Esta investidura que empezó ayer y terminará previsiblemente pasado mañana sin que el candidato haya logrado el propósito de ser investido presidente del Gobierno ha estado marcada desde el principio por la sombra de la bastardía. Desde la misma noche electoral, Pedro Sánchez y sus palmeros, sean estos del propio PSOE o de Sumar, se han entregado –con el comprensible beneplácito de toda la pléyade de nacionalismos peninsulares, siempre prestos a echar una mano al sátrapa a cambio de una buena tajada presupuestaria, competencial o incluso penal– a la tarea de deslegitimar a Alberto Núñez Feijóo como aspirante a presidir el Gobierno de la Nación. Poco ha importado que el PP fuera el 23-J la fuerza política más votada o que el Jefe del Estado hubiera designado a Feijóo para la investidura atendiendo a la costumbre de proponer al ganador de las elecciones y tanto más cuando, según el comunicado emitido el pasado 22 de agosto por la Casa del Rey, “no se ha constatado a día de hoy la existencia de una mayoría suficiente para la investidura que, en su caso, hiciera decaer esa costumbre”. Poco ha importado, decía, porque Sánchez se había investido ya a sí mismo y todo el resto –incluso la palabra de Felipe VI– estaba de más.

De ahí que la actual investidura haya sido calificada por el presidente en funciones y sus huestes de intolerable pérdida de tiempo. Si ya se conoce el desenlace del proceso, o sea, la inexorable victoria final de Sánchez en su afán por perpetuarse en el poder, han venido a decir, ¿a qué retrasarlo de forma absurda con ese amago del candidato popular condenado ineluctablemente al fracaso? Pero dicho lamento era, como todo lo demás, un trampantojo. Porque, en verdad, ese tiempo supuestamente perdido ha sido aprovechado por la mayoría gubernamental en funciones para preparar el terreno de la más que probable segunda investidura. O, si lo prefieren, para empezar a hacer realidad las exigencias que el socio imprescindible de Pedro Sánchez, el prófugo Puigdemont, ha puesto sobre la mesa y quiere ver satisfechas antes de garantizar su apoyo.

Sea como sea, Feijóo salió ayer airoso del envite. Su discurso correspondió al de un candidato a la investidura, aunque esta no vaya a saldarse presumiblemente con el éxito. Lo suyo fue, pues, una inversión de futuro. Mal que le pese a Aitor Esteban, el portavoz del PNV, que reprochaba a Feijóo, cuando este llevaba media hora de discurso, haber convertido su intervención en una moción de censura –opinión refrendada por cierto por Oskar Matute, el portavoz de EH Bildu–, era imposible esbozar un programa de gobierno sin censurar a un tiempo los efectos de los cinco largos años de gobernanza de Sánchez. Porque cuando uno se enfrenta al desmembramiento de un país, a la erosión de sus instituciones, al destrozo de la convivencia entre españoles, su primera obligación, tanto política como moral, es denunciarlo y comprometerse a enmendar esa herencia si logra el propósito de ser investido.

Pero dicha reivindicación de los valores de la Transición por contraste con la política llevada a cabo por quien no ha tenido empacho alguno en irlos pisoteando uno a uno con contumacia no ha sido obstáculo para que el candidato ofreciera también a los españoles a través de sus legítimos representantes las líneas maestras de un programa de gobierno. Por decirlo en términos deportivos, unas reglas del juego enmarcadas por los límites del terreno de juego, que no son otros que los que emanan de la Constitución y se concretan en el imperio de la ley. Unas reglas que garanticen la continuidad democrática, puesta en entredicho por los gobierno de Sánchez, y que preserven los derechos de las personas ante quienes aspiran a anteponerles supuestos derechos territoriales. Entre los pactos de Estado enunciados y sometidos a la consideración de las fuerzas políticas están muchas de las reformas de calado que necesita este país para no volver a caer en el pozo. Sólo es de lamentar que Feijóo no haya mencionado entre esas reformas la de la ley electoral, a la que los dos grandes partidos nacionales han sido siempre, por desgracia, renuentes.

Y como si el discurso del candidato necesitara ser corroborado allí mismo por los hechos, la decisión de Sánchez de designar a Óscar Puente para que diera la réplica a Feijóo en nombre del Partido Socialista constituyó un reflejo elocuente de la falta de respeto, el desprecio y el endiosamiento de quien no atiende ni atenderá jamás a razones pues se cree por encima de bien y del mal.

Una investidura de futuro

    27 de septiembre de 2023
Para apreciar en su justa medida la naturaleza de los acuerdos de Pedro Sánchez con el nacionalismo catalán, desde su versión más vaporosa hasta la abiertamente montaraz, no basta con apelar a la arrogancia del personaje, a su absoluta falta de escrúpulos, a su desprecio del Estado de derecho o a su patológico apego al poder. Hay que detenerse también en el PSC. O sea, en el socialismo catalán.

Tal y como recuerda el documento “Para un fortalecimiento de las relaciones PSOE-PSC”, suscrito en julio de 2021 por ambos partidos, “el socialismo en Cataluña se expresa y se articula desde entonces [1978] a través del PSC, y éste y el PSOE se relacionan de manera federal y fraternal para la consecución de los objetivos sociales y electorales compartidos”. En estos cuarentaicinco años de relación “federal y fraternal” ha habido los inevitables altibajos, pero no hay duda de que el balance ha sido para unos y otros más que satisfactorio. Números cantan. Los más recientes, los logrados en Cataluña por el PSC-PSOE en las últimas elecciones generales y que permiten hoy a Sánchez alimentar la esperanza de seguir siendo presidente del Gobierno, sobre todo tras la constitución de la Mesa del Congreso y la mayoría parlamentaria que se sigue de ella. Los más lejanos, aquel 45% del voto emitido en Cataluña en las generales de 1982, las de la histórica mayoría absoluta de Felipe González, un resultado sólo igualado en la serie porcentual por el obtenido en las de 2008, cuando José Luis Rodríguez Zapatero revalidó su presidencia.

Pero la pareja de hecho formada por ambos partidos remite asimismo a la singularidad catalana. Se da también en el PSUC del antifranquismo y la Transición en su relación con el PCE y, más adelante, en la de Iniciativa per Catalunya con Izquierda Unida. Una especie de juntos pero no revueltos donde la subordinación del pequeño al mayor por aquello de la jerarquía fraterna tiene como contrapeso la tolerancia del mayor hacia los caprichos federales y los prontos sentimentales del pequeño. Para hacerse cargo de ello conviene recular en el tiempo. Un siglo, por lo menos.

Tanto PSC como PSUC tienen un origen común, la Unió Socialista de Catalunya (USC). La USC nació en 1923, meses antes del pronunciamiento del general Primo de Rivera, y lo hizo como una escisión de la Federación Catalana del PSOE. Una escisión cuya razón de ser era un catalanismo que no encontraba su encaje en el partido fundado por Pablo Iglesias. (Recuérdese al respecto que el término “catalanismo” en aquellos años no había sufrido aún el blanqueo eufemístico que lo situaría en el futuro en la franja más moderada del nacionalismo catalán; catalanismo entonces era sinónimo de separatismo.) La USC, pues, aunaba socialismo y separatismo, haciendo suyo el derecho a la autodeterminación de los pueblos emanado del Tratado de Versalles, como si Cataluña fuera uno más de los pecios nacionales surgidos del naufragio del Imperio Austrohúngaro. Que el PSC denomine Consell Nacional lo que en el PSOE es el Comité Federal no puede disociarse, pues, de esos precedentes.

Unos precedentes que incluyen también el hecho de que durante la Segunda República los representantes de la USC se integraran sin reparo alguno en las listas electorales de la ERC de Macià, Companys y compañía. O sea, allí donde desfilaban las verdes milicias de Estat Català. Algo que no sucedió, en cambio, con la Federación Catalana del PSOE, excepto cuando la integración en el Frente Popular se convirtió en un imperativo para toda la izquierda. En los primeros días de la guerra civil, una parte notable de la USC acabaría convergiendo, tras meses de negociaciones, con otras formaciones afines –entre ellas, la propia Federación Catalana del PSOE– para fundar el PSUC, el partido de los comunistas catalanes.

El reencuentro entre las familias socialistas lo propició el antifranquismo y se consumó en plena Transición. El PSC (Partido de los Socialistas de Cataluña) nació en el verano de 1978 de la confluencia de tres fuerzas políticas: dos eran herederas de aquel socialismo separatista de los años republicanos; la tercera volvía a ser la Federación Catalana del PSOE, que esta vez –el espíritu de la Transición, concretado en la necesidad de compensar al nacionalismo por las privaciones de la dictadura, pesó lo suyo– no fue un cuerpo ajeno e independiente, con personalidad propia, sino uno destinado a diluirse, más pronto que tarde, en la piscifactoría del nacionalismo catalán. Basta con echar una ojeada a los nombres de los primeros dirigentes del PSC –los Reventós, Obiols, Serra, Maragall, Nadal, etc.–, pertenecientes todos a la burguesía catalana más acomodada, para convencerse de que el rastro de los abnegados representantes del PSOE no había que buscarlo en las alturas del partido. Y cuando a comienzos de siglo llegó por fin la hora de los Montilla, Zaragoza y demás, ya nada los distinguía, en su asunción del nacionalismo, de sus antecesores.

Muy a menudo, al hablar del socialismo catalán se recurre a la metáfora de las dos almas, la catalanista y la españolista. No hay tal. Ni creo que lo haya habido nunca. El PSC ha sido desde sus orígenes una emulsión hecha de grandes dosis de nacionalismo más o menos tibio y de –como mucho– unas gotitas de españolismo aromático. En las últimas décadas no ha mudado de piel, como algunos se empeñan en sostener para explicar su conducta. Los pactos que ha establecido con ERC entroncan con su pedigrí más remoto. Su nacionalismo, pues, no es sobrevenido, no surge con la llegada de Pasqual Maragall a la presidencia de la Generalidad ni con la de José Luis Rodríguez Zapatero a la secretaría general del PSOE y a la presidencia del Gobierno. Simplemente se manifiesta ya sin complejos, atento sólo a la conquista del poder y a su conservación.

El que sí ha mudado de piel es el PSOE, hasta el punto de llegar a pactar con toda clase de nacionalismos, sin importarle para nada si son de derechas o de izquierdas y sin descartar siquiera a aquellos cuyo principal objetivo es destruir lo que simboliza esa “E” que todavía figura en las siglas del partido. Pero como de ello tienen cumplida cuenta a diario en estas mismas páginas, me van a permitir que les ahorre detalles y termine aquí esta Tercera.

La piel del PSC

    25 de septiembre de 2023
Entre los defensores de la amnistía que viene no todo son yolandas. Junto a quienes relativizan lo que representó en la historia de España la amnistía –la excepcionalidad del término se refleja precisamente en su uso antonomástico a lo largo de los últimos 45 años– añadiéndole, al modo de la vicepresidenta segunda del Gobierno, otras amnistías posibles, incluso alguna gestualmente entrecomillada; junto a estos están los broncos, los de la brocha gorda, los que no se andan con contemplaciones a la hora de denostarla. Y no me refiero a los que hablaban no hace tanto del “régimen del 78” –la propia Yolanda Díaz, sin ir más lejos, antes de su reencarnación ministerial, o los Pablo Iglesias, Irene Montero y Juan Carlos Monedero–, sino a personajes como Patxi López, actual portavoz –habrá que ver en qué lengua– del Grupo Parlamentario Socialista en el Congreso.

López participó el pasado sábado en Asturias en un acto en recuerdo de las víctimas del franquismo y afirmó, furibundo: “Estos furibundos contra la hipotética amnistía resulta que aplaudieron con las orejas la amnistía del 77, que perdonó por igual a los defensores de la democracia que a los que la pisotearon”. Esperar algo de finura de Patxi López –esa némesis de Nicolás Redondo Terreros en el PSE-PSOE que abandonó la carrera de Ingeniería Industrial para dedicarse en cuerpo y alma a la de Fontanería Política, donde, a la vista está, se ha graduado con éxito– es esperar mucho. Pero, más allá de las formas, sus palabras suponen un vuelco radical en la postura del Partido Socialista. Ya no se trata de relativizar la amnistía, siguiendo los pasos de la líder de Sumar, sino de negarle cualquier valor. La amnistía de octubre de 1977, al igual que la ley de Reforma Política de diciembre de 1976 que posibilitó la celebración en junio de 1977 las primeras elecciones democráticas después de la dictadura y el inicio del proceso constituyente, es una pieza más, y no menor, del engranaje de la Transición. Sin amnistía no habría habido democracia en España. Era una condición sine qua non para empezar un tiempo nuevo, presidido por la voluntad de superar un pasado de enfrentamiento civil.

Pero no hay duda de que para López –siguiendo en esto la senda marcada por el presidente Sánchez y el expresidente Rodríguez Zapatero– ese tiempo y el espíritu que lo alumbró carecen ya de toda vigencia. Sus palabras del sábado lo evidencian. Afirmar que los “furibundos contra la hipotética amnistía (…) aplaudieron con las orejas la amnistía del 77” equivale a reconocer que aquella generación de políticos, entre los que destacaban los del propio PSOE de González y Guerra y del PCE de Carrillo, se comportó entonces de forma absolutamente irresponsable. Y es que la amnistía, a juicio del actual portavoz parlamentario socialista, “perdonó por igual a los defensores de la democracia que a los que la pisotearon”. Lo cual no deja de ser cierto. Otra cosa es dónde se ubicaban ideológicamente unos y otros. Probablemente en todas partes.

Pero ya se ve que la contraposición entre defensores y pisoteadores de la democracia formulada en un acto en memoria de las víctimas del franquismo escondía en realidad, en la contundente cabeza de López, una contraposición entre izquierda y derecha, entre buenos y malos, entre víctimas y verdugos, entre demócratas y antidemócratas. Un maniqueísmo nacido de la arraigada superioridad moral de que hace gala la izquierda, incapaz de reconocer sus propias maldades a la vez que las bondades del adversario político y para la que todo fin parece justificar los medios. Pero incluso en eso los tiempos han sufrido un revolcón considerable. Porque los hechos demuestran que, para López y quienes dirigen hoy el PSOE, no basta ya con ser o declararse de izquierda para formar parte del partido. También hay que rendir pleitesía al Caudillo. Y, si no, que se lo pregunten a Nicolás Redondo.

La amnistía que fue

    20 de septiembre de 2023
Hay que agradecer a Nicolás Redondo Terreros el acto de dignidad –“Dignidad”, así titulaba el propio Redondo el artículo publicado el pasado 3 de septiembre en El Correo– que supone el anuncio de su abandono del partido si al fin se consuma la promulgación de esa amnistía a la carta que sobrevuela desde hace mes y medio la política española. Una dignidad que consiste en no abjurar de los principios que todo ciudadano debería tener y preservar, en no anteponerles un mezquino interés de parte y de partido, y que es justo lo contrario de lo que están haciendo tantos dirigentes del PSOE y compañeros de viaje –políticos, intelectuales, periodistas– que ayer decían blanco y hoy dicen negro. La hemeroteca rebosa de ejemplos, por lo que voy a ahorrárselos al lector.

Habrá sin duda quien objete que entre los socialistas que un día estuvieron en primera línea el caso de Nicolás Redondo es distinto, excepcional incluso. Cierto. Se trata del único socialista que no dudó en abogar en 2001, siendo secretario general del PSE-EE y candidato a lendakari, por un acuerdo con el Partido Popular del País Vasco liderado por Jaime Mayor Oreja al objeto de desalojar al PNV del poder. De haberles acompañado entonces los resultados electorales, España habría tenido –a nivel regional, eso sí– el primer gobierno de eso que ahora se conoce como “gran coalición”. (El posterior acuerdo de 2009 por el que Patxi López alcanzó la presidencia no fue un pacto de similar naturaleza, sino un acto de generosidad del PP vasco para facilitar un gobierno monocolor del Partido Socialista.) En todo caso, aquel empeño de Redondo y Mayor en anteponer la dignidad democrática a la infame alianza de todo el nacionalismo vasco –Herri Batasuna incluida– concretada en el Pacto de Estella, le costó al primero la secretaría general en el País Vasco y supuso, en último término, su ostracismo dentro del socialismo español.

Y, aun así, a lo largo de los más de veinte años transcurridos desde entonces –en los que se fundó, recuérdese, UPyD– Redondo no ha abandonado el barco socialista. Ha seguido militando, aunque sin cargo alguno. Acaso por apego a unas siglas, acaso por tradición familiar, el hecho es que no ha considerado necesario cortar ese vínculo. Hasta hoy, y siempre y cuando Pedro Sánchez acabe cediendo al chantaje del prófugo de Waterloo para lograr la investidura tras el presumible fracaso en el intento del candidato Alberto Núñez Feijóo.

Por supuesto, no creo que la decisión de Redondo preocupe lo más mínimo a la actual dirigencia socialista –que ya le abrió expediente, por cierto, aunque luego lo cerrara, por su presunto apoyo a Isabel Díaz Ayuso en un acto de la campaña para las autonómicas de 2021 junto a Joaquín Leguina–. Ya ha habido quien se ha encargado de recordar, desde el Gobierno en funciones, que la generación de la Transición, o sea, la de la amnistía que sucedió a las primeras elecciones democráticas, las del 15 de junio de 1977, y, en definitiva, la de la Constitución de 1978 que ponía término al proceso transitorio, es cosa del pasado y que ahora el PSOE es otro, con otras preocupaciones y, sobre todo, con otros dirigentes. Además, los partidos políticos, se llamen como se llamen, constituyen un coto cerrado, funcionan como una verdadera oligarquía, por lo que es casi imposible imaginar que el anuncio de Nicolás Redondo encuentre en las filas socialistas adhesiones, cuando menos explícitas.

Otra cosa sería que su postura fuera adoptada igualmente por dirigentes históricos como Felipe González o Alfonso Guerra. O sea, que las dos principales figuras de aquel PSOE que arrumbó el marxismo y contribuyó a forjar nuestro Estado social y democrático de derecho anunciaran también que, de consumarse la fechoría exigida por Puigdemont, ellos serían los primeros, junto a Redondo y cuantos siguieran su ejemplo, en romper el carnet. No sólo, insisto, en participar junto a otros compañeros en actos públicos como el que, según publicaba este medio el pasado domingo, se está fraguando para finales de mes en contra de una posible amnistía, sino en secundar a su vez a su correligionario vasco en la palabra empeñada y abandonar, por tanto, el que ha sido su partido de toda la vida. No sé si la promesa, formulada por González y Guerra, haría retroceder a Sánchez. Pero estoy seguro de que algún efecto tendría. Y, sobre todo, les haría merecedores de la misma dignidad que en estos momentos honra a Nicolás Redondo Terreros. 


La dignidad de los socialistas

    13 de septiembre de 2023
Quienes nos frotamos cada mañana los ojos ante la realidad política española y nos preguntamos cómo es posible que esté pasando lo que está pasando siendo España un Estado de derecho plenamente integrado desde hace décadas en la Unión Europea, solemos atribuir cada vez más nuestras penurias a los pactos de la Transición. No, por supuesto, a la manera de aquel Podemos de Pablo Iglesias y su cantinela sobre “el régimen del 78”, sino insistiendo en la deslealtad de los nacionalismos y, sobre todo, en la connivencia de los dos grandes partidos nacionales –y, muy en particular, del socialista– con las crecientes e insostenibles exigencias de quienes no albergan otro propósito que la erosión permanente de las instituciones del Estado, empezando por la más alta.

La puntilla a esa degradación sostenida de nuestra democracia fueron sin duda los resultados de las últimas elecciones generales. La esperanza de una vivificante y reparadora alternancia en el poder quedó en nada, como han ido evidenciando desde entonces los movimientos de las distintas fuerzas políticas y las posibles alianzas entre unas y otras. Lo más probable, en suma, es que a partir de octubre tengamos más de lo mismo. O sea, más Pedro Sánchez, más conchabanzas gubernamentales –legales o no– con los separatismos peninsulares, más pisoteo de la división de poderes, más desigualdad entre los españoles; en una palabra, más aluminosis en nuestra casa común.

Pero sería un error ver en todo ello una suerte de mano negra encarnada en la figura abrasiva de Pedro Sánchez. Ni siquiera la de Rodríguez Zapatero como antecedente y cooperador necesario alcanza a explicar lo ocurrido. Para tratar de entenderlo hay que tener presentes dos factores. Ante todo, el relevo generacional. Los resultados del 23J son el reflejo de la voluntad de un cuerpo electoral radicalmente distinto del que hace cuarentaicinco años protagonizó la Transición –porque, aunque a menudo se olvida, fueron la inmensa mayoría de los españoles, no sólo sus representantes políticos, los principales protagonistas–. Un cuerpo electoral marcado a sangre y fuego por la guerra civil y el franquismo y, lo más importante, movido por el deseo, casi imperativo, de superar los enfrentamientos del pasado y abrir un tiempo nuevo de concordia bajo el marco de una Monarquía constitucional que fuera, esa sí, de todos. De ahí que el ejercicio nostálgico al que muchos españoles se entregan hoy día en relación con aquella época resulte para ellos indisociable de la sensación de haber sido víctimas de una estafa. Y es que cuarentaicinco años atrás, ni los nacionalismos disolventes –si exceptuamos el terror sembrado por ETA– habían mostrado aún su verdadero rostro, ni los dos grandes partidos nacionales su ceguera y sus flaquezas en su trato con ellos.

Pero esas nuevas generaciones crecidas en democracia y cuyos miembros han accedido ya a la condición de electores han sido formadas, en el ámbito público sobre todo, mediante un sistema educativo cuyo sesgo pedagogista y doctrinario ha ido barriendo poco a poco, casi sin retroceso alguno –todas las leyes efectivamente aplicadas, salvo en el par de años de pleno desarrollo de la Lomce, han llevado el marbete de la izquierda–, principios y valores como el esfuerzo, la exigencia, el mérito o la transmisión del conocimiento. En paralelo, la legislación ha favorecido cada vez más la cesión de competencias a las autonomías y el desistimiento de la Administración central en lo que legalmente le obliga. La Alta Inspección Educativa, pongamos por caso. La renuncia a recurrir a ella para frenar y revertir en las comunidades autónomas con lenguas cooficiales la vulneración del derecho a ser escolarizado en español o para sancionar tantos indicios de adoctrinamiento y abuso de autoridad en los centros docentes acaso sea el ejemplo más hiriente.

Por no hablar de esa prueba de selectividad bautizada y rebautizada con mil siglas distintas y cuyos contenidos y criterios de evaluación difieren de una autonomía a otra, con lo que se acaba premiando la mediocridad, castigando la excelencia y fomentando, en definitiva, la desigualdad entre los jóvenes. O de esos currículos que ni siquiera sirven para que nuestros bachilleres sepan, en muchas partes del territorio, cuál es la historia de su propio país. O de otros muchos aspectos de un modelo educativo profundamente regresivo que la izquierda española sigue vendiendo como la máxima expresión de la igualdad, el progreso y la modernidad.

No es de extrañar que décadas y más décadas de enseñanza pública regida por ese patrón hayan contribuido a producir en la sociedad española la aluminosis que ahora nos corroe. Ojalá cuando llegue el momento de ponerle remedio –más pronto o más tarde ese día llegará, no hay que perder la esperanza– no nos veamos forzados a echar abajo todo el edificio para levantar uno nuevo.

La aluminosis educativa

    6 de septiembre de 2023