Seguro que todos ustedes han oído alguna vez aquello de «lo que no te ha enseñado la escuela, ya te lo enseñará la vida». Y hasta puede que, además de oírlo, lo hayan dicho. Se trata, en el fondo, de un desahogo. O, si lo prefieren, de la evidencia, más o menos explícita, de un cierto fracaso. El de la escuela. El de la enseñanza reglada. O, para usar un término en boga, el de la educación.

En los últimos tiempos, sin embargo, se está popularizando otra fórmula: «Lo que no te enseña la escuela, ya te lo enseña la calle». A simple vista, parece una variación sobre el mismo tema. Si bien se mira, ¿qué es la calle, en el imaginario adolescente —y muchos padres, ¡ay!, dan la impresión de seguir anclados en esta edad—, sino el escenario propicio a una vida plena? Pero entre ambas fórmulas existe una diferencia sustancial: la relación temporal entre uno y otro modo de enseñanza, entre, por un lado, el que procura la escuela y, por otro, el que proporcionan la vida o la calle. Lo que en la primera fórmula es una relación de consecuencia y, hasta cierto punto, de causa a efecto, en la segunda es una relación de estricta simultaneidad. Como si el carácter complementario de ambas enseñanzas fuese un presupuesto ineludible, y, en tanto que tal, asumido desde el principio.

Por descontado, no seré yo quien afirme que la escuela debe acarrear, solita, todo el fardo de la educación. Al contrario, este es un asunto, ante todo, familiar, al que la escuela, a lo sumo, no puede sino echar un cable. Y luego están la vida y la calle, claro, para acabar de saber lo que es bueno. Pero ello no quita, insisto, que haya edades para todo. Y la de la escuela es, debería ser, la de la escuela. Y poco más.

No opina así José María Maravall. El último Premio Nacional de Sociología ha estado estos días en Barcelona y, ante el comentario de un periodista lamentándose de que en Cataluña los niños no puedan ser escolarizados en castellano, ha confesado: «Yo tengo un nieto al que adoro, hijo de una sueca. Sus padres hablan en inglés y él habla en castellano porque lo aprende en la calle todos los días. No veo ningún problema». Ningún problema, dice. Dejemos ahora a un lado la adoración del abuelo y lo irrelevante, en términos sociológicos, del caso del nieto, y vayamos al fondo del asunto. ¿Ningún problema, dice? Pues claro. ¿Cómo va a ver algún problema quien ha sido entre 1982 y 1988, en tanto que ministro de Educación, el máximo responsable de la reforma educativa —LRU, LODE y cimientos de la LOGSE—? ¿Cómo va a ver algún problema quien ha colaborado como el que más en la destrucción de la enseñanza en España y, en lo tocante a Cataluña, en la conversión del catalán en única lengua de enseñanza? Nada, nada, a lo hecho, pecho, sí señor. Aunque sea, a todas luces, una inmoralidad.

ABC, 8 de noviembre de 2008.

La ley de la calle

    8 de noviembre de 2008