No tengo nada que objetar a los debates diacríticos que han tenido como escenario los plenos de la Real Academia Española. Para eso están sus ilustrísimas, para discutir y rediscutir si el adverbio sólo puede seguir llevando la tilde de la que fue desposeído en 2010, excepto en casos de ambigüedad, por la propia Academia –o sea, si los escribidores españoles pueden recuperar sin caer en pecado un uso que muchos consideramos imprescindible–, o si, por el contrario, el adverbio debe proseguir su andadura privado de rasgo diferencial en una época rebosante de singularidades. En Francia una polémica como esta habría puesto en ascuas a medio país. Pero Francia es un país donde los concursos de dictados son tan populares como los de petanca. Aquí, en cambio, lo que tenemos a diario es un concurso de involuntarias faltas de ortografía y sintaxis en los medios de comunicación, a cuál más gorda.

Con todo, si de algo puede servir ese fracaso cosechado por la tilde –la norma, al parecer, va a seguir como está desde hace una docena de años– es para tratar una vez más de otro fracaso patrio, el de nuestra enseñanza pública. El suplemento cultural Lectura traía en su último número un reportaje de Olga R. Sanmartín sobre el llamado abandono escolar temprano, es decir, sobre el porcentaje de jóvenes de entre 18 y 24 años que han dejado de estudiar. En las últimas décadas esa tasa se ha reducido considerablemente, hasta el punto de situarse, según la última EPA, en cerca del 14% de la población comprendida en esa franja de edad. Es decir, en sólo 475.000 jóvenes, mayormente de sexo masculino. Un sólo –con tilde, claro– que sigue siendo un demasiado. En términos porcentuales continuamos a la cola de los países de la UE, cuatro puntos por encima de la media y precedidos únicamente, como es costumbre, por Rumanía. Pero el reportaje en cuestión, pese a tratar de educación y de las razones del fracaso de las políticas emprendidas para reducir el abandono escolar temprano, no daba voz a ningún pedagogo. Los únicos opinantes eran economistas, lo cual resultaba hasta cierto punto sorprendente.

Sorprendente o no, lo cierto es que la decisión de excluir a los pedagogos de la consulta constituía un acierto. Los pedagogos, comprometidos en su mayoría con las reformas llevadas a cabo en los últimos cuarenta años por los gobiernos de izquierda –la única ley de la derecha que logró tener cierto desarrollo, la Lomce, quedó truncada por la moción de censura de Pedro Sánchez y la consiguiente ley Celaá–, son enemigos de las cifras. Lo son por naturaleza ideológica, por su aversión a tener en cuenta los hechos que contradicen sus tesis y por negar toda validez probatoria a los fracasos. Por eso los responsables de la educación pública llegan incluso al extremo de seguir atribuyendo al franquismo, casi medio siglo más tarde de la muerte del dictador, unas cifras imputables en gran medida al fracaso del modelo nacido en 1990 con la Logse y culminado hace un par de años con la Lomloe. Y ello cuando no les queda más remedio que dar explicaciones porque los datos no pueden soslayarse, como pasa con el abandono escolar temprano –un medidor de la Unión Europea– y con los resultados más que discretos de los informes PISA –dependientes de la OCDE y que evalúan el nivel de conocimientos de los jóvenes de quince años de cerca de 40 países económicamente desarrollados–.

Porque, en general, tratan de ocultarlos. De ahí su negativa a implantar, como prescribía la Lomce –y antes en parte la Loce, aprobada asimismo por un gobierno del PP–, reválidas al final de la ESO y el Bachillerato para la obtención de los títulos respectivos. De ahí también su negativa a ofrecer a los padres, con vistas a la matriculación de sus hijos, datos sobre el rendimiento de los centros escolares en función de los resultados obtenidos por sus alumnos. Y de ahí, en fin, su progresivo rechazo de la evaluación numérica y su sustitución por una burocracia indigerible –en consonancia, pues, con la jerga pedagógica– y facilitadora del aprobado de la asignatura y la promoción de curso incluso con materias suspendidas. Añadan a todo lo anterior la apuesta por un igualitarismo enfermizo que impide la aceptación de que no todo el mundo vale para todo y, en particular, para alcanzar la universidad, y en el que valores como el esfuerzo y el mérito se hallan siempre bajo sospecha.

Ante el reiterado fracaso de nuestra educación pública, lo que debería preocuparnos hoy por hoy no es la tilde de sólo, sino la de aquella ñ que simbolizó en otro tiempo la imagen de España en el mundo.

Fracasos de la tilde

    15 de marzo de 2023
Una de las grandes lagunas de la democracia española es la falta de paridad. Pero no la paridad entre hombres y mujeres, imposible de conseguir aunque sólo sea porque la naturaleza nos ha hecho distintos y más o menos aptos, pues, para determinados menesteres –otra cosa, sobra precisarlo, es la deseable igualdad de oportunidades y derechos entre ambos sexos–, sino la paridad entre los electores de una parte de España y los de otra, sean estos y aquellos hombres o mujeres. Así, en unas elecciones generales no vale lo mismo un voto emitido, pongamos por caso, en la provincia de Jaén que uno emitido en la de Valencia, ni uno en la de Madrid que uno en la de Lugo. El tamaño de la provincia, o sea, de la circunscripción electoral, importa, vaya si importa. Cuanto más pequeña y despoblada es, más valor tiene el voto. Los 350 ciudadanos, hombres y mujeres, que representan –les guste o no a algunos– la soberanía nacional en el Congreso de los Diputados no alojan sus posaderas en escaños de igual valor, por más que a la hora de la verdad el voto de cada uno valga exactamente lo mismo.

La falta de proporcionalidad de nuestra ley electoral (la LOREG, Ley Orgánica del Régimen Electoral General) es un lastre del que difícilmente vamos a librarnos algún día. Y es que el sistema no sólo es profundamente dispar en cuanto privilegia el voto de ciertas partes de España en detrimento del de otras y echa de paso a la basura, sin reciclaje posible, las papeletas de las candidaturas que no logran representación, sino que, por encima de todo, apuntala el bipartidismo. De ahí su inalterable longevidad. Se ha dicho y repetido que favorece a los partidos nacionalistas. Es cierto. Pero dicho favoritismo no se da sólo en el caso de esas formaciones. Ni sólo ni de modo predominante.

En realidad, han salido siempre mucho más beneficiados los dos grandes partidos, PP y PSOE, que los de estirpe nacionalista, por el simple motivo de haberse presentado en muchas más circunscripciones electorales, y en especial en las ocho donde se reparten, en función de la población, tres puestos en el Congreso de los Diputados. En todas ellas, la aplicación del método D’Hondt para la atribución de escaños se ha saldado casi siempre con un resultado de dos a uno a favor de la fuerza política mayoritaria, sea esta el PP, sea el PSOE. Es verdad que en las dos últimas elecciones, las de 2019, primero Cs y luego Vox –sumado a la aparición del existencialismo turolense, variedad menor, junto al regionalismo, de los nacionalismos periféricos– rompieron la tradición y permitieron que se diera en siete de ellas un triple empate a un diputado. Veremos qué pasa ahora en las generales del próximo diciembre. En todo caso, nuestro sistema electoral, y en particular el modelo D’Hondt para el reparto de escaños, está concebido, insisto, para perpetuar el bipartidismo. Que los nacionalismos vasco y catalán han sacado provecho de ello por su condición de fuerzas mayoritarias en sus regiones respectivas es incontestable, pero más provecho han sacado PP y PSOE al convertir en escaños los restos que, como partidos mayoritarios, han ido cosechando a lo largo de décadas en tantísimas provincias españolas.

No es, en definitiva, en la composición de las listas electorales donde el Gobierno y la mayoría parlamentaria que lo sustenta deberían fijarse para garantizar una representación no dispar entre ciudadanos. Pero está claro que no caerá esa breva. Por lo demás, esa paridad entre sexos a la que se quiere dar una vuelta de tuerca más estableciendo por ley las listas llamadas cremallera, ya estaba recogida, de hecho, en la propia LOREG desde 2007, cuando se añadió un artículo 44 bis en el que se establece que las candidaturas “deberán tener una composición equilibrada de mujeres y hombres, de forma que en el conjunto de la lista los candidatos de cada uno de los sexos supongan como mínimo el cuarenta por ciento”. El pequeño resquicio de libertad que suponía, por ejemplo, el que las mujeres pudieran ocupar el sesenta por ciento de los puestos de la lista, se lo ha llevado por los aires el anteproyecto de ley aprobado ayer –de cuyas demás medidas, por cierto, no voy a ocuparme aquí, pues merecen un artículo aparte–. La obsesión igualitaria de la izquierda, secundada devotamente por una parte sustancial del centroderecha, confrontará siempre con el ejercicio de la libertad. Y en particular con el de aquellas mujeres que no quieren favores ni ventajas y rechazan de cuajo esa política de cuotas a la que les obligan a plegarse.

Paridades y disparidades

    8 de marzo de 2023
Los finales de legislatura se asemejan a una carrera contra el reloj. De un lado, los Parlamentos cosen a toda prisa disposiciones adicionales a proyectos o proposiciones de ley en tramitación, pegotes cuyo contenido no guarda a menudo relación ninguna con la materia que se está legislando. Los motivos son de distinta índole. Desde la necesidad por parte del gobierno de turno de enmendar un error o reparar un olvido cometidos en una ley anterior, ya aprobada y sin margen de tiempo para ser revisada, hasta la exigencia más o menos caprichosa de algún grupo parlamentario integrado en la mayoría gubernamental, deseoso de quedar bien con su parroquia y marcar perfil propio ante la cercanía de unas nuevas elecciones y la obligación de asegurarse el voto fiel.

De otro lado, los ayuntamientos se dedican sin descanso a las obras públicas. Por supuesto, cuanto más grande es el ayuntamiento, más presupuesto tiene a su disposición y más obras públicas en curso. A veces se trata de terminar lo ya iniciado y a veces el objetivo se reduce a poner en marcha, en un último suspiro, lo prometido y todavía pendiente, no vaya a ser que los munícipes de la oposición les echen en cara a los gobernantes no haber siquiera emprendido tal o cual proyecto. El resultado de todo ello a meses vista de unos nuevos comicios es, ya se lo figuran, una ciudad abierta en canal.

Hace un par de semanas estuve en Barcelona. Tres o cuatro días, lo justo para patearme un poco las calles del Ensanche y el centro histórico después de una década de ausencia y otra de presencia ocasional. Más que un paseo por mi ciudad natal, lo mío fue una verdadera gincana. A las zanjas producto de las excavaciones y a las vallas que las cercaban casi sin solución de continuidad se unían una serie de indicaciones, señaladas a menudo con colorines, para que todo el mundo –coches, bicicletas, patinetes, transporte público y, de vez en cuando, transeúntes– supiera por dónde debía ir y a qué velocidad. Más allá de la incomodidad que suponía tener que preguntarse a cada paso cómo seguir adelante sin infringir las ordenanzas municipales, me llamó la atención que esa obsesión por el orden y la reglamentación no se hiciera extensiva a la suciedad de las calles ni a quienes las poblaban para menesteres de lo más diversos –dormir en un portal, cocinar al aire libre, trapichear con toda clase de productos, etc.–. Ada Colau, la alcaldesa, se ha erigido, a un tiempo, en protectora de los parias y en azote de los contribuyentes, que son, al cabo, quienes están costeando ese enorme socavón.

El otro socavón es muchísimo más pernicioso. A lo largo de ocho años, Colau se ha convertido en una suerte de madre abadesa cuya principal misión ha sido educar y reeducar a sus conciudadanos en una nueva moral. Sus iniciativas han tenido en todo momento un barniz ideológico. De izquierda, claro está, pero sobre todo de izquierda identitaria –suponiendo que a estas alturas siga existiendo alguna que no lo sea–, fiel reflejo de la cultura woke que impera en el Gobierno de España y en los de no pocos ayuntamientos y comunidades autónomas. ¿Recuerdan aquella iniciativa de creación de un Centro de Nuevas Masculinidades para luchar contra la LGTBIfobia y “enseñar que la masculinidad no es incompatible con la sensibilidad? Nada se sabe a estas alturas de sus efectos, más allá de que lo bautizaron como “Plural”. Y en el orden de acabar con la huella de un pasado malquerido, a la retirada en 2018 de la estatua de Antonio López, marqués de Comillas, empresario, banquero, traficante de esclavos, naviero y mecenas, situada desde hace décadas al inicio de la Vía Layetana, le siguió meses atrás el borrado del callejero del nombre de la plaza donde se ubicaba. Por no hablar de la más reciente de las andanzas de la alcaldesa: la suspensión de las relaciones institucionales con Israel y del hermanamiento de Barcelona con Tel Aviv, en respuesta a la demanda reiterada de la comunidad palestina barcelonesa.

Claro que en este campo ideológico marcado por el odio y el rencor, siempre hay alguien que se atreve a ir más allá, aunque sea a golpe de farsa. Como informó el viernes este medio, la candidata de la CUP a la alcaldía barcelonesa, Basha Changue, hija de guineano y andaluza, ha abundado en la necesidad de reparar ese pasado negro que acabó con la efigie de Antonio López. Y ha puesto como objeto de su deseo reparador, entre otras iniciativas, la retirada de los gigantes negros de las fiestas de Santa Tecla en Tarragona. Como don Quijote y sus molinos, en fin, pero con gigantes de verdad.

Confiemos en que tanto el primer socavón como en especial el segundo encuentren remedio en quienes vayan a gobernar la ciudad durante la próxima legislatura. Aunque, tal como está el patio político catalán en general y barcelonés en particular, no se me escapa que es mucho confiar.

La expresidenta del Parlamento catalán Laura Borràs se sienta estos días en el banquillo del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC). Está acusada de malversación, prevaricación, fraude y falsedad documental por el fraccionamiento de 18 contratos durante su época de directora de la Institució de les Lletres Catalanes. O sea, entre enero de 2013 y enero de 2018. El resto de su carrera política, en la que ha sido diputada en el Parlamento catalán y en las Cortes Generales, consejera de Cultura del Gobierno de la Generalidad presidido por Quim Torra y candidata a la Presidencia de la Generalidad por Junts per Catalunya –partido del que sigue siendo presidenta–, tuvo su cumbre, su momento estelar, en marzo de 2021, cuando alcanzó la Presidencia del Parlamento autonómico. Pero un año más tarde fue procesada por el TSJC y, a pesar de su empecinamiento en eludir las consecuencias que el propio reglamento de la institución que presidía prescribía para un caso de corrupción como el suyo y que no eran otras que la suspensión de su condición de diputada, a Borràs no le quedó finalmente más remedio que resignar el cargo y dejar la Cámara.

Aunque está previsto que el juicio no termine hasta el próximo 1 de marzo, todo indica que la cosa pinta mal para ese icono del irredentismo catalán. Sólo los dirigentes de Junts siguen negando la realidad y atribuyendo su procesamiento –como afirmó hace unos días Jordi Turull, secretario general del partido– a la aplicación de “un Código Penal del enemigo” y a que el presidente del tribunal que la juzga haya hecho “ostentación de su lucha contra el independentismo”. Claro que una cosa es lo que dicen, sin apartarse un ápice de la doctrina del victimismo, y otra muy distinta lo que probablemente desean en vísperas de unas elecciones municipales en las que se juegan mucho y en las que el caso Borràs va a constituir, sin duda, un lastre. Y es que no se trata sólo de las pruebas en que descansaba ya el procesamiento, sino que encima ha surgido ahora la figura del pentito. O de los pentiti, para ser precisos, pues los otros dos acusados en el juicio y colaboradores necesarios de la Geganta, como se la conoce en el mundillo político-mediático regional, han decidido colaborar con la justicia a cambio de ver reducidas las penas solicitadas. Cataluña no es Sicilia, por supuesto, pero el nivel de corrupción alcanzado por el entramado nacionalista desde los lejanos tiempos en que Jordi Pujol y los suyos se hicieron con el poder, no anda muy lejos, sangre aparte, del que se da en la suela de la bota italiana.

El juicio, por lo demás, está sirviendo también para acreditar el matonismo que acompaña la trayectoria de Borràs, lo mismo en el ámbito académico que en el político. Recordarán tal vez lo sucedido en julio del año pasado, poco antes de que tuviera que abandonar la Presidencia del Parlamento, cuando el catedrático de la Universidad de Barcelona Jordi Llovet hizo público en su cuenta de Facebook el currículo académico de la procesada, lleno de presiones, amenazas y trapicheos de toda índole para satisfacer sus propósitos de lograr una plaza fija y que culminaron con la amenaza, a través de una llamada a la hermana del catedrático, de interponer una denuncia contra Llovet si no eliminaba de su cuenta de Facebook el mencionado currículo. Pues bien, en esta ocasión, y dado que a Borràs no le ha llegado todavía la hora de declarar, el matonismo lo han ejercido sus abogados, Gonzalo Boyé e Isabel Elbal –pareja del primero–, que sometieron el pasado lunes al principal pentito, el informático Isaías Herrero, a un verdadero tercer grado, según relatan las crónicas. Hasta el punto de que el presidente del tribunal se vio obligado a retirarles la palabra. Claro que para alguien como Boyé, condenado por colaboración con ETA en el secuestro de Emiliano Revilla y acusado de blanqueo de capitales para el narco Sito Miñancos –entre otros jalones, como por ejemplo sus defensas de Carles Puigdemont o el rapero Valtònyc, o su participación en las negociaciones entre ERC y PSOE a propósito de la rebaja del delito de malversación, delito en el que es, ya se ve, un consumado experto–; para alguien como Boyé, decía, el matonismo no puede ser una práctica desconocida.

Dentro de nada conoceremos la sentencia del caso Borràs y el destino inmediato que aguarda a la procesada. Pero su despeñamiento, cuando menos en el campo político, parece asegurado y, con él, la evidencia de que el independentismo también cuenta con sus juguetes rotos. Lo que no quita que, mediante métodos más sibilinos que los empleados por Borràs y compañía, no continúe aspirando a los mismos fines disruptivos y constituyendo el mayor de los muchos peligros que afronta hoy en día nuestro Estado de derecho.


Cumbres borrascosas

    22 de febrero de 2023
No teman. No voy a hablarles de la famosa polémica parlamentaria entre Ortega y Azaña a propósito del Estatuto de Autonomía de Cataluña de 1932 ni de cómo la historia, noventa años más tarde, sigue dando la razón al primero y negándosela al segundo en sus apreciaciones sobre el llamado “problema catalán”. Todo indica, en efecto, que no queda más remedio que conllevarlo, como si se tratara de una dolencia crónica, y quitarse de la cabeza cualquier ilusión sobre una curación futura. Siendo como es un fenómeno ajeno a la razón, un producto de una sentimentalidad enfermiza vinculada principalmente a la lengua, un nacionalismo cultural, en definitiva, el “problema catalán” no tiene remedio –como tampoco lo tiene el vasco, desde luego–. Pero ello no significa que no pueda tratarse, aunque sólo sea para limitar su alcance y evitar que el contagio vaya a más.

Lo ocurrido en la última década debería bastar para convencerse de que ni la ingenua confianza en la bondad de sus intenciones –los gobiernos de Mariano Rajoy– ni, por supuesto, el colaboracionismo manifiesto para que alcance en parte sus propósitos –los gobiernos de Pedro Sánchez–, van a servir para amansar al nacionalismo, transmutado ya en independentismo, y a quienes desde las instituciones autonómicas –Generalidad y Ayuntamiento de Barcelona, mayormente– lo encarnan. Quebrantaron las leyes empezando por la propia Constitución, convocaron una consulta y un referéndum ilegales, declararon la independencia y, a pesar de los indultos a los políticos convictos, la supresión del delito de sedición y la rebaja del de malversación con que les ha obsequiado el actual Gobierno de España, proclaman: “Lo volveremos a hacer”. Al igual que los niños consentidos, cuanto más les dan más exigen.

¿Cómo evitar, pues, que el contagio se extienda? Antes de nada, situando el problema en el marco que le corresponde o, lo que es lo mismo, entendiendo que el “problema catalán” es, en el fondo, un problema español. El hecho de que lo sufran en particular los ciudadanos residentes en Cataluña no debería llevarnos a desviar el foco de la responsabilidad. Si los Pujol, Maragall, Montilla, Mas, Puigdemont, Torra y Aragonès han perpetrado lo que han perpetrado –cada uno a su manera, ciertamente, pero con imperturbable gradualismo, esto es, sin que ninguno frenara o diera un paso atrás–, ha sido siempre, mal que les pesara y les pese, en tanto que máximos representantes del Estado en Cataluña. Y si los sucesivos gobiernos del Estado lo han consentido o auspiciado, la responsabilidad, por supuesto, es enteramente de estos últimos.

De ahí que lo grave no sea que los separatistas anuncien que lo volverán a hacer, o que diseñen incluso, como ha hecho ERC, una hoja de ruta para los próximos cuatro años en la que se detalla el porcentaje de participación y de votos afirmativos que debería darse en la votación de un referéndum de autodeterminación previamente acordado con el Gobierno del Estado. Lo grave es que, a estas alturas, el contagio haya alcanzado ya al mismísimo Constitucional. Que la nueva magistrada del Alto Tribunal, María Luisa Segoviano, considere que la autodeterminación es “un tema complejo, sumamente complejo (…) con muchas aristas que hay que estudiar” y no se esté refiriendo a la de un pueblo sometido a una dominación colonial, sino a la de una comunidad autónoma que goza de pleno autogobierno y forma parte de un Estado democrático libremente constituido, refleja a las claras el nivel de deterioro institucional al que hemos llegado.

Al respecto, y dado que ERC sigue tomando como fuente de inspiración y argumento de autoridad al independentismo quebequés y, en concreto, los dos referendos llevados a cabo en la excolonia francesa, tal vez no estaría de más que la magistrada Segoviano y cuantos, como ella, creen que el derecho de autodeterminación es un tema complejo que merece ser estudiado incluyan entre la bibliografía obligatoria el libro de José Cuenca Cataluña y Quebec. Las mentiras del separatismo. La obra tuvo una primera vida en 2019, pero a los pocos meses, en plena campaña de promoción, la pandemia se la llevó por delante, como a tantas otras. Ahora acaba de ser reeditada por Renacimiento con una justificación preliminar y lo cierto es que no ha perdido ni un ápice de actualidad, al margen del valor que ya atesoraba. Cuenca fue nombrado embajador de España en Canadá en 1999, por lo que vivió en primera línea el proceso de elaboración y aprobación de la célebre Ley de Claridad del primer ministro Chrétien y su ministro Dion y que sirvió para poner pie en pared ante las arremetidas del independentismo quebequés, que había convocado ya dos referendos, en 1980 y 1995, cuyo resultado fue en el segundo de los casos muy ajustado.

De ahí la importancia de Las mentiras del separatismo y de la comparación que Cuenca establece entre el caso quebequés y el catalán. Las mentiras en cuestión son múltiples, sobra indicarlo. Están, por un lado, las de cualquier separatismo, donde siempre afloran un victimismo fariseo ajeno por completo a la verdad y un desprecio manifiesto por la legalidad. Pero están sobre todo las del separatismo catalán en relación con el quebequés en su afán por tomarlo como modelo. La principal, omitir de forma sistemática que la hipotética separación de una de las diez provincias que componen el Estado está prevista en la Constitución canadiense, mientras que la Carta Magna española recalca expresamente “la indisoluble unidad de la Nación”. Ello solo ya bastaría para dar carpetazo al asunto. Pero el ensayo del entonces embajador en Ottawa no se circunscribe al análisis de los pormenores de esa Ley de Claridad inaplicable en España y a reflexionar sobre su trascendencia en la delicada coyuntura política en que nació, sino que subraya asimismo la importancia que tuvo en todo el proceso el hecho de que la iniciativa correspondiera al Gobierno federal y no al de Quebec.

Y ahí sí que el ejecutivo que surja de las próximas elecciones generales, y cuyo color político es de esperar que sea radicalmente distinto del actual, tiene mucho que aprender. El Gobierno de España, a través de las múltiples competencias que sigue conservando, debería estar presente y hacerse valer en cualquier rincón del país y, en especial, en las comunidades donde los gobiernos autonómicos han impuesto la fuerza de los hechos por encima de la fuerza de la ley. Debería llevar siempre la iniciativa, velar por el interés general y, sobre todo, no dejar desamparado a ningún ciudadano. Con semejante divisa, no diré yo que el boquete catalán –al igual que el vasco– pueda por fin cerrarse, pero sí cuando menos reducirse hasta unas dimensiones que no hagan peligrar el edificio entero.

Se ha hablado mucho en los últimos tiempos del futuro de Ciudadanos como partido político. Yo mismo lo he hecho, y no es mi intención reincidir. Lo que sí me interesa, en cambio, es reflexionar sobre su legado, no tanto en forma de programa e ideario políticos como de relación con el tejido social en que el partido se ha desenvuelto en el territorio donde nació, Cataluña. Del mismo modo que Ciudadanos, tras el fogonazo de su manifiesto fundacional y antes incluso de convertirse en partido, se fue nutriendo de apoyos procedentes en buena medida de entidades cívicas como la Asociación por la Tolerancia, entre otras, en cuanto logró asentarse fue también la causa indirecta, a veces por afinidad, a veces por disenso con el rumbo tomado por el partido, de la aparición de nuevas entidades cuyo protagonismo no ha mermado, sino todo lo contrario. Acaso la más conocida sea hoy la Asamblea por una Escuela Bilingüe, principal embrión de Escuela de Todos, la plataforma en la que han convergido un buen número de colectivos unidos por la reivindicación del uso de la lengua española en la enseñanza y las instituciones de aquellas partes de España donde gobierna el nacionalismo, y convocante asimismo de la importante manifestación barcelonesa del pasado 18 de septiembre.

Y en el embrión del embrión se hallaba y se halla otra asociación, Impulso Ciudadano, fundada en 2009 por el exdiputado de Ciudadanos en el Parlamento catalán José Domingo, que continúa presidiéndola hoy en día. Pues bien, el pasado viernes Laura Fàbregas traía aquí la noticia de que Impulso Ciudadano –cuya actividad no se ciñe a la defensa de los derechos lingüísticos de los castellanohablantes, sino que vela también por el cumplimiento de la neutralidad institucional y el respeto a los símbolos comunes– ha elaborado por segundo año consecutivo un informe sobre la presencia de la bandera española en la fachada de los ayuntamientos catalanes. Y lo cierto es que el balance, lo mismo en 2021 que en 2022, resulta tan ilustrativo como demoledor. A pesar de la política de presunto appeasement –léase entreguismo– practicada por los sucesivos gobiernos de Pedro Sánchez con respecto al separatismo catalán –y también vasco, por supuesto– y de las proclamas de sus voceros para tratar de convencer al común de que la normalidad ha regresado a la dulce tierra de los calçots, las sardanas y el Institut d’Estudis Catalans, Cataluña sigue siendo, también en este punto, una región sin ley: sólo en el 18% de los consistorios ondea la bandera española y sólo en el 14% se exhiben las banderas oficiales sin la vecindad maculosa de algún mensaje o enseña separatistas. En suma, la ley de 1981 por la que se regula el uso de la bandera de España y el de otras banderas y enseñas sólo se cumple a rajatabla, sin aditivos ultrajantes, en las fachadas de 132 de los 947 municipios catalanes.

Impulso Ciudadano, además del trabajo de campo consistente en fotografiar todos los frontispicios consistoriales y elaborar el mapa resultante –donde el rojo de la infracción cubre casi por entero el territorio de la comunidad autónoma y las pocas aldeas galas donde se respeta la ley tienden a situarse en la periferia– ha hecho lo que el Estado ha desistido de hacer desde que Pedro Sánchez gobierna en alianza con podemitas y separatistas; ha interpuesto recurso en los tribunales contra algunos de estos ayuntamientos instando al cumplimiento de la ley. Con suerte dispar hasta el momento, pues, junto a juzgados que han atendido al recurso y ayuntamientos que han obedecido la resolución judicial y colocado de nuevo la bandera de España en la fachada, ha habido también ayuntamientos que aún no lo han hecho y magistrados que ni siquiera han admitido el recurso.

La dejación por parte del Gobierno central de su obligación de hacer cumplir la ley en aquellas regiones de España donde la teórica representación del Estado corresponde a un gobierno autonómico con presencia, mayoritaria o no, de formaciones nacionalistas ha traído consigo que el Estado se haya ido borrando del mapa o, lo que es lo mismo, permitiendo que dicho mapa se tiñera con el rojo de la ilegalidad. La larga lucha por lograr una enseñanza bilingüe, de la que también ha sido y es pieza esencial Impulso Ciudadano, se ha llevado a cabo igualmente, en el mejor de los casos, por incomparecencia del Estado, y en el peor, en contra del propósito disolvente de quienes ejercen en ese Estado la máxima responsabilidad ejecutiva.

Como es natural, no todo se reduce a lo simbólico si lo que se pretende es evitar la progresiva y fatal ruptura del Estado de derecho que los españoles nos dimos hace más de cuatro décadas mediante nuestra Constitución. Queda mucho por legislar conforme a las competencias que aún conserva el Gobierno central. Y queda mucho por aplicar de lo ya legislado. Sólo falta voluntad para hacer lo uno y lo otro. Lo que no significa menospreciar el valor de lo simbólico, por supuesto. Existen por lo demás iniciativas que puede tomar un gobierno del Estado con el apoyo de una mayoría parlamentaria y que conjugan lo práctico con lo simbólico. Les propongo una: que todos los centros escolares públicos y concertados tengan la obligación de colgar en su fachada la bandera de España, la autonómica y la europea. No digo yo que con esto se acabe con la preceptiva inmersión lingüística en una lengua cooficial allí donde la haya, pero estoy seguro de que la curiosidad innata de las criaturas llevará a más de una a preguntar, ahora que la Generalidad catalana se apresta a extender el modelo de inmersión hasta el vientre mismo de la madre, por qué diantre cuelga esa bandera bicolor del frontispicio de la escuela cuando dentro del aula, en los juegos, las canciones, los carteles y los mapas de las paredes, no está, ni por asomo, una mísera muestra de lo que simboliza.

Las banderas y el Estado

    15 de febrero de 2023
La izquierda, y en especial la que se califica a sí misma de “transformadora”, ha sido siempre fiel a una máxima: no rectificar. O, si lo prefieren, no reconocer jamás sus errores. En consonancia con la revolución que la engendró, sus políticas se han caracterizado en general por una confianza ciega en la bondad de sus propósitos, al margen de cuáles fueran sus efectos. Lo que no significa, claro está, que entre esos efectos no los haya habido provechosos para el progreso de la humanidad. No pocas de las reformas que han permitido avanzar hacia una sociedad más justa, hacia esto que hemos convenido en llamar el Estado del Bienestar, llevan su marca, cuando menos inaugural. Pero, en paralelo, su renuencia a aceptar el liberalismo –o, lo que viene a ser lo mismo, su obsesión por anteponerle un neo mancillante– ha hecho, tanto en el orden económico como en el político, que la ideología primara en toda ocasión sobre las evidencias. Los artículos publicados aquí mismo por Velarde Daoiz sobre el cambio climático o las energías renovables constituyen una excelente muestra de como los datos, es decir, los hechos, desmienten las creencias.

Viene lo anterior, tal vez ya lo hayan intuido, a cuento de la bárbara ley del sólo sí es sí. (Y si la tildo de bárbara es tanto por las desaforadas intenciones que la alumbraron como, sobre todo, por los efectos que ha tenido y tendrá, por más remiendos que ahora le cosan, sobre las víctimas y familiares de tantos violadores convictos a los que la ley ha rebajado las penas.) La reacción de la ministra Irene Montero y de sus pasteleras ministeriales, secundadas desde el partido por la también ministra Belarra, el inefable vocero Echenique y el denigrador de jueces presuntamente machistas Pablo Iglesias, ante la iniciativa parlamentaria de su socio mayoritario de gobierno para tratar de enmendar en la medida de lo posible el estropicio causado y –hasta este lunes al menos– consentido; la reacción, digo, se ajusta como un guante al patrón descrito al principio. Para los paladines de esa izquierda que se proclama transformadora no hay, no puede haber, reconocimiento de culpa. Y si no les queda otra que admitir públicamente sus fracasos, la culpa, según ellos, es siempre de los demás, de quienes se oponen a sus designios, ya sea el propio sistema capitalista, ya sea esa cultura patriarcal que oprime sin compasión ninguna a las mujeres. Sobra añadir que la mejor forma de prescindir de los hechos consiste en rechazar todo contraste con la realidad y enrocarse en el discurso ideológico. Y en eso están.

Pero la reacción de la otra izquierda gubernamental, la socialista y mayoritaria, resulta mucho más instructiva políticamente hablando, mucho más ejemplar en su deriva. Al fin y al cabo, lo de Podemos ya no sorprende a nadie. ¿Qué ha hecho, por su parte, el PSOE de Pedro Sánchez durante los cuatro meses de vigencia de la ley en cuestión cuando día tras día iban cayendo rebajas de pena? Nada, esperar a que amainara. Y no amainó, como era previsible, sino todo lo contrario. Al final, viendo que sus expectativas electorales –¡incluso según Tezanos!– no hacían más que empeorar, trataron de pactar con los irreductibles de Podemos una iniciativa legislativa. En vano. Y presentaron la suya, que era en realidad un retorno a la legislación anterior. Hasta se permitieron calcar párrafos enteros de la propuesta de reforma presentada por el PP en diciembre –sin citar la fuente, por descontado, que por algo el presidente del Gobierno es experto en artes plagiarias–, como informaba ayer mismo este medio. 

Habían vuelto con su iniciativa a lo de antes. Pero no lo reconocieron ni lo reconocerán. El tren de la izquierda no tiene paradas ni vías muertas; a lo más, algún desvío grotescamente revestido de acción voluntaria que ni siquiera logra dar el pego. Para proclamarlo, ninguna figura más acorde con lo grotesco que la de Patxi López. Queda por ver, en todo caso, si en esta tramitación exprés le permiten a Podemos meter baza. De no ser así, y aun cuando requieran de los votos del PP para aprobar esa pretendida reforma de la ley que no es sino una derogación encubierta, descuiden: lo presentarán como un adelanto incuestionable en la larga lucha de las mujeres por la igualdad y contra la violencia de género. Qué digo un adelanto, ¡un hito!


Volver a lo de antes

    8 de febrero de 2023
No les falta razón a los actuales dirigentes de Ciudadanos cuando manifiestan no sólo su sorpresa, sino también su desconcierto y mal contenida indignación ante el comportamiento de su compañera de comité ejecutivo Begoña Villacís. Junto a Inés Arrimadas, Villacís es hoy por hoy la figura más valorada de Ciudadanos. Fue además la coordinadora política del equipo que encaró la llamada refundación del partido, de donde salieron las directrices luego ratificadas en la Asamblea extraordinaria de mediados de enero. Finalmente, y al igual que Arrimadas, formó parte de la candidatura encabezada por Patricia Guasp y Adrián Vázquez que resultó ganadora en las primarias a la presidencia de la formación.

De ahí que las palabras de Villacís en las que propugnaba que los candidatos del partido pudieran presentarse a las elecciones municipales en una plataforma conjunta con el PP –contraviniendo, pues, uno de los principales acuerdos asamblearios, el de concurrir con las propias siglas allí donde Cs presentara candidaturas–, unidas a sus reiterados y públicos devaneos políticos con los dirigentes populares, hayan caído como una bomba entre la ya depauperada militancia. Sin olvidar, claro está, hasta qué punto han dado la razón al derrotado candidato a las primarias de la formación, Edmundo Bal, uno de cuyos principales argumentos de campaña en contra de la candidatura finalmente vencedora era el de hacer política subalterna con respecto al PP. No es de extrañar, en este sentido, que el mismo Bal, tras conocerse las palabras de la vicealcaldesa madrileña, se apresurara a desearle suerte en su nueva andadura política.

Al margen de la comprensible reprobación que pueda merecer su conducta entre sus propios compañeros de partido y, en general, entre quienes ponen la coherencia en el primer plano de la actividad política, lo cierto es que Villacís tiene, a mi modo de ver, toda la razón. Su caso va más allá de lo que sería un caso particular. En otras palabras: el caso Villacís son muchísimos casos. Ella misma basaba su petición de abrir las candidaturas del partido a posibles acuerdos con el PP en las conversaciones tenidas con cargos municipales de la propia Comunidad deseosos de seguir en política y sabedores de las nulas o casi nulas posibilidades que tienen de hacerlo si se presentan en una lista cuyas siglas sean únicamente las de Ciudadanos. Habrá quien objete que todo es, al cabo, una cuestión de dinero. Tal vez. Pero no siempre es así. De una parte, en municipios de tamaño pequeño o medio lo que uno percibe como retribución en calidad de concejal no alcanza habitualmente para vivir. De otra, hay quien tiene un puesto de trabajo asegurado que le espera cuando deje la política, por lo que su querencia por mantenerse en ella obedece sin duda a otros factores: la notoriedad, la ambición, el gusanillo… O todos a la vez, claro. Por no hablar de un factor que, aun estando hoy en franco desprestigio entre nuestra clase política, también se da. Me refiero a la simple vocación de servicio público.

En el caso de tantos cargos de Ciudadanos, esa querencia por el PP a la que alude Villacís guarda relación con algo elemental: no existe en estos momentos en España otro partido político que tenga con Cs tantos puntos en común. Hace unos años lo de “ni rojos ni azules” podía servir, aunque sólo fuera de cara a la galería mediática. Hoy no. Tampoco el recurso al “bipartidismo” como anatema. La progresiva orientación del partido hacia posiciones mucho más identificables con el centroderecha y también, por supuesto, la deriva de la izquierda en su conjunto, y en especial la del PSOE, son en gran parte las culpables de ello. Y en cuanto al futuro, puesto que de eso se trata en definitiva, ese “impulso regenerador, liberal y reformista” que el PP de Núñez Feijóo se compromete a dar, en caso de alcanzar el poder, en los cien primeros días de la próxima legislatura y cuya plasmación son las sesenta medidas de su “Plan de Calidad Institucional”, habla por sí solo. ¿Cuántas de esas medidas desentonarían ahora mismo en un programa electoral de Ciudadanos, excepto las dos referidas al gobierno de la lista más votada? Me temo que ninguna.

No hay peor ciego que el que no quiere ver, dice el refrán. Ojalá el caso Villacís sirva al menos para mejorarles la vista a los actuales dirigentes de Ciudadanos. No sólo muchos cargos del partido se lo agradecerán; también millones de españoles deseosos de dejar atrás de una vez por todas la pesadilla de estos últimos años.

El caso Villacís

    2 de febrero de 2023
Ignoro cuántas personas había el pasado sábado en Cibeles, pero, por supuesto, muchísimas más decenas de miles que las ridículamente reconocidas por la Delegación del Gobierno en la Comunidad de Madrid. Para convencerse de ello, basta con haber estado allí, con ver las imágenes tomadas desde las alturas o, mejor aún, con acceder a uno de esos cálculos en los que la superficie ocupada se divide por el número aproximado de individuos que, algo apretujados, podrían caber en ella. El éxito de la convocatoria resulta todavía más notorio si se atiende al carácter de los convocantes, un centenar de entidades cívicas procedentes de distintos puntos de la geografía española y de idearios diversos, desde los más liberales hasta los más conservadores. ¿Qué les unía, aparte de la defensa de la Constitución y el Estado de derecho? Como bien dijo por una vez el presidente Pedro Sánchez, les unía, al igual que a los asistentes que respondieron a la convocatoria, su carácter excluyente: los allí reunidos tenían como fin último excluir del Gobierno de la Nación al PSOE de Sánchez y a sus aprovechados compinches de las dos últimas legislaturas. Eso sí, excluirlos dentro de unos meses, o sea, urnas mediante.

Esa clase de iniciativas, en las que los partidos políticos asumen un papel vicario, son siempre motivo de controversia. ¿Deben sumarse a ellas las formaciones afines? ¿Deben hacerlo con una representación de primer nivel o con una más discreta? Como es natural, lo que hagan o dejen de hacer dependerá al cabo, de lo que juzguen más conveniente para sus intereses electorales. En el caso que aquí nos ocupa, Vox fue a por todas, con sus primeros espadas, como tiene por costumbre. El PP, en cambio, tiró de su inveterada moderación y mandó una representación de segundo nivel, no vaya a ser que. Y la flamante pareja directiva de Ciudadanos, en fin, acabó renunciando –sí voy, no voy– a lo que habría sido, como en el caso de Vox, una representación top. Claro que la jugada tuvo un final feliz y quién sabe si planeado, al estar presente el partido en Cibeles con una representación muchísimo más top: la de los tres rostros más conocidos y mediáticos –los dos femeninos, en especial– de la ejecutiva entrante.

Hay quien considera que esas movilizaciones no sirven para nada. O incluso que son contraproducentes. Discrepo. Creo que en un momento político como el actual, con un Estado de derecho gravemente mellado por las decisiones del Gobierno y sus socios de legislatura, la sociedad civil debe alzar su voz en defensa de los valores constitucionales. No basta con la actividad parlamentaria ni con la intervención de los representantes de los partidos en el escenario mediático. La movilización ciudadana, en la medida en que traslada a las formaciones políticas el aliento de la gente de a pie y las empuja a actuar, es fundamental en circunstancias como las presentes. No hay que hacerle ascos, al contrario. Ni tenerle miedo. El sábado en Cibeles había mucho militante de los partidos adheridos a la manifestación, sobre todo del que se había sumado a ella sin matices. Pero también había ciudadanos sin adscripción partidista que acaso no habrían ido si la convocatoria hubiera corrido a cargo de los partidos en cuestión.

“El hombre es más importante que los hombres”, creía y escribía André Gide antes de entregarse en 1935 a la causa del comunismo –de la que renegó, por cierto, al cabo de un año tras un viaje a la URSS en el que tuvo ocasión de comprobar in situ los efectos del experimento–. Semejante creencia en el individuo por encima del colectivo; en el libre albedrío del ciudadano por encima de ingenierías sociales y coacciones identitarias, del orden que sean; en la necesidad, en definitiva, de defender lo que nos une para poder comportarnos conforme a lo que, uno a uno, nos singulariza, también estaba presente entre muchos de los manifestantes. Lo que no quita, claro, que la indignación, e incluso la rabia, tuvieran asimismo su asiento en el ánimo de la mayoría. No era, ni es, para menos.


A propósito de Cibeles

    26 de enero de 2023
Quienes entienden de encuestas suelen fiarlo todo, o casi todo, a la tendencia. Parece sensato. Lo que arroje un sondeo sobre, pongamos por caso, la intención de voto es un corte en el tiempo, el estado de la opinión ciudadana en un momento dado; y nada más. Incluso si ha sufrido la corrección a la que lo someten los especialistas –la tradicional cocina de la que hablan los medios– y que consiste básicamente en aplicar a los datos obtenidos unos ajustes relacionados con el comportamiento del encuestado en sondeos anteriores y con la fiabilidad misma de los votantes de un partido concreto, su carácter más estable o más volátil; incluso entonces, lo que tenemos no es más que una foto fija correspondiente al breve periodo en que se llevó a cabo el trabajo de campo.

Para los expertos, insisto, lo importante es la tendencia. O sea, la opinión de los futuros electores a lo largo del tiempo, tanto si deciden votar como si optan por refugiarse en la abstención. Al igual que en otros asuntos sobre los que se vierte a menudo un parecer –el suicidio, por ejemplo, o la llamada violencia de género–, lo sustancial para no errar en el análisis y caer en alarmismos es la serie, la evolución mes a mes, año a año. En otras palabras, abrir el foco al pasado, lejano o inmediato según el caso, y no dejarse llevar por el imperativo de la actualidad. Pues bien, casi todos los sondeos de opinión –sobra decir dónde está la excepción– confirman un crecimiento sostenido del Partido Popular en la intención de voto y una mengua paralela de la intención asociada al Partido Socialista. Por lo demás, ese crecimiento, a juzgar por las tablas de transferencia de voto, no se produce principalmente a costa de quienes manifiestan sus preferencias por la otra fuerza de la derecha, sino que resultaría del comportamiento de quienes se reconocían en el pasado a la izquierda del PP, ya sea en Ciudadanos, ya en el PSOE o incluso en la abstención misma. En definitiva, todo indica que la estrategia de Alberto Núñez Feijóo de apostar por la moderación y no confrontar con el nacionalismo en su conjunto –lo que sí han hecho Vox y Cs–, le está dando resultado.

Aunque siempre es arriesgado ejercer de pitonisa –y más en política, donde los cambios de tendencia son siempre multifactoriales y difíciles, pues, de anticipar–, parece evidente que el PP tiene todos los puntos para sacar un resultado notorio en las próximas autonómicas y municipales y rematarlo a los pocos meses con otro igual o mejor en las generales, lo que convertiría a Feijóo en el próximo presidente del Gobierno. Me dirá el lector que muy bien, pero que ahí está y estará Vox. Sin duda. Pero también sin pero. Por más que desde Moncloa, Ferraz y sus satélites mediáticos se empeñen en identificar un partido con otro –la próxima manifestación del 21 en Cibeles, convocada por entidades cívicas y a la que ambos van a concurrir, aunque en el caso del PP con evidentes reservas– y en sostener que el primero es rehén del segundo –el pollo montado por Vox en Castilla y León a cuenta del supuesto protocolo provida–, ello no afectará, a mi modo de ver, la mencionada tendencia ni servirá para movilizar de manera significativa el voto de izquierda, más o menos extremo.

Desde que es presidente del partido, y al margen de la incontestable ayuda que le han brindado, de una parte, el cúmulo de barbaridades cometidas por Pedro Sánchez en su afán por mantenerse a cualquier precio en la presidencia del Gobierno y, de otra, los errores irreparables de las sucesivas direcciones de Ciudadanos, Feijóo ha procedido en su estrategia política de forma parecida a la que se sigue con el proceso de decantación del vino. Ha ido inclinando poco a poco la derecha política hacia el decantador, esto es, hacia un centro más o menos amplio, de modo que el poso no sobrepasara el hombro de la botella. Con ello ha logrado no sólo airear el producto, sino también rehuir la asociación con Vox –y ya me perdonarán los votantes de la formación de Abascal la imagen empleada–, pese al empeño marrullero de la izquierda en establecerla.

Y lo cierto es que la operación, de momento, no le está saliendo nada mal.

El Gobierno de Pedro Sánchez cumple, aunque sólo sea con su propósito mayor, el de dejar este país hecho unos zorros. Para muestra: el Gobierno cerró el año publicando en el BOE la convocatoria, por parte de distintos ministerios, de 2.074 plazas de funcionario de carrera a las que podrá accederse sin oposición o, lo que es lo mismo, con la simple presentación de los méritos contraídos, en cuyo baremo van a pesar decisivamente los años que el candidato lleve como interino. Se trata, pues, de una convocatoria sin prueba ninguna, sin nada que acredite de forma objetiva el nivel del concursante, sin contenidos cuya adquisición haya que demostrar. Tal y como informaba el Día de Reyes el diario Abc, los colegios profesionales de dos de los principales colectivos de altos funcionarios afectados, el de letrados de la Administración de Justicia y el de secretarios, interventores y tesoreros de la Administración Local, han anunciado ya que piensan acudir a los tribunales. Razones no les faltan.

Así las cosas, a nadie debería extrañar que esa modalidad de aplantillamiento –perdón por el palabro, pero así se llamaba al menos en la Administración hace un cuarto de siglo al hecho de convertir a un trabajador eventual en fijo de plantilla– lleve la marca de un hombre sin estudios, el actual ministro de Cultura y antes de Política Territorial y Función Pública, Miquel Iceta. Nada más coherente, en el fondo, que alguien que ha vivido siempre de la política, sin otro mérito que el de haber trepado de cargo en cargo durante más de cuatro décadas a costa del contribuyente, sea el impulsor de semejante medida. Ni nada más lógico tampoco que lo sea en un gobierno cuyo presidente luce un título de doctor seriamente manchado por el plagio. Por lo demás, en esa conculcación manifiesta del artículo 103.3 de nuestra Constitución, aquel que prescribe “el acceso a la función pública de acuerdo con los principios de mérito y capacidad”, resulta difícil no entrever la querencia de Sánchez y sus amigos, gubernamentales o no, por ir laminando los principales pilares del Estado de derecho.

Los funcionarios suelen tener mala fama entre muchos ciudadanos de a pie. De una parte, en tiempos de crisis, con el cierre de empresas, la proliferación de los Eres y el consiguiente abotargamiento de las listas del paro, sufren la envidia de quienes no gozan, como ellos, de un puesto de trabajo y un sueldo asegurados. Luego está lo del larriano “vuelva usted mañana”, esa sensación que invade a menudo a los contribuyentes de que el funcionario que les atiende, mediando o no ventanilla, en una oficina de la administración no pone el suficiente empeño en aclararles por qué diantre la tramitación de un expediente que les afecta no progresa adecuadamente, sino que está varado en una mesa de despacho junto a un montón expedientes análogos. Como todo acostumbra a tener su reverso, esa burocracia que el funcionario administra mejor o peor se ha ido volviendo en su contra en el campo educativo. Primero fue la universidad con el Plan Bolonia. Ahora le ha llegado el turno a la enseñanza obligatoria con la ley Celaá. Papeles y más papeles que rellenar por parte de los docentes. Lo que menos importa ya es la enseñanza, la instrucción. (Y hablando de enseñanza e instrucción, tampoco es casualidad que esas dos mil y pico de plazas de funcionario a las que van a acceder otros tantos interinos sin más mérito y capacidad reconocidos que los años que llevan calentando la silla vayan a adjudicarse en consonancia con la puesta en marcha de una ley de educación y unos currículos en los que la adquisición del conocimiento no tiene prácticamente ningún valor.)

Con todo, en un Estado de derecho los funcionarios resultan imprescindibles en la medida en que son ellos los garantes –y no los cargos políticos a los que sirven– de que las instituciones funcionen y lo hagan con arreglo a la ley. Si el lector ha visto algún capítulo de la famosa serie de televisión “Sí, ministro” comprenderá perfectamente el porqué. La formación, la experiencia, la competencia estarán siempre de parte del funcionariado. Quienes entienden del asunto son ellos y no los políticos, pues para eso han estudiado y han opositado hasta ganar la plaza que ahora ocupan. Los funcionarios representan la continuidad, la estabilidad y la salvaguarda de las instituciones, mientras que el cargo público no suele atender por lo general a otro criterio que al ideológico ni a otra actitud que al oportunismo. De ahí el roce inevitable entre unos y otros. Y de ahí la necesidad, claro, de que los primeros hayan alcanzado la plaza por méritos propios, debidamente contrastados, y no por otras vías. En este sentido, no es en modo alguno casual que los gobiernos de la Generalidad catalana se hayan negado desde hace décadas a convocar oposiciones para cubrir las numerosas vacantes del cuerpo de inspectores educativos y hayan nombrado directamente a los interinos; la posibilidad de que la inspección recayera en un funcionario independiente y cumplidor de la ley constituía un verdadero peligro para los propósitos sediciosos de unos gobiernos cuyo principal semillero adoctrinador estaba y sigue estando en la escuela.

Decía al principio que el propósito de Sánchez –y de sus socios de gobierno y legislatura, por descontado– era dejar este país hecho unos zorros. La operación lleva tiempo en marcha y el debilitamiento del funcionariado constituye un estadio más en la fagocitación de las instituciones del Estado por parte del Ejecutivo. Confiemos –ya saben, la esperanza…– en que ese largo proceso de absorción y ese minado de la confianza en el sistema no vayan más allá de diciembre.

En defensa del funcionariado

    11 de enero de 2023
Según el artículo 137 de nuestra Carta Magna, “el Estado se organiza territorialmente en municipios, en provincias y en las Comunidades Autónomas que se constituyan. Todas esas entidades gozan de autonomía para la gestión de sus respectivos intereses”. De este artículo y, en general, de cuantos conforman el Título VIII de la Constitución, referido a la organización territorial del Estado, surge el concepto de Estado de las Autonomías –o de Estado autonómico–, profusamente utilizado desde entonces en los ámbitos político y mediático, y también en el jurídico, por más que dicha denominación del modelo de Estado no aparezca literalmente, en ninguna de sus dos formas, en el texto constitucional.

Sea como sea, la redacción del mencionado artículo 137 nos indica con toda claridad en su primera frase que, al contrario que los municipios y las provincias, las Comunidades Autónomas se constituirán –lo que no significa que vayan a tener poder constituyente, que sí tiene en cambio el Estado–. Pero no hay duda de que en ese irse haciendo, en ese constituirse, a fin de gestionar, de acuerdo con la segunda frase del artículo, los “respectivos intereses” de esas comunidades, radican gran parte de los males de nuestra democracia presente.

Decía el otro día Félix de Azúa en una entrevista en El Cultural que el “gran error de la Transición fue el sistema autonómico”. Y añadía: “Su supresión resolvería los problemas de caciquismo y feudalismo que sufre España, pero nadie lo va a plantear, ni siquiera la ultraderecha, porque hay mucha gente que vive de él. Sólo una catástrofe nos puede conducir al sistema jacobino, al de izquierdas de verdad”. Razón no le falta, aunque dudo mucho que la solución, en un país como España, esté en la implantación de un sistema jacobino, haya o no catástrofe que la preceda. Los antecedentes de la Segunda República, el régimen más jacobino que hemos tenido, no invitan precisamente al optimismo. Por lo demás, esa percepción negativa del Estado autonómico, ese convencimiento del mal estado en que se encuentra, la comparten hoy muchos españoles y no sólo los que se consideran o son considerados de ultraderecha. Sus desajustes, sus deficiencias, los abusos y vulneraciones del Estado de derecho cometidos en su nombre y bajo su amparo requieren, sin discusión, de una corrección futura. De lo contrario, lo sucedido bajo la presidencia de Pedro Sánchez será una simple broma en comparación con lo que está por venir.

Pero esa reforma no puede consistir en la liquidación pura y dura del sistema autonómico. Dicho modelo de Estado, al igual que la Monarquía parlamentaria, forma parte del llamado pacto de Transición, aquel sutil juego de equilibrios, tan admirado en su momento en el mundo occidental, que permitió transitar, sin que mediara otra violencia que la del terrorismo, de una dictadura a una democracia representativa. Y ese pacto era un todo. Al respecto, no estará de más recordar que en 1936, cuando estalla la guerra civil, en España existía ya un estatuto de autonomía en vigor, el catalán, otro que iba a aprobarse aquel mismo año, el vasco, y un tercero, el gallego, que acababa de refrendarse en Galicia y había sido ya remitido al presidente del Congreso para su tramitación en las Cortes. La Transición, pues, también debía tener presente esos antecedentes y darles solución. Otra cosa es que la fórmula que se fuera a adoptar tuviera que ser, por fuerza, la del célebre “café para todos”.

Todo lo cual no quita para reconocer que el sistema, como decía, reclama a gritos una profunda remoción. Y esa remoción sólo puede venir del reforzamiento de las estructuras dependientes directamente del Estado –las autonómicas, aun siendo también del Estado, lo son por delegación– en el conjunto del territorio nacional y, en particular, allí donde manda el nacionalismo. Un reforzamiento cuya viabilidad pasará antes, a mi entender, por el desarrollo legislativo que por la retirada de competencias y transferencias ya efectuadas –sin que quepa descartar, aun así, esta última opción, como en el caso, por poner un ejemplo reciente, de la gestión de Prisiones traspasada al Gobierno del País Vasco–.

Desde hace más de cuarenta años, al tiempo que la administración del Estado ha ido adelgazando, la autonómica no ha dejado de engordar. Al principio, mediante el traspaso de funcionarios. Más adelante, mediante la creación de nuevas plazas o el relleno de las que quedaban vacantes a las que, a través de distintos mecanismos, se ha impedido el acceso al conjunto de los españoles. La herramienta más conocida y nociva de cuantas se han usado para imposibilitar, en beneficio de una parte de la población, el ejercicio de un derecho que debería ser de todos los españoles ha sido la exigencia del conocimiento de la lengua cooficial allí donde esta está reconocida por el correspondiente Estatuto. Quienes trabajan, por ejemplo, en el ámbito de la educación o de la sanidad –dejo de lado otros campos de la administración cuyo impacto en la población es menos trascendente– han sufrido de forma creciente los efectos de semejante discriminación. ¿Qué funcionario va a solicitar un traslado de una parte a otra de España si sabe que en el destino escogido le van a exigir unas competencias lingüísticas y a menudo también culturales e identitarias que para nada son las comunes en todo el territorio? Añadir que todo ello no hace sino favorecer la endogamia y la corrupción –el “caciquismo y feudalismo” a que se refería Azúa– parece ocioso. 

Para frenar ese proceso de degradación institucional –que contamina también, aunque no haya lengua cooficial de por medio, las demás autonomías– y revertirlo en la medida de lo posible no queda otra opción, a mi juicio, que el fortalecimiento de la administración del Estado a nivel general y, más en concreto, de la que está presente en todas y cada una de las comunidades autónomas, con especial incidencia en aquellas donde el nacionalismo ha sentado sus reales. Un fortalecimiento sujeto a la voluntad reformadora del próximo Gobierno de la Nación, la cual tendrá que pasar, de manera irrenunciable, por una nueva legislación consistente en la promoción de cuantas medidas pongan por delante la unión, la igualdad y la justicia entre todos los españoles y combatan a un tiempo las ansias parceladoras y disruptivas de tantos gobiernos regionales. De ello dependerá, al cabo, la supervivencia del presente Estado de las Autonomías, o sea, del Estado español tal como lo conocemos.