El pasado martes se recordó en muchas partes del mundo a las víctimas del Holocausto. Aun cuando la elección del 27 de enero como «Día Internacional de Conmemoración anual en memoria de las víctimas del Holocausto» fue aprobada en noviembre de 2005 por la Asamblea General de la ONU, lo cierto es que la iniciativa tenía ya por entonces cierto recorrido. Un recorrido europeo, por más señas, que había culminado en 2004 con una declaración del presidente de la Comisión instando a todos los Estados de la Unión a instituir una jornada de esta índole, y con la decisión de varios de estos Estados, entre los cuales España, de celebrarla cada 27 de enero. ¿Por qué este día y no otro? Pues porque el 27 de enero de 1945 las tropas rusas liberaban el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau, donde habían sido asesinados centenares de miles de judíos, además de gitanos, homosexuales y prisioneros de distintas nacionalidades.

Por lo demás, que la iniciativa tenga matriz europea, no deja de constituir un consuelo. En fin, más que un consuelo, un acto de estricta justicia. Es a Europa, ante todo, a quien compete cargar con la tragedia, pues europeas fueron las víctimas y europeos los verdugos. Y como España forma parte de Europa, hay que felicitarse de que también aquí se mantenga encendida la llama del recuerdo. E incluso de que no sea sólo el Gobierno central, o las instituciones del Estado, quienes celebren la jornada, sino también algunas autonomías. Como la catalana, por ejemplo.

Y es que, después de la vergonzosa participación del consejero Joan Saura en la manifestación antisemita contra la invasión de Gaza —la del encapuchado blandiendo la pistola—, no estaba nada clara la celebración del acto que tuvo lugar el pasado martes en el Palacio de la Generalitat. Ni la presencia en él del consejero de Interior y Relaciones Institucionales, ni la de los representantes de la comunidad judía en Cataluña. Al final, gracias a la mediación del propio presidente Montilla, tanto Saura como algunos miembros de la comunidad judía asistieron a la conmemoración. Aunque, eso sí, estos últimos ni siquiera tomaron la palabra.

Quien sí la tomó, en cambio, fue el consejero. Y en su parlamento, aparte de limitar la efeméride a la resolución de la ONU y de hurtarle, por tanto, su contenido europeo, relacionó el 27 de enero con la liberación del campo de Mauthausen. Un lapsus, desde luego. Pero, como todos los lapsus, enormemente significativo. Para Saura, es como si Auschwitz no existiera, como si sólo existiera Mauthausen. En otras palabras: para él, el Holocausto es ante todo la tragedia de los más de siete mil republicanos españoles que fueron concentrados en este campo a partir de 1940 y muchos de los cuales perecieron allí. Suponiendo que no sea únicamente la de los republicanos catalanes. Y es que o mucho me equivoco o el consejero no ha leído sobre el asunto más que los libros de Montserrat Roig. Si es que ha pasado del título, claro.

ABC, 31 de enero de 2009

Auschwitz y Mauthausen

    31 de enero de 2009
¡Las vueltas que da el mundo! A lo largo del último mes, todos los medios de comunicación han dedicado tiempo y espacio a recordar el décimo aniversario de la llegada del euro a la Tierra. Y sus balances, sobra decirlo, han sido de lo más positivos. No en vano los españoles tenemos a estas alturas una moneda fuerte, cuyo valor no ha parado de crecer con respecto al dólar y la libra, y hemos visto aumentado a un tiempo, gracias en buena parte a esta moneda, nuestro nivel de renta, que ya casi alcanza la media europea. Pues bien, ahora que por fin podemos alardear de moneda, resulta que estamos a un paso de quedarnos sin ella.

Me explico. Dentro de nada van a implantarse en España unas tarjetas monedero que amenazan con revolucionar nuestra vida cotidiana. En realidad, esas tarjetas ya se utilizan en determinadas ciudades del país, aunque su uso está limitado al pago del transporte. Son tarjetas de débito, pero, a diferencia de las ya existentes, no requieren firma ni número secreto. Basta con acercarlas a un terminal y al acto, mediante la banda magnética que llevan incorporada, queda registrado el pago correspondiente. Según parece, sólo el coste de estos terminales se opone por el momento a su generalización en el comercio. Pero todo es cuestión de tiempo. Y, tratándose de tecnología, de poco tiempo.

Llegados a este punto, tal vez ustedes se pregunten por la utilidad del invento. Está, por supuesto, la comodidad de no tener que firmar, y hasta la de no tener que memorizar número secreto alguno. Pero está, sobre todo, la de llegar a prescindir, en un futuro cercano, de las monedas —o eso afirman al menos los impulsores de la nueva fórmula de pago—. Y es que esas tarjetas, cuyo uso quedará restringido a compras inferiores a veinte euros, han sido pensadas para acabar con la calderilla y los billetes modestos. O, lo que es lo mismo, con la franja baja del sistema monetario.

No sé si se dan cuenta de lo que semejante innovación puede representar. El dinero ha constituido hasta ahora algo palpable, real. Allá por 1922, Gaziel se sorprendía en Marsella, camino de Génova, de lo mucho que pesaban los pocos duros y pesetas que llevaba en el bolsillo derecho del chaleco en comparación con los varios centenares de billetes franceses que guardaba en el izquierdo y cuyo valor había quedado reducido prácticamente a nada por efecto de la crisis que asolaba el país tras la Gran Guerra. El dinero, quieras que no, debe pesar. O, cuando menos, ha de poder tocarse. Si a partir de ciertas cantidades ya sólo tiramos de tarjeta, y por debajo de otra cantidad tres cuartos de lo mismo, ¿dónde está el dinero?

Y si no que se lo pregunten a los clientes de Mister Madoff.

ABC, 25 de enero de 2009

La falsa moneda

    25 de enero de 2009
«Pissarra», como su nombre indica, es una pizarra. Pero no es sólo eso. Al menos en Baleares. Y es que allí «Pissarra» también es la revista del STEI, o sea, del Sindicat de Treballadores i Treballadors-Intersindical de les Illes Balears. Como seguramente ya habrán adivinado, una organización sindical que posee un órgano de comunicación llamado «Pissarra» no puede dedicarse más que a la enseñanza. Con todo, el STEI, que se define como un sindicato asambleario, de clase, ecologista, internacionalista, feminista y nacional —es decir, partidario del derecho de autodeterminación de Baleares, lo que conlleva (traduzco, claro) «la plena reivindicación y expansión de la lengua catalana como un elemento esencial de la mejora de la clase trabajadora de las Islas»—, también admite afiliados procedentes de otros sectores.

Aun así, a qué engañarnos, STEI remite básicamente a enseñanza. A enseñanza pura y dura. Para entendernos, el STEI es a Baleares lo que la USTEC a Cataluña: un sindicato con sus intereses particulares, pero, ante todo, una eficaz correa de transmisión de un interés mayor, el nacionalismo, felizmente gobernante allí como aquí. A nadie debería extrañar, en consecuencia, que la «Pissarra» a que aludíamos al principio refleje a las mil maravillas ese estado de cosas. Para muestra, su número más reciente, correspondiente al último trimestre de 2008. Dejemos a un lado las derivas igualitaristas, ecologistas, feministas, clasistas e internacionalistas y centrémonos, si les parece —espacio obliga—, en lo que constituye la perla de la revista.

Me refiero al artículo de Til Stegmann —abanderado de la lengua (y no precisamente alemana), cruz de Sant Jordi y premio Ramon Llull, entre otros méritos— titulado «Plurilingüisme o només anglès? L’educació lingüística a l’escola». Tal vez porque el hombre ha dedicado su vida entera a esto, el texto ocupa siete páginas de la publicación —bien es verdad que la bibliografía, casi toda del propio autor, se lleva ya más de una página—. Pero lo esencial se encuentra justo al principio. Tras afirmar que el estudio del inglés no puede sino ir en detrimento del aprendizaje de las demás lenguas, Stegmann invita al lector —es decir, al enseñante balear— a quitarse de la cabeza esa idea de que hay que hablar una segunda lengua para poder comunicarse algún día con el prójimo. Según él (vuelvo a traducir), «esa idea es un formalismo puramente abstracto (…). Podemos convivir muy bien reduciendo nuestro horizonte de comunicatividad». Además, «el inglés es la lengua de Estados Unidos y de la propaganda americanizadora que se está comiendo el mundo», por lo que hay que renunciar a su aprendizaje y proponer, en todo caso, una lengua menos poderosa y menos peligrosa «para la libertad mental de la humanidad».

¿Y cuál debe ser, a su juicio, esa segunda lengua medio inútil, de andar por casa? Cualquiera. Es decir, todas y ninguna. Menos el inglés, claro. Y menos el catalán, que por algo es la primera y suprema. Así las cosas, Stegmann, ¿por qué no prueba con el castellano? Vamos, hombre, que hasta puede que los niños la entiendan.

ABC, 24 de enero de 2009

Lenguas y enseñanza

    24 de enero de 2009
Hay palabras que no tienen plural, que no pueden tenerlo. Lo que designan es único. Aunque tal vez nacieran con otras intenciones, y aunque, andando el tiempo, a su sentido original vinieran a sumarse otros sentidos no tan rectos, llegó un día en que quedaron ancladas en un punto —esto es, en un texto y en un contexto— del que ya no es posible sacarlas. Son palabras marcadas. Para siempre.

«Holocausto» es una de esas palabras. No admite plural. Ni apéndices. Y es que no existe ni puede existir ya otro holocausto que aquel con que nos referimos al exterminio de seis millones de judíos, durante los últimos años de la Alemania nazi, como consecuencia de un plan basado en el asesinato sistemático e industrializado. De ahí que no haya holocaustos, que no pueda haberlos. Y de ahí que resulte tremendamente irritante el tener que oír, como tuve que oír yo el otro día en la cabina de un avión, que Israel está sometiendo a los palestinos a un nuevo holocausto. Es verdad que quien eso afirmaba era un rústico en tránsito hacia la capital. Y es verdad que el destinatario de sus palabras, que asentía convencido, era otro que tal. Pero cuando en la mentalidad semiculta se instalan esta clase de aberraciones —y les aseguro que por la edad de ambos sujetos quedaba descartado que la culpa la tuviera la Logse— puede darse por hecho que algo falla en el sistema moral de una sociedad.

España sigue siendo, en lo más hondo, un país antisemita. Lo que equivale a decir —en la medida en que una de las grandes singularidades del pueblo judío es su carácter transnacional— que sigue siendo un país antieuropeo. Y así nos va. Sólo aquí cabe imaginar una manifestación multitudinaria como la que tuvo lugar el sábado 10 en Barcelona, donde, aparte de la previsible equiparación entre el Holocausto y el ataque israelí contra Gaza, pudo verse a un encapuchado blandir tranquilamente una pistola a escasos metros del consejero de Interior del Gobierno catalán, Joan Saura, sin que la circunstancia acarreara consecuencia alguna ni para el primero ni para el segundo. O incluso, aunque en este caso Francia no nos va a la zaga, una manifestación como la del día siguiente en Madrid, con exhibición artística incluida, en la que un cartelón donde la esvástica se igualaba con la estrella de David y una foto de Auschwitz con una de Gaza lucía la siguiente leyenda: «De qué te quejas… si tú haces lo mismo».

Ya lo advirtió Pascal Bruckner: «Los mismos que rechazan la unicidad y singularidad del Holocausto le rinden homenaje al desear a toda costa alinear su tragedia con éste». Y nuestra izquierda, en masa, les sigue la corriente. Decididamente, el par de rústicos del avión tenían el terreno abonado.

ABC, 18 de enero de 2009

Holocausto

    18 de enero de 2009
España es un país de chiste. O de chistes. Está la serie aquella, seguro que la conocen, del español, el francés, el alemán y el inglés que compiten por cualquier cosa, y en la que el español sale siempre ganando, por pillo, tozudo o sinvergüenza. Y están los chistes de bilbaínos, y los de gallegos, y los de catalanes y, por supuesto, la interminable colección de los de Lepe. Lo cual no deja de responder a una querencia casi universal: reírse del prójimo. De ahí que el chiste —como, en general, todo el humor— sea y deba ser políticamente incorrecto. De lo contrario, ya me dirán dónde está la gracia.

En lo tocante a España y los españoles, y poniendo a un lado a los contadores de chistes, quien mejor se ha desenvuelto en estos menesteres que el común de la gente califica de humorísticos es sin duda el gran Julio Camba. Al fin y al cabo, casi toda su obra, esos miles de artículos diseminados por los viejos periódicos, no son más que eso: una mirada, nada amable por cierto, a España y los españoles. Y en esta mirada no faltan, claro, las lenguas. Y el modo de hablarlas. Pues bien, aunque Camba repartió estopa a diestro y siniestro, los únicos que se tomaron a mal sus palabras fueron los catalanes. Y eso que el periodista se había limitado a expresar una obviedad; a saber: que el hecho diferencial catalán no era el idioma en sí, dado que a los catalanes se les entendía perfectamente cuando hablaban catalán, sino el acento que tenían cuando hablaban castellano.

Algo parecido le acaba de ocurrir ahora a Montserrat Nebrera. Salvando las distancias, claro —y, en especial, las que separan a la diputada catalana del propio Camba—. Nebrera dijo el otro día en la radio que la ministra de Fomento «tiene un acento que parece un chiste» y se ha armado la de Dios es Cristo. Todo el mundo se le ha echado encima, empezando por los dirigentes de su partido, que le han abierto un expediente y han llegado a pedir su expulsión. En 1917, que es cuando Camba escribió sus artículos, los nacionalistas catalanes también pidieron la suya. Y la lograron, puesto que el periodista no volvió a pisar Cataluña. Ahora son los nacionalistas andaluces, con Javier Arenas a la cabeza, quienes aspiran a echar a Nebrera. Veremos si también lo consiguen.

Y, puestos a analizar las palabras de la diputada, sí había una parte de su intervención que podía considerarse ofensiva. Una parte en la que nadie, o casi nadie, parece haber reparado, por cierto. Es cuando afirma que «Chaves se quitó de encima a esta cosa». Magdalena Álvarez, con acento o sin él, no es una cosa, es una persona. Pero esta clase de distinciones no encuentran hoy, en nuestra clase político-mediática, ningún eco. Hoy lo único que importa es el adjetivo. Vaya, que si Nebrera hubiera dicho, pongamos por caso, «esta cosa andaluza», a estas alturas ya estaría más que crucificada.

ABC, 17 de enero de 2009.

Un país de chiste

    17 de enero de 2009
Antes de la crisis, uno podía tomarse la vida según le fueran las cosas y según su carácter. Es decir, podía tomársela según su carácter apreciara que le iban las cosas. Pongamos que uno fuera optimista. ¿Que las cosas le iban bien? Fenomenal. ¿Que no? Ya vendrán tiempos mejores. Pongamos ahora que fuera pesimista. ¿Que todo marchaba a pedir de boca? Ya será menos. ¿Que no? Pues figúrate lo que nos espera. Y así, con esos pulsos dispares, unos y otros iban tirando.

Pero eso era antes. Antes de la crisis. Desde hace unos meses, nada es igual. Para entendernos, en nuestra sociedad se ha producido un achique, un achique tremendo. Ya no cabemos todos. Y los que están de más, en contra de lo que cabría suponer, no son los optimistas todoterreno que nos han llevado, con su inconsciencia temeraria, al pozo en que nos encontramos; no son los malos utopistas de que hablaba Ortega y cuyo recuerdo traía a estas mismas páginas, en un artículo reciente, José María Carrascal, sino los otros, los que se pasan el santo día con los pies en el suelo, los renuentes a cualquier aventura, los eternos recalcitrantes —los pesimistas, en definitiva—. A esos hay que barrerlos como sea. Porque, tal como está el patio, lo que se necesita, al decir de los expertos, es gente animosa, positiva, optimista. Los demás sobran. Sobramos.

Sí, para qué engañarles, yo soy uno de esos condenados. No sirvo. Y, lo que es peor, además de no servir, constituyo una amenaza. Así lo estima, cuando menos, una autoridad en la materia como Bernabé Tierno —psicólogo y pedagogo, autor prolífico de libros de autoayuda, conferenciante infatigable y paladín de la sonrisa permanente—, que, tras lamentarse del número de pesimistas que hay en el mundo, nos denomina, a mí y a los de mi calaña, «personas tóxicas». De ahí mi desazón. Así las cosas, me temo que no voy a tener más remedio que apechugar con las consecuencias y ponerme a un lado, no vaya a echarme alguien en cara que me dedico a envenenar a mis congéneres.

Claro que todavía me queda otra posibilidad: la conversión. Si el futuro —como mínimo, hasta que las aguas de la economía se decidan a volver a su cauce— pertenece a los optimistas y sólo a ellos, quizá merezca la pena hacer un esfuerzo y mudar de acera. ¿Cómo? Pues tratando de desintoxicarse, por supuesto. Sonriéndole a la vida, poniéndole color al gris, ahuyentando los malos pensamientos, dándole la vuelta a la desgracia, levantando castillos, aunque sea en el aire, o pidiendo incluso la luna, qué caray. Y si, aun así, uno sigue con el veneno en el cuerpo, entonces sí, habrá que resignarse. A quien ha hecho todo lo humanamente posible por cambiar, más no se le puede exigir.

ABC, 11 de enero de 2009.

Las toxinas del pesimismo

    11 de enero de 2009
Cuando el Parlamento de todos los españoles aprobó la llamada ley de la «Memoria histórica», aprobó de paso la retirada de cuantos símbolos franquistas permanecieran en el espacio público, ya fueran monumentos, relieves escultóricos o puras y simples placas. Y delegó en los ayuntamientos, claro está, la labor de limpieza. Pues bien, aunque la ley lleva ya un año de vigencia, puede decirse, sin faltar en absoluto a la verdad, que «el més calent és a l’aigüera». Al menos en Barcelona. Ni los cuatro monumentos, ni el centenar de relieves, ni las más de cuatro mil placas han sido todavía retirados del hipotético campo de visión de los transeúntes, sean estos barceloneses o aves de paso y de ocasión.

A nadie se le escapa que la Administración es algo lenta. Y que la local, aun cuando presuma de estar mucho más cerca de los ciudadanos que las demás, no se caracteriza tampoco por su prestancia. Con todo, la lentitud en el cumplimiento de la ley tiene también, en lo que aquí nos ocupa, otras motivaciones. En especial, cuando el vestigio que hay que extirpar, pese a hallarse emplazado en el ámbito público, es de titularidad privada, que es lo que ocurre con algunos relieves —que llevan las iniciales OSH, Obra Sindical del Hogar— y con la gran mayoría de las placas —donde aparece el yugo y las flechas, junto a un texto del Instituto Nacional de la Vivienda—.

Para dar, a un tiempo, curso a la ley y satisfacción a los ciudadanos, la municipalidad del Cap i Casal recurrió a un sistema muy suyo: la subvención. Y el pasado mes de julio distribuyó unas hojas informativas en las que se indicaba que las comunidades de vecinos afectadas podrían acogerse a un plan de retirada gratuita —es decir, a cargo del presupuesto municipal— del oprobio. Eso sí, siempre y cuando tramitaran la correspondiente solicitud antes de fin de año.

Y el caso es que llegó fin de año. Y el caso es que el Ayuntamiento, por entonces, no había recibido más que 225 solicitudes. 225 de un total de 4.438 posibles. En otras palabras, un 5 por ciento. A este ritmo, se habrían necesitado 10 años para cursar todas las peticiones. O sea, una década. El Consistorio, con buen criterio, consideró que hasta ahí podíamos llegar. Y concedió tan sólo tres meses de prórroga, hasta el próximo 31 de marzo, para que el 95 por ciento de los rezagados trate de subirse al tren. De lo contrario, deberán costearse solitos la extirpación.

Por supuesto, y más allá de cuál sea el número final de agraciados con la gratuidad, lo verdaderamente significativo de esta historia es el nulo interés de estos ciudadanos por eliminar de los muros de su propia casa el dichoso símbolo franquista. ¡Y eso que viven casi todos en los distritos de Horta-Guinardó, Nou Barris y Sant Martí, esto es, en la mítica «Barcelona roja»!

Será que en la España nuestra los símbolos ya sólo importan a quienes viven de ellos.

ABC, 10 de enero de 2009.

Los símbolos del franquismo

    10 de enero de 2009
El pasado 9 de octubre se cumplieron 30 años de la muerte de Jacques Brel. Uno de los grandes de «la chanson». Y el más grande, sin duda, en el escenario. Parece mentira que un intérprete tan teatral, tan desmesurado, tan extraordinario, en una palabra, no diera una a derechas —o casi— como actor cinematográfico. Pero así fue. Por suerte, quedan sus canciones. Y sus actuaciones. Quienes jamás tuvimos la ocasión de verle en directo, podemos ahora recrearnos con las grabaciones en DVD de sus conciertos. Están los míticos del Olympia. Pero también un sinfín de pequeños recitales en clubs de Bruselas, de París o de algún rincón de Francia o de Bélgica. Son los mejores. Serge Reggiani, otro de los grandes, dejó escrito en sus memorias que Brel se descomponía literalmente cuando tenía que salir a las tablas. «Le trac» —el pánico—. Al parecer, no paraba de vomitar. De ahí, tal vez, ese rostro sudoroso, desencajado, macilento, con que aparece casi siempre en el escenario.

En 1964 Brel ofreció uno de esos recitales intimísimos, de pequeño formato. Aunque en los vídeos colgados en You Tube no consta el lugar del concierto, lo más probable es que fuera en algún local de la Bélgica flamenca —quizá en la propia Bruselas—. Así lo da a entender, al menos, la presencia en la pantalla de unos subtítulos con la traducción al neerlandés de las canciones. «Les bourgeois» es una de ellas, una de las inolvidables. Habla de tres amigos, Jojo, Pierre y el propio Brel, cuya principal afición, a los veinte años, era mostrarles el culo a unos notarios mientras les cantaban: «Les bourgeois c’est comme les cochons / plus ça devient vieux plus ça devient bête», etc., etc. Jojo, dice la letra, se creía Voltaire; Pierre, Casanova; y Brel, que era el más orgulloso, se creía… Brel. Eso dice la letra, en efecto. La que uno oye. Porque la otra, la que figura sobreimpresa en la pantalla, no dice exactamente lo mismo. Sí en cuanto a Pierre y al propio Brel. Jojo, en cambio, se convierte en Klaas. Y Voltaire, ese que Jojo cree ser, se convierte en Dante.

¿Por qué? Cosas del nacionalismo, claro. Lo llaman adaptación al entorno. De ahí el Klaas. Y, a falta de algún referente local en el orden del pensamiento, de ahí el Dante, que, aunque no equivale al Voltaire original, al menos da el pego y, junto al Casanova, permite construir un entorno nada francés. Y es que de eso se trata, al cabo, de falsear los hechos.

La anécdota tiene casi medio siglo. Es de cuando Bélgica todavía era Bélgica. E ilustra la mar de bien lo que le puede ocurrir a un país si se relaja. O, lo que es lo mismo, si prefiere mirar para otro lado antes que afrontar, con todas las consecuencias, la realidad.

ABC, 4 de enero de 2009.

Cuando Voltaire era Dante

    4 de enero de 2009
Aunque sólo fuera para empezar el año en consonancia, uno habría querido escribir hoy de algo nuevo. Pero la crisis es la crisis, y ni siquiera los columnistas y sus columnas se libran de ella. Al igual que en el sector de la automoción, lo que se lleva en este oficio es el reciclaje. Así pues, y a la espera de tiempos mejores, vamos a desempolvar un viejo asunto. Tan viejo, tan viejo, que, más que un asunto, parece ya un quiste.

Me refiero, claro, a la reciente sentencia del Tribunal Supremo avalando una sentencia anterior del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) que obligaba a la Generalitat a incluir en el impreso oficial de preinscripción de los colegios de educación infantil y primaria sostenidos con fondos públicos una casilla en la que los padres pudieran indicar cuál era la lengua habitual de sus hijos o, lo que es lo mismo —está visto que el mito de la leche materna no prescribe—, en qué idioma deseaban escolarizarlos. Una sentencia, la del TSJC, hecha pública en 2004 y que la Generalitat se ha pasado, como todas las que la han precedido, por donde no digo. Aunque ahora el Departamento de Educación alegue que en 2005 ya modificó el impreso, la modificación en cuestión, relegada a la letra pequeña y convertida en una suerte de recurso de amparo ante la dirección del centro escolar una vez formalizada la matrícula, nada tiene que ver con lo que el TSJC exigía un año antes en su sentencia.

De ahí que no quepa esperar gran cosa del futuro, por más que Convivencia Cívica Catalana —la asociación responsable de cuantos recursos se han interpuesto contra la resolución del Departamento relativa a las normas de preinscripción y matriculación— haya manifestado, por boca de su presidente, que está dispuesta a llegar —y bien está que lo esté, por supuesto— a las últimas consecuencias; esto es, a pedir la inhabilitación del consejero de Educación del Gobierno catalán por negarse a cumplir la sentencia del tribunal y, en definitiva, la ley. Y digo que no cabe esperar gran cosa, porque el problema de la lengua, o de los derechos relacionados con su uso y disfrute, se ha vuelto ya, como indicaba al principio, un verdadero quiste. Pero no un quiste lingüístico, sino un quiste social. Existe desde hace tiempo entre los ciudadanos de Cataluña la percepción de que estamos ante un problema sin solución posible, ante algo que no puede sino conllevarse. Y esta percepción lleva derecho a la inacción. Sí, ya sé que en los últimos tiempos ha habido grandes noticias, como la entrada de Ciutadans en el Parlamento autonómico. Y esperanzadoras iniciativas populares, como la de la propia Convivencia Cívica llevando al mismo Parlamento la voz de 50.000 ciudadanos a favor de un modelo educativo bilingüe. E incluso movilizaciones ilusionantes, como la del pasado 28 de septiembre en Barcelona. Y que no decaiga. Pero todo esto no impide que el quiste siga allí. Y, lo que es peor, que siga creciendo.

ABC, 3 de enero de 2009.

El quiste

    3 de enero de 2009