Juan Carlos Mateos Fernández ha escrito un libro lleno de inquina. Parapetado en la exégesis de los editoriales del diario Ahora y en el contenido de las actas de su Consejo Obrero durante los primeros meses de la guerra civil, ese estudioso de la prensa periódica española de la primera mitad del siglo XX ha perpetrado una ácida diatriba contra Manuel Chaves Nogales y los chavistas –es decir, contra quienes han expresado en las últimas décadas su admiración por la figura y la obra del periodista sevillano y han dejado memoria escrita de ello–. Junto al pueblo en armas. Los editoriales del diario Ahora bajo la dirección de Manuel Chaves Nogales (Espuela de Plata, Renacimiento, 2024) tiene como objetivo desenmascarar el mito de Chaves Nogales como integrante de la Tercera España, esa que no estuvo ni con los hunos ni con los hotros y cuya máxima expresión es el célebre prólogo a A sangre y fuego. En otras palabras, según Mateos, Chaves sí estuvo con la España revolucionaria mientras le convino, a fin de poder cruzar los Pirineos con destino a París a finales de 1936 sin mayores quebrantos.

En apoyo de su tesis, el autor acota el periodo en que los editoriales serían debidos a la mano de Chaves con objeto de analizarlos. Para ello, se sirve de los datos biográficos conocidos y de alguno de nuevo cuño, de la presencia del nombre del periodista como director en la cabecera del diario, de la similitud entre algunas parte de los editoriales, de un lado, y determinados contenidos de algunos relatos de A sangre y fuego, de otro, y, más en general, de temas que el propio periodista había tratado en libros y crónicas precedentes, como, pongamos por caso, los referidos a la Unión Soviética y al exilio de la Rusia blanca en París. Y aunque Mateos no incida en ello, podrían añadirse también a los ejemplos citados ciertos rasgos estilísticos de los editoriales que recuerdan la escritura de Chaves.

Todo lo cual no obsta para que un conocedor del periodismo –y se diría que Mateos, por su currículo al menos, debería serlo–, siga haciéndose la pregunta: ¿Y qué? ¿Acaso la opinión vertida en un editorial, donde se refleja, lo escriba quien lo escriba, el punto de vista de un periódico acerca de un asunto de actualidad, puede equipararse a la expresada por un periodista en una columna que lleva su firma? El propio autor del libro reproduce en las primeras páginas de su introducción el fragmento de una respuesta de Ahora de febrero de 1936 a una serie de ataques que venía recibiendo el periódico por parte de otra cabecera contra uno de sus colaboradores, al que juzgaba autor constante de sus editoriales, con la siguiente argumentación: “Empecemos por advertir que no todos los editoriales son de la misma pluma, pero sí reflejan todos un criterio constante: el de Ahora […]. En las colaboraciones firmadas hay amplitud; en el editorial hay un alma, y esa alma no se enajena a ningún redactor ni colaborador, por distinguido que sea.”

Pero no. Los editoriales que el autor atribuye sin duda alguna a la mano de Chaves –hasta el punto de que mediada la introducción del libro ya ni siquiera se toma la molestia de anteponer a tal atribución un cauteloso “presuntamente” o “probablemente”– reflejan la opinión de Chaves y no la de Ahora. A su juicio, la mano de Chaves está tan presente que es como si estuviéramos leyendo una columna de opinión del periodista y no un editorial. El problema, insisto, es que no se trata de una columna. Y Chaves –supongamos que, en efecto, es él quien los escribe– no puede ignorarlo. Es más, en todo el tiempo en que Chaves figuró como director de Ahora –como “camarada director”, dirá él en el prólogo a A sangre y fuego–, o sea, entre comienzos de agosto y comienzos de noviembre, cuando huyó de Madrid en un coche de la empresa junto a otros periodistas con destino a Valencia, no escribió en su periódico ni un solo artículo firmado con su nombre. Tampoco lo hizo en ningún otro medio español, con la excepción del publicado en el barcelonés Noticiero Universal el 28 de noviembre y titulado “La gran canallada”, cuya exhumación debemos a Rocío López-Palanco, tal como indica Ignacio Garmendia en su imponente edición de la Obra Completa del escritor (Libros del Asteroide, 2020).

Chaves escribió aún otro artículo en plena guerra para el periódico argentino La Nación, “Lo que pasa en España y lo que pasará”. Salió publicado el 8 de agosto de 1936, y había sido enviado desde Hendaya, antes, pues, de que el periodista hubiera cruzado la frontera en su camino de regreso a Madrid procedente de Inglaterra, adonde había viajado junto a su esposa para recoger a su hija mayor, Pilar, que estudiaba por entonces en el extranjero. Sostiene Mateos que es muy probable que la sublevación militar pillara a Chaves y a su esposa en París, donde habían hecho escala, al igual que harían a la vuelta. En todo caso, el optimismo que se desprende del artículo –la fe en un desenlace de la contienda que desembocaría en “un liberalismo republicano, democrático y parlamentario, sostenido por una fuerza proletaria que hoy, a los dieciocho años de la Revolución rusa, conoce sus posibilidades más exactamente de lo que sus adversarios suponen”– respondía, como señala Garmendia en su edición, a la confusión “de la realidad con el deseo”.

Sea como sea, esa renuncia a expresar abiertamente su opinión desde que el 5 de agosto pisó de nuevo la redacción del periódico, ese abandono no sólo del artículo, sino también de la crónica o el reportaje –él, que tan pródigo se había mostrado en ambos géneros– y el subsiguiente refugio en el anonimato del editorial obedecían sin duda a la incomodidad de quien se había sentido siempre republicano, pero en modo alguno revolucionario, del signo que fuera. Los textos que habían llevado su firma durante aquellos largos cinco años de Segunda República lo atestiguan sobradamente. En un Madrid donde ya no mandaba el Gobierno, sino las milicias; donde el terror en la retaguardia había adquirido carta de naturaleza; donde el asalto del 22 de agosto a la cárcel Modelo y los consiguientes asesinatos no constituían un hecho aislado, sino un complemento de las checas, las sacas y los paseos, ¿cómo iba a comprometer Chaves su firma con aquel baño de sangre? El editorial, lo escribiera quien lo escribiera, tenía un carácter colectivo, con lo que la responsabilidad de cada cual, incluso la del director, en relación con su contenido quedaba si no disuelta, sí notoriamente atenuada. 

Es muy probable que las consideraciones que acabo de exponer no alteren para nada la inquina con que Mateos ha ideado y ejecutado este libro. Chaves seguirá siendo para él un traidor a la causa y los chavistas, unos idólatras despreciables. Para algunos, y no son pocos, en aquella España no había más que dos bandos, uno bueno, y otro malo. Al bueno se le perdonan todos los borrones; al malo, ninguno. Que existan también quienes no están dispuestos a perdonar ninguno, sea del bando que sea, como fue el caso de Chaves, es algo que nuestros maniqueos ideológicos no pueden ni querrán jamás consentir. Ni entonces ni ahora.


A propósito de Chaves Nogales

    9 de septiembre de 2024
Releyendo hace poco Por tierras de Portugal y de España, de Unamuno, tropecé con este fragmento de un artículo fechado en 1908: “Las grandes ciudades nivelan, levantan al bajo y rebajan al alto, realzan las medianías y deprimen las sumidades. Efectos de la masa, que son poderosos tanto en química como en la vida social”. Y unas líneas más abajo: “Las grandes ciudades son fundamentalmente democráticas, y debo confesar que siento un invencible recelo platónico hacia las democracias. La cultura se funde y esparce en las grandes ciudades, pero se ramploniza. Las gentes dejan la lectura sosegada del libro por asistir al teatro, esta escuela de vulgaridad. Sienten la necesidad de estar juntos; les azuza el instinto rebañego; tienen que verse unos a otros.” El artículo en cuestión, “Grandes y pequeñas ciudades”, contraponía megápolis como Madrid a ciudades como Salamanca –él las llamaba “pequeñas”, aunque luego precisaba que se refería a las de tamaño medio–, y no hace falta añadir que Unamuno, habiendo residido en ambas, se inclinaba por las segundas, las únicas, a su juicio, donde el espíritu podía expandirse libremente y el individuo desarrollarse en plenitud.

Si los fragmentos citados me llamaron en esta ocasión la atención –suele pasar con las relecturas; uno se fija en aspectos del texto que le habían pasado por alto la primera vez, quién sabe si por el efecto benéfico en este caso de la edad–, es por la asociación que establece Unamuno entre el proceso de nivelación de las grandes ciudades y su carácter democrático. Y es que, al leerlos, no pude evitar pensar en la educación pública y en las consecuencias que ha acarreado, cerca de un siglo más tarde, el empeño de muchos gobiernos de la Unión Europea (UE) –y la propia UE en sus políticas– por llevar la igualdad a sus últimas consecuencias. O sea, por nivelar a los ciudadanos, por levantar al bajo y rebajar al alto.

“Que nadie se quede atrás”, ha sido durante las últimas décadas el lema de políticos y pedagogos españoles. Un lema que tenía un reverso que esos mismos políticos y pedagogos, bañados en general en ideologías de izquierda, se guardaban mucho de exhibir: “Que nadie destaque más de la cuenta”. Y es que difícilmente se puede levantar al bajo sin rebajar al alto cuando lo que se persigue es alcanzar la igualdad, o sea, nivelar. Dicho peaje se ha escondido concienzudamente. Aun así, la forma como han desaparecido de los currículos educativos valores como el trabajo, el esfuerzo o el mérito, el ahínco con que se ha subestimado la competitividad o el ninguneo de que ha sido objeto el conocimiento hablan por sí solos.

Tras la disputa de la última Eurocopa, políticos de esa misma izquierda ponderaban, con razón, el talento de futbolistas como Nico Williams o Lamine Yamal. Y lo hacían poniendo el acento en el color de su piel y en la dificultad que entrañaba –en el caso de Yamal– alcanzar la cumbre siendo hijo de una humilde familia de inmigrantes. Ello llevó a algunos profesores y expertos en educación defensores de esos valores hoy excluidos de la enseñanza pública a denunciar la contradicción que supone celebrarlos en el caso de los futbolistas de élite y a renunciar en cambio a incorporarlos a los currículos educativos de nuestros jóvenes. Como si el talento brotara y creciera en un paraje salvaje y no requiriera de un cultivo metódico y constante, que sólo el esfuerzo, el estímulo competitivo y el reconocimiento del mérito pueden dar.

Comprendo a esos profesionales de la educación. Tiene que resultar desesperante comprobar cómo va pasando el tiempo –y aquí el tiempo se cuenta ya por décadas y más décadas– sin que nadie se proponga si no arreglar, sí al menos intentar paliar el erial educativo español. Quizá tuviera razón Unamuno al asociar este proceso, que él detectaba en el crecimiento imparable de las grandes ciudades y en sus efectos sobre la cultura, a la implantación de la democracia. Y si así fuera, estimado lector, me temo que estaríamos ante uno de los mayores peajes que hay que pagar para seguir viviendo en un Estado democrático.


Levantar al bajo, rebajar al alto

    16 de agosto de 2024