El pasado martes Fede Durán publicó en estas páginas un artículo titulado “El regreso de Albert Rivera”. Para quien no lo haya leído, diré que el artículo plantea la hipótesis –eso sí, como “remota posibilidad”– de que, “a la vista del nivel de podredumbre del Gobierno actual y ante la escasa ilusión generada por Feijóo, surja de nuevo en España un partido liberal, impulsado desde la sociedad civil, y con un candidato que […] muestre una hoja servicios impecable y el magnetismo de los grandes líderes”. El autor se encarga de ponerle nombre a ese candidato desde el título mismo, aunque en el texto baraja también como alternativa el de Rosa Díez. Es más, ese partido liberal que debería surgir “de nuevo” no puede mirarse, a su juicio, sino en Ciudadanos o UPyD, nacidos ambos “en regiones donde el nacionalismo (hoy independentismo) tiene mucho tirón”.

Antes de abordar la viabilidad y la conveniencia de la aparición de una fuerza política de ese perfil, el lector me permitirá que empiece por desmentir una creencia muy extendida a lo largo de la pasada década. (Me ceñiré al caso de Ciudadanos, que es el que conozco desde sus comienzos por dentro y por fuera.) Ciudadanos nació como un partido en cuyo ideario tenían cabida tanto la socialdemocracia como el liberalismo. Puede decirse, pues, que estaba destinado a ocupar, o ese era su querer, el centro del tablero político. Pero el partido nació sobre todo como una formación antinacionalista que reclamaba, tal y como indicaba su primer manifiesto, la existencia en Cataluña de una fuerza política de nuevo cuño que se enfrentara a los problemas reales de los ciudadanos, ocultos bajo el manto hegemónico del nacionalismo. En este sentido, su función estaría mucho más cerca de la que suele atribuirse a los llamados “partidos bisagra”, susceptibles de aliarse lo mismo con el centroderecha que con el centroizquierda para apuntalar la gobernabilidad que no de un partido que aspira a alcanzar por sus propios medios el poder.

Tras su éxito inicial en Cataluña, donde consiguió representación en el Parlamento autonómico durante dos legislaturas, su gran crecimiento en la región y su expansión por el resto de España se produjo a partir de 2012, a rebufo del llamado procés. A Ciudadanos se le reconocía, con plena justicia, la valentía de haber plantado cara al independentismo en las instituciones y en la calle. El punto culminante de ese crecimiento se dio en 2017 en Cataluña, donde, meses después del golpe de Estado de Puigdemont, Junqueras y compañía, ganó los comicios autonómicos –era la primera vez que un partido declaradamente antinacionalista lo conseguía–, y en 2019 en el conjunto de España, donde, a pesar de su subida en votos y escaños en las elecciones generales del mes de abril, no logró rebasar al PP y convertirse de este modo en el principal partido de la oposición. 

Y fue entonces cuando empezó la caída. Hasta el punto de que Ciudadanos pasó de 57 diputados a 10 en las elecciones de noviembre de aquel mismo año, convocadas tras los intentos voluntariamente fallidos de Pedro Sánchez de superar la investidura. El partido liderado por Albert Rivera –que dimitió como presidente de la formación y abandonó la política a la mañana siguiente de los resultados–, nacido para ejercer de bisagra, había renunciado meses antes a tal misión, cuando sus escaños, sumados a los del PSOE, hubieran permitido que Sánchez formara gobierno. Es verdad que, en tal caso, Sánchez probablemente habría encontrado cualquier excusa para rechazar la oferta de Rivera, pero el gesto de uno y de otro hubieran quedado ahí, listos para engrosar la hemeroteca: la iniciativa generosa del segundo en aras de la gobernabilidad del país confrontada a la irresponsabilidad de quien ya no velaba más que por sus propios intereses. Sea como fuere, nadie habría podido decir en lo sucesivo que Ciudadanos no había servido para lo que fue creado.

Y luego están las evidencias. A lo largo de aquel aciago verano de 2019 en el que nada parecía moverse en la política del país, los sondeos de opinión de los que disponían los partidos sí iban reflejando dos tendencias. De una parte, el desplome de Ciudadanos; de otra, la crecida de Vox, crecida que terminó concretándose en noviembre en un salto de 24 a 52 diputados. Es verdad que no todo el voto perdido por Ciudadanos fue a parar a Vox; también el PP había recuperado en noviembre un buen puñado de los escaños que el partido de Rivera –que en su IV Asamblea general había eliminado de su ideario la referencia a la socialdemocracia– le había quitado. Pero el hecho decisivo, insisto, fue que Ciudadanos dejó de ser útil para muchos españoles. Y que, puestos a poner pie en pared ante las envestidas del separatismo, más valía encomendarse al mensaje claro y rotundo de Vox, al que se unía, por lo demás, la contundencia en su denuncia del wokismo y de la inmigración ilegal, que apostar por los devaneos de Ciudadanos.

Y ahora volvamos al principio, esto es, a la viabilidad y conveniencia de la creación ex novo de un partido liberal. Empezaré por lo segundo. En un país tan polarizado como lo es España en estos momentos, ¿tiene sentido dispersar aún más el voto con la creación de una nueva fuerza política? Aunque un partido liberal no tiene por qué adscribirse a la derecha del tablero, no hay duda de que hoy sólo cabría en esta parte. La otra la ocupan de cabo a cabo los partidos en el Gobierno y los que les prestan su apoyo. Así pues, ¿tiene sentido dividir el voto entre tres, con la pérdida irremisible de escaños que ello conlleva, cuando puede dividirse entre dos? Habrá quien aduzca, en favor de la creación de este partido liberal, que acaso recogería el voto de quienes han sido votantes tradicionales del PSOE y que hoy, incapaces de seguir votándole y para no malgastar la papeleta, se abstendrían de ir a votar. A esos habría que convencerles de que lo prioritario hoy en día es desalojar a Sánchez del poder y que la mejor forma de hacerlo, y la más segura, es votar al PP, la opción política que más se acerca a aquel partido socialista de otro tiempo.

En lo que respecta a la viabilidad de un partido liberal, creo que lo más sensato es hacerse la pregunta cuando este país haya recuperado la normalidad institucional y Yo el Supremo se encuentre de una vez por todas allí donde le corresponde, es decir, entre los desechos de nuestra historia política más reciente.

¿Un nuevo partido liberal?

    26 de junio de 2025
De aquel lejano gobierno formado por Pedro Sánchez en 2018 tras la moción de censura que se llevó por delante a Mariano Rajoy sólo quedan en pie, aparte del presidente, tres piezas: Margarita Robles, María Jesús Montero y Fernando Grande-Marlasca. No me atrevería a decir si esta longevidad –siete años seguidos pisando moqueta ministerial– es fruto de su eficiencia o de su lealtad, aunque, tratándose de Sánchez, seguro que lo segundo pesa más que lo primero. Pero ese triunvirato ministerial no debería esconder otros casos de permanencia en el cargo en lo que podríamos calificar de segundo nivel.

Uno, y muy llamativo, es el de Luis García Montero, el actual director del Instituto Cervantes, dependiente del Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación. Ignoro si su nombramiento fue a propuesta del entonces ministro del ramo, Josep Borrell, o si se trató de un dedazo del propio Sánchez. Sea lo que fuere, el hombre ya ha visto pasar un total de tres ministros y ahí sigue, hasta el punto de que a estas alturas es el director que más años ha estado al frente del Instituto.

Pero la dirección del Cervantes García Montero la ha compaginado, entre otras actividades, con una colaboración semanal en el diario El País, donde lleva años estampando su firma todos los lunes en la contraportada. Confieso que siempre me ha sorprendido que un cargo público no viera impedimento alguno en compatibilizar su labor institucional con la escritura en prensa. Hablo, por supuesto, de una colaboración periódica; el que un político escriba de vez en cuando en los medios, y en especial si lo que escribe trata de asuntos que atañen a la tarea que está desarrollando y pueden considerarse, pues, de interés general, lo encuentro más que razonable. Pero no es el caso de García Montero. Como he indicado, el director del Cervantes escribe una columna cada lunes desde hace años, y encima en la página de mayor notoriedad del periódico, a excepción de la primera. No contento con esto, en vez de dejar a un lado la actualidad política y dedicar su artículo, pongamos por caso, a la lírica, la filatelia, la trashumancia o a algún suceso pintoresco del que haya sido testigo, García Montero se sumerge a menudo en el mismo cenagal en el que se va hundiendo, día tras día, el Gobierno al que sirve. Así, el lunes de la pasada semana arremetió en su columna contra los jueces. Perdón, no contra todos; sólo contra los que “se salen de su decencia profesional para sustituir a la voluntad del pueblo encarnada en la política [,] aprovechan la crispación y buscan protagonismo, convertidos en una autoridad social sin límites que no distingue entre denuncias, pruebas, indicios y sospechas”. Lo cual le llevaba a sentenciar: “Si este tipo de jueces consigue convertir su soberbia en costumbre jurídica, un poder judicial autopoderoso se convertirá en el problema más grave de la democracia”.

Que hable de decencia profesional quien no tiene inconveniente en cometer, o cuando menos en permitir, cuantas irregularidades sean necesarias con tal de favorecer a una subordinada facilitándole una plaza de funcionaria en el Instituto que dirige, tal como reveló aquí mismo Antonio Rodríguez, dice mucho de la probidad del columnista. Pero al margen del alegato contra “este tipo de jueces” –donde es fácil adivinar los nombres de todos aquellos que tienen en sus manos procedimientos judiciales vinculados a casos de corrupción que afectan al círculo familiar y político del presidente del Gobierno–, lo que en verdad resulta asombroso es el remedio propuesto por García Montero para impartir justicia: la Fiscalía, escribe, “el único contrapoder que puede enfrentarse a la soberbia judicial”. Y al referirse a la Fiscalía está pensando, claro está, en el fiscal general y su tropel de seguros servidores, que no han dudado en recurrir a los medios más rastreros para entorpecer la tarea de la justicia cuando esta podía perjudicar los intereses de Pedro Sánchez. Así las cosas, que esta misma semana haya trascendido que el magistrado del Tribunal Supremo Ángel Hurtado ha dictado un auto por el que se envía a juicio al fiscal general Ángel García Ortiz y a Pilar Rodríguez, fiscal jefe provincial de Madrid, acusados de filtrar datos privados del novio de la presidenta de la Comunidad de Madrid siguiendo indicaciones de Presidencia del Gobierno, no habrá sino confirmado, a ojos de García Montero, la magnitud de la soberbia de “este tipo de jueces”.

Valga como circunstancia eximente de su, llamémosle, pensamiento, la información que sobre el caso viene publicando el propio periódico en que García Montero publica, lunes tras lunes, sus columnas y que sin duda es el suyo de cabecera. Y también, claro –aunque aquí no hay absolución posible, sino terca persistencia en un despotismo institucionalizado–, el que, como buen comunista, lo que en el fondo desearía es un poder judicial subordinado al poder político. Eso sí, siempre y cuando mandaran los suyos.