Sostiene Guillermo del Valle, en relación con el partido que se está gestando a partir del think tank El Jacobino, del cual es portavoz, que no le parece inteligente “reproducir un Ciudadanos 2.0, que nació como un partido de centro izquierda en Cataluña, pero que en su expansión nacional emborronó eso” (El Mundo, 24 de diciembre). Como algo sé del asunto, creo que sus palabras precisan de alguna acotación.

Estoy de acuerdo en que no sería inteligente reproducir una nueva versión de Ciudadanos. Pero no por la razón que aduce Del Valle, sino porque las circunstancias, casi veinte años más tarde, son muy otras. Aquel Ciudadanos nació, en efecto, en Cataluña, pero no lo hizo, por más que siga habiendo quien insista en ello, como un partido de centro izquierda. Ya desde el manifiesto fundacional quedó plasmada la voluntad de que la formación tuviera un ideario no estrictamente socialdemócrata y abarcara también el centro derecha liberal. El propósito de restituir el principio de realidad que el nacionalismo hegemónico había hurtado a los ciudadanos de Cataluña, con el beneplácito interesado de los dos grandes partidos nacionales, iba más allá del empeño de intentar resucitar el espíritu de la vieja federación del PSOE, disuelto en el catalanismo del PSC; apuntaba asimismo al votante de un Partido Popular al que la defenestración de Aleix Vidal-Quadras había privado de su máxima figura en la lucha contra el nacionalismo pujolista. Y es justamente esa expansión bifronte la clave de su éxito en las autonómicas de 2006, cuando logró que, por primera vez desde 1984, una fuerza política de nuevo cuño estuviera representada en la Cámara regional y con un discurso nítidamente antinacionalista.

Sirva para apuntalar esa tesis una anécdota de cosecha propia. En el año que transcurrió entre la publicación del manifiesto y el congreso fundacional del partido algunos de los quince primeros firmantes tuvimos distintos encuentros con las llamadas fuerzas vivas del lugar, a instancias casi siempre de estas últimas. Una de esas reuniones –una cena, en concreto, a la que asistí– fue con el propio presidente del PP catalán, el malogrado Josep Piqué. Pues bien, el encuentro, pronto se vio, tenía un único objetivo: convencernos de desistir de nuestro propósito de fundar un partido. Según las encuestas que manejaban –esto nos trasladó, al menos, el propio Piqué– no íbamos a sacar representación y ellos, encima, saldrían lastimados. En lo segundo llevaba razón: el PP perdió un escaño y la cuarta parte de los votos. No así en lo primero, como se ha dicho, aunque el objetivo se lograra por los pelos.

Es cierto que luego, a partir de su segundo congreso, Ciudadanos se decantó de forma más clara hacia el centro izquierda. Pero su pervivencia y posterior crecimiento parlamentario tuvo poco que ver con la adscripción ideológica y mucho que ver, en cambio, con la lucha sin tregua contra el nacionalismo –sin olvidar, claro está, los méritos atesorados por su líder de entonces–. Lo que sí resulta indudable es que su expansión nacional, como afirma Del Valle, se hizo gracias sobre todo al voto de centro derecha –lo que yo ya no sabría decir es si esto emborronó o no lo anterior–.

Sea como sea, insisto en que me parece acertada la idea de no intentar emular a día de hoy lo que fue la fundación de Ciudadanos. En primer lugar, porque Ciudadanos todavía existe, aun cuando su presencia y actividad en Cataluña –otra cosa es en el Parlamento Europeo– se asemeje cada vez más a las de los famosos aldeanos de Astérix y compañía. Luego, porque el espacio que llegó a ocupar en sus mejores momentos está hoy ocupado por el PP y por Vox, y en mucha menor medida por el PSOE. Y luego, en fin, porque lo que termine dando de sí eso que hoy se conoce como El Jacobino no nace en Cataluña y como una réplica al nacionalismo, sino en el conjunto de España y como una réplica al partido hasta hoy hegemónico de la izquierda, al que pronto ya no conocerán ni los que aún le votan.

Y, así las cosas –y no de otro modo–, bienvenido sea, si cuaja, este nuevo partido y ojalá la suerte no le sea esquiva.

Aquel Ciudadanos

    27 de diciembre de 2023
El diario Abc elevó ayer a rango editorial el hecho de que el Rey hubiera realizado dos viajes oficiales consecutivos –Buenos Aires y Kuwait– sin que le acompañaran el presidente del Gobierno o algún ministro, como es, si no preceptivo, sí habitual, y lo contrapuso a la prestancia con que catorce de los segundos habían acudido un lunes por la mañana, en plena jornada laboral, al Círculo de Bellas Artes para asistir a la presentación del nuevo libro apócrifo de Pedro Sánchez. Según indicaba el propio medio, no era la primera vez que el Rey viajaba solo, pero había sido en ocasiones contadas y excepcionales e incluso con ejecutivos del PP. Ahora, en cambio, la sensación es distinta. Como los gobiernos de Sánchez tienen más colores que la cola de un pavo real macho, los acompañantes de Felipe VI suelen asignarse conforme a las simpatías que despierta el anfitrión. En plata: como Milei no despierta ninguna en el actual ejecutivo, más bien al contrario, la representación del Gobierno no fue más allá de la de secretario de Estado.

Esa falta de sentido institucional por parte de Pedro Sánchez y quienes le secundan, aun cuando ya se diera en anteriores legislaturas, se ha incrementado notablemente en la presente. La violencia ejercida contra al poder judicial y el uso partidista de la Fiscalía General del Estado; el ninguneo al que se somete al legislativo, reducido a simple correa de transmisión del ejecutivo, como muestran los nombramientos llevados a cabo en los servicios jurídicos del Congreso o las decisiones tomadas por la presidenta Armengol para amoldar la agenda de la Cámara a los intereses del Gobierno; el desprecio, en suma, por la separación de poderes no son en absoluto ajenos al trato dispensado al jefe del Estado. Al fin y al cabo, sus actos deben ser refrendados “por el presidente del Gobierno y, en su caso, por los ministros competentes” (CE, art. 64), por lo que la ausencia del presidente o un ministro en un viaje oficial de Felipe VI y su sustitución por un secretario de Estado o un subsecretario –como en Kuwait–, no puede sino considerarse un desaire institucional a la Corona, símbolo, según la Constitución, de la unidad y permanencia del Estado.

¿Qué se propone Sánchez con este juego? ¿Se trata de una manifestación miserable de un autoproclamado “Yo, el Supremo”, por decirlo a la manera de Roa Bastos, incapaz de soportar que haya alguien en el Estado por encima de él? ¿Se trata de rebajar la figura del Rey, en este y otros campos, porque así lo exige el prófugo de quien depende para seguir en el poder y que no puede olvidar el papel de Felipe VI, con su discurso del 3 de octubre de 2017, en la gran movilización ciudadana del 8 siguiente que terminó de dar al traste con lo quedaba entonces del Procés? ¿Se trata, en fin, de ir laminando su autoridad para facilitar la remoción del Estado en la que está embarcado y cuyo último estadio puede ser la reforma de la Constitución? Las respuestas afirmativas a esas tres preguntas son perfectamente compatibles y, a mi entender, nada improbables.

El Rey, en consonancia con su papel de árbitro y moderador, no expresa su parecer con respecto a la actual situación política, pero lo deja traslucir. Su incomodidad es manifiesta: las imágenes de su encuentro con Francina Armengol cuando la presidenta del Congreso fue a anunciarle la investidura de Pedro Sánchez o aquellas en las que aparecía con este último en el acto de promesa del cargo componen un retablo que por sí solo debería bastar para que el presidente del Gobierno recondujera su relación. En contraste con los semblantes risueños de ambos políticos, el monarca mostraba un rostro serio y preocupado, algo inhabitual en él en circunstancias similares.

Sánchez ha convertido esta legislatura en un ejercicio de confrontación. De confrontación política y, pues, ciudadana. Su cruzada contra lo que él denomina las derechas, contra las instituciones que se niegan a doblar la cerviz ante sus designios, contra los propios principios del Estado de derecho, contra todo aquello y todo aquel, en definitiva, que suponga o pueda llegar a suponer un obstáculo, no han dejado al Rey al margen. Pero, si bien se mira, aquellos que no estamos dispuestos a comulgar con la ambición del personaje y sus consecuencias, no deberíamos lamentarnos de la suerte de nuestro Rey, sino felicitarnos de que, en ese tablero ideado por el fullero mayor, Felipe VI esté hoy día junto a nosotros. Porque al contrario de lo que pasa cuando las decisiones dependen de Sánchez y los suyos, el Rey de España no viaja solo.

El Rey no viaja solo

    20 de diciembre de 2023
Gabriel Attal, ministro de Educación francés, anunció el pasado 5 de diciembre una serie de medidas de cara al próximo curso que van a suponer, si terminan aplicándose, una verdadera convulsión en el sistema educativo del país vecino. De hecho, ya a comienzos del presente curso el ministro avisó de por dónde irían los tiros. El principal objetivo de su futura reforma, sostuvo, era elevar el nivel del alumnado en todas las etapas educativas. Que el anuncio concreto de las medidas dos meses más tarde viniera a coincidir con la difusión de los resultados del informe PISA de 2022, los cuales reflejan un bajón considerable de los jóvenes quinceañeros franceses en comprensión lectora y en matemáticas, no puede considerarse, pues, una reacción a los resultados, sino más bien la confirmación de que el propósito ministerial de comienzos del curso escolar era de todo punto ajustado a los hechos.

Pero la convulsión en el sistema a la que me refería al principio tiene que ver con la naturaleza de las medidas contempladas. Ahí van las más singulares. El ministro, consciente de que el reto de aumentar los saberes debe afrontarse ya desde Primaria, propone la adopción del método de Singapur para las matemáticas adelantando por ejemplo el aprendizaje de los quebrados y los números decimales al primer curso de Primaria. También preconiza –y lo traducirá en un decreto durante el primer trimestre de 2024– que la última palabra sobre la repetición de curso corresponda al equipo pedagógico del centro en vez de a los padres del alumno en cuestión, como hasta ahora. Y entre sus objetivos figura igualmente el de homogeneizar y supervisar los contenidos de los libros de texto. 

Pero acaso lo más llamativo sean las medidas propuestas para la etapa del Collège, equivalente, año más, año menos, a lo que aquí conocemos como ESO. Attal ha anunciado que a partir del próximo curso empezará la implantación de grupos de nivel en matemáticas y lengua. En otras palabras, los alumnos serán separados –segregados, dirían nuestros renovadores pedagógicos– según el nivel acreditado, con la particularidad de que aquellos a los que corresponda el nivel inferior formarán parte de un grupo más reducido a fin de recibir una atención más personalizada. La mayoría de los sindicatos docentes ya se han apresurado a manifestar su disconformidad con la medida apelando a la presunta estigmatización de los alumnos afectados, lo que confirma que su mayor preocupación –lo mismo ocurre, claro, con los sindicatos de por aquí– no es tanto el nivel de conocimiento de los alumnos como razones de índole moral, cuando no estrictamente ideológicas, cuya pertinencia, por lo demás, está por demostrar.

Y, junto a esa disposición, el ministro también pretende conferir a la prueba de final de etapa –o sea, previa a la entrada en el Lycée, equivalente a nuestro Bachillerato, pero con tres cursos en vez de dos– carácter selectivo, en la medida en que aquel alumno que quiera acceder al Lycée deberá necesariamente superarla. Como deberá superar el ya tradicional Bac si desea obtener el título de Bachillerato.

Los conocedores de la legislación educativa en España se habrán percatado, sin duda, de los muchos parecidos entre, de un lado, el modelo de Attal y, de otro, las reformas que tanto la Lomce como antes la Loce introdujeron en la Loe y la Logse, respectivamente, sin que diera tiempo a sus promotores, sobre todo en el caso de la Loce, a ponerlas en práctica. Aparte de los vaivenes electorales, las movilizaciones del conglomerado granítico formado por los partidos de izquierda y nacionalistas, los principales sindicatos docentes y estudiantiles y las asociaciones de padres de ideologías afines lo impidieron en las calles y en los propios centros, haciendo bueno el lema “La escuela es nuestra” y nada más que suya. Las del modelo de Attal, que siguen a las del también ministro Blanquer, cuentan con el aval del presidente de la República, Emmanuel Macron. Un apoyo mucho más estimable, al cabo, por el rango de quien lo presta y la duración de sus dos mandatos presidenciales, que el de los gobiernos del Partido Popular que promovieron ambas leyes.
 
Claro que todo dependerá al final del profesorado. Así lo reconoce el propio ministro Attal. ¿Serán capaces los profesores franceses de romper la correa de transmisión ideológica del lobby educativo, no muy distinto del nuestro, y actuar en beneficio de la transmisión y asimilación del conocimiento, al margen de sectarismos y adoctrinamientos de toda clase? En 1988, Jean-François Revel publicó un libro fundamental, La connaissance inutile (existe una reedición reciente en español, El conocimiento inútil, Página Indómita, 2022), donde analizaba, entre otras muchas cuestiones, la penetración de la ideología en las aulas a lo largo del siglo XX y, en particular, en aquella década de los ochenta. El capítulo en cuestión se titulaba “La traición de los profes” y anticipaba lo que iba a ocurrir en España dos años más tarde a raíz de la aprobación de la Logse. De entonces acá, la realidad educativa española ha ido empeorando a marchas forzadas, ante la indiferencia y la apatía de nuestros gobernantes; baste ver cómo han reaccionado tras hacerse públicos los resultados de PISA. ¿Tendrán más suerte las nuevas generaciones francesas, que al fin y al cabo cuentan con un sustrato cultural y educativo bastante más sólido que el nuestro? ¿Volverán a traicionarles sus profes? Si se tratara de los de aquí, y con la honrosa y meritoria excepción de algunos valientes, poco cabría esperar.

¿Otra traición de los profes?

    13 de diciembre de 2023
Se cumplen hoy nueve lustros de la aprobación en referéndum de la Constitución. Nueve lustros, o sea, 45 años. La precisión es pertinente, dado que nuestro flamante ministro de Cultura, Ernest Urtasun, considera que medio lustro equivale a un cuarto de siglo, con lo que, si por él fuera, nueve lustros serían cuatro siglos y medio. Y hasta ahí podíamos llegar. Como semejante afirmación se materializó en un tuit y Urtasun debe de tener quien se los escribe por más que él los firme, cabría exculparlo y desear, por el bien de la cultura española, ya muy maltrecha, que el ministro haya tomado medidas y contratado a otro escribidor. Del mismo modo que cabría exculpar a Francina Armengol, la incomparable presidenta del Congreso, y animarla a tomar las mismas medidas con su respectivo escribidor, por haber afirmado en otro tuit que el vascuence es “una lengua con unas curiosidades que la hacen muy especial”.

Pero volvamos a la Constitución. Como bien saben, desde la aparición de Rodríguez Zapatero en el tablero político español y su relativista trato con la verdad y el Estado de derecho la Constitución ha estado sometida a un forcejeo constante por parte de quienes se han propuesto sobrepasarla, eludirla o directamente impugnarla. El Tribunal Constitucional, por tanto, ha tenido también desde entonces mucha más tarea de la acostumbrada. Para eso está, dirán ustedes. Sin duda. Pero, más allá del sentido de sus resoluciones, resulta significativo que la presión a la que se ha visto sometido haya tenido que ver la mayoría de las veces con iniciativas legislativas promovidas en primera instancia por separatismos y populismos de izquierda. De ahí se ha seguido, de forma cada vez más nítida, la consolidación de dos bloques: el de quienes la defienden a machamartillo y el de quienes la martillean sin cesar con el propósito manifiesto de llegar, tarde o temprano, a sustituirla por otra lo más alejada posible de las vigentes en el mundo occidental –una sustitución, sobra indicarlo, que conllevaría el trueque de nuestra Monarquía constitucional por una República de muy difusos y oscuros contornos–.

El pasado domingo la edición digital de El País traía un artículo de Jordi Gracia, exsubdirector de Opinión del diario y actual adjunto a su directora, que se anunciaba como un anticipo del número de diciembre de la revista Tinta Libre, de la que Gracia es también codirector. El artículo, titulado “No es la edad, es el poder” y del que se hizo eco con agudeza aquí mismo Ricardo Cayuela, consiste, por decirlo pronto, en un alegato contra algunos de los intelectuales que han colaborado durante lustros (no los de Urtasun, por supuesto) con el propio periódico –y que en algún caso, como los de Fernando Savater, principal blanco de los denuestos del articulista, y Félix de Azúa, colaboran todavía– y a los que acusa de haber entrado en una “deriva netamente conservadora” por permitirse criticar, sin medias tintas, el Gobierno de Pedro Sánchez y sus políticas. Según Gracia, la causa de la deriva no sería la edad de todos ellos, sino el alejamiento del poder, que ha pasado a otras manos –entre otras a las suyas, por cierto, aunque esto se le haya olvidado mencionarlo al autor de la catilinaria–.

El principal mérito de Gracia no es, como en el caso de aquellos a quienes critica, su excelencia intelectual –excelencia que comporta, según sostenía hace cerca de un siglo Julien Benda, “la defensa de los valores eternos y desinteresados, como la justicia y la razón”–, sino el haberse prestado a ejercer de comisario político de un medio de comunicación escrito –el más influyente de España– que se ha convertido desde 2018 en el vocero de Pedro Sánchez y en el defensor incondicional de sus espurios intereses. Para comprobar el alcance de la invectiva sañosa operada por el comisario Gracia, lo mejor es leer el artículo de cabo a cabo. Pero ya que conmemoramos hoy los 45 años de la Constitución, máximo epítome de nuestra Transición política, permítanme entresacar del texto la consideración que le merece a su autor la postura de esos intelectuales ante la impugnación del periodo que permitió a los españoles transitar de una dictadura a una democracia: “Se sintieron muchos de ellos agredidos y ofendidos con el cuestionamiento del relato beato y triunfal de la Transición que apadrinó Podemos de forma simplista y maniquea, sin digerir algunos de los sabios de la tribu que todo relato triunfal es falso por definición, y también lo es el de la Transición.” De qué lado estaba ya entonces el comisario Gracia, salta a la vista.

Y, en fin, no hace falta añadir, supongo, que ningún comisario político ha aceptado jamás que un intelectual deje de ser compañero de viaje del partido para poder seguir siendo, simplemente, un intelectual.

Algo no funciona en un país cuando su política exterior debe leerse en clave exclusivamente interna. Digo exclusivamente, porque cualquier gobierno de un Estado de derecho –de los que no pueden considerarse como tales, mejor no hablar– se mueve en parte en el exterior con arreglo a sus propios patrones ideológicos y a determinados acuerdos a los que ha llegado con otras fuerzas políticas. Pero entre esas fuerzas políticas no sólo están las que le permiten gobernar en la medida en que le prestan su apoyo en las Cortes, sino también las que conforman la oposición y están llamadas, por el principio de alternancia de todo sistema democrático, a sucederle tarde o temprano en el poder.

Hasta la guerra civil –y excepto en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera–, al Ministerio de Asuntos Exteriores se le conocía en España como Ministerio de Estado. El término recogía sin duda mucho mejor que el actual la esencia de su función: encarnar la representación del Estado (español) en el mundo. De ahí que las grandes líneas estratégicas de este Ministerio, se llame ya como se llame, deban contar, si no con la plena conformidad, sí al menos con un mínimo asentimiento de la oposición, en la medida en que a esta le corresponderá gestionarlas en el futuro. Y algo parecido puede afirmarse de la lucha antiterrorista. De hecho, así fue en nuestra España constitucional hasta la víspera de la guerra de Irak y el alineamiento del Gobierno de Aznar con Estados Unidos y el Reino Unido. Y en cuanto a la lucha antiterrorista, hasta la llegada del falazmente angélico Rodríguez Zapatero a la presidencia del Gobierno. Un gobierno, el de este último, cuyo buenismo redentor se proyectó asimismo en aquella Alianza de Civilizaciones que él mismo se sacó de la chistera y que el ministro Moratinos puso en marcha. Los frutos, al margen del cargo cosechado por Moratinos –Alto Representante de Naciones Unidas para la Alianza de Civilizaciones desde 2019–, a la vista están. Basta dirigir la mirada hacia Gaza.

Más allá del enfermizo afán de protagonismo que lleva al presidente Sánchez a meterse en cuantos jardines se le ponen a tiro, no me cabe la menor duda del peso que la herencia de Rodríguez Zapatero en el tablero de la política internacional ha tenido en el impresentable e irresponsable papel interpretado en su reciente visita a Gaza. Su presunta equidistancia humanitaria, claramente desmentida por las antagónicas reacciones del Gobierno de Israel y de la organización terrorista Hamás a sus declaraciones –o sea y respectivamente, su rechazo y su aplauso–, era sin duda un tributo a la pata gubernamental condescendiente con el terrorismo palestino, lo que inducía a leerla sobre todo en clave interna. Pero reflejaba a la vez un antiamericanismo de raíz o, si lo prefieren, un comunismo latente en buena parte de la izquierda europea, para el que Israel constituye una réplica del imperialismo estadounidense, al que por supuesto hay que combatir sin reservas.

En los anteriores mandatos del actual presidente del Gobierno, la política exterior española se había movido por lo general dentro de parámetros más o menos homologables con los de los gobiernos de Rajoy. Había habido, es cierto, algunos episodios detonantes: así, el Delcygate o el aval a las tesis marroquíes sobre el Sáhara Occidental. Pero en general, insisto, las políticas fueron de continuidad. El ejemplo más notorio, y el que más contrasta con la actual postura de Sánchez en el conflicto de Gaza, es sin duda alguna su comportamiento cuando la invasión de Ucrania por parte de Rusia, plenamente acorde con el adoptado por la Unión Europea. Tuvo en su gobierno ministros –más bien ministras–, pertenecientes todos a Podemos, que expresaron entonces su discordancia abogando por un alto el fuego que legitimaba la invasión. Pero ello no modificó la política del Gobierno, una política de Estado que contaba con el apoyo de la oposición.

Lo de ahora es distinto. Ahora la oposición es esa derecha sin matices contra la que hay que levantar un muro o, echando mano de la conocida frase de Clausewitz, emprender una guerra que no es sino la política continuada por otros medios. Es verdad que esos medios, en España al menos, son hoy de otra naturaleza. Pero también traen consecuencias. Por ejemplo, en esta Unión Europea que hasta hace poco parecía bailarle el agua a Sánchez y cuyo Parlamento debatirá el próximo mes, por iniciativa del Partido Popular Europeo y con el apoyo de los liberales de Renew, los efectos de la ley de amnistía. O sea, eso que el superministro Bolaños considera un asunto interno.

Claro que, para asuntos internos trasladados fuera de las fronteras del Estado con la aquiescencia del Gobierno, el que esta semana va a empezar al parecer a tratarse en Ginebra entre PSOE y Junts, con verificador internacional incluido, y que tiene como objeto un futuro referéndum de autodeterminación en Cataluña.

Menudo país, el nuestro, cuya política exterior, lejos de ser de Estado, se ha convertido en apenas semanas, por obra y gracia de quien preside el Gobierno, en un espectáculo abyecto y bochornoso.


¿Una política de Estado?

    29 de noviembre de 2023
Parece que la legislatura que arranca va a ser de alto perfil político. Antes incluso de que Pedro Sánchez lo proclamara en su alocución del lunes al dar a conocer la alineación del flamante ejecutivo, sus voceros monclovitas ya deslizaban que esta sería una de las principales novedades del nuevo gobierno. (La otra, la reducción de carteras, debe de haber quedado para mejor ocasión.) Es verdad que una cosa es la legislatura y otra el gobierno. Pero, aun así, tratándose como se trata de un gabinete en que el ministro de la Presidencia lo es a su vez de Relaciones con las Cortes y de Justicia, convendrán conmigo en que ya son ganas intentar separar los poderes. Tanto más cuando resulta que el nuevo letrado mayor del Congreso que ha dado vía libre a la ley de amnistía procede de la órbita gubernamental y cuando la Mesa de la Cámara ha tomado la decisión de postergar hasta el 13 de diciembre la primera sesión de control al Gobierno. Un tres en uno donde el uno, por si hay que precisarlo, es el poder ejecutivo presidido por Pedro Sánchez.

Yo no sé, la verdad, qué significa “alto perfil político”. Supongo que perfil político se contrapone a perfil técnico del mismo modo que ministro con carné del partido se contrapone a ministro carente de él –pero no de una manifiesta afinidad partidista, claro– y cuyo mayor atributo es su condición de experto en un área determinada. ¿Y “alto”? Bueno, al margen del énfasis con que cualquier político acostumbra a vender su mercancía, no hay duda de que el adjetivo alude a un presunto acrecentamiento. O sea, más político de lo que ya era el ejecutivo anterior. Cualquiera que eche una ojeada a los ministros presentes y los compare con los que han estado en funciones hasta anteayer mismo verá que no existen grandes diferencias, por no decir ninguna, en cuanto al peso de lo político en relación con lo técnico. Y en lo relativo al voltaje de los supuestamente políticos, los exégetas del sanchismo sostienen que, además de Félix Bolaños –a quien sólo falta, en puridad, el marbete de ministro de Relaciones con el Separatismo–, se concreta, de un lado, en el ascenso de la vicesecretaria general del PSOE María Jesús Montero de la cartera de Hacienda a –sin perder la cartera– la cuarta vicepresidencia del Gobierno, y, de otro, en la asunción por parte de la portavoz de la formación y actual ministra de Educación Pilar Alegría de las competencias de Deporte y de la propia portavocía del Gobierno. Así las cosas, la aleación entre el partido y el ejecutivo ha sufrido un incremento notorio. Y ello, sin duda alguna, para fomentar un frentismo basado en la satanización del enemigo, o sea, la derecha entera, con aquel viejo eslogan socialista del “si tú te vas, ellos vuelven” como única bandera.

Permítanme, sin embargo, aludir a otra característica del nuevo Gobierno que lo vuelve también mucho más político –entiéndase, mucho más sectario– que el que lo ha precedido. El flamante Ministerio de Infancia y Juventud y el perfil de su titular, Sira Rego, una comunista convencida –su defensa cerrada de Lenin en los debates públicos lo atestigua– hija de padre palestino y defensora de Hamás –el mismo 7 de octubre justificaba los atentados terroristas y días más tarde, en su condición de eurodiputada, votaba en contra de la condena de la masacre por parte del Parlamento Europeo–, van mucho más allá, en su trascendencia, de la que se derivaría de la simple creación de un ministerio con esas competencias. El Ministerio de Infancia y Juventud –de donde quizá salga algún día una nueva propuesta, aunque esta vez desde el Gobierno, para ampliar el derecho al voto hasta los dieciséis años– hay que ponerlo en correlación con el de Educación, de cuya titular ya conocemos los atributos, si así puede llamárseles, y con el de Ciencia y Universidades, a cuyo frente se halla Diana Morant, la socialista que el día de la Constitución de las Cortes Valencianas, el pasado 26 de junio, arengó puño en alto a las feministas que protestaban a las puertas de la institución porque la presidencia de la Cámara iba a ser ocupada por una diputada de Vox.

Dicha continuidad desde la más tierna infancia hasta el término de la educación superior, en lo que a ideario se refiere, constituye también una expresión del “alto perfil político” a que aludía el presidente Sánchez. Una ley educativa que ya casi ha vaciado por completo de conocimiento los currículos de la enseñanza obligatoria y postobligatoria para irlos llenando de pedagogismo e ideología, y el refuerzo de la figura de Alegría y los nombramientos de Rego y Morant –al que podríamos añadir en Cultura el de Ernest Urtasun, que compartió con Rego en el Parlamento Europeo su voto negativo a la condena de Hamás– no permiten augurar, dados los antecedentes de todos ellos, sino la aceleración del proceso de degradación de la educación de este país. O sea, la degradación misma del país. Pues este y no otro es el objetivo de quien hoy preside el Gobierno y está dispuesto a todo con tal de conservar el poder.


Un gobierno de "alto perfil político"

    22 de noviembre de 2023
Este mediodía empieza en el Congreso de los Diputados el debate de investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno. A juzgar por quienes han confirmado su apoyo al candidato, Sánchez contará mañana, tras el recuento de los votos, con 179 síes. No existirá pues otra emoción, en lo que respecta al resultado, que la derivada de un posible yerro a la hora de apretar el botón. Aun así, incluso en tal supuesto el candidato dispone de un colchón más que suficiente para que no salte la sorpresa.

Porque lo que no habrá es ningún diputado que cambie de parecer tras haberle dado unas cuantas vueltas a la trascendencia de su voto. Ninguno va a plantearse lo que supondrá para el Estado de derecho y la consiguiente separación de poderes la aprobación de una proposición de ley como la de amnistía; el alcance que tendrá para la financiación del resto de las comunidades autónomas de régimen común la condonación parcial de la deuda al Gobierno de la Generalidad catalana, o los traspasos de distinta naturaleza acordados sobre todo con los nacionalismos catalanes y vascos –por no hablar, claro está, de ese apoyo de EH-Bildu a la investidura “a cambio de nada”, tras el que se esconden muy probablemente medidas relacionadas con los presos de ETA–.

Los diputados de los partidos nacionalistas no van a plantearse nada de esto como no sea para frotarse los ojos de incredulidad y contento. Al fin y al cabo, son ellos los grandes beneficiarios de lo acordado. Sus demandas han sido atendidas casi por completo, sin apenas regateo, y pueden alardear ante los suyos del botín obtenido y de seguir troceando España a fuego lento –y enfrentando de paso a los españoles entre sí–. En cuanto a los de Sumar, esa muleta chavista de la que se sirve Pedro Sánchez para sus fines y que reúne a lo más florido de la izquierda identitaria, ¿qué más les da a sus componentes el engorde del separatismo? Siempre se han mostrado muy comprensivos con sus propósitos y, si no fuera por la necesidad de contar con un espacio propio, es decir, con unas ubres de dinero público que les amamanten, seguro que muchos de ellos ya formarían parte de sus filas.

Caso distinto es el de los diputados del PSOE. O debería serlo al menos, atendiendo a su filiación socialdemócrata y a su viejo respeto por la Constitución y el Estado de derecho. Pero de los 121 que integran el grupo y que amparan esa proposición de ley de amnistía, ninguno va a abstenerse o a votar en contra mañana. Ninguno hará lo que Pedro Bofill, exdirector de El Socialista, les pedía hace unos días en una entrevista en El Español: votar en conciencia y rechazar de este modo la amnistía. Aunque nadie podría impedirles hacerlo, tienen todos y cada uno la voluntad comprada. De su obediencia ciega al partido –o, si lo prefieren, al dictado del líder– depende su futuro político, lo que muy a menudo es también su futuro económico. Y eso que existe un precedente en el propio PSOE del voto en conciencia. En octubre de 2016, quince diputados del Grupo Parlamentario se negaron a secundar la decisión de la Gestora de abstenerse, tras el rocambolesco Comité Federal que descabalgó a Sánchez de la secretaría general. Para justificar su voto en conciencia, su no al candidato del PP, adujeron que se habían presentado a las elecciones con el compromiso de no hacer presidente a Mariano Rajoy.

Pero hay otro factor de cohesión del grupo parlamentario que no se daba hace siete años –o no con semejante intensidad, al menos– y sí se da en estos momentos: el meramente ideológico. El odio visceral a la derecha. A la derecha como un todo –si se exceptúa, claro, la blanqueada por el nacionalismo–, una derecha a la que hay que odiar y combatir por principio, recurriendo, si cabe, a falsear la realidad pasada y presente, en una lucha que se ha convertido ya, a estas alturas, en la única razón de ser del PSOE. Y, para muestra, lo que va de ayer a hoy. Si entonces una quincena de diputados alegaron que votaban en conciencia para no traicionar el programa con que el partido había concurrido a las elecciones, ahora, aun cuando el partido hubiera proclamado a los cuatro vientos antes del 23 de julio que no habría amnistía, ya ven dónde estamos. Prietas las filas y con la conciencia por los suelos. Ya lo advirtió Jean-François Revel a comienzos de siglo: “La ideología es una máquina de rechazar los hechos siempre que estos puedan obligarla a cualquier modificación. Sirve también para inventarlos, siempre que estas invenciones sean necesarias para perseverar en el error”.


Votar en conciencia

    15 de noviembre de 2023
Comprendo el desasosiego de tantos y tantos ciudadanos ante la situación política presente. Es más, lo comparto plenamente. Que el Gobierno de España en funciones, el gobierno que a todos representa, nos guste o no, depare cada día de forma directa o por vía interpuesta un espectáculo tan grotesco, vergonzoso y humillante, resulta difícil de soportar. Los últimos movimientos para lograr la investidura del candidato Sánchez están mucho más cerca del esperpento que de lo que cabría esperar de una negociación mínimamente formal, lo cual añade, si cabe, aún mayor gravedad al momento. Súmese a lo anterior, en el orden de lo esperpéntico, la rusticidad en las formas y la carencia de luces de la tercera autoridad del Estado, la socialista mallorquina que preside el Congreso de los Diputados, y se entenderá el grado de bochorno exhibido por quienes hoy nos gobiernan y representan. 

En cuantas ocasiones el actual secretario general del PSOE ha alcanzado la presidencia del gobierno, lo ha hecho a costa de ir cediendo a las exigencias de la izquierda radical y los nacionalismos en sus respectivas locuras identitarias. Vistas en perspectiva, esas cesiones han seguido una progresión más geométrica que aritmética. A medida que Sánchez ha ido necesitando sus votos –no sólo ya para su investidura; también para aprobar los presupuestos y las distintas leyes, algunas tan trascendentes como la enésima de educación, la mal llamada de memoria democrática o las no menos mal llamadas de libertad sexual–, los cachos de legalidad a los que ha ido renunciando el Gobierno del Estado en beneficio de los intereses espurios y privativos de determinados colectivos minoritarios se han multiplicado. Pero, aun así, lo vivido estos días no tiene precedentes.

Habrán visto seguramente esa pequeña maravilla cinematográfica de los Hermanos Marx titulada Una noche en la ópera. De ser así, seguro que recuerdan la famosa escena del camarote. Justo antes de que en este se vayan amontonando toda clase de personajes, Groucho, de pie en el pasillo, llama al camarero y le indica qué desea para cenar: “Dos huevos fritos, dos revueltos, dos pasados por agua, dos en tortilla…” De pronto, se oye a Chico –que viaja, lo mismo que Harpo, escondido en el compartimento– exclamar: “¡Y también dos huevos duros!”. Groucho se lo repite al camarero, que va tomando nota, y entonces resuena un trompetazo de Harpo, lo cual lleva a Groucho a rectificar y a decirle al camarero: “En vez de dos pon tres”. La escena, lejos de terminar ahí, se va alargando con nuevas peticiones y nuevos trompetazos, como si no fuera a tener fin.

Ese gag se ajusta de modo bastante certero a la imagen que están trasladando las negociaciones de los independentistas de Junts y ERC con el PSOE, o sea, a las exigencias de todo tipo a que los primeros someten al segundo para lograr sus fines y a las renuncias de todo tipo a que el segundo está dispuesto para conseguir su objetivo. Con la diferencia, claro, de que aquí no estamos ante ninguna ficción. Al igual que el camarero de la película, lo mismo el secretario de Organización socialista Cerdán con Puigdemont que el ministro de la Presidencia Bolaños con Junqueras se limitan a ir tomando nota de lo que sus interlocutores les exigen y a concederlo, ya sea la amnistía –queda por ver si total o parcial–, la oficialidad de las lenguas cooficiales –de momento sólo en el Congreso–, las condonaciones de deuda pública o el traspaso a la Generalidad catalana de la red territorial de Cercanías. Pero Puigdemont y Junqueras, aparte de laminar el Estado del que aspiran a separarse, también compiten entre sí. Por una cuestión de huevos. Quien logre más que el otro y sea capaz de venderlo como un éxito entre los votantes de la región tendrá muchos puntos para ser, en 2025 o antes, el nuevo presidente de la Generalidad.

Pero, por suerte, las recientes actuaciones del CGPJ y de los jueces de la Audiencia Nacional demuestran que el Poder Judicial no está dispuesto a dar su brazo a torcer en defensa del imperio de la ley por muchas interferencias que reciba por parte de los demás poderes. Ni tampoco los ciudadanos que se manifiestan en las calles y allí donde haga falta en defensa de la igualdad y la libertad del conjunto de los españoles. Ni lo está, por supuesto, la Corona en su empeño por preservar la continuidad de nuestro Estado de derecho, encarnado desde 1978 en la Constitución que la heredera del trono acaba precisamente de jurar.


Y también dos huevos duros

    8 de noviembre de 2023
La presidenta del Gobierno Balear, Marga Prohens, ha asegurado que tanto el Estatuto de Autonomía como la propia legislación educativa “no permiten que haya segregación” en la enseñanza. Lleva razón. Segregar es marginar, relegar, perjudicar. Es decir, apartar con fines lesivos a una persona o a un grupo de personas del resto. Y en ningún renglón legal se prescribe que alguien pueda o deba sufrir un castigo de esta índole por motivos que no sean los estrictamente disciplinarios. Prohens también ha afirmado que, a ella en particular, el término segregación no le gusta, y menos para referirse a la lengua. Ocurre, sin embargo, que este es el término acuñado por la oposición social-nacionalista balear para referirse, tras posponerle el adjetivo lingüística, a eso que otros denominan libre elección de lengua. Y el término que replican los medios de comunicación públicos y subvencionados; los miembros más ideologizados del lobby educativo, tanto si pertenecen al profesorado o al alumnado como a los padres de alumnos; las entidades o asociaciones que viven del fomento de las llamadas “lengua y cultura” propias y del dinero público; y, en fin, a poco que se despisten, algunos concejales y diputados del mismísimo Partido Popular. Sólo los de Vox están curados de espanto y reivindican la libre elección de lengua, aunque tampoco sepan muy bien cómo llevarla a la práctica en el sistema educativo insular.

Hace un par de semanas, lo recordarán sin duda, el Parlamento autonómico no pudo aprobar el techo de gasto para el próximo ejercicio al negarle Vox al PP los escaños que precisaba para ello. El motivo no eran los grandes números, por descontado, sino las discrepancias entre las dos formaciones con respecto al ritmo de aplicación de la libre elección de lengua en la enseñanza pública. Cuando ambas firmaron a finales de junio el acuerdo de gobierno, se comprometieron a garantizar el derecho a elegir libremente la primera lengua de escolarización y a extenderlo a “todas las etapas educativas antes de acabar la legislatura, sin excluir ninguna de las lenguas cooficiales”. Lo que no fijaron fue el ritmo de aplicación. Y el PP, que es quien gobierna, lo quiere lento y gradual, con un calendario lo más inconcreto posible, mientras que Vox aspira a que sea justo lo contrario. En todo caso, el punto de encuentro debe producirse de un modo u otro esta misma semana, para que en la siguiente pueda aprobarse el techo de gasto y antes de fin de año los presupuestos. Y para que, por primera vez, una de las comunidades autónomas donde los gobiernos de izquierda y nacionalistas han impuesto un modelo de inmersión lingüística disponga de una planificación plausible para revertir dicho modelo y para que los ciudadanos que en ella residen empiecen a tener garantizado su derecho a la libre elección de lengua.

Que no resultará fácil, sobra añadirlo. Baste indicar que las fuerzas de choque opositoras ya velan sus armas, prestas a salir a la calle para defender lo que consideran su coto privado: la educación y su forma de concebirla. Con todo, el episodio no sólo debería servir para que el centro derecha insular, tras ganar limpia y holgadamente las elecciones autonómicas, ejerza el derecho a aplicar lo que las formaciones que lo componen llevaban en sus programas respectivos y acordaron en el acuerdo de gobierno que suscribieron, sino también para combatir la falacia en que se asienta el concepto de segregación lingüística. Para que exista segregación, tendría que darse previamente un conjunto, un todo, al que se priva de una parte, lo que no es ni puede ser el caso. A nadie se le ocurriría decir que los alumnos de un centro están segregados con respecto a los de otro centro simplemente porque no caben todos en el mismo centro. Tampoco que lo están los de un determinado nivel, porque el exceso de alumnado ha obligado al centro a dividir los de una misma edad en más de un grupo. Que el derecho a la libre elección lleve a crear más de una línea, una con la lengua oficial como primera lengua y la cooficial como segunda y otra en que la prelación sea la inversa no atenta contra derecho alguno; al contrario, garantiza el de los padres a escoger la fórmula que más les convenga. Lo que sí conlleva es una complicación organizativa y una partida presupuestaria mucho mayores para la Administración. Pero para eso está la Administración, ¿no?

En realidad, para hablar de segregación como hacen la izquierda y el nacionalismo tiene que haber habido con anterioridad imposición. Y no la del franquismo, como sostienen sus voceros, sino la que ellos mismos han practicado en plena democracia con la inmersión lingüística obligatoria en la lengua cooficial correspondiente. Visto así, no hay duda de que su tan cacareada segregación no es más que un bendito ejercicio de libertad.

La palabra educación ha sufrido a lo largo del último medio siglo, año más, año menos, un progresivo desplazamiento semántico del ámbito familiar, que le era propio, al escolar. En paralelo, lo que era característico de la escuela, la enseñanza, entendida como la entendía Rafael Sánchez Ferlosio –o sea, como el proceso de adaptación de los estudiantes “a las impersonales condiciones de los conocimientos” y no de los conocimientos “a las idiosincrasias o condiciones personales de los estudiantes”–, ha ido diluyéndose, cuando no desapareciendo, en los programas de las asignaturas, en beneficio de un sinfín de aderezos pedagógicos presuntamente formativos. Lo que los padres han desistido en buena medida de hacer por convicción, comodidad o imposibilidad, es decir, educar a sus hijos en casa, lo hace hoy en día la escuela mediante una labor de suplencia que está produciendo ya sus efectos. En los hijos, claro, pero también en los padres.

Los movimientos de renovación pedagógica que han girado como un calcetín la enseñanza pública de este país emulando en el procedimiento a sus homólogos del otro lado de los Pirineos –a quienes Jean-François Revel acusaba ya en 1988 de traicionar el oficio confundiendo la enseñanza con el adoctrinamiento– se han cebado en particular en el principio de jerarquía. El que se establecía entre profesores de secundaria y maestros atendiendo a la titulación acreditada; el que regía entre los propios estudiantes mediante las calificaciones numéricas o el requisito de aprobar para promocionar de curso, y, en fin, el que se daba en las relaciones en el aula entre el enseñante y sus alumnos, reflejado en los tratamientos utilizados –del usted al tú– y en el respeto en general. El igualitarismo, tan caro a la ideología izquierdista que subyace en estos movimientos, ha tendido a minar la autoridad de la figura del profesor, privada del reconocimiento y el prestigio que confiere ser depositario de un saber que los alumnos deben adquirir.

Pero ese vacío en el área de los contenidos ha sido rellenado con otros materiales. Aparte de los meramente pedagógicos, a los que ya he aludido, están los relacionados con el adoctrinamiento. Por supuesto, en aquellas partes de España donde gobierna el nacionalismo, con el adoctrinamiento de corte esencialista: fomento de la lengua, la cultura y la historia privativas y rechazo, tergiversación u olvido de cuanto nos une como españoles, empezando por la lengua. Los libros de texto al uso, en especial en secundaria y bachillerato, dan fe de ello. Y no digamos ya el entorno de tantos centros docentes, con sus actividades extraescolares debidamente escogidas y las movilizaciones emprendidas cada vez que desde instancias superiores, políticas o educativas, han tocado a rebato.

Con todo, existe una modalidad de adoctrinamiento a la que no se suele prestar tanta atención y que afecta a todos los ciudadanos por igual, residan donde residan del territorio. Me refiero a la que guarda relación con eso que llaman el desarrollo sostenible o, si lo prefieren, la Agenda 2030. Su proyección en el ámbito escolar desde la más tierna infancia y su posterior implementación a lo largo de las distintas etapas educativas va mucho más allá de las cuatro paredes del aula. El niño y el adolescente trasladan esas inquietudes, como es lógico, al ámbito familiar. Lo cual no tiene por qué ser malo. Que sus padres tengan acceso a dicha información mediante los medios de comunicación o las campañas promovidas por la Administración o que les llegue a través de aquello que los propios hijos han aprendido y asimilado en la escuela o el instituto debería ser, en principio, lo de menos. Pero no es así. Porque en el caso de los hijos los consejos y pautas en cuestiones de salud, de alimentación, de consumo, de energía o de medio ambiente tienen un cariz más imperativo en la medida en que se transmiten debidamente aliñados por la palabra del maestro. No es sólo una opinión lo que les trasladan; son casi unas tablas de la ley.

Ese sesgo, a la larga, no influye únicamente en la educación de los jóvenes. También en la de sus progenitores. Los padres, caso de discrepar, tenderán a buscar puntos de encuentro con sus vástagos. Al fin y al cabo, hay que convivir. Y, si es preciso, se dejarán convencer de que merece la pena hacer esto y dejar de hacer aquello por el bien y la salvaguarda del planeta, por más que abriguen serias dudas sobre su eficacia o incluso sobre la razón de ser de la medida. Ellos ya no educan a sus hijos como antes. Lo hace la escuela en su lugar. Y en casa son cada vez más los hijos quienes reeducan, para bien o para mal, a sus padres. 

La reeducación familiar

    25 de octubre de 2023
Se preguntaba aquí Antonio Caño este lunes por la sonrisa del presidente del Gobierno en su posado con los dirigentes de Bildu y, en concreto, con su portavoz en el Congreso, Mertxe Aizpurúa. Le parecía, con toda la razón, que ya que sus intereses particulares y de partido le habían llevado a reunirse con los herederos de ETA –la propia Aizpurúa fue condenada en 1984 por hacer apología de la banda terrorista–, lo mínimo que podía exigírsele era cierta contención, un gesto “serio y circunspecto”, dada la identidad de quien le acompañaba en la foto. Pero nada, ni por esas. La sonrisa de Pedro Sánchez era tan franca para su interlocutora como hiriente para cuantos españoles han defendido a lo largo de cerca de medio siglo el Estado de derecho y las libertades en él consagradas, y, en especial, para la memoria de quienes han sido víctimas, en un grado u otro, de la violencia de ETA.

En Salir de la noche (Libros del Asteroide, 2023) Mario Calabresi, hijo de un comisario de policía asesinado en Milán en 1972 por militantes de la organización de extrema izquierda Lotta Continua, narra lo que fueron aquellos años de plomo en Italia y, en particular, lo que fue para él y su familia, al tiempo que para otros familiares de víctimas del terrorismo, conllevar en lo sucesivo aquel duelo. “Hay que empezar por las víctimas –escribe–, por su memoria y por su necesidad de llegar a la verdad. ‘Hacerse cargo’ es la expresión clave. Hacerse cargo de las peticiones de justicia, de asistencia, de ayuda y de sensibilidad”. Y emplaza en dicha tarea no sólo a las instituciones y los políticos, sino también a los medios de comunicación y a la sociedad civil. Calabresi también reproduce en el libro, a modo de pauta moral y cívica, las palabras de 2007 de Giorgio Napolitano, entonces presidente de la República Italiana: “La legítima reintegración en la sociedad de los culpables de actos de terrorismo que hayan saldado sus deudas con la justicia debería traducirse en el reconocimiento explícito de la injustificable naturaleza criminal del ataque terrorista contra el Estado y sus representantes y servidores, y debería ir acompañada por conductas públicas inspiradas en la máxima discreción y mesura”.

Sobra añadir, creo, que para cualquier lector español de Salir de la noche resulta imposible eludir la asociación de lo narrado en el libro con lo que supuso en aquella misma época y hasta hace algo más de una década el terrorismo de ETA y con lo que siguen suponiendo hoy en día sus secuelas para sus víctimas, familiares y allegados. Unas secuelas que incluyen la impunidad con que sus herederos, encuadrados en EH Bildu, actúan en el País Vasco. Dejemos a un lado los múltiples ongietorri dispensados en los últimos años a los presos etarras tras salir de la cárcel y ciñámonos a lo más reciente. El pasado 6 de octubre, como sin duda conocen, la tumba de Fernando Buesa en el cementerio de Vitoria fue profanada con pintura y heces. Pues bien, el ultraje a la memoria del dirigente socialista alavés asesinado por la banda terrorista en 2000 junto a su escolta mereció una declaración institucional de condena suscrita por todos los grupos políticos representados actualmente en el Ayuntamiento de Vitoria, excepto Bildu. Esa negativa fue compensada en parte por el rechazo al atentado expresado por Arnaldo Otegi, pero evidenció a su vez que las juventudes de Bildu, tal y como advirtió Mikel Buesa al día siguiente en la Cope, campan a sus anchas y sin control alguno por el País Vasco, necesitadas como están de violencia.

Todo ello no constituiría mayor sorpresa –no es la primera vez que la tumba de Fernando Buesa es profanada, recordaba su hermano Mikel–, si no fuera por lo que significan la foto y la sonrisa a las que aludíamos al principio. Había transcurrido justo una semana desde el ultraje en el cementerio vitoriano a la memoria de un correligionario del presidente Sánchez, pero ello no le impidió posar con los herederos de los asesinos del dirigente vasco a fin de allanar un acuerdo de investidura que le garantice su permanencia en el poder. Y encima, sonriendo.

Memorias profanadas

    18 de octubre de 2023
“El nuevo antisemitismo (…) adopta la apariencia de antisionismo de izquierda. (…). El antisionismo parte de una premisa explícita: el sionismo es una forma de racismo. Tal es el principio que adquirió consistencia dogmática en el sínodo progresista de Durban y que, con carácter de axioma, fundamenta la lógica persecutoria que, una vez probada en el laboratorio francés, se exporta a todos los rincones de Europa por medio de los movimientos antisistema. La ecuación sionismo = racismo, con todo, no es europea en origen, sino árabe. El hecho de que buena parte de la izquierda europea se la haya apropiado admite, por supuesto, una serie de explicaciones parciales: la obsesión de las vanguardias europeístas por desprenderse de un pasado nacionalista, imperialista y racista y la correlativa denegación de la singularidad del Holocausto; el antiamericanismo de las izquierdas europeas en general y de la derecha francesa en particular, que se proyecta fatalmente sobre Israel, o un tercermundismo estúpido traducido en autodenigración masoquista (…). Pero, más allá de estos factores, todos ellos alarmantes, la asimilación del antisionismo árabe constituye un índice inequívoco de la islamización de la izquierda occidental, huérfana de las distintas ideologías colectivistas emanadas del marxismo, y que encuentra ahora en el islam un trasunto vivo del ideal comunista.”

Estas palabras de Jon Juaristi, pertenecientes al arranque del prólogo que escribió para la versión española del ensayo de Alain Finkielkraut Au nom de l’autre (En el nombre del otro, Seix Barral, 2005), deberían bastar para entender la reacción de la izquierda española ante la bárbara razia perpetrada el pasado sábado por Hamás contra la población civil israelí. Es verdad que la respuesta no ha sido monocorde. No todas las fuerzas políticas de izquierda han reaccionado igual, no todos los dirigentes de cada una de ellas han coincidido entre sí, no todos han mantenido con el paso de las horas el mismo criterio. Así, por ceñirnos a los miembros del Ejecutivo, resulta llamativo el contraste entre, de una parte, la evasiva inicial del presidente Sánchez y las declaraciones del ministro Albares calificando sin ambages lo sucedido de “terrorismo” y, de otra, el mensaje de la vicepresidenta Díaz parapetándose tras la acostumbrada equidistancia de la “solidaridad con todas las víctimas”. Claro que, al tiempo, fuentes del propio Ministerio de Exteriores se han referido al “ataque de Gaza a Israel”, mediante una equiparación que confiere rango de Estado al territorio palestino controlado por Hamás y contribuye de paso a disolver, o como mínimo atenuar, el carácter terrorista de la acción. (También el diario El País ha recurrido en su edición digital a una fórmula semejante como epígrafe, “Guerra entre Israel y Gaza”, que deja entrever la misma igualación.)

Por supuesto, quien se sumerja en lo dicho y redicho en las últimas horas por insignes comunistas como Pablo Iglesias, Juan Carlos Monedero o Enrique Santiago podrá comprobar qué niveles de odio y abyección son capaces de alcanzar y propagar nuestros antisemitas particulares. (En el caso de la también comunista Yolanda Díaz su aparente contención se explica tan sólo por el cargo que ocupa, ni que sea en funciones, en el Ejecutivo presidido por Pedro Sánchez.) Sin olvidar, claro, a no pocos opinadores presuntamente expertos en la materia, que se afanan estos días por justificar en los medios de comunicación las acciones terroristas de Hamás como un acto de legítima defensa ante el supuesto “terrorismo de Estado” del Gobierno de Israel. 

Todo ello confirma hasta qué punto sigue vigente lo que Juaristi denunciaba hace cerca de veinte años en su prólogo al libro de Finkielkraut. La islamización de la izquierda occidental, reencarnación, a través del antisionismo árabe, del viejo antisemitismo europeo, es uno más de los ismos que caracterizan a esa izquierda. Hay que poner, pues, el nuevo antisemitismo en el mismo saco identitario que el nacionalismo separatista, el activismo de género o el ecologismo radical. Como ocurre con las demás formas de identitarismo, no faltan las asociaciones, entidades sociales y oenegés dispuestas a abanderar su credo, disfrazado de humanitarismo antirracista, y a recibir de las administraciones públicas –gobernadas en general, aunque no siempre, por la izquierda y los nacionalismos– los recursos económicos necesarios para desarrollar su actividad.

En sus años de alcaldesa de Barcelona Ada Colau destacó en la labor de fomentar y acrecentar dicha política subvencionadora. No es de extrañar que la rematara, poco antes de perder el sillón, con la suspensión temporal de las relaciones institucionales del Ayuntamiento barcelonés con Israel, lo que suponía congelar también el hermanamiento del Consistorio con la institución homóloga de Tel Aviv. Se lo había pedido, adujo, un centenar de asociaciones y entidades de la ciudad en protesta por el “apartheid contra el pueblo palestino” y ella no podía negárselo. Tanto más cuanto las había amamantado ella misma y dependía de sus votos para revalidar la Alcaldía. Y aun así, mira por dónde, terminó quedándose sin ella.

Nuestros antisemitas

    12 de octubre de 2023

El próximo domingo se cumplen seis años, con sus correspondientes domingos, de aquel 8 de octubre de 2017. Las razones por las que un millón de personas desbordaron entonces las calles de Barcelona –el diputado regional Lluís Llach, exudando su contrastada xenofobia, las había bautizado ya la víspera con el expresivo nombre de “buitres”– son las mismas por las que el próximo domingo van a manifestarse en la ciudad decenas o cientos de miles de personas. Menos, en todo caso, que en 2017, entre otros motivos porque este 8 de octubre los socialistas del lugar, fieles a su nacionalismo de cuna y a su vínculo con el PSOE de Sánchez –o sea, al odio segregado contra la derecha–, no van a movilizar a sus partidarios en defensa del Estado de derecho.

Decía que las razones son las mismas y debería haber añadido que la situación política es infinitamente peor. Entonces veníamos, sí, de un intento de golpe de Estado concretado en las llamadas “leyes de desconexión” aprobadas por la mayoría independentista del Parlamento regional y suspendidas al poco por el Tribunal Constitucional, y de un referéndum ilegal de autodeterminación saldado con el fracaso de los convocantes. Pero el martes siguiente el Rey de España se había dirigido a la Nación y, en particular, a cuantos ciudadanos de Cataluña se sentían parte integrante de ella –más del 50% de la población según los sondeos de la época– para mostrarles su apoyo y su cariño y asegurarles, en suma, que no estaban solos. La manifestación de aquel 8 de octubre fue, en definitiva, la expresión multitudinaria de la fortaleza del Estado de derecho y los poderes que lo componen.

Seis años más tarde, esa fortaleza está en entredicho. Quienes salgan a la calle el domingo respondiendo a la convocatoria de Sociedad Civil Catalana y al llamamiento de las distintas entidades cívicas y partidos políticos que la secundan no van a contar con el sostén del poder ejecutivo ni de medio legislativo. En lo que respecta al poder judicial, está por ver qué papel jugará el Constitucional cuando le toque –en el supuesto de que llegue a tocarle– pronunciarse sobre esa amnistía de momento no nata. Lo que tendrán enfrente esos manifestantes, además de a un gobierno autonómico independentista, es a un gobierno del Estado y a una mayoría provisional del Congreso de los Diputados dispuestos a pactar con el independentismo lo que haga falta con tal de que Pedro Sánchez conserve el poder. La primera evidencia de esa sumisión del todo a la parte fue la decisión tomada por la Mesa del Congreso cuando aprobó una modificación del reglamento para que sus señorías pudieran expresarse en lo sucesivo en cualquier lengua cooficial en el ejercicio de sus labores parlamentarias. ¿Cómo no sentirse menospreciado como ciudadano residente en Cataluña –o en Baleares, Comunidad Valenciana o País Vasco– al contrastar esos derechos lingüísticos de los que se ha revestido a sus representantes en la Cámara Baja, cediendo a las exigencias de un prófugo, con la imposibilidad de escolarizar a sus hijos en sus respectivos territorios en la lengua oficial del Estado?

Los manifestantes del próximo 8 de octubre, al igual que los de hace seis años, son “los otros”. Descontando a quienes vayan a desplazarse desde otras partes de España y cuya presencia en la manifestación resulta esencial para poner de relieve que lo que está en juego no es ni puede ser jamás un problema estrictamente catalán, ni menos aún, como pretende el fugado, un problema de “Cataluña con España” y para descartar que una forma de salir del atascadero sea, como sostienen algunos presuntos ilustrados, permitir a los independentistas separar Cataluña del resto de España; descontando, en suma, esa muestra de solidaridad con los catalanes que también son y se sienten españoles, lo importante del domingo son las víctimas de la ignominia, estén o no estén presentes en la manifestación. Me refiero, claro, a los que llevan décadas y décadas aguantando el ninguneo al que les somete el nacionalismo con la complicidad, interesada o indolente, de los sucesivos gobiernos del Estado porque se resisten a abrazar la causa identitaria. Un ninguneo que no se limita al pisoteo de sus derechos lingüísticos en el mundo educativo o en el campo institucional, sino que se extiende a cuantos ámbitos –y su número no para de crecer– han sido colonizados por el nacionalismo.

Por ellos, por esos españoles sin amparo, hay que movilizarse sobre todo el domingo. Para tratar de impedir que una futura amnistía a quienes delinquieron y prometen volver a hacerlo no venga a sumarse a las afrentas ya sufridas y no se sientan, pues, además de cornudos, apaleados. O, como reza el lema de la marcha, para que ni la amnistía ni la autodeterminación sean en su nombre. Ni en el nuestro.


8 de octubre, domingo

    4 de octubre de 2023
Esta investidura que empezó ayer y terminará previsiblemente pasado mañana sin que el candidato haya logrado el propósito de ser investido presidente del Gobierno ha estado marcada desde el principio por la sombra de la bastardía. Desde la misma noche electoral, Pedro Sánchez y sus palmeros, sean estos del propio PSOE o de Sumar, se han entregado –con el comprensible beneplácito de toda la pléyade de nacionalismos peninsulares, siempre prestos a echar una mano al sátrapa a cambio de una buena tajada presupuestaria, competencial o incluso penal– a la tarea de deslegitimar a Alberto Núñez Feijóo como aspirante a presidir el Gobierno de la Nación. Poco ha importado que el PP fuera el 23-J la fuerza política más votada o que el Jefe del Estado hubiera designado a Feijóo para la investidura atendiendo a la costumbre de proponer al ganador de las elecciones y tanto más cuando, según el comunicado emitido el pasado 22 de agosto por la Casa del Rey, “no se ha constatado a día de hoy la existencia de una mayoría suficiente para la investidura que, en su caso, hiciera decaer esa costumbre”. Poco ha importado, decía, porque Sánchez se había investido ya a sí mismo y todo el resto –incluso la palabra de Felipe VI– estaba de más.

De ahí que la actual investidura haya sido calificada por el presidente en funciones y sus huestes de intolerable pérdida de tiempo. Si ya se conoce el desenlace del proceso, o sea, la inexorable victoria final de Sánchez en su afán por perpetuarse en el poder, han venido a decir, ¿a qué retrasarlo de forma absurda con ese amago del candidato popular condenado ineluctablemente al fracaso? Pero dicho lamento era, como todo lo demás, un trampantojo. Porque, en verdad, ese tiempo supuestamente perdido ha sido aprovechado por la mayoría gubernamental en funciones para preparar el terreno de la más que probable segunda investidura. O, si lo prefieren, para empezar a hacer realidad las exigencias que el socio imprescindible de Pedro Sánchez, el prófugo Puigdemont, ha puesto sobre la mesa y quiere ver satisfechas antes de garantizar su apoyo.

Sea como sea, Feijóo salió ayer airoso del envite. Su discurso correspondió al de un candidato a la investidura, aunque esta no vaya a saldarse presumiblemente con el éxito. Lo suyo fue, pues, una inversión de futuro. Mal que le pese a Aitor Esteban, el portavoz del PNV, que reprochaba a Feijóo, cuando este llevaba media hora de discurso, haber convertido su intervención en una moción de censura –opinión refrendada por cierto por Oskar Matute, el portavoz de EH Bildu–, era imposible esbozar un programa de gobierno sin censurar a un tiempo los efectos de los cinco largos años de gobernanza de Sánchez. Porque cuando uno se enfrenta al desmembramiento de un país, a la erosión de sus instituciones, al destrozo de la convivencia entre españoles, su primera obligación, tanto política como moral, es denunciarlo y comprometerse a enmendar esa herencia si logra el propósito de ser investido.

Pero dicha reivindicación de los valores de la Transición por contraste con la política llevada a cabo por quien no ha tenido empacho alguno en irlos pisoteando uno a uno con contumacia no ha sido obstáculo para que el candidato ofreciera también a los españoles a través de sus legítimos representantes las líneas maestras de un programa de gobierno. Por decirlo en términos deportivos, unas reglas del juego enmarcadas por los límites del terreno de juego, que no son otros que los que emanan de la Constitución y se concretan en el imperio de la ley. Unas reglas que garanticen la continuidad democrática, puesta en entredicho por los gobierno de Sánchez, y que preserven los derechos de las personas ante quienes aspiran a anteponerles supuestos derechos territoriales. Entre los pactos de Estado enunciados y sometidos a la consideración de las fuerzas políticas están muchas de las reformas de calado que necesita este país para no volver a caer en el pozo. Sólo es de lamentar que Feijóo no haya mencionado entre esas reformas la de la ley electoral, a la que los dos grandes partidos nacionales han sido siempre, por desgracia, renuentes.

Y como si el discurso del candidato necesitara ser corroborado allí mismo por los hechos, la decisión de Sánchez de designar a Óscar Puente para que diera la réplica a Feijóo en nombre del Partido Socialista constituyó un reflejo elocuente de la falta de respeto, el desprecio y el endiosamiento de quien no atiende ni atenderá jamás a razones pues se cree por encima de bien y del mal.

Una investidura de futuro

    27 de septiembre de 2023
Para apreciar en su justa medida la naturaleza de los acuerdos de Pedro Sánchez con el nacionalismo catalán, desde su versión más vaporosa hasta la abiertamente montaraz, no basta con apelar a la arrogancia del personaje, a su absoluta falta de escrúpulos, a su desprecio del Estado de derecho o a su patológico apego al poder. Hay que detenerse también en el PSC. O sea, en el socialismo catalán.

Tal y como recuerda el documento “Para un fortalecimiento de las relaciones PSOE-PSC”, suscrito en julio de 2021 por ambos partidos, “el socialismo en Cataluña se expresa y se articula desde entonces [1978] a través del PSC, y éste y el PSOE se relacionan de manera federal y fraternal para la consecución de los objetivos sociales y electorales compartidos”. En estos cuarentaicinco años de relación “federal y fraternal” ha habido los inevitables altibajos, pero no hay duda de que el balance ha sido para unos y otros más que satisfactorio. Números cantan. Los más recientes, los logrados en Cataluña por el PSC-PSOE en las últimas elecciones generales y que permiten hoy a Sánchez alimentar la esperanza de seguir siendo presidente del Gobierno, sobre todo tras la constitución de la Mesa del Congreso y la mayoría parlamentaria que se sigue de ella. Los más lejanos, aquel 45% del voto emitido en Cataluña en las generales de 1982, las de la histórica mayoría absoluta de Felipe González, un resultado sólo igualado en la serie porcentual por el obtenido en las de 2008, cuando José Luis Rodríguez Zapatero revalidó su presidencia.

Pero la pareja de hecho formada por ambos partidos remite asimismo a la singularidad catalana. Se da también en el PSUC del antifranquismo y la Transición en su relación con el PCE y, más adelante, en la de Iniciativa per Catalunya con Izquierda Unida. Una especie de juntos pero no revueltos donde la subordinación del pequeño al mayor por aquello de la jerarquía fraterna tiene como contrapeso la tolerancia del mayor hacia los caprichos federales y los prontos sentimentales del pequeño. Para hacerse cargo de ello conviene recular en el tiempo. Un siglo, por lo menos.

Tanto PSC como PSUC tienen un origen común, la Unió Socialista de Catalunya (USC). La USC nació en 1923, meses antes del pronunciamiento del general Primo de Rivera, y lo hizo como una escisión de la Federación Catalana del PSOE. Una escisión cuya razón de ser era un catalanismo que no encontraba su encaje en el partido fundado por Pablo Iglesias. (Recuérdese al respecto que el término “catalanismo” en aquellos años no había sufrido aún el blanqueo eufemístico que lo situaría en el futuro en la franja más moderada del nacionalismo catalán; catalanismo entonces era sinónimo de separatismo.) La USC, pues, aunaba socialismo y separatismo, haciendo suyo el derecho a la autodeterminación de los pueblos emanado del Tratado de Versalles, como si Cataluña fuera uno más de los pecios nacionales surgidos del naufragio del Imperio Austrohúngaro. Que el PSC denomine Consell Nacional lo que en el PSOE es el Comité Federal no puede disociarse, pues, de esos precedentes.

Unos precedentes que incluyen también el hecho de que durante la Segunda República los representantes de la USC se integraran sin reparo alguno en las listas electorales de la ERC de Macià, Companys y compañía. O sea, allí donde desfilaban las verdes milicias de Estat Català. Algo que no sucedió, en cambio, con la Federación Catalana del PSOE, excepto cuando la integración en el Frente Popular se convirtió en un imperativo para toda la izquierda. En los primeros días de la guerra civil, una parte notable de la USC acabaría convergiendo, tras meses de negociaciones, con otras formaciones afines –entre ellas, la propia Federación Catalana del PSOE– para fundar el PSUC, el partido de los comunistas catalanes.

El reencuentro entre las familias socialistas lo propició el antifranquismo y se consumó en plena Transición. El PSC (Partido de los Socialistas de Cataluña) nació en el verano de 1978 de la confluencia de tres fuerzas políticas: dos eran herederas de aquel socialismo separatista de los años republicanos; la tercera volvía a ser la Federación Catalana del PSOE, que esta vez –el espíritu de la Transición, concretado en la necesidad de compensar al nacionalismo por las privaciones de la dictadura, pesó lo suyo– no fue un cuerpo ajeno e independiente, con personalidad propia, sino uno destinado a diluirse, más pronto que tarde, en la piscifactoría del nacionalismo catalán. Basta con echar una ojeada a los nombres de los primeros dirigentes del PSC –los Reventós, Obiols, Serra, Maragall, Nadal, etc.–, pertenecientes todos a la burguesía catalana más acomodada, para convencerse de que el rastro de los abnegados representantes del PSOE no había que buscarlo en las alturas del partido. Y cuando a comienzos de siglo llegó por fin la hora de los Montilla, Zaragoza y demás, ya nada los distinguía, en su asunción del nacionalismo, de sus antecesores.

Muy a menudo, al hablar del socialismo catalán se recurre a la metáfora de las dos almas, la catalanista y la españolista. No hay tal. Ni creo que lo haya habido nunca. El PSC ha sido desde sus orígenes una emulsión hecha de grandes dosis de nacionalismo más o menos tibio y de –como mucho– unas gotitas de españolismo aromático. En las últimas décadas no ha mudado de piel, como algunos se empeñan en sostener para explicar su conducta. Los pactos que ha establecido con ERC entroncan con su pedigrí más remoto. Su nacionalismo, pues, no es sobrevenido, no surge con la llegada de Pasqual Maragall a la presidencia de la Generalidad ni con la de José Luis Rodríguez Zapatero a la secretaría general del PSOE y a la presidencia del Gobierno. Simplemente se manifiesta ya sin complejos, atento sólo a la conquista del poder y a su conservación.

El que sí ha mudado de piel es el PSOE, hasta el punto de llegar a pactar con toda clase de nacionalismos, sin importarle para nada si son de derechas o de izquierdas y sin descartar siquiera a aquellos cuyo principal objetivo es destruir lo que simboliza esa “E” que todavía figura en las siglas del partido. Pero como de ello tienen cumplida cuenta a diario en estas mismas páginas, me van a permitir que les ahorre detalles y termine aquí esta Tercera.

La piel del PSC

    25 de septiembre de 2023
Entre los defensores de la amnistía que viene no todo son yolandas. Junto a quienes relativizan lo que representó en la historia de España la amnistía –la excepcionalidad del término se refleja precisamente en su uso antonomástico a lo largo de los últimos 45 años– añadiéndole, al modo de la vicepresidenta segunda del Gobierno, otras amnistías posibles, incluso alguna gestualmente entrecomillada; junto a estos están los broncos, los de la brocha gorda, los que no se andan con contemplaciones a la hora de denostarla. Y no me refiero a los que hablaban no hace tanto del “régimen del 78” –la propia Yolanda Díaz, sin ir más lejos, antes de su reencarnación ministerial, o los Pablo Iglesias, Irene Montero y Juan Carlos Monedero–, sino a personajes como Patxi López, actual portavoz –habrá que ver en qué lengua– del Grupo Parlamentario Socialista en el Congreso.

López participó el pasado sábado en Asturias en un acto en recuerdo de las víctimas del franquismo y afirmó, furibundo: “Estos furibundos contra la hipotética amnistía resulta que aplaudieron con las orejas la amnistía del 77, que perdonó por igual a los defensores de la democracia que a los que la pisotearon”. Esperar algo de finura de Patxi López –esa némesis de Nicolás Redondo Terreros en el PSE-PSOE que abandonó la carrera de Ingeniería Industrial para dedicarse en cuerpo y alma a la de Fontanería Política, donde, a la vista está, se ha graduado con éxito– es esperar mucho. Pero, más allá de las formas, sus palabras suponen un vuelco radical en la postura del Partido Socialista. Ya no se trata de relativizar la amnistía, siguiendo los pasos de la líder de Sumar, sino de negarle cualquier valor. La amnistía de octubre de 1977, al igual que la ley de Reforma Política de diciembre de 1976 que posibilitó la celebración en junio de 1977 las primeras elecciones democráticas después de la dictadura y el inicio del proceso constituyente, es una pieza más, y no menor, del engranaje de la Transición. Sin amnistía no habría habido democracia en España. Era una condición sine qua non para empezar un tiempo nuevo, presidido por la voluntad de superar un pasado de enfrentamiento civil.

Pero no hay duda de que para López –siguiendo en esto la senda marcada por el presidente Sánchez y el expresidente Rodríguez Zapatero– ese tiempo y el espíritu que lo alumbró carecen ya de toda vigencia. Sus palabras del sábado lo evidencian. Afirmar que los “furibundos contra la hipotética amnistía (…) aplaudieron con las orejas la amnistía del 77” equivale a reconocer que aquella generación de políticos, entre los que destacaban los del propio PSOE de González y Guerra y del PCE de Carrillo, se comportó entonces de forma absolutamente irresponsable. Y es que la amnistía, a juicio del actual portavoz parlamentario socialista, “perdonó por igual a los defensores de la democracia que a los que la pisotearon”. Lo cual no deja de ser cierto. Otra cosa es dónde se ubicaban ideológicamente unos y otros. Probablemente en todas partes.

Pero ya se ve que la contraposición entre defensores y pisoteadores de la democracia formulada en un acto en memoria de las víctimas del franquismo escondía en realidad, en la contundente cabeza de López, una contraposición entre izquierda y derecha, entre buenos y malos, entre víctimas y verdugos, entre demócratas y antidemócratas. Un maniqueísmo nacido de la arraigada superioridad moral de que hace gala la izquierda, incapaz de reconocer sus propias maldades a la vez que las bondades del adversario político y para la que todo fin parece justificar los medios. Pero incluso en eso los tiempos han sufrido un revolcón considerable. Porque los hechos demuestran que, para López y quienes dirigen hoy el PSOE, no basta ya con ser o declararse de izquierda para formar parte del partido. También hay que rendir pleitesía al Caudillo. Y, si no, que se lo pregunten a Nicolás Redondo.

La amnistía que fue

    20 de septiembre de 2023
Hay que agradecer a Nicolás Redondo Terreros el acto de dignidad –“Dignidad”, así titulaba el propio Redondo el artículo publicado el pasado 3 de septiembre en El Correo– que supone el anuncio de su abandono del partido si al fin se consuma la promulgación de esa amnistía a la carta que sobrevuela desde hace mes y medio la política española. Una dignidad que consiste en no abjurar de los principios que todo ciudadano debería tener y preservar, en no anteponerles un mezquino interés de parte y de partido, y que es justo lo contrario de lo que están haciendo tantos dirigentes del PSOE y compañeros de viaje –políticos, intelectuales, periodistas– que ayer decían blanco y hoy dicen negro. La hemeroteca rebosa de ejemplos, por lo que voy a ahorrárselos al lector.

Habrá sin duda quien objete que entre los socialistas que un día estuvieron en primera línea el caso de Nicolás Redondo es distinto, excepcional incluso. Cierto. Se trata del único socialista que no dudó en abogar en 2001, siendo secretario general del PSE-EE y candidato a lendakari, por un acuerdo con el Partido Popular del País Vasco liderado por Jaime Mayor Oreja al objeto de desalojar al PNV del poder. De haberles acompañado entonces los resultados electorales, España habría tenido –a nivel regional, eso sí– el primer gobierno de eso que ahora se conoce como “gran coalición”. (El posterior acuerdo de 2009 por el que Patxi López alcanzó la presidencia no fue un pacto de similar naturaleza, sino un acto de generosidad del PP vasco para facilitar un gobierno monocolor del Partido Socialista.) En todo caso, aquel empeño de Redondo y Mayor en anteponer la dignidad democrática a la infame alianza de todo el nacionalismo vasco –Herri Batasuna incluida– concretada en el Pacto de Estella, le costó al primero la secretaría general en el País Vasco y supuso, en último término, su ostracismo dentro del socialismo español.

Y, aun así, a lo largo de los más de veinte años transcurridos desde entonces –en los que se fundó, recuérdese, UPyD– Redondo no ha abandonado el barco socialista. Ha seguido militando, aunque sin cargo alguno. Acaso por apego a unas siglas, acaso por tradición familiar, el hecho es que no ha considerado necesario cortar ese vínculo. Hasta hoy, y siempre y cuando Pedro Sánchez acabe cediendo al chantaje del prófugo de Waterloo para lograr la investidura tras el presumible fracaso en el intento del candidato Alberto Núñez Feijóo.

Por supuesto, no creo que la decisión de Redondo preocupe lo más mínimo a la actual dirigencia socialista –que ya le abrió expediente, por cierto, aunque luego lo cerrara, por su presunto apoyo a Isabel Díaz Ayuso en un acto de la campaña para las autonómicas de 2021 junto a Joaquín Leguina–. Ya ha habido quien se ha encargado de recordar, desde el Gobierno en funciones, que la generación de la Transición, o sea, la de la amnistía que sucedió a las primeras elecciones democráticas, las del 15 de junio de 1977, y, en definitiva, la de la Constitución de 1978 que ponía término al proceso transitorio, es cosa del pasado y que ahora el PSOE es otro, con otras preocupaciones y, sobre todo, con otros dirigentes. Además, los partidos políticos, se llamen como se llamen, constituyen un coto cerrado, funcionan como una verdadera oligarquía, por lo que es casi imposible imaginar que el anuncio de Nicolás Redondo encuentre en las filas socialistas adhesiones, cuando menos explícitas.

Otra cosa sería que su postura fuera adoptada igualmente por dirigentes históricos como Felipe González o Alfonso Guerra. O sea, que las dos principales figuras de aquel PSOE que arrumbó el marxismo y contribuyó a forjar nuestro Estado social y democrático de derecho anunciaran también que, de consumarse la fechoría exigida por Puigdemont, ellos serían los primeros, junto a Redondo y cuantos siguieran su ejemplo, en romper el carnet. No sólo, insisto, en participar junto a otros compañeros en actos públicos como el que, según publicaba este medio el pasado domingo, se está fraguando para finales de mes en contra de una posible amnistía, sino en secundar a su vez a su correligionario vasco en la palabra empeñada y abandonar, por tanto, el que ha sido su partido de toda la vida. No sé si la promesa, formulada por González y Guerra, haría retroceder a Sánchez. Pero estoy seguro de que algún efecto tendría. Y, sobre todo, les haría merecedores de la misma dignidad que en estos momentos honra a Nicolás Redondo Terreros. 


La dignidad de los socialistas

    13 de septiembre de 2023
Quienes nos frotamos cada mañana los ojos ante la realidad política española y nos preguntamos cómo es posible que esté pasando lo que está pasando siendo España un Estado de derecho plenamente integrado desde hace décadas en la Unión Europea, solemos atribuir cada vez más nuestras penurias a los pactos de la Transición. No, por supuesto, a la manera de aquel Podemos de Pablo Iglesias y su cantinela sobre “el régimen del 78”, sino insistiendo en la deslealtad de los nacionalismos y, sobre todo, en la connivencia de los dos grandes partidos nacionales –y, muy en particular, del socialista– con las crecientes e insostenibles exigencias de quienes no albergan otro propósito que la erosión permanente de las instituciones del Estado, empezando por la más alta.

La puntilla a esa degradación sostenida de nuestra democracia fueron sin duda los resultados de las últimas elecciones generales. La esperanza de una vivificante y reparadora alternancia en el poder quedó en nada, como han ido evidenciando desde entonces los movimientos de las distintas fuerzas políticas y las posibles alianzas entre unas y otras. Lo más probable, en suma, es que a partir de octubre tengamos más de lo mismo. O sea, más Pedro Sánchez, más conchabanzas gubernamentales –legales o no– con los separatismos peninsulares, más pisoteo de la división de poderes, más desigualdad entre los españoles; en una palabra, más aluminosis en nuestra casa común.

Pero sería un error ver en todo ello una suerte de mano negra encarnada en la figura abrasiva de Pedro Sánchez. Ni siquiera la de Rodríguez Zapatero como antecedente y cooperador necesario alcanza a explicar lo ocurrido. Para tratar de entenderlo hay que tener presentes dos factores. Ante todo, el relevo generacional. Los resultados del 23J son el reflejo de la voluntad de un cuerpo electoral radicalmente distinto del que hace cuarentaicinco años protagonizó la Transición –porque, aunque a menudo se olvida, fueron la inmensa mayoría de los españoles, no sólo sus representantes políticos, los principales protagonistas–. Un cuerpo electoral marcado a sangre y fuego por la guerra civil y el franquismo y, lo más importante, movido por el deseo, casi imperativo, de superar los enfrentamientos del pasado y abrir un tiempo nuevo de concordia bajo el marco de una Monarquía constitucional que fuera, esa sí, de todos. De ahí que el ejercicio nostálgico al que muchos españoles se entregan hoy día en relación con aquella época resulte para ellos indisociable de la sensación de haber sido víctimas de una estafa. Y es que cuarentaicinco años atrás, ni los nacionalismos disolventes –si exceptuamos el terror sembrado por ETA– habían mostrado aún su verdadero rostro, ni los dos grandes partidos nacionales su ceguera y sus flaquezas en su trato con ellos.

Pero esas nuevas generaciones crecidas en democracia y cuyos miembros han accedido ya a la condición de electores han sido formadas, en el ámbito público sobre todo, mediante un sistema educativo cuyo sesgo pedagogista y doctrinario ha ido barriendo poco a poco, casi sin retroceso alguno –todas las leyes efectivamente aplicadas, salvo en el par de años de pleno desarrollo de la Lomce, han llevado el marbete de la izquierda–, principios y valores como el esfuerzo, la exigencia, el mérito o la transmisión del conocimiento. En paralelo, la legislación ha favorecido cada vez más la cesión de competencias a las autonomías y el desistimiento de la Administración central en lo que legalmente le obliga. La Alta Inspección Educativa, pongamos por caso. La renuncia a recurrir a ella para frenar y revertir en las comunidades autónomas con lenguas cooficiales la vulneración del derecho a ser escolarizado en español o para sancionar tantos indicios de adoctrinamiento y abuso de autoridad en los centros docentes acaso sea el ejemplo más hiriente.

Por no hablar de esa prueba de selectividad bautizada y rebautizada con mil siglas distintas y cuyos contenidos y criterios de evaluación difieren de una autonomía a otra, con lo que se acaba premiando la mediocridad, castigando la excelencia y fomentando, en definitiva, la desigualdad entre los jóvenes. O de esos currículos que ni siquiera sirven para que nuestros bachilleres sepan, en muchas partes del territorio, cuál es la historia de su propio país. O de otros muchos aspectos de un modelo educativo profundamente regresivo que la izquierda española sigue vendiendo como la máxima expresión de la igualdad, el progreso y la modernidad.

No es de extrañar que décadas y más décadas de enseñanza pública regida por ese patrón hayan contribuido a producir en la sociedad española la aluminosis que ahora nos corroe. Ojalá cuando llegue el momento de ponerle remedio –más pronto o más tarde ese día llegará, no hay que perder la esperanza– no nos veamos forzados a echar abajo todo el edificio para levantar uno nuevo.

La aluminosis educativa

    6 de septiembre de 2023
Para hoy miércoles a las 10:00 está prevista la reunión entre Feijóo y Sánchez en el Congreso de los Diputados. El primero se lo propuso hace un par de días al segundo y este aceptó. No es una mala noticia. En alguno de sus imprescindibles ensayos sobre el periodismo, Lorenzo Gomis apuntaba que el simple hecho de que dos dirigentes políticos se reúnan, al margen de cuál sea el tema del que vayan a hablar y de lo que termine saliendo del encuentro –en el supuesto de que salga algo–, ya es en sí mismo noticia. Es decir, ya lo es para el periodismo, en la medida en que así lo presenta en sus páginas, ondas y pantallas. Si encima los protagonistas son los máximos representantes de los dos principales partidos de este país, la imagen del encuentro traslada al ciudadano cierta sensación de normalidad, por más que todo el mundo sepa de antemano que la reunión no va a dar ningún fruto. De ahí, insisto, que no pueda considerarse en puridad una mala noticia.

Claro que, por esa misma razón, porque cualquier reunión en las actuales circunstancias políticas es noticia, uno no se exhibe públicamente con cualquiera. Feijóo ya ha dicho que le gustaría reunirse con el resto de las fuerzas políticas, excepto con EH Bildu. Sánchez, cuando le llegue el turno, si finalmente le llega, de intentar la investidura, se reunirá también con las demás fuerzas políticas, excepto con Vox. Pero, aparte de las exclusiones, está también la naturaleza de los interlocutores. No todo van a ser primeros espadas. Estarán también los palafreneros, mayores o menores. Ni todo van a ser reuniones a plena luz. Habrá asimismo eso que los políticos y los medios de comunicación califican de contactos discretos –léase furtivos–. Los ha habido ya, y los seguirá habiendo. En todas las direcciones, no hace falta precisarlo. Una investidura es una investidura.

Pero de cuanto sabemos a estas alturas de las intenciones del candidato Feijóo –tanto si han sido expresadas por él como si se han conocido a través de otro miembro de la dirección del partido–, lo más sorprendente es sin duda que no haya cerrado la puerta a hablar con Junts. Y sorprende, sobre todo, porque el Partido Popular parece haber asumido el mantra del diálogo, tan usado y manoseado por la izquierda. El diálogo no como medio, sino como fin. El diálogo como suprema manifestación del buenismo, sin límites ni exclusiones. Es verdad que el PP ha excluido de ese diálogo a los herederos de ETA –lo contrario habría sido inconcebible para sus votantes y quiero creer que también para los propios dirigentes populares–. Pero ¿por qué no hacer lo mismo con los representantes de un partido, Junts, cuyo máximo dirigente es un prófugo de la justicia que perpetró un golpe de Estado, proclamó una fantasmal república catalana de ocho segundos y huyó en la maleta de un coche para no tener que responder de sus actos ante la justicia? La voz triste y desértica del líder catalán del partido, Alejandro Fernández, oponiéndose sin matices a cualquier trato con el irredentismo de Puigdemont y compañía no puede ser más explícita. 

Como es natural, el fugado de Waterloo ya está pavoneándose de la subasta que se avecina, si no ha empezado ya. A ver qué me ofrece este, a ver qué me ofrece aquel. Dado que lo que se licita son bienes materiales e inmateriales del Estado, cuanto más pujen los candidatos más rédito va a sacar el felón.

Ignoro qué pasa por la cabeza de Feijóo y de quienes le asesoran en este trance. Aun así, me cuesta mucho imaginar que abriguen alguna esperanza de acuerdo con Junts. Lo que ya no me parece tan improbable es que en este diálogo sin otra frontera que la configurada por las huestes de Otegui a quien estén mirando de soslayo sea al PNV. Mostrarse dispuesto a reunirse con Junts es una forma de decirle al PNV que su respeto por el nacionalismo llega a tal extremo que pueden pedir incluso la luna, que por el PP no va a quedar. En otras palabras: que no saben lo que se pierden negándole a Feijóo el voto de sus cinco diputados.

La política española está hoy más que nunca en manos del nacionalismo, con todo lo que ello supone.

Reunirse con el nacionalismo

    31 de agosto de 2023