas, si alguna posibilidad tenían aún los soberanistas de ser acogidos en el seno de la Unión, esta ya se ha esfumado definitivamente. La Cataluña que viene no tiene otro futuro que el de la vía muerta o la fosa séptica. A escoger.

La Cataluña que viene

    14 de noviembre de 2013
Cuando el nacionalismo catalán viaja a Israel hay que temerse siempre lo peor. Recuerden, si no, la visita protagonizada por Pasqual Maragall y Josep Lluís Carod-Rovira, corona de espinas incluida. O los continuos viajes de Jordi Pujol, en los que el milhomes no perdía ocasión de comparar el destino del pueblo catalán con el del judío. Y, al margen ya de las andanzas gubernamentales, recuerden los espasmos de los Culla, Rahola o Villatoro cada vez que el nombre de Israel era o es sacado a colación. Ahora ha sido el presidente Artur Mas quien se ha desplazado hasta aquella tierra con un séquito de 60 personas, como si del mismo rey de Arabia —y perdón por la ucronía— se tratara. Y, aparte de no lograr entrevistarse con el primer ministro Netanyahu —un fiasco al que Pujol, dicho sea de paso, nunca se habría expuesto— y de conseguir que la bandera de España no apareciera en la foto oficial con el presidente Peres —lo que da idea, por cierto, de la eficacia de nuestra política exterior—, Mas se despachó en el Museo del Holocausto con unas declaraciones absolutamente fuera de lugar, y nunca mejor dicho. Adoptando ese victimismo que tanto rédito aporta siempre al nacionalismo, el presidente de la Generalitat aprovechó su presencia en Yad Vashem para arremeter contra aquellos que han comparado su régimen transitorio nacional con el régimen nacionalsocialista. Pero fue más allá: no contento con desmentir una infamia, dejó otra para la posteridad al equiparar el pueblo catalán con el judío con el argumento de que el primero «también fue víctima de los totalitarismos». Como si pudieran siquiera compararse y sin precisar, por supuesto, que esos totalitarismos fueron bendecidos a su vez, y hasta ejecutados, por una parte nada despreciable de ese mismo pueblo catalán.

En definitiva: de mal en peor. Confiemos en que la próxima expedición nacionalista a Israel, de haberla, tarde mucho en llegar.

Pueblos y víctimas

    13 de noviembre de 2013
Decir que todo empezó en la pasada década sería, por supuesto, excesivo. Pero estoy convencido de que sin ella, sin lo que en ella sucedió en España, en Cataluña y en Barcelona —y voy, a propósito, de lo general a lo particular—, un personaje como David Fernàndez no habría alcanzado nunca la condición de diputado. O, lo que es lo mismo, no habría tenido nunca la ocasión de sembrar el terror en sede parlamentaria en forma de apología o mediante el insulto y la amenaza.

Entre 2001 y 2010 se dieron en Cataluña, y en especial en Barcelona —con la bendición, a partir de 2004, del propio Gobierno de España—, una serie de circunstancias que lo han hecho en gran parte posible. Por un lado, la carrera del Estatuto, a la que se entregaron casi todas las fuerzas políticas catalanas, remachada con una tardía sentencia del Constitucional que sigue sirviendo de excusa a los corredores de entonces para seguir pidiendo la luna. Por otro, la llegada al poder autonómico, a finales de 2003, de un gobierno de izquierda y nacionalista, más conocido por tripartito, que no era sino la plasmación regional de un modelo ya operativo en el campo municipal. Todo ello vino a coincidir con la celebración en Barcelona del Fórum Universal de las Culturas, paradigma de lo políticamente correcto, saludablemente alternativo y entusiastamente asambleario. Uno de los efectos más visibles de esa amalgama factual fue la definitiva conversión de la capital catalana en capital mundial antisistema, conversión que las movilizaciones contra la guerra de Irak de principios de siglo habían ya anticipado en parte.

Fernàndez es fruto de esa década. De pies a cabeza, de la primera a la última capa, de la mano con la sandalia a la mismísima sandalia. Y quienes le consienten lo que le consienten, incluso en sede parlamentaria, unos cómplices ominosos de un proceso de degradación moral cuyas últimas consecuencias están aún por llegar.

La década ominosa

    12 de noviembre de 2013