Da igual si fueron 4.000, como afirma la Guardia Urbana, o si fueron el doble, como sostiene Ciutadans, el partido político convocante. Se trata, probablemente, de la mayor manifestación de este género habida jamás en Cataluña. ¿El género? No resulta fácil definirlo. Pongamos el no nacionalismo. O, para que nadie se llame a engaño, el antinacionalismo. O incluso, por qué no, la estricta ciudadanía.

El caso es que miles de catalanes se manifestaron ayer en Barcelona, sin complejo alguno, en demanda de libertad. ¿Una exageración? En absoluto. La libertad sólo se da si es plena. Y, en Cataluña, los ciudadanos no son libres de escoger la lengua en la que querrían ver escolarizados a sus hijos, ni aquella en la que desearían relacionarse con la Administración ni, por supuesto, aquella en la que les gustaría rotular sus comercios. En definitiva: en Cataluña los ciudadanos no son libres.

Todo esto, claro, no constituye ninguna novedad. La novedad es que la gente esté dispuesta a salir a la calle para reclamar sus derechos. Es decir, que simpatizantes de Ciutadans, del Partido Popular y de Unión, Progreso y Democracia (UPyD), junto a ciudadanos no adscritos racional o emocionalmente a partido alguno, consideren que ha llegado la hora de la movilización. Porque, hasta la fecha, en Cataluña no se movilizaba más que el catalanismo. Bajo una u otra bandera, o bajo todas a la vez. Y lo que no era catalanismo callaba y asentía. Todo indica que ayer la cosa empezó a cambiar. Ahora sólo falta que no decaiga.

ABC, 29 de septiembre de 2008.

A la calle, que ya es hora

    29 de septiembre de 2008
A veces me pregunto qué será del papel. O, mejor dicho, qué será de según qué papel. Y es que hay papeles cuyo futuro no peligra. Así, el higiénico, que no ha hecho sino afinarse con el tiempo. O el que se utiliza para liar cigarrillos o sucedáneos, al que ni las campañas ni las leyes antitabaco han logrado jubilar. O el que empleamos para sonarnos, que empezó compitiendo con el viejo pañuelo de tela y ha acabado arrumbándolo por razones higiénicas y de indiscutible comodidad. Y, en fin, el que envuelve el azucarillo del café, el que hace las veces de mantel o de servilleta o el que cubre cualquier producto comercial. Pues bien, la esperanza de vida de todos estos papeles resulta limitadísima. Sí, aunque resulte paradójico, el tipo de papel del que quizá jamás podamos prescindir es también el que, una vez usado, no sirve ya para nada.


Pero la paradoja no termina aquí. Porque el otro tipo de papel, el llamado a perdurar por obra y gracia de lo que lleva impreso o manuscrito, es el que parece tener, a estas alturas, los años contados. Pienso en el que acoge nuestras notas; en el que nos entregan en un comercio o en un cajero automático a cambio de una transacción; en los que conforman una agenda o una guía telefónica; en los que nos ponen al corriente de cómo va el mundo, o en los que guardan, bien cosidos, tantos relatos, pensamientos e ilusiones. En todas estas circunstancias la tecnología, en forma de píxel o de bit, está suplantando, a marchas forzadas, el papel. Anotamos las citas y las ideas en nuestras agendas electrónicas; firmamos con un puntero en una especie de tableta conectada a un terminal la conformidad de una adquisición cualquiera; encontramos lo que buscamos, ya sea un dato, una imagen o la música de un bolero, en el ciberespacio; leemos el periódico, o una parte de él, a través de la pantalla del ordenador, y pasamos las páginas de un libro haciendo un simple clic en un icono con el ratón.

Por supuesto, semejante ejercicio de suplantación se da sobre todo entre los jóvenes, que no ven razón ninguna para conservar notas, facturas, fotos, recortes de prensa o volúmenes encuadernados, pues pueden almacenarlos en un chip de memoria o procurárselos en la mismísima red. Y no se suele dar, claro, entre los viejos o entre los que, sin ser tan viejos, hemos cruzado ya el ecuador de la vida y seguimos creyendo en el valor probatorio del papel y disfrutando con la textura y el olor de sus hojas. O quizá la creencia y el disfrute no sean más que excusas. O costumbres. Al fin y al cabo, no somos sino un triste animal de costumbres. Como lo serán estos jóvenes de hoy el día de mañana.

ABC, 28 de septiembre de 2008.

Sin papeles

    28 de septiembre de 2008
En el más puro estilo Rodríguez Zapatero, sin otro báculo argumental que la insuperable desfachatez con que suele emplearse nuestra clase política cada vez que la realidad viene a desmentirla, Ernest Maragall, consejero de Educación de la Generalitat, ha calificado de «magnífico» el sistema de enseñanza público catalán. Magnífico, pues. Lástima que todos los indicadores digan lo contrario. Empezando por los contenidos en el informe PISA 2006, que unos expertos de la Fundación Bofill han sometido a análisis. La semana pasada conocimos los resultados. Ya saben: en comparación con el resto de los países del mundo desarrollado, Cataluña, ese país, está a la cola en todo. No hay país, ni siquiera España, en que el alumnado extranjero —esto es, inmigrante— esté peor situado con respecto al autóctono. No hay país, ni siquiera España, en que la diferencia de nivel entre los centros públicos y los privados sea mayor —a favor de los segundos, claro—. Excepto Letonia, Grecia y Portugal, no hay país —ni siquiera España— donde se dé un porcentaje más bajo de alumnos sobresalientes en ciencias. Y, en fin, sólo un país, España —y conviene recordar que Cataluña, en las estadísticas, forma parte de ella—, tiene menos alumnos que sobresalgan en comprensión lectora. En síntesis: la excelencia a ras de suelo y todos, o casi todos, igual de ignorantes.

Estos datos a Maragall le han parecido «inútiles». Por sabidos, ha precisado. Y por viejos. No le falta razón. Los datos —otra cosa es el análisis que uno pueda proyectar sobre ellos— fueron publicados hace un año. Y, entre el momento en que se realizaron las pruebas y el momento actual, ha transcurrido no un año, sino dos. De ahí que, a juicio del consejero, la situación no sea ya la misma. Es cierto. A estas alturas debe de ser, si cabe, mucho peor. Dentro de unos meses tocan las pruebas correspondientes a un nuevo informe PISA y en 2010, cuando se hagan públicos los resultados, sabremos a qué atenernos. Mientras tanto, no queda más remedio que remitirse a lo conocido. Y lo conocido, mal que le pese a Maragall, es un desastre sin paliativos. Aunque su desfachatez y su inmodestia le lleven a afirmar que en los últimos dos años todo ha cambiado, nadie en su sano juicio es capaz de creer que un sistema que lleva ya en funcionamiento tres lustros vaya a arrojar en el futuro unos resultados radicalmente distintos a los presentes sin que se modifique el sistema ni los fundamentos ideológicos en que se sustenta.

Por lo demás, hay que felicitarse de que existan mecanismos de evaluación independientes y comunes al resto de los países desarrollados —ojalá se extendieran a otras parcelas de la Administración, como la sanidad o la justicia—. Si sólo contáramos con las pruebas internas realizadas por el propio Departamento de Educación, y suponiendo que el Departamento quisiera notificar los resultados, seguiríamos vegetando en la complacencia que procura el saber que nuestro sistema de enseñanza pública, en palabras del consejero del ramo, es «magnífico». Sí, magnífico.

ABC, 27 de septiembre de 2008.

Una educación magnífica

    27 de septiembre de 2008
En la República Islámica de Irán, a las mujeres les construyen parques. No hace mucho se ha inaugurado uno en Teherán. El Paraíso de las Madres, lo llaman. Lo de madres tiene que ver, sin duda, con el estado civil de muchas de las mujeres que en él concurren y con el futuro que a buen seguro aguarda a las que todavía no han alcanzado dicho estado. Lo de paraíso, en cambio, ya es más complejo. Por un lado, remite a la propia condición de madre. Pero, por otro, alude a la posibilidad de comportarse, en lugar abierto y lejos de la infame mirada masculina, sin velos ni cortapisas de ninguna clase. Al descubierto, vaya, mostrando poco más o menos las mismas partes del cuerpo que muestra una mujer cualquiera en uno cualquiera de nuestros parques.

En el Reino de España, a las mujeres no les construyen parque alguno. Ni a los hombres. A Dios gracias, nuestro espacio público es para todos los seres humanos, sin distinción de sexo, raza o religión. Y, en consecuencia, para todas las miradas. Otra cosa, claro, es el espacio privado, por más que en este terreno el pensamiento igualitario lleve ya mucho tiempo metiendo baza. Son pocos hoy en día —si es que queda alguno— los clubes deportivos sólo para hombres. Y lo mismo ocurre con los de otra índole. En su afán nivelador, la tendencia del feminismo militante no ha consistido tanto en crear sus propias sociedades privadas como en exigir el carácter mixto de las ya existentes. Tal vez el caso más conocido, por repetido y grotesco, sea el del famoso alarde de Fuenterrabía, un desfile conmemorativo de las guerras napoleónicas reservado hasta hace poco al género masculino y al que ahora se ha añadido, entre las muestras de desaprobación de muchos lugareños y muchas lugareñas, el paso de una compañía mixta de supuestos combatientes. Claro que aquí la tradición tiene lugar en el espacio público, y hasta es posible que las sociedades participantes reciban alguna que otra ayudita de las instituciones. O sea, que aquí, de privado, poco.

Pero donde la división entre sexos resulta más polémica es en el campo de la educación. El sistema público, en aras de la igualdad, prescribe que niños y niñas vayan juntos a la escuela. El problema es que todos los estudios conocidos hasta la fecha demuestran que el rendimiento de unos y otros mejora si no comparten el aula. Y, por si no bastara con esto, el fracaso escolar sigue siendo abrumadoramente mayoritario entre los chicos —en 2006, la diferencia era de 14 puntos porcentuales—. ¿Entonces? Pues no parece descaminado sugerir que a los españolitos y a las españolitas se les permita cursar algunas asignaturas por separado. Para la imprescindible socialización siempre les quedará el patio. Y, por supuesto, cualquiera de nuestros parques.

ABC, 21 de septiembre de 2008.

Hombres y mujeres

    21 de septiembre de 2008
Cuando han pasado ya más de veinte días desde la ascensión y casi quince desde la emisión televisada de la proeza, sigo preguntándome cómo es posible que nadie haya reparado todavía en la trascendencia de lo acontecido. La prensa, claro está —y utilizo el término «prensa» en su sentido más amplio—, se ha hecho eco del suceso y hasta le ha dedicado jugosos comentarios. Pero todos los comentarios se han construido por contraste, por oposición. Para la mayoría de quienes los firmaban, resultaba insólito, por no decir grotesco y reprobable, que el presidente del Gobierno dedicara 24 horas de su jornada laboral —la ascensión se hizo en sábado, pero, hasta nueva orden, los presidentes del Gobierno no disfrutan de la semana inglesa— a encaramarse a lo más alto de sus recuerdos juveniles, poniendo incluso en riesgo su integridad y la de los miembros de la seguridad del Estado que le acompañaban. Y, sobre todo, que lo hiciera cuando debería estar ocupando su tiempo en combatir la crisis, o sea, en proponer y aplicar medidas que permitieran reactivar la ya muy maltrecha economía española. Es verdad que en aquel momento —y lo digo en descargo de estos comentaristas— José Luis Rodríguez Zapatero no había confesado aún cuál era, a su juicio, el origen de los males que nos afligen. En otras palabras: si hubiera afirmado ya por entonces que toda la culpa de la crisis económica, o como quisiera nombrarla el presidente, la tenía Bush, casi nadie se hubiera sorprendido al verle con sus botas de montañero, su pantalón de trekking y su chaqueta de gore-tex subiendo por las laderas leonesas de los picos de Europa. Pero no fue el caso y la mayoría de los comentaristas tuvieron ocasión de ponerse, a su vez, las botas.

Aun así, insisto, lo verdaderamente significativo de la ascensión al Collado Jermoso del —muy a su pesar— vallisoletano presidente del Gobierno no está en el contraste que pueda establecerse entre esa afición recuperada y el olvido de lo que deberían ser sus tareas de gobernante, sino en la analogía. Para entender en qué consiste esta analogía hay que fijarse en las palabras que pronunció Rodríguez Zapatero a medio camino, en uno de los repechos especialmente indicados para el éxtasis presidencial y para la filmación televisiva, dirigiéndose a un tal Calleja, responsable de la ascensión y del programa y, al parecer, compañero del alma: «Hay que tener muy poca sensibilidad para no venir aquí y disfrutar». Esa sensibilidad, que requiere —reparen en la posición del «no» en la frase— que uno ascienda a las altas cumbres de la patria suya y disfrute con lo que le ofrece desde allí la naturaleza, es exactamente la misma que tantos catalanes, empezando por el extinto presidente Pujol, y no pocos vascos, han tenido siempre a flor de piel —de ahí sus constantes y gozosas escaladas—. Una sensibilidad romántica, proclive a la nostalgia y reivindicativa de lo auténtico, de lo incontaminado. Una suerte de catarsis. Un retorno al paraíso. En fin, para qué ocultarlo, puro nacionalismo.

ABC, 20 de septiembre de 2008.

La sensibilidad del presidente

    20 de septiembre de 2008
Por supuesto que hay que honrar a los muertos. Por supuesto que hay que darles digna sepultura. Pero, incluso en tan noble empeño, existen maneras y maneras de hacerlo. Y no parece que las usadas por el juez Garzón en su reciente providencia —y ello con independencia de qué designio la anime y de cuál vaya a ser, en último término, el desenlace de su iniciativa— sean las más indicadas.

Para empezar, la muerte es un asunto privado. En circunstancias normales, uno muere en familia, acompañado de sus seres queridos. Y son esos seres, en definitiva, quienes disponen el duelo. Sólo a partir de entonces, vencido ya este primer círculo, la muerte se vuelve asunto compartido —lo que no significa, sobra decirlo, que, en el orden del dolor, no siga correspondiendo la triste preeminencia a los más íntimos—. Cuando las circunstancias no son tan normales, y en especial cuando concurre en el fallecimiento una forma cualquiera de violencia, todo se altera. Aun así, por lo general, una vez resueltos los trámites de rigor, el cuerpo del finado es entregado a la familia para que ésta pueda llevar a cabo, en un recogimiento que ya no alcanza a ser sino relativo, su inhumación. Únicamente en situaciones excepcionales no existe velatorio posible. Es el caso, por ejemplo, de las grandes tragedias naturales, donde cientos o miles de cuerpos son engullidos por la tierra o por las aguas. Y también el de las no tan naturales, donde la dificultad estriba —lo hemos vivido este mismo verano en el aeropuerto de Barajas—, más que en recuperar un cuerpo, en identificar unos restos. Y es el caso, claro, de las grandes tragedias civiles. Como la nuestra.

Si algo caracteriza a las guerras civiles en relación con los demás conflictos bélicos, es precisamente la proporción de muertes no directamente imputables a los enfrentamientos en el campo de batalla. En lo que a España se refiere, y a pesar del baile al que todavía asistimos cuando se trata de precisar las cifras, todo indica que el número de víctimas mortales debidas a la violencia más o menos organizada —o sea, las registradas durante la guerra en ambas retaguardias y las producidas por la feroz represión de la posguerra— igualó, si es que no superó, el de las provocadas por causas estrictamente militares. Y los cuerpos de estas víctimas, asesinadas la mayoría de las veces a sangre fría, fueron en muchas ocasiones enterrados en fosas comunes o arrojados al fondo de un pozo, por lo que sus allegados ni siquiera pudieron darles sepultura. Es verdad que, a medida que iban conquistando territorio, los que luego resultaron ser los vencedores fueron exhumando los restos de quienes habían padecido la violencia revolucionaria y honrando —por lo general, con la parafernalia propia del régimen recién instaurado— su memoria. Y es verdad que no ocurrió nada parecido, ni durante la dictadura ni en gran parte de lo que llevamos de democracia, con las víctimas del otro lado. De ahí que sean muchos los deudos que tienen todavía una causa pendiente.

Pero una causa pendiente, por más que afecte a miles de familias, no debería convertirse nunca en una causa general. En primer lugar, porque no estamos, por suerte, en una España como la de 1940. Luego, y en consonancia con lo anterior, porque no vivimos en una dictadura. Luego, aún, porque la democracia que felizmente nos dimos los españoles hace treinta años ha reconocido ya de forma solemne —esto es, en sede parlamentaria— a todas las víctimas de la guerra y de la dictadura, sin exclusión ninguna, y ha honrado públicamente su memoria. Y, en fin, porque este régimen nuestro no es hijo del anterior, como a menudo sostienen de forma aviesa quienes desearían que jamás hubiera existido. Ni del anterior del anterior. Es hijo de un compromiso en el que confluyeron las más diversas ideologías y cuyo máximo objetivo fue evitar que volvieran a producirse en el futuro situaciones como las que nos habían llevado a donde nos habían llevado.

Ahora bien, todas estas razones no deberían impedir, insisto, que nuestros poderes públicos hicieran cuanto esté en sus manos para que cualquier español pudiera recuperar los restos de un familiar y sepultarlos dignamente, sean cuáles sean la zona o el bando en que este familiar encontró la muerte. Es cierto que la mayoría de las peticiones han venido y vendrán de los descendientes de quienes fueron represaliados por mantenerse fieles a la República: números cantan. Pero ello no obsta para que cualquier petición sea atendida, venga de donde venga. El único requisito —o el principal, al menos— es que se trate realmente de una petición. Quiero decir que sean los familiares de la víctima y no las asociaciones constituidas al efecto, que actúan por delegación y cuyos intereses son a menudo más ideológicos que humanitarios, quienes formulen realmente la solicitud para que sea excavada una fosa y exhumados los restos allí contenidos. En otras palabras: del mismo modo que cualquier familia debe tener derecho a reclamar la exhumación del cuerpo de un ser querido, cualquier familia debe tener derecho a no reclamarlo o, si se prefiere, a reclamar que el cuerpo siga donde está. Así ha ocurrido en los últimos años con los descendientes de más de una víctima asesinada en la zona nacional, que han preferido, pese a los ruegos de propios y extraños, no remover ni un puñado de tierra —y el caso de la familia García Lorca, aun cuando la presión de la prensa amiga y de algún biógrafo enfermizo le haya hecho desistir de sus propósitos, tal vez sea el más llamativo—. Y es que la muerte, conviene no olvidarlo, es, ante todo, un asunto privado.

De ahí que la providencia del juez Garzón, por su carácter intervencionista, se me antoje, como mínimo, un error. Si la elaboración de un listado exhaustivo de víctimas, una suerte de catálogo general, con la correspondiente indicación del lugar donde yacen los restos, ha de dar paso a una exhumación sistemática e indiscriminada, vamos a asistir, en el mejor de los casos, a un fenomenal conflicto de intereses. No estamos en plena guerra civil como para exigir, pistola en mano, la apertura de una fosa, con independencia de lo que esta fosa guarde y de lo que el tiempo haya ido depositando encima, en forma de edificio o de obra pública. Ni dispone tampoco el Gobierno de la Nación —como de costumbre— de una ínfima parte del presupuesto necesario para emprender semejante labor. Pero es verdad que de ilusión también se vive. Incluso a costa de los muertos.

Como la memoria es muy traicionera —y no sólo la llamada «memoria histórica»—, tal vez no esté de más recordar que todo esto empezó hace cuatro veranos, bajo la sombra de un 18 de julio, en un Consejo de Ministros celebrado, de modo extraordinario, en el leonés Hostal de San Marcos. Allí, con el recuerdo de su abuelo fusilado bien presente, el hoy todavía presidente del Gobierno decidió crear una comisión para «reparar la dignidad y restituir la memoria» de quienes habían sufrido «cárcel, represión o muerte por defender [las] libertades». Es decir, a juicio del presidente, la dignidad y la memoria del abuelo y de quienes pensaban como él. Luego vino la ley. Y luego el juez.

Y es que lo que mal empieza…

ABC, 19 de septiembre de 2008.

Honrar a los muertos

    19 de septiembre de 2008
«McCain se ofrece a sus 72 años como el hombre del cambio.» Así titulaba en portada el pasado fin de semana un periódico de los llamados de referencia. No hace falta decir que el título, tan aparentemente informativo, tiene retranca. Me refiero a esos años, claro, y a la voluntad del autor de la frase de negar, con la mención de la edad del candidato republicano, todo cambio posible. Pero lo relevante del titular no es tanto su intención como el sistema de valores en que esa intención descansa. En otras palabras: lo verdaderamente relevante aquí es que, en una sociedad como la nuestra, alguien de 72 años no pueda ofrecerse como el hombre del cambio sin exponerse a la crítica o al escarnio.

No se trata de discutir, por supuesto, la necesidad del cambio; sin cambio no hay vida, no hay evolución. Ni se trata tampoco de menospreciar las bondades de la juventud, que han de encontrar, sin duda alguna, su vía de desarrollo. Pero de ahí a suponer que el cambio sólo puede venir del ímpetu de un cuerpo joven, de una suerte de retoño no maleado, media un buen trecho. La posibilidad de cambiar las cosas depende única y exclusivamente de la capacidad de la persona que se postula para ello. Y nada indica que el actual senador McCain no esté en condiciones, si las urnas le son propicias, de llevar a cabo sus propósitos.

Vivimos en un mundo marcado por la novedad, por la renovación constante. Todo cuanto producimos, en el orden material y en el intelectual, tiene una vida limitadísima. La juventud es un valor de cambio. Vende lo verde. Y lo viejo, aunque parezca mentira, es enemigo de lo verde. Un parado de cuarenta y cinco años apenas encuentra ya trabajo. Un profesor de una edad semejante, o incluso más joven, está condenado a sufrir toda clase de inclemencias en las aulas de nuestros centros públicos. El tuteo arrasa, hasta el punto de que ya va siendo habitual que un camarero trate de tú a un cliente o que un enfermero haga lo mismo con un paciente. La experiencia, el conocimiento, la autoridad, el respeto, esos valores propios de la madurez que han venido conformando siglo tras siglo lo que somos, se van disolviendo poco a poco como un azucarillo.

Y todo esto ocurre en una sociedad cada vez más vieja. Según los cálculos de Eurostat, la oficina estadística de la UE, en 2060 habrá un 32,3% de españoles mayores de 65 años y un 14,4% mayores de 80 —el doble y el triple, respectivamente, de los porcentajes actuales—. Lo que no entiendo es por qué los expertos se limitan a destacar los índices de crecimiento de esas franjas de edad. ¡Como si alguien con los 50 cumplidos no fuera ya, a estas alturas, un solemne vejestorio!

ABC, 14 de septiembre de 2008.

Viejos y verdes

    14 de septiembre de 2008
Las vueltas que da el mundo. Y las que no da. Sobre todo si el mundo en cuestión es el de la política catalana. En este punto, estamos como hace un siglo. Lo mismo ahora que entonces, nuestros políticos se pasan el santo día llamando al frente común, a la necesaria unidad del catalanismo, para negociar con «Madrid». Eso cuando no se lo pasan llorando sus propias desgracias.

Solidaritat Catalana. ¿Les suena? Se trata de una coalición de partidos creada en 1906 como reacción a la aprobación de la llamada Ley de Jurisdicciones, que ponía bajo jurisdicción militar toda clase de delitos, incluidos los de opinión, contra los símbolos patrios. Pues bien, en esta coalición, capitaneada por la Lliga Regionalista, figuraban todas las formaciones políticas catalanas, excepto las dinásticas y la parte de Unión Republicana fiel a Lerroux. La otra parte, seguidora de Nicolás Salmerón —quien había sido presidente de la Primera República española y ferviente unitarista, lo que le había enfrentado, en el seno del republicanismo, a Pi i Margall—, sí se integró en el magno movimiento solidario. Y, a primera vista, con éxito. En las elecciones legislativas de 1907 Solidaritat obtuvo 41 de los 44 diputados en liza.

Así pues, todos estos solidarios se plantaron en Madrid formando paquete. Salmerón era el presidente del grupo. Y, en tanto que tal, el 21 de junio de 1907 tomó la palabra en el Congreso. De cuanto dijo —o de lo esencial, al menos— dio cuenta Julio Camba al día siguiente en «España Nueva». He aquí un fragmento de su crónica, felizmente rescatada este mismo año por Ediciones Luca de Tena (Julio Camba, «Maneras de ser español»): «El Sr. Salmerón recordó aquel adagio castellano que dice: “Quien bien te quiere te hará llorar”, y con él justificó su dolor ante el espectáculo de esta fuerte y gloriosa Castilla, que hoy aparece absorbida por las malas artes de los políticos de oficio». Y es que el viejo republicano, que, aunque nacido en Alhama de Almería, tenía sangre castellana, no alcanzaba a comprender el porqué de tanta duda y tanto recelo con respecto a las intenciones de su Solidaritat.

Transcurrido algo más de un siglo, el 20 de julio de 2008, en la clausura del XI Congreso de su partido, el presidente Montilla le espetaba al presidente Rodríguez Zapatero: «Quien bien te quiere te hará sufrir». También aquí el origen de las palabras eran las dudas y los recelos de Castilla ante las sanas ambiciones de Cataluña, personificadas esta vez en la figura de otro andaluz y concretadas en el capítulo de la financiación. Y también aquí la cosa lleva trazas de acabar mal.

Aunque no todo son paralelismos, claro. Baste decir que Salmerón era catedrático de Metafísica y dimitió como presidente de la República para no tener que firmar unas penas de muerte, mientras que Montilla no terminó la carrera de Derecho y, a estas alturas de su larguísima vida política, todavía no ha dimitido de nada. Será que ya no hay pena de muerte.

ABC, 13 de septiembre de 2008.

Hoy como ayer

    13 de septiembre de 2008
No alcanzo a comprender por qué el hallazgo ha causado tanto revuelo. En fin, sí alcanzo a comprenderlo: cualquier hallazgo suele causarlo, y más entre la llamada comunidad científica, que, si para algo está, es para esos menesteres. Pero, aun así, el estudio que «Journal of Human Evolution» ha publicado en su último número y de cuyas conclusiones se ha hecho eco la prensa no parece, a primera vista, tan trascendente, como no sea por la novedad misma. A saber: si el Hombre de Neandertal desapareció hace unos 28.000 años del Viejo Continente —que es como decir que desapareció del todo—, ello no fue debido, como se había creído hasta ahora, a su falta de adaptación a las necesidades del medio, o a su menor adaptación en relación con la demostrada por el «Homo Sapiens» —con el que llevaba más de 12.000 años, ahí es nada, conviviendo—, sino a otros factores. ¿Cuáles? Misterio. O, lo que es lo mismo, seguiremos —seguirán— investigando.

Por de pronto, lo que el equipo dirigido por el antropólogo Metin Eren ha descubierto con su trabajo es que los neandertales, al contrario de lo establecido hasta la fecha, eran igual de hábiles que los «sapiens» —esto es, que la especie que ha terminado derivando en nosotros— en la fabricación y manejo de las herramientas de caza. Aunque sus utensilios no fueran tan afilados como los del futuro hombre moderno, aunque no presentaran el mismo grado de evolución tecnológica, cumplían perfectamente la función para la que habían sido creados. Y con un coste semejante, cuando no inferior, en tiempo y material. Vaya, que, según Eren y sus muchachos, no pudo ser este el factor que diera con toda la especie en el otro mundo y dejara todo el pastel para nosotros.

Y si no pudo ser este, tampoco parece que hayan podido ser otros que se han barajado en los últimos tiempos, como por ejemplo la capacidad craneal o la adecuación a los cambios climáticos. En el fondo, concluyen los especialistas —no sabemos si con asombro o con resignación—, los neandertales distaban más bien poco de lo que serían por entonces nuestros antepasados. Poseían estructuras sociales, sistemas económicos y un lenguaje determinado. Enterraban a sus muertos. Tenían, qué duda cabe, una inteligencia similar a la de los «sapiens». ¿Entonces? ¿Por qué demonios se extinguieron? Quizá porque les faltó la capacidad simbólica. Como recuerda el paleontólogo Juan Luis Arsuaga, «lo único que no hacían los neandertales era pintar».

La capacidad simbólica. La posibilidad de representar, de imaginar, de abstraer, de soñar. Este es el quid. Para bien, claro, pero también para mal. Y es que, a juzgar por el partido que siempre le han sacado los nacionalistas a lo simbólico, hay días en que uno desearía carecer de esta habilidad y haberse quedado en un triste epígono neandertal.

ABC, 7 de septiembre de 2008.

Habilidades

    7 de septiembre de 2008
En la ya copiosa literatura sobre la guerra civil, a la que no son ajenos los trabajos de muchos historiadores, suele establecerse una relación inquebrantable entre el todo y la parte. O sea, entre los bandos enfrentados y quienes en ellos combatieron. Poco importa si en cada frente convivieron las ideologías más dispares. Poco importa si la puesta en práctica de alguna de estas ideologías comportaba la liquidación de casi todas cuantas integraban el mismo bando —como pudo comprobarse, por ejemplo, nada más terminar la contienda, con la suerte de tantos monárquicos y liberales—. Cuando la guerra, o se estuvo en un lado o se estuvo en el otro. Sin medias tintas. Y es eso, al cabo, lo que sigue marcando a unos y a otros.

Del mismo modo, la indiscutible trabazón entre el desenlace de la guerra y la dictadura que le siguió ha establecido otra relación inquebrantable entre los que lucharon en el bando vencedor y los que luego gobernaron durante cerca de cuarenta años. Hasta el punto de que el haber formado parte de este bando le hace a uno responsable, por acción u omisión, de todos los desmanes que el régimen franquista perpetró durante la posguerra. En esa visión genérica y dominante tampoco caben, por desgracia, demasiados matices.

De ahí que no deba sorprender en absoluto la instrucción penal que el bravucón juez Garzón ha emprendido esta semana a instancias de una serie de asociaciones cuyo máximo fin parece ser la abertura de una inmensa zanja, y no únicamente de tierra, de cabo a cabo de España. Se trata de la misma visión, sólo que, en este caso, las víctimas son los muertos. En fin, son los muertos y los casi muertos. Y es que la iniciativa judicial, que incluye una demanda a la abadía del Valle de los Caídos para que facilite la lista de los cuerpos allí enterrados y «las causas del enterramiento», ha traído a las páginas de este periódico una figura felizmente viva, la de Eugenio de Azcárraga. Y no sólo porque este veterano de la guerra civil sigue dando guerra a sus 92 años, sino porque fue dado por muerto en la batalla de Teruel y su cuerpo, a finales de la década de los cincuenta, fue supuestamente trasladado al Valle de los Caídos donde —también supuestamente, por descontado— reposan hoy sus restos.

Pues bien, si todavía no lo han hecho, lean, por favor, la entrevista que le hizo aquí mismo el pasado miércoles Pedro Corral. Y escuchen a Azcárraga. Nada de cuanto dice tiene desperdicio. Es el ejemplo de un liberal que se vio obligado a tomar partido por lo que, a su juicio, era entonces lo menos malo. El ejemplo de un hombre íntegro, como tantos hubo en ambos bandos. Les dejo con él: «Yo (…), que combatí con el bando franquista, siempre condené la terrible represión de posguerra, y algunos hasta me llamaban “rojo” por eso. Hoy no se puede envenenar a los jóvenes con el mismo odio y rencor».

ABC, 6 de septiembre de 2008.

Relaciones inquebrantables

    6 de septiembre de 2008