El pasado sábado se reunieron en el escenario del valenciano Teatro Olympia cinco mujeres que se dedican en cuerpo y alma –sobre todo en alma– a la política representativa. Una, la diputada y portavoz autonómica de Más Madrid Mónica García, definió el acto como un “tsunami feminista” que debe marcar “el ciclo político”, ciclo en el que las mujeres, prometió, iban a hacer “política bonita”. Otra, la vicepresidenta segunda del Gobierno y diputada por Unidas Podemos Yolanda Díaz, vio en el reparto allí presente “un proyecto de país”. Una tercera, la alcaldesa de Barcelona Ada Colau, sostuvo con convicción que “el camino se hace andando”. Por su parte, la ceutí Fátima Hamed, portavoz del Movimiento por la Dignidad y la Ciudadanía y promotora de la declaración de Santiago Abascal como persona non grata en la ciudad, abogó por “contestar desde el respeto, desde el sosiego absoluto” a la extrema derecha. Y en fin, la anfitriona, la vicepresidenta de la Generalidad Valenciana Mònica Oltra, llamó a la concurrencia a caminar “juntas desde la diferencia, la escucha y el amor”, un amor al que también se adhirió la vicepresidenta Díaz.
Ya se sabe que en esta clase de actos el desparrame verbal no sólo está, sino que se le espera. Y dicho desenfreno suele concretarse en una ensalada de tópicos y promesas aliñados con lo que los pedagogos que nos gobiernan llaman lenguaje –cuando no inteligencia– socioemocional y que tanto precisan, según revelan los currículos del Ministerio de Educación, nuestras féminas, ya sean niñas, ya sean jóvenes, para que les entren debidamente las matemáticas. Así, por ejemplo, ese “tsunami” de García, o ese “el camino se hace andando” de Colau, tan sobados. O ese “proyecto de país” de Díaz, cuya génesis me temo que hay que buscarla en nuestros inmarcesibles nacionalismos periféricos –Jordi Pujol, en sus buenos tiempos al menos, aparte de pregonarlo debía de imaginarlo hasta en el baño–. Pero de la colecta de perlas que ofreció el acto, todas rezumantes de alegría y bondad, a mí me han llamado especialmente la atención unas palabras de la vicepresidenta Díaz: “Es el comienzo de algo que va a ser maravilloso”.
Y es que hay en ellas un eco de otras épocas y otras promesas que no tuvieron, que digamos, un final nada feliz. Manuel Chaves Nogales, en un artículo publicado en enero de 1933, al poco de producirse la carnicería de Casas Viejas, aludía al “trienio bolchevista en Andalucía”, entre 1918 y 1920, “cuando las viejas organizaciones anarquistas descubrieron alborozadas el maravilloso hecho ruso”. El “fervor rusista” se enfrio de golpe, añade Chaves, “en cuanto se enteraron de lo que era la dictadura del proletariado”. Pues bien, aunque haya pasado más de un siglo desde entonces, aquel “maravilloso hecho ruso” no dista mucho de este “algo que va a ser maravilloso” prometido por Díaz. Como mínimo, en lo tocante a la miseria y la ruina que se siguió de aquel y puede seguirse de este. Es verdad que los tiempos son distintos y que el acto del Teatro Olympia se presentó con la parafernalia característica del feminismo en boga. Pero no nos engañemos: las cinco mujeres que lo protagonizaron militan en el comunismo de hoy o simpatizan con él. Ese comunismo de trampantojo, de fachada buenista –de All you need is love, para entendernos–, que no duda en celebrar su siglo de vida con un cartel donde la hoz y el martillo –símbolo de la ideología que más daño ha causado en toda la historia de la humanidad– parecen sacados de uno de esos cuadernos escolares donde los niños colorean objetos.
Lo maravilloso es enemigo de lo político. O, por lo menos, debería serlo. Dar por sentado lo maravilloso que va a ser algo en cuanto se realice, es propio de un vendedor de crecepelos o de productos para adelgazar. Y si el cliente muerde el anzuelo y aquello acaba en un fiasco, allá se las componga el muy crédulo. Pero, en un Estado de derecho, a alguien que ocupa la vicepresidencia de un gobierno, por comunista que sea, habría que pedirle el máximo decoro en toda ocasión o, si lo prefieren, un mínimo respeto para con los ciudadanos españoles a los que representa al más alto nivel. Si hasta el malogrado Andrés Montes, aquel singular locutor deportivo que terminaba sus retransmisiones televisivas con un “la vida puede ser maravillosa”, tenía buen cuidado en incluir ese “puede” en sus deseos de ventura, ¿qué no cabe exigir a Yolanda Díaz?
Claro que Montes no era comunista.