«¿Y tú, a qué piso vas?» Subíamos en el ascensor de casa y el niño, que todavía era muy niño, le había cogido gusto a eso de apretar el botón. Y claro, como en el ascensor —un viejo trasto sin memoria, de hace un montón de años—, aparte de nosotros, iba también embutida una señora mayor, que vivía un par de pisos más arriba, el niño quería saber quién bajaba antes. O, lo que es lo mismo, si tenía que apretar primero un botón u otro. Sobra decir que los padres estábamos orgullosos de lo bien que asimilaba el crío todas esas habilidades. Aun así, nada más llegar a casa, tuvimos que reconvenirle por su pregunta. ¿A quién se le ocurre tratar de tú a una vecina a la que apenas conocía? ¿A qué venía tanta confianza? ¿No le habían enseñando en la escuela que existe una cosa llamada respeto, o buenas maneras, o educación —el nombre no hace la cosa—, que se manifiesta, en gran medida, mediante el tratamiento?

Pues no, no se lo habían enseñado. Peor: le habían enseñado que eso del tratamiento era una antigualla. Y lo habían hecho por vía de ejemplo, que constituye, en definitiva, la forma más eficaz de enseñar algo. En la escuela pública, y no tan pública, todo el mundo se llamaba de tú. No importaba la edad, el nivel o la categoría; no importaba si uno era alumno, maestro, director o conserje. Allí no había clases, ni de un tipo ni de otro. Sólo una gran hermandad. La renovación pedagógica así lo requería. Y la renovación pedagógica, claro está, no era sino el primer estadio de un proceso de renovación infinitamente mayor.

De todo esto hará unos veinte años. Mucho tiempo, sin duda. El suficiente, como mínimo, para que la sociedad española —y en especial la urbana, donde el núcleo familiar cada vez ejerce menos contrapeso— haya ido resquebrajándose a marchas forzadas. El espejismo de la igualdad ha hecho fortuna, hasta el punto de que ya se ha vuelto habitual la imagen de un camarero —joven, por lo general— soltándole a un cliente de edad indefinida, en la terraza de un bar, el correspondiente «¿Qué te pongo?» O la de un locutor telefónico, de una empresa cualquiera, recurriendo al tuteo para comunicarse con su desconocido interlocutor. O la del propio presidente del Gobierno —siempre atento a los ismos y a los seísmos de la moda— dirigiéndose por televisión, con el tú de rigor, a unos ciudadanos a los que no ha visto en su vida.

La educación tiene mucho que ver con la distancia que alcanzamos a poner entre nosotros y los demás. De ahí que ignorar esa distancia tratando a todo el mundo de tú signifique estar renunciando, a un tiempo, a la educación misma. Aunque, si bien se mira, no parece que a nadie preocupe semejante renuncia. Y así nos va, claro.

ABC, 30 de noviembre de 2008.

De tú a tú

    30 de noviembre de 2008
Se pregunta el consejero Huguet por qué ellos sí y nosotros no. Ellos son los habitantes de Groenlandia; nosotros, los de Cataluña. Como sin duda ya conocen, los groenlandeses acaban de aprobar en referéndum la ampliación de su Estatuto de Autonomía. Y lo aprobado no es moco de pavo. Apunten: derecho a la autodeterminación, conversión del groenlandés en única lengua oficial —hasta ahora también lo era el danés—, y control y explotación de los recursos petrolíferos. Visto lo cual, resulta de todo punto comprensible que el consejero se pregunte lo que se pregunta.

Así pues, y sin otro afán que el de sacarle de dudas, vamos a tratar de contestar a la pregunta. O, lo que es lo mismo, vamos a tratar de explicar por qué Cataluña, mal que le pese al consejero, no tiene comparación posible con Groenlandia. Dejemos a un lado las historias respectivas, harto dispares, y centrémonos en el presente. La población groenlandesa, asentada en un territorio de más de dos millones de kilómetros cuadrados, apenas sobrepasa los 57.000 habitantes. La población catalana, instalada en uno de poco más de 32.000, supera ya los 7,3 millones. Sobra decir que dos sociedades con densidades tan diametralmente opuestas —0,026 habitantes por kilómetro cuadrado en el primer caso, 223,9% en el segundo— y con sistemas de vida tan divergentes —de lo más homogéneo el groenlandés, donde todo o casi todo gira alrededor de la pesca; de lo más heterogéneo el nuestro— no admiten demasiadas similitudes. Ni siquiera en su relación con el Estado en que se insertan. Baste recordar, más allá de singularidades geográficas o climáticas, lo que nuestros nacionalistas llaman, con probado fervor, las balanzas fiscales. Les supongo al corriente de lo mucho que aportamos al conjunto del Estado; pues bien, Groenlandia no aporta nada al conjunto de Dinamarca, sino que es el Gobierno danés el que dedica cada año cerca del 30% de su PIB a subvencionar el inmenso islote. Se entiende, pues, que no le importe soltar lastre.

Y lo que es peor. Puestos a imaginar lo que sería de Cataluña si dispusiera de unos recursos petrolíferos como los de Groenlandia y pudiera explotarlos a su antojo, tampoco en eso la comparación surtiría efecto. Porque esa explotación petrolera será tanto más factible cuanto más progrese el cambio climático —es decir, cuanto más se acreciente el deshielo— y ya saben que nuestra izquierda gobernante, tan preocupada por el medio ambiente, jamás permitiría semejante agresión al ecosistema.

Aunque, bien mirado, sí existe un parámetro que permite comparar un país con otro. Un parámetro cultural: el sueño. Para los groenlandeses, el sueño es una unidad de distancia entre dos puntos. Tantas noches viajadas, tantos sueños. Y aunque en Cataluña todavía medimos las distancias en kilómetros, eso sólo vale para las físicas. Las sentimentales hace tiempo que las medimos también en sueños, sobre todo desde que nos gobierna el nacionalismo. Soñamos con la autodeterminación, con la independencia, con el Estado propio. O con que Cataluña es Groenlandia. Y seguimos soñando, tan felices.

ABC, 29 de noviembre de 2008.

El sueño catalán

    29 de noviembre de 2008
Mucho me temo que la doble incompetencia del juez Garzón —la que le ha llevado esta semana a cerrar la causa contra el franquismo y, sobre todo, la que le llevó en su momento a abrirla— va a traer consecuencias, y no precisamente agradables. Cuando menos para personas como Carmen Negrín.

Carmen Negrín es nieta de Juan Negrín, último presidente de Gobierno de la Segunda República española, lo que equivale a afirmar que existe porque existió su abuelo. Es verdad que eso, al cabo, nos ocurre a todos. Sólo que ella, a diferencia de los demás, ha convertido esa ascendencia en su principal razón de ser. Aunque todos tengamos abuelos, y aunque, a priori, todos estos abuelos merezcan —ellos o su recuerdo— igual respeto, no todos han sido, claro, presidentes de gobierno. Y menos aún de unos gobiernos como los que presidió, entre 1937 y 1939, Juan Negrín. De ahí que su nieta viva, o parezca vivir, única y exclusivamente para contarlo.

Y si digo que la incompetencia del juez va a traer para ella consecuencias es porque Carmen Negrín ya no pudo soportar en su día —hasta el punto de anunciar la presentación de una querella por prevaricación— que el Pleno de la Audiencia paralizara las exhumaciones ordenadas por Garzón. En realidad, lo que no pudo ni podrá jamás soportar la nieta del presidente es que la historia no se parara en aquellos años en que su abuelo tuvo en sus manos los destinos de la República y en los que todo, empezando por la victoria, parecía aún posible.

Porque allí vive ella. En plena guerra. Metida en el archivo de su antepasado, del que no quiere revelar el paradero —afirma— para evitar que alguien lo robe o lo queme. ¿Fantasmas? No, la guerra, simplemente. Por eso, tal y como confesaba el domingo en «El País» en un rapto de lucidez, no se siente capaz de leer todos los documentos que guardaba el abuelo: «Es difícil leer a posteriori, sabiendo el final. Sabiendo que termina mal». Pues claro. La historia tiene esas cosas. Que los hechos hechos son, y no hay quien los toque. A lo máximo a lo que podemos aspirar es a explicarlos, a interpretarlos, a entenderlos. Nada más. Leer el pasado como si fuese presente, dejarse llevar por sus venturas, hacerse ilusiones, manejar el futuro de entonces como si todavía estuviese por llegar, no lleva a ninguna parte.

Aun así, cada cual es muy libre de aferrarse al ayer. Faltaría más. Si algunos nietos de aquellos abuelos quieren seguir jugando a la guerra, ¿quién demonios se lo puede impedir? Pero una cosa es que jueguen ellos y otra muy distinta que pretendan arrastrarnos en la pugna, gracias a la incompetencia de un juez, a todos los demás. Lo primero es una desgracia. Lo segundo, una pesadilla.

ABC, 23 de noviembre de 2008.

La guerra de los nietos

    23 de noviembre de 2008
El oficio de comentarista semanal tiene sus días malos. Por ejemplo, cuando no hay noticias. O cuando hay demasiadas y alguna deberá quedarse sin comentario. O, en fin, cuando las noticias, muchas o pocas, exudan de tal modo que el hedor resulta insoportable. Esta semana se da, precisamente, el último de los supuestos, por lo que estamos, qué le vamos a hacer, ante un día malo.

El martes tuvimos el aperitivo. Joan Martí i Castell, presidente de la Sección Filológica del Institut d’Estudis Catalans (IEC), reclamó en una emisora de radio que se impongan sanciones económicas o se aparte del puesto de trabajo a aquellos periodistas que no dominen el idioma. Como lo dijo en una emisora de esas que tienen las licencias aseguradas por el hecho de emitir en lengua catalana, y como se supone que este y no otro es el ámbito donde Martí ejerce su competencia —cuando menos la que cabe atribuirle como filólogo—, está claro que el presidente del IEC aludía a esta lengua y a este tipo de emisoras cuando hablaba de sanciones. Luego, es verdad, al ver la que había armado, pidió excusas al respetable, precisó que se refería a cualquier lengua e indicó que lo que él quería decir y no dijo era que habría que exigir ese dominio del idioma a la hora de contratar a alguien —lo que viene a ser lo mismo, si no peor, ya que el periodista ni siquiera tendría la oportunidad de empezar a trabajar—. (Por cierto: cuando habló de sanciones, Martí también confesó que había un país en el mundo que ya las aplicaba: China. Un país democrático, sin duda.)

Pero el plato fuerte vino al día siguiente. Josep Maria Carbonell, presidente del Consell de l’Audiovisual de Catalunya (CAC), compareció a petición propia en el Parlamento de Cataluña. Se supone que la comparecencia era para explicar los criterios por los que se había regido el Consell a la hora de conceder 83 licencias de emisoras de radio y denegar unas cuantas más. Mejor dicho: se suponía. Porque Carbonell no aportó prueba alguna. Eso sí, dio la palabra a su consejero Madero para que denunciara las presiones a que se había visto sometido, según él, por el propio partido que lo había nombrado, el PP catalán. Lástima que Madero, ex periodista, se saliera de madre y, en un alarde de independencia, diera rienda suelta a todas sus fobias, que casualmente coincidían con las principales cabezas de dos de las emisoras perjudicadas en el reparto.

Pero Carbonell no se limitó a eso. También declaró que era «socialista, catalanista y católico», que tenía «ideología y creencias», y que ninguno de estos aspectos había influido en su gestión. Tal vez. Pero sí habían influido antes en su nombramiento. ¿O acaso un perfil como el suyo no es el más acorde con un nombramiento que debía contar, a un tiempo, con el aval del tripartito y del principal partido de la oposición? Lo demás —y, en especial, la gestión— se da por añadidura.

ABC, 22 de noviembre de 2008.

Ordeno, mando y dispongo

    22 de noviembre de 2008
Sigo con verdadero interés el último rifirrafe entre la Comunidad de Madrid y su Ayuntamiento. Ya saben, lo del hombre anuncio. Y más desde que el hombre de la presidenta, Ignacio González, ha calificado de arbitraria, intervencionista e invasora de competencias la nueva ordenanza de publicidad exterior impulsada por la mujer del alcalde, Ana Botella, y ha amenazado con llevar la Corporación a los tribunales. (Y conste que, en la frase anterior, los términos «hombre» y «mujer» no cumplen otra función que la de anunciar el sexo de cada cual, por lo que muy bien podríamos estar, gramaticalmente hablando, ante un hombre anuncio y una mujer anuncio.)

Como es natural, lo que me interesa del rifirrafe no es tanto el enfrentamiento institucional como la suerte de un colectivo, por modesto que sea, cuyo oficio pende de un hilo normativo. De ahí que no pueda por menos que suscribir la postura del Gobierno regional, que antepone el derecho al ejercicio de una actividad laboral, libremente desempeñada, a cualquier otra consideración. Y, sobre todo, cuando la consideración en que se sustenta la cláusula prohibicionista es la necesidad de defender «la dignidad de la persona».

Yo no sé, francamente, qué hay de indigno en pasear por la calle emparedado entre dos tableros en los que se anuncian, por ejemplo, casas de empeños. La misma indignidad, supongo, que puede haber en repartir octavillas a la salida del metro con la dirección y los precios de ciertos tugurios donde, según dicen, dan de comer. O en obsequiar a los viandantes, cual una verdadera «Martina patina», con un reclamo de una multinacional alimenticia. O en vestirse, en fin, de Papá Noel para repartir, entre el personal callejero, y en especial entre los más pequeños, propaganda de unos grandes almacenes.

En este sentido, si lo que se pretende es regular la exhibición de cuanta publicidad exterior atenta contra la dignidad de la persona, no veo por qué el Ayuntamiento de Madrid no incluye en la nómina prohibicionista esos afiches gigantes que pueblan nuestras ciudades y en los que se exhiben homjavascript:void(0)bres y mujeres en la más fina de las lencerías, para vergüenza de quienes no poseemos semejantes cuerpazos. O, ya puestos, por qué no impide que las vallas publicitarias del municipio estén repletas de estrellas del deporte o del espectáculo —lo que viene a ser lo mismo—, prestas a asociar su imagen a cualquier producto mientras les paguen por ello. Aunque mucho me temo que, en este terreno, la máxima indignidad no es ninguna de las anteriores, sino la de esos políticos que, en vísperas de elecciones, estampan su cara en todo tipo de soporte para vendernos unas promesas que saben a ciencia cierta que no cumplirán.

ABC, 16 de noviembre de 2008.

La dignidad de la persona

    16 de noviembre de 2008
Comprendo que ABC lleve unos cuantos días mostrando su indignación por la forma como el Consejo del Audiovisual de Cataluña (CAC) adjudicó la semana pasada la explotación comercial de emisoras de Frecuencia Modulada. Motivos no le faltan. Por un lado, ABC es un medio de comunicación, y cualquier medio de comunicación que se precie debería tener razones bastantes para indignarse ante la decisión tomada por el organismo regulador —¡qué eufemismo tan maravilloso para referirse a la actividad censora!—. Por otro, la empresa editora de ABC es también propietaria de Punto Radio, una emisora que ha visto mermada su presencia en las ondas catalanas con la retirada de tres de sus licencias. Y luego, aún, el CAC ha hecho pública su resolución apenas una semana después de que Esquerra Republicana, por boca de su presidente, Joan Puigcercós, pidiera la aplicación de un «cordón sanitario» a este periódico por denunciar los gastos suntuarios de dos de sus máximos dirigentes, Benach y Carod-Rovira.

Con todo, me cuesta creer que exista una relación de causa a efecto entre la «fatwa» de Puigcercós y la decisión del CAC. No, no me malentiendan: no es que considere a los miembros de ese sanedrín supuestamente deontológico incapaces de plegarse a semejante requerimiento; al contrario, son gente sumisa, acostumbrada a la disciplina de partido —casi todos militan en una rama u otra de la transversalidad nacionalista, y los pocos que no lo hacen es porque han echado cuentas y han llegado a la conclusión de que les conviene más ejercer de simples compañeros de viaje—. No, mi incredulidad tiene otros orígenes. Y esos orígenes los marca la ley. Pronto hará tres años de la aprobación de la Ley de la Comunicación Audiovisual de Cataluña. Y en ella, en la «Exposición de motivos», puede leerse lo siguiente: «Esta ley se fundamenta en el derecho de los ciudadanos de Cataluña a disponer de un sistema audiovisual que refleje su realidad inmediata a partir de formas expresivas vinculadas a su abanico de tradiciones, es decir, el entorno simbólico (…)».

Ya ven, escrito está. Y aprobado por nuestro Parlamento. Así las cosas, ¿cómo quieren que el CAC dé licencias a formas expresivas que no forman ni formarán nunca parte del abanico de tradiciones o del entorno simbólico a que alude la ley? ¿Cómo quieren que, en tales circunstancias, emisoras como Punto Radio o la COPE mantengan sus frecuencias, o que Unedisa llegue a tener un día alguna? No, la ley está hecha para favorecer el parasitismo estructural de marcas radiofónicas como Flaix FM o Radio Teletaxi, verdaderos estómagos agradecidos, o para que grandes grupos empresariales como Godó o Planeta, que sí están vinculados al entorno simbólico, vayan ampliando su red de emisoras. ¿Y saben cómo se vincula uno a ese entorno? Pues muy fácil. Resucitando a un muerto, por ejemplo. O, lo que es lo mismo, asumiendo a partes iguales el 80% de las acciones de un periódico como el «Avui». Del 20% restante ya se ocupa la Generalitat. O sea, el CAC. O sea, Catalunya. Con «ny».

ABC, 15 de noviembre de 2008.

Con «ny» de CAC

    15 de noviembre de 2008
Aunque el refrán los asocie y hasta parezca que los hermana, no hay que darle crédito: el hombre y el oso, cuanto más alejados el uno del otro, más hermosos. Hasta el punto de que no existe mejor oso para el hombre que el de peluche. O que el de Canadá, sobre todo si vive en una reserva y no se exhibe más que en contadas ocasiones y, a ser posible, sedado. Cualquier intento de convivencia entre las dos especies está condenado al fracaso. Y, si no, que se lo pregunten a ese cazador leridano que fue atacado no hace mucho por una osa en el valle de Arán mientras participaba en una cacería, y no precisamente osera.

Bien es verdad que, al decir de la asociación ecologista Ipcena, la culpa de que el cazador recibiera un mordisco y un zarpazo no la tuvo la osa, sino el propio cazador, por no comportarse como es debido. Según la asociación, todo cazador debería saber que, en presencia de un oso, hay que hacer la esfinge. Nada de gritos ni de aspavientos. Quieto ahí, muchacho, calladito estás más mono; y a esperar que escampe. De lo contrario… Pero, más allá de esa inversión entre víctima y verdugo —a la que tan acostumbrados nos tienen, por cierto, determinados sujetos y colectivos cuando la violencia la ejerce el nacionalismo—, lo más relevante de las declaraciones del portavoz de Ipcena es la apostilla: «El animal, de todos modos, no tuvo intención de matar; si no, el hombre no lo habría contado». O sea que, encima, hay que darle las gracias. ¡Anda la osa!

Por lo demás, la bestia en cuestión ni siquiera es autóctona. Proviene de Eslovenia y, junto a una decena de congéneres, fue trasladada en 2006 hasta el Pirineo por nuestros vecinos franceses, de común acuerdo con el Gobierno español y su franquicia catalana. Vaya, que muy bien podríamos habérnosla ahorrado. Habría bastado con no caer en la tentación de restituir lo que llevaba décadas extinguido o en vías de extinción. En realidad, con el llamado oso ibérico hemos actuado exactamente igual que con la lengua. Cuando menos a tenor de lo ocurrido en algunas zonas de Navarra, donde la simple existencia de un topónimo vascuence, real o inventado, se ha erigido en razón más que suficiente para justificar el aprendizaje y la difusión de una lengua —el vascuence, por descontado— que llevaba siglos desaparecida de la región.

Pero no todo es importación en lo tocante a esta especie animal. En la cordillera Cantábrica, en los límites entre Castilla y León, Galicia y Asturias, también tenemos ejemplares autóctonos. Y la población, para desespero de los lugareños y alegría de los conservacionistas, no para de crecer. Milagros de la discriminación positiva.

Lo que nunca se nos ocurrirá, me temo, es convertir al ser humano en especie protegida.

ABC, 9 de noviembre de 2008.

¡Anda la osa!

    9 de noviembre de 2008
Seguro que todos ustedes han oído alguna vez aquello de «lo que no te ha enseñado la escuela, ya te lo enseñará la vida». Y hasta puede que, además de oírlo, lo hayan dicho. Se trata, en el fondo, de un desahogo. O, si lo prefieren, de la evidencia, más o menos explícita, de un cierto fracaso. El de la escuela. El de la enseñanza reglada. O, para usar un término en boga, el de la educación.

En los últimos tiempos, sin embargo, se está popularizando otra fórmula: «Lo que no te enseña la escuela, ya te lo enseña la calle». A simple vista, parece una variación sobre el mismo tema. Si bien se mira, ¿qué es la calle, en el imaginario adolescente —y muchos padres, ¡ay!, dan la impresión de seguir anclados en esta edad—, sino el escenario propicio a una vida plena? Pero entre ambas fórmulas existe una diferencia sustancial: la relación temporal entre uno y otro modo de enseñanza, entre, por un lado, el que procura la escuela y, por otro, el que proporcionan la vida o la calle. Lo que en la primera fórmula es una relación de consecuencia y, hasta cierto punto, de causa a efecto, en la segunda es una relación de estricta simultaneidad. Como si el carácter complementario de ambas enseñanzas fuese un presupuesto ineludible, y, en tanto que tal, asumido desde el principio.

Por descontado, no seré yo quien afirme que la escuela debe acarrear, solita, todo el fardo de la educación. Al contrario, este es un asunto, ante todo, familiar, al que la escuela, a lo sumo, no puede sino echar un cable. Y luego están la vida y la calle, claro, para acabar de saber lo que es bueno. Pero ello no quita, insisto, que haya edades para todo. Y la de la escuela es, debería ser, la de la escuela. Y poco más.

No opina así José María Maravall. El último Premio Nacional de Sociología ha estado estos días en Barcelona y, ante el comentario de un periodista lamentándose de que en Cataluña los niños no puedan ser escolarizados en castellano, ha confesado: «Yo tengo un nieto al que adoro, hijo de una sueca. Sus padres hablan en inglés y él habla en castellano porque lo aprende en la calle todos los días. No veo ningún problema». Ningún problema, dice. Dejemos ahora a un lado la adoración del abuelo y lo irrelevante, en términos sociológicos, del caso del nieto, y vayamos al fondo del asunto. ¿Ningún problema, dice? Pues claro. ¿Cómo va a ver algún problema quien ha sido entre 1982 y 1988, en tanto que ministro de Educación, el máximo responsable de la reforma educativa —LRU, LODE y cimientos de la LOGSE—? ¿Cómo va a ver algún problema quien ha colaborado como el que más en la destrucción de la enseñanza en España y, en lo tocante a Cataluña, en la conversión del catalán en única lengua de enseñanza? Nada, nada, a lo hecho, pecho, sí señor. Aunque sea, a todas luces, una inmoralidad.

ABC, 8 de noviembre de 2008.

La ley de la calle

    8 de noviembre de 2008
El día en que yo nací, no existían ni el Rey ni la Reina; sólo los Reyes. Y, encima, no había forma de verlos. Pasaban una vez al año, en una noche epifánica, y estaba terminante prohibido ponerles el ojo encima, so pena de quedarse más pelado que el ropero de Tarzán. Es verdad que yo nací muy a finales de 1956 y que por entonces en España, aparte del fútbol y la lotería, no se hablaba más que de Hungría, de la nueva ley del Registro Civil y del Generalísimo —sobre todo del Generalísimo—. Y también de los Reyes, claro, aunque nadie acertara a verlos.

Las cosas siguieron más o menos igual en los años siguientes. Pero, a mediados de los sesenta, empecé a oír hablar de los Príncipes. De unos Príncipes muy distintos a los Reyes que yo conocía, pues nada tenían que ver con la imaginación, sino que eran de carne y hueso. Por aquello de la edad —de la mía, por supuesto—, me había pasado por alto su enlace matrimonial en Atenas, en mayo de 1962, y no digamos ya la imagen del desfile de la princesa Sofía de Grecia encabezando la delegación de su país, cuando la inauguración de los Juegos Olímpicos de Roma, en agosto de 1960, imagen que algunos periódicos españoles habían recogido en sus páginas de huecograbado. Aun así, el que yo oyera hablar de los Príncipes no significa que prestara especial atención al Príncipe o a la Princesa. No por nada; es que los veía como un todo, como algo inseparable, y, lo que es peor, a la sombra del Generalísimo.

Claro que yo, en aquella época, no solamente era joven, sino también antifranquista. Y ejercía. De ahí que ni siquiera la foto de los Príncipes con Josep Pla, el día de San José de 1975, bajo la campana de la chimenea del Mas de Llofriu, rodeados de vino y de buñuelos, pudiera ahuyentar la dichosa sombra. Tuvo que llegar la Transición y, en particular, el 23 de febrero de 1981, para que yo empezara a admirar a quien ya entonces era el Rey de España, y para que, detrás de la figura del Rey, percibiera la de la Reina. No diré que me hice monárquico, pero a punto estuve. En todo caso, sí me hice, seguro, juancarlista. Y, poco a poco —y que Doña Sofía me perdone por la anfibología—, fui volviéndome, a un tiempo, sofista.

¿Por qué? Yo creo que porque siempre he admirado a quien se comporta en toda circunstancia como hay que comportarse. A quien sabe estar a la altura, en una palabra. Y todavía más si se trata, como es el caso, de una altura considerable, que requiere carácter, inteligencia y grandes toneladas de «savoir faire». De todo ello mi Reina ha dado en estos años innumerables pruebas. Por eso, en un día tan señalado como el de hoy, no puedo sino desearle la mayor de las felicidades. ¡Ah, y que sea por muchos años!

ABC, 2 de noviembre de 2008.

Mi reina

    2 de noviembre de 2008
Parece mentira cómo ha evolucionado el asunto. Hablábamos aquí el pasado sábado del impacto que la distancia entre Reus y Barcelona tiene en el erario público cuando quien debe recorrerla es el automóvil del presidente del Parlamento catalán —o lo que es lo mismo: nos preguntábamos si los kilómetros que median entre ambas ciudades justifican la adquisición de un escritorio de madera o de un reposapiés, o si habría que ir, como mínimo, de Reus a París o de Reus a Londres para poder justificarla—, cuando resulta que estamos tan sólo ante la punta del iceberg. Así, esta semana hemos sabido por el periódico que el vicepresidente Carod-Rovira y los consejeros Saura y Castells cobran dietas en concepto de desplazamiento en tanto que miembros del Gobierno autonómico, y no por ello dejan de cobrar por el mismo concepto las dietas que les corresponden como diputados de la Cámara. En fin, un chollo: mientras que el común de la gente ha de pagarse el desplazamiento y la estancia cuando le da por viajar, nuestros representantes políticos no sólo lo tienen todo pagado, sino que, encima, lo tienen todo pagado dos veces. Así cualquiera.

Pero el mundo no acaba en Cataluña. Ni siquiera el mundo de las pequeñas corruptelas. En nuestra España de las Autonomías hay casos mucho más llamativos. Como el de Galicia, por ejemplo. Recuerden, si no, lo que este mismo periódico publicaba hace unos días a propósito del coche blindado del presidente Pérez-Touriño, cuyo precio, 480.000 euros, convierte el Audi del presidente Benach, incluso con aditivos, en una suerte de utilitario. O lo que también publicaba acerca de la remodelación del Área de Presidencia de la Xunta: un dispendio de cerca de 2,4 millones de euros, de los que casi 900.000 corresponden a la compra de mobiliario y otros enseres. Y ello nada más llegar al poder, como quien dice.

De todos modos, no hay de qué extrañarse. El actual Gobierno gallego ha sentido siempre una gran admiración por Cataluña. Y no digamos ya por el actual Gobierno catalán, con el que comulga en lo nacional y en lo progresista. De ahí que lo tome como modelo. Y los modelos están para ser imitados. Y, sobre todo, para ser superados. Si echan un vistazo a la política lingüística desarrollada en Galicia en lo que llevamos de legislatura autonómica, verán hasta qué punto está calcada de la desarrollada en Cataluña durante tantos lustros, y muy especialmente en el último. Pero, además, verán, aquí y allá, no pocos síntomas de superación —esto es, de radicalización— con respecto al patrón original. Con los complementos ocurre lo mismo, ya sean para el coche o para el piso. Y es que no hay nada peor que un nuevo rico. Es cierto que los gobernantes catalanes lo son; pero más lo son, en el fondo, sus compinches gallegos. Son algo así como los nuevos ricos de los nuevos ricos, el no va más del derroche público, la vanguardia del despilfarro. Hasta nuevo aviso, claro.

ABC, 1 de noviembre de 2008.

Los nuevos ricos de la política

    1 de noviembre de 2008