Está el paisaje político, e integrado en este paisaje –como en un conocido cuadro de Magritte–, está el marco. Y luego, aún, están los objetos que aparecen en el marco y forman parte asimismo del paisaje. Por más que nuestra primera mirada sea global, de conjunto, pronto nos fijamos en uno de esos objetos y dejamos de lado todo lo demás, marco incluido. A veces, el objeto escogido es una palabra –el propio Magritte sostenía hace cerca de un siglo, dibujo mediante, que “una palabra puede ocupar el lugar de un objeto en la realidad”–. Y así sucede, sin duda, en el paisaje político de nuestros días.

Las palabras sustituyen a menudo a los objetos, a los hechos. Podría decirse incluso que se corporeizan, en la medida en que muchas de ellas acarrean en tales casos un andamiaje simbólico. De ahí que al servirnos de determinadas palabras o expresiones no podamos aspirar a neutralidad ninguna, a eso que en semántica se entiende por sentido recto y que los diccionarios suelen recoger como primera acepción en el artículo correspondiente. El pasado 16 de septiembre, en la presentación en Palma de Mallorca de su libro 2017. La crisis que cambió España, David Jiménez Torres hizo hincapié en como la palabra proceso, y no digamos ya la forma catalana procés, habían tomado carta de naturaleza a fuerza de ser usadas por tirios y, ¡ay!, también por troyanos. Y abogaba por que los troyanos –pongamos que me estoy refiriendo a los constitucionalistas– no entrasen en el juego de utilizarlas para designar lo que los tirios habían bautizado con tal nombre. (Sobra añadir que los nacionalismos son clónicos, por lo que a nadie debe extrañar que el exterrorista Otegui, experto en estas estas lides, blanda su proceso particular cada vez que una alcachofa mediática se le pone a tiro.) Y ya que hablamos de infestación, ¿qué decir de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana, de cuyo nombre nadie parece acordarse en beneficio del de Ley mordaza, tan de actualidad, engendrado en su día por los Iglesias, Echenique, Serra, Rodríguez y compañía con la ayuda de todo tipo de altavoces?

Con todo, lo ocurrido el pasado sábado en Bilbao cabe calificarlo cuando menos de sorprendente. Resulta que EH Bildu se manifestó bajo el lema “Hasta que lo consigas”. Hasta ahí, normal. Con lo bien que se lo pone el actual Gobierno de España, que no sólo les promete el oro y el moro, sino que encima se los concede en forma de acercamiento de presos o de canal de televisión en vascuence para solaz y adoctrinamiento de los pequeñines navarros, cualquiera frena en las exigencias. Aun así, lo que ya no cabe considerar normal es la frase que acompañaba, y se supone que explicitaba, dicho lema: “Euskal Herria de libres e iguales”. ¿Libres e iguales? ¿Desde cuándo la suma de socialismo y nacionalismo, esto es, de dos totalitarismos, puede conformar un país, aunque sea soñado, de ciudadanos libres e iguales? ¿Desde cuándo con el lodo de sangre e iniquidad que arrastran quienes lo pregonan en el País Vasco y Navarra? Libres, ni en sueños. E iguales, sólo en la miseria y la opresión.

Claro que la sorpresa no termina aquí. Libres e iguales, aparte de remitir al primer artículo de la Declaración universal de los derechos humanos –“Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos…”–, es también la denominación del movimiento cívico creado en julio de 2014 por una cincuentena de intelectuales –y apoyada al poco por miles de ciudadanos–, cuya portavoz y cabeza visible era y sigue siendo la hoy denostada –por la dirección de su propio partido y por una ristra de satélites mediáticos afines o desafectos– Cayetana Álvarez de Toledo, con el propósito de que la consulta convocada por Artur Mas en noviembre de 2014 no tuviera lugar, lo que equivale a decir, a toro pasado, que tampoco llegase a ocurrir un octubre de 2017. Tenemos, pues, todo el derecho a preguntarnos si estamos, como con el proceso o procés o con la ley mordaza, ante un caso de contaminación léxica involuntaria, o si se trata, por el contrario, de la apropiación consciente de una denominación que simboliza la defensa de unos valores universales cuya máxima concreción por estos pagos es nuestra Constitución de 1978.

Aunque sabiendo cómo las gastan quienes se manifestaron el sábado por las calles de Bilbao y visto el sostenido proceso –aquí sin cursiva– de blanqueo ideológico en el que andan empeñados con la vil y gravosa complicidad del Gobierno de España, no hace falta precisar hasta qué punto la disyuntiva ofende.

¿Libres e iguales?

    25 de noviembre de 2021
El pasado sábado se reunieron en el escenario del valenciano Teatro Olympia cinco mujeres que se dedican en cuerpo y alma –sobre todo en alma– a la política representativa. Una, la diputada y portavoz autonómica de Más Madrid Mónica García, definió el acto como un “tsunami feminista” que debe marcar “el ciclo político”, ciclo en el que las mujeres, prometió, iban a hacer “política bonita”. Otra, la vicepresidenta segunda del Gobierno y diputada por Unidas Podemos Yolanda Díaz, vio en el reparto allí presente “un proyecto de país”. Una tercera, la alcaldesa de Barcelona Ada Colau, sostuvo con convicción que “el camino se hace andando”. Por su parte, la ceutí Fátima Hamed, portavoz del Movimiento por la Dignidad y la Ciudadanía y promotora de la declaración de Santiago Abascal como persona non grata en la ciudad, abogó por “contestar desde el respeto, desde el sosiego absoluto” a la extrema derecha. Y en fin, la anfitriona, la vicepresidenta de la Generalidad Valenciana Mònica Oltra, llamó a la concurrencia a caminar “juntas desde la diferencia, la escucha y el amor”, un amor al que también se adhirió la vicepresidenta Díaz.

Ya se sabe que en esta clase de actos el desparrame verbal no sólo está, sino que se le espera. Y dicho desenfreno suele concretarse en una ensalada de tópicos y promesas aliñados con lo que los pedagogos que nos gobiernan llaman lenguaje –cuando no inteligencia– socioemocional y que tanto precisan, según revelan los currículos del Ministerio de Educación, nuestras féminas, ya sean niñas, ya sean jóvenes, para que les entren debidamente las matemáticas. Así, por ejemplo, ese “tsunami” de García, o ese “el camino se hace andando” de Colau, tan sobados. O ese “proyecto de país” de Díaz, cuya génesis me temo que hay que buscarla en nuestros inmarcesibles nacionalismos periféricos –Jordi Pujol, en sus buenos tiempos al menos, aparte de pregonarlo debía de imaginarlo hasta en el baño–. Pero de la colecta de perlas que ofreció el acto, todas rezumantes de alegría y bondad, a mí me han llamado especialmente la atención unas palabras de la vicepresidenta Díaz: “Es el comienzo de algo que va a ser maravilloso”.

Y es que hay en ellas un eco de otras épocas y otras promesas que no tuvieron, que digamos, un final nada feliz. Manuel Chaves Nogales, en un artículo publicado en enero de 1933, al poco de producirse la carnicería de Casas Viejas, aludía al “trienio bolchevista en Andalucía”, entre 1918 y 1920, “cuando las viejas organizaciones anarquistas descubrieron alborozadas el maravilloso hecho ruso”. El “fervor rusista” se enfrio de golpe, añade Chaves, “en cuanto se enteraron de lo que era la dictadura del proletariado”. Pues bien, aunque haya pasado más de un siglo desde entonces, aquel “maravilloso hecho ruso” no dista mucho de este “algo que va a ser maravilloso” prometido por Díaz. Como mínimo, en lo tocante a la miseria y la ruina que se siguió de aquel y puede seguirse de este. Es verdad que los tiempos son distintos y que el acto del Teatro Olympia se presentó con la parafernalia característica del feminismo en boga. Pero no nos engañemos: las cinco mujeres que lo protagonizaron militan en el comunismo de hoy o simpatizan con él. Ese comunismo de trampantojo, de fachada buenista –de All you need is love, para entendernos–, que no duda en celebrar su siglo de vida con un cartel donde la hoz y el martillo –símbolo de la ideología que más daño ha causado en toda la historia de la humanidad– parecen sacados de uno de esos cuadernos escolares donde los niños colorean objetos.

Lo maravilloso es enemigo de lo político. O, por lo menos, debería serlo. Dar por sentado lo maravilloso que va a ser algo en cuanto se realice, es propio de un vendedor de crecepelos o de productos para adelgazar. Y si el cliente muerde el anzuelo y aquello acaba en un fiasco, allá se las componga el muy crédulo. Pero, en un Estado de derecho, a alguien que ocupa la vicepresidencia de un gobierno, por comunista que sea, habría que pedirle el máximo decoro en toda ocasión o, si lo prefieren, un mínimo respeto para con los ciudadanos españoles a los que representa al más alto nivel. Si hasta el malogrado Andrés Montes, aquel singular locutor deportivo que terminaba sus retransmisiones televisivas con un “la vida puede ser maravillosa”, tenía buen cuidado en incluir ese “puede” en sus deseos de ventura, ¿qué no cabe exigir a Yolanda Díaz?

Claro que Montes no era comunista.

Contra lo maravilloso en política

    18 de noviembre de 2021

En su Itinerario de Napoleón de Fontainebleau a la isla de Elba el conde Friedrich Ludwig von Waldburg-Truchsess, al que se había encomendado, junto a otros altos representantes de las potencias aliadas, la custodia del emperador tras su abdicación en abril de 1814, narró las vicisitudes por las que este había pasado en su recorrido por las tierras de Francia camino del exilio. Según el noble prusiano, Napoleón estuvo en un tris de no llegar a embarcar en Fréjus rumbo a su confinamiento insular de tanta animadversión como su paso por pueblos y ciudades había despertado en sus conciudadanos. Claro que animadversión es poco. Lo que en verdad había era un odio furibundo, un incontenido afán de venganza. Y en ello destacaban, para sorpresa del propio narrador, las mujeres, que suplicaban a los escoltas que les fuera entregado el viajero, con el argumento de que se lo tenía bien merecido por los perjuicios que les había causado. (Sobra añadir, supongo, qué hubieran hecho esas mujeres con el otrora todopoderoso emperador de haber sido complacidas en sus deseos.)

Una sorpresa semejante, aunque en circunstancias bastante distintas a las del conde prusiano, le causó al periodista y novelista Wenceslao Fernández Flórez el descubrir que en el Madrid de los primeros meses de la guerra civil “la máxima crueldad perteneció (…) a las mujeres. Pedían sangre y sangre, con una sed insaciable. Peor aún del que asesinaba con sus manos eran las denunciantes, las que estimulaban a los asesinos, las que –con los hijos de la mano– corrían, al nacer el día, para ver los cadáveres de los fusilados en los lugares donde era costumbre que aparecieran…” Lo cuenta en El terror rojo, obra cuya primera edición, escrita en portugués, data de 1938 y que acaba de ser rescatada, una vez traducida al español, por Ediciones 98. En ella Fernández Flórez cuenta sus vivencias durante los 11 meses en que permaneció escondido en domicilios y embajadas, primero en Madrid y luego en Valencia, huyendo de la barbarie desatada en la España republicana a raíz del golpe de Estado del 18 de julio de 1936.

Como comprenderán, no pretendo en absoluto con esos ejemplos y con cuantos pudieran aportarse de un estilo parecido blanquear –como dicen ahora– la crueldad masculina. Esa “capacidad para el mal” que Fernández Flórez atribuye a las mujeres, los hombres la tenían y la tienen suficientemente acreditada a lo largo de la historia. Aquí lo relevante, lo que produce verdadero asombro en los autores de ambos relatos, es –permítaseme una licencia extemporánea– el me too femenino, la evidencia de que las mujeres no son esos seres angelicales de los que no se esperaría nada malo, sino que, al igual que los hombres, son capaces de las peores vilezas. Aún se oye de tarde en tarde, en boca de alguna sesentayochista más o menos reciclada, aquello de que “si las mujeres gobernasen, no habría guerras”. Y si ha dejado de oírse con tanta frecuencia como antes es justamente porque ahora gobiernan o cogobiernan –como ocurre, sin ir más lejos, en el caso de Nicaragua, donde la crueldad del presidente Daniel Ortega corre pareja con la de la “copresidenta” Rosario Murillo– y, a pesar de todo, mira por dónde, sigue habiendo guerras.

El otro día leía en Le Figaro que en la precampaña para las presidenciales francesas del próximo mes de abril se ha incrustado ya la ideología woke, cuyos practicantes se arrogan la presunta defensa de las minorías mediante la denuncia acérrima de cuantas desigualdades raciales y de lo que entienden por género creen entrever nada más levantarse de la cama. No hace falta decir que esa incrustación ideológica se da sobre todo en las filas de la izquierda, y en particular, en las huestes de La France Insoumise, ese espejo francés de Podemos que tiene en Jean-Luc Mélenchon su principal referente político. Pero va más allá. Y no sólo en la izquierda. El partido del presidente Macron y el propio Macron, tan liberales, no parecen inmunizados contra esos cantos de sirena supuestamente igualitarios surgidos de los claustros universitarios estadounidenses y que amenazan con devenir una auténtica pandemia. 

Como bien saben, nuestro actual Ministerio de Igualdad, ese al que no le duelen prendas a la hora de duplicar en las cuentas públicas el gasto en personal, se caracteriza por haber hecho de la ideología woke un programa de gobierno. O, si lo prefieren, por haber convertido a la mujer en una víctima, en un ser indefenso, en un modelo de bondad al que sólo la perfidia del hombre –siempre y cuando no se trate de un inmigrante– ha llevado históricamente por mal camino. Por desgracia, el fenómeno no es privativo de estas latitudes, sino que alcanza extensiones mucho más vastas y entre ellas, como se comprueba, las del país vecino, ese viejo símbolo de la razón hoy tan ajado. Razón de más –valga la redundancia– para plantarle cara y combatirlo con todas las fuerzas. 

(VozPópuli, 11 de noviembre de 2021)

La mujer, ese hecho diferencial

    11 de noviembre de 2021
Si algo nos enseña la historia reciente de España, o sea, la que arranca con la aprobación en referéndum por amplísima mayoría, el 15 de diciembre de 1976, de la Ley de Reforma Política y llega hasta nuestros días, es que con las lenguas hay que andarse con tiento. Y no con el castellano o español, tan maleado por los políticos y tan fresco y boyante si nos ceñimos al uso que hacen de él sus hablantes, sino con lo que la Constitución denomina “las demás lenguas de España [que] serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos” y, más en general, con el “patrimonio cultural” de “las distintas modalidades lingüísticas de España”, para el que nuestra Carta Magna prescribe un “especial respeto y protección”.

Y es que, si algo deberíamos haber aprendido en estos cerca de 45 años de historia, es que a ninguna formación política importa el aspecto social o cultural de una lengua cuando se trata de reivindicar su cooficialidad. Si en verdad importara a alguna, tanto el catalán como el vascuence como el gallego, que llevan ya cuatro décadas contando con abundantes y crecientes mimos institucionales –lo que incluye obscenos derroches presupuestarios e innúmeras políticas educativas, administrativas y comunicativas aplicadas con fórceps–, habrían dejado ya de ser, por su bien y el de sus hablantes, cooficiales. Porque esas formaciones no tendrían más remedio que reconocer que, tal y como reflejan todos los datos de que disponemos, el uso de cada una de esas lenguas, al igual que el prestigio cultural que pudiera corresponderles, no había hecho sino menguar y que sus políticas de supuesta normalización habían logrado justo lo contrario de lo que presuntamente pretendían. 

¿Entonces?, se preguntará el lector. Aunque lo más probable es que ni siquiera llegue a preguntárselo, de tan obvio como resulta. El acceso de una lengua regional a la cooficialidad no guarda relación ninguna con nada que merezca respeto y consideración o, si lo prefieren, con nada que no sea la promoción de lo identitario entre la parroquia del lugar. Vencidas ya cuatro décadas, puede hablarse de evidencia. Y quien dice la promoción de lo identitario dice, claro, el chantaje al que se somete con semejante pretexto al Gobierno central a la hora de negociar unos presupuestos que se supone que deberían ser, como su nombre indica, Generales y del Estado. El trapicheo al que hemos asistido en estas últimas fechas da fe de ello.

De ahí que no pueda sino comprender la reticencia con que tantos asturianos ven la posibilidad de que las llingües del Principado sean elevadas al rango de cooficiales. Hoy en día, tanto el bable/asturiano como el gallego/asturiano gozan de amparo, fomento y enseñanza garantizadas mediante una ley de uso y promoción de marzo de 1998. Eso sí, en lo tocante a la enseñanza, atendiendo a los principios de “voluntariedad, gradualidad y respeto a la realidad sociolingüística de Asturias”, que son los que siempre, sobra añadir, tendrían que primar. Pero la izquierda toda, y las asociaciones e instituciones que viven de las ubres gubernamentales, están empeñadas en sustituir dichos principios por el trágala de rigor. Y es que eso y no otra cosa, como se ha comprobado a lo largo de todas estas décadas en otras regiones de España, es lo que acaba resultando, al cabo, de la mencionada cooficialidad. Lo afirmaba hace poco sin ambages Beatriz Zapico, portavoz de la Plataforma contra la Cooficialidad del asturiano: “(…) se está poniendo encima del tablero político una reforma del Estatuto que conllevaría la imposición del bable. Obligaría a que en la educación las asignaturas o parte de ellas fueran en bable, que nos dirigiésemos a la Administración en bable, y nos afectaría a nivel personal a todos, porque en el momento en que el bable fuese oficial habría que utilizarlo, saber escribirlo, saber hablarlo (…)”.

En las Cortes Constituyentes de la Segunda República, la aprobación en referéndum a comienzos de agosto de 1931 de un Estatuto de Autonomía de Cataluña en que el catalán era la única lengua oficial –el llamado Estatuto de Núria, ratificado un año más tarde por las propias Cortes, aunque notoriamente recortado y laminado en muchísimos aspectos, entre ellos el lingüístico–, tuvo dos consecuencias en el orden, digamos, preventivo. Por un lado, que el castellano figurase en la Constitución republicana, promulgada el 9 de diciembre de 1931, como única lengua oficial del Estado. Por otro, que ese mismo Estado mantuviese en el conjunto del territorio una línea de enseñanza exclusivamente en castellano. Todo por si las moscas identitarias querían hacer algún día de las suyas imponiendo lo particular sobre lo general.

Cuando las Constituyentes de 1977, que alumbraron nuestra actual Constitución, se tuvo en cuenta la primera de las prevenciones. Pero no así la segunda, en aras de una supuesta concordia con los anhelos del nacionalismo y, en concreto, del catalán. De cuanto ha sucedido después les supongo informados.

"Asturies de mios amores"

    4 de noviembre de 2021