Sabida es la obsesión que tuvo siempre Josep Pla por el uso cabal del adjetivo. Aquello de tomarse su tiempo para liar el cigarrillo e ir dándole vueltas –al papel y al adjetivo–. Consideraba Pla que no existía tarea más ardua y trascendente para un escritor que la consistente en “la adecuación de los adjetivos a los sustantivos”. E incluso a propósito de un autor como Baroja, por el que sentía un aprecio literario rayano en la admiración, dejó escrito en El cuaderno gris lo siguiente –la traducción es de Dionisio Ridruejo y Gloria de Ros–: “El defecto de Baroja es que es un hombre de adjetivo ligero. A veces juzga, adjetiva, ligeramente –los lanza como los burros los pedos–”. Pues bien, algo muy parecido puede decirse, sin exagerar lo más mínimo, de Pedro Sánchez, atendiendo a su pedorreo adjetival del pasado lunes en el Gran Teatro del Liceo –y que me perdone la memoria de don Pío por la analogía–.

Ese “gran”, por ejemplo. Doce veces utilizó el presidente del Gobierno en su discurso dicho adjetivo –once, si se exceptúa la correspondiente a la designación de la propia ópera barcelonesa–. Y a cuál más ampulosa. El primer agraciado fue el poeta Martí i Pol, icono del antifranquismo campestre de estirpe comunista. Tras citar, en catalán, unos versos “del gran Miquel Martí i Pol” –un poeta más bien menor, por cierto, al que sólo el nacionalismo y la escuela patriótica han elevado a los altares convirtiéndolo en lectura obligatoria, y del que Sánchez debía de ignorar la existencia hasta ver impreso su nombre en el papel–, prosiguió con la cita en castellano. Pero lo que no hizo –como ha recordado con nacional pertinencia elnacional.cat– fue llegar hasta el final del poema. Porque este concluye con un verso que el independentismo ha tomado como bandera y que, traducido, reza así: “Todo está por hacer y todo es posible”. En otras palabras, “lo volveremos a hacer”.

Luego viene otro “gran” que no figura en el texto del discurso y no he incluido, por tanto, en el recuento, pero que sí está en potencia. Tres párrafos más allá el conferenciante asegura que “podríamos seguir así, encerrados con un solo juguete, como diría el genio catalán Juan Marsé”. Ya no es el “gran Juan Marsé”, como en el caso de Martí i Pol, sino “el genio”, acaso porque ahora se trata de un antifranquista afín al socialismo patrio. Y “catalán”, encima, lo que redunda sin disputa alguna en su genialidad. Sobra precisar que el presidente, al que tal vez le suene eso de “Juan Marsé”, no habrá leído, con toda probabilidad, Encerrados con un solo juguete. Pero tanto da. Si para firmar una tesis no es necesario haberla escrito de cabo a cabo, sólo faltaría que para citar a un poeta o a un novelista hubiera que haber leído algo suyo.

Los otros “grandes”, hasta completar la docena, acompañan momentos estelares del discurso. Por ejemplo, el “gran espíritu de unidad ciudadana”, que, según Sánchez, contribuyó a que el Gran Teatro volviera a ser lo que era antes del incendio de 1994 –y así “pudieron regresar el arte, los aplausos a esta platea”, añadía al punto el conferenciante, deseoso quizá de recibirlos él también–. O “el gran paso” –a saber: la concesión de los indultos– que iba a dar la democracia española –sí, la democracia española– para que se produzca el tan ansiado “reencuentro”. O las “grandes transformaciones” y el “gran cambio social y económico” que se avecinan. Y esa “gran oportunidad”, doblemente reiterada, que no podemos dejar escapar. Y, en fin, esa “unión de una gran mayoría de futuro y de convivencia en Cataluña y en el conjunto de España”, signifique lo que signifique y que debemos, sostiene el presidente, alcanzar.

Pero no todo fue pedorreo adjetival el lunes en el Gran Teatro del Liceo. También hubo, cómo no, la incontinente burricie de género que caracteriza a nuestra izquierda cuando alguno de los suyos toma la palabra. Los “todos y todas”, “ellos y ellas”, etc. Eso sí, esta vez, en consonancia con la magnificencia del acto, la corrección política sufrió un auténtico desparrame. Algunas perlas: “Encabezo un Gobierno que defiende la unión de todos y todas los españoles y españolas”; “Y esa forma [en que podemos perseguir nuestros ideales] implica el reconocimiento de todos y de todas y los derechos de todos y de todas”; “una gran oportunidad que nos exige a todos y a todas, toda la concentración y todas las fuerzas posibles porque de conseguirlo, todos y todas vamos a salir beneficiados”. Y para terminar, este remate, entre el desvarío y el éxtasis: “Cataluña. Catalanes y catalanes en Cataluña. Catalanes y catalanas. Os queremos”.

Y lo peor de todo es que la gran farsa no ha hecho más que empezar.

(VozPópuli, 24 de junio de 2021)


El gran farsante

    24 de junio de 2021

No en el sentido etimológico de ‘pensamiento’, pero sí en el que da el diccionario de ‘palabras o frases sagradas (…) que se recitan durante el culto para invocar a la divinidad’ conviene el término mantra a tantos vocablos o sintagmas por los que siente especial devoción la izquierda española. El pasado domingo Ferran Toutain aludía en El País a uno de estos mantras a propósito de la representación en Barcelona de Señor Ruiseñor, la obra que Els Joglars han dedicado a la figura de Santiago Rusiñol: aludía, en concreto, al mantra de la igualdad, entendida como igualación. Al respecto, recordaba Toutain hasta qué punto el autor de La niña gorda –una obra, por lo demás, cuyo simple título habría procurado hoy a Rusiñol la más fulminante cancelación– había resultado profético al advertir que “el día que hubiese igualdad, nos pondríamos jorobas postizas”. Y es que nunca se habrán visto tantas jorobas postizas como durante estos años procesistas. Y no sólo en Cataluña, por cierto.

El populismo nacionalista ha abonado sin duda el terreno. Pero esos mantras, que actúan en la conciencia servil del militante o del votante como un bálsamo eufemístico, son de raíz netamente izquierdista. El nacionalismo, en su afán totalitario, se ha limitado a apropiárselos. Ocurre con la igualdad igualatoria y ocurre también con la cohesión.

Si no ando equivocado, los primeros que hablaron de cohesión social en Cataluña fueron los comunistas del PSUC, siempre tan preocupados –mucho más que Pujol y compañía, en todo caso– por la sutura de las dos comunidades en que el franquismo, decían, había fragmentado la tierra catalana. De una parte, la de los generacionalmente nativos, los autóctonos, los genuinos catalanes; de otra, la de los advenedizos, los inmigrantes, los antiguos murcianos y los flamantes charnegos a los que Paco Candel, mediada la década de los sesenta del pasado siglo, puso el precinto de “los otros catalanes”. Y, aparte de postular la mejora de las condiciones socioeconómicas de la segunda de las comunidades como factor de integración, los intelectuales del PSUC entronizaron la idea de que el conocimiento y el uso de la lengua del lugar –lo que ahora se entiende, estatutariamente al menos, como la lengua propia del territorio– era un elemento decisivo para que dicha fusión comunitaria, esto es, dicha cohesión social, surtiera efecto. Y a ello se emplearon, con la inestimable ayuda del resto de la izquierda y, claro está, de todo el arco nacionalista catalán. Sobra añadir con qué afán y convencimiento, dada su primigenia condición de comunistas y nacionalistas.

Llegados los tiempos de la Transición y la Autonomía, fue también la izquierda catalana, ya con los socialistas como fuerza hegemónica, la que siguió insistiendo en la función cohesionadora de la llamada lengua propia. La Convergencia de Pujol apostaba por un modelo educativo de tres líneas parecido al del País Vasco, pero los socialistas consideraban que eso iba en contra de sus principios igualitarios, radicalmente opuestos a cualquier forma de división –y, en consecuencia, de libertad de elección de lengua–, por lo que enarbolaron la bandera de la línea única, con el comprensible y satisfecho beneplácito del nacionalismo gobernante. Y ese presupuesto unificador fue labrando poco a poco el terreno a lo que ha terminado siendo el modelo de inmersión lingüística, sustrato ideológico y pilar fundamental de la Cataluña del Procés.

De cuanto antecede podría inferirse que el uso torticero de la cohesión como mantra de Fierabrás es cosa del nacionalismo. Nada más incierto; en realidad, es cosa de la izquierda, a la que el nacionalismo, fiel a su inveterada costumbre, ha fagocitado a su gusto. Sirva como muestra de ese uso la “Exposición de motivos” del Anteproyecto de Ley de Memoria Democrática, donde se fija como objeto de la ley “el fomento de la cohesión y solidaridad entre las diversas generaciones de españoles y españolas en torno a los principios, valores y libertades constitucionales, y la necesaria supresión de elementos de división entre la ciudadanía”. Sí, lo han leído bien. Poco importa que lo que sigue sea un compendio de medidas divisivas, basadas en un relato de parte, profundamente sesgado, de nuestra historia común. La cohesión, esa otra joroba postiza que haría sin duda las delicias de Rusiñol, que no falte.  

(VozPópuli, 17 de junio de 2021)

El mantra de la cohesión

    17 de junio de 2021

Yo no sé si Yolanda Díaz, Alberto Garzón, Irene Montero, Ione Belarra o Manuel Castells saben quién fue Julio Camba. Puede que a Castells, de todos el más leído, le suene el nombre. Al fin y al cabo, comparte con el periodista de Villanueva de Arosa la vena anarquista –el resto de carteristas de Unidas Podemos, esto es, de poseedores de carteras, son todos comunistas–, aunque el anarquismo de Camba pronto se disipó, mientras que el de nuestro ministro de Universidades sigue guiando sus pasos, por más que, tal y como admitía él mismo hace meses, en tanto que ministro no lo practique. Claro que una cosa es que a Castells le pueda sonar el nombre de Camba, y otra muy distinta que haya leído algo suyo. Y lo que ya me parecería de todo punto milagroso es que conociera “La tiranía del trabajo”, ese pequeño tesoro que el periodista gallego incluyó hace un siglo en el último apartado de La rana viajera, justamente titulado “La antipolítica”.

De haberlo hecho, de haber tenido la ocasión y haberse tomado la molestia de leer el artículo, Castells habría encontrado en él reflejado lo que ha sido la actitud, y por ende la conducta, de sus compañeros ministeriales –a los que hay que añadir, por cierto, el cesante Pablo Iglesias– y de sí mismo a lo largo del último año y medio. Oigamos a Camba: “Para mí, toda la cuestión social se reduce a una cosa: que el hombre no quiere trabajar y que es preciso que trabaje. El hombre no quiere trabajar doce horas, ni ocho, ni cinco, ni dos; no quiere trabajar en un trabajo desagradable ni en un trabajo agradable; no quiere trabajar absolutamente nada. Pretender establecer el trabajo colectivo como base de la sociedad futura me parece, por lo tanto, un absurdo”.

Así las cosas, no es de extrañar que Luca Constantini esté hasta arriba de trabajo. Lo que no trabajan esos ministros lo trabaja él. Constantini, como sin duda les consta, es quien se ocupa de Unidas Podemos en Vozpópuli. El experto, en una palabra, el que trae exclusiva tras exclusiva sobre el acontecer de los antaño abanderados, junto a Ciudadanos, de la nueva política. Y lo cierto es que en los últimos tiempos el hombre no da abasto. Primero fue la tocata y fuga de Iglesias y su sustitución por el dueto Díaz-Belarra. Luego, la encrucijada creada por la necesidad de optar entre Garzón y Castells ante el imperativo de tener que prescindir de uno de los ministerios de cuota. Y este mismo lunes, sin ir más lejos, Constantini firmaba aquí una pieza en la que abría todavía más el compás e incorporaba a los nombres de la ruleta los de Belarra y Montero, si bien por razones distintas –la estricta dedicación al partido, en el primer caso, y la inutilidad o el cansancio, en el segundo–. El caso es que uno de ellos deberá renunciar al cargo de ministro si, como parece, el presidente Sánchez acomete próximamente una remodelación de su gabinete.

Si esto fuera una empresa, la elección de la víctima dependería del rendimiento de cada candidato, o sea, de la relación coste-beneficio. Pero esto no es una empresa, es un partido político. Mejor dicho, son tres en uno. Y dejando aparte a la vicepresidenta Díaz, cuyo futuro en estos momentos no está en juego, el resto más bien destaca por su aversión al trabajo. Una vez leídas las respectivas hojas de servicio, se produce lo que los franceses llaman l’embarras du choix. Todos han hecho méritos bastantes para que la bicoca ministerial se les acabe. Incluso Belarra, si atendemos a su anterior labor como secretaria de Estado. Todos siguen al pie de la letra, en definitiva, lo que Camba estableció hace un siglo: que el hombre –y ello incluye, claro, a la mujer– no quiere trabajar absolutamente nada. De ahí que poco importe la naturaleza de la víctima. Lo único importante, en realidad, es que con la supresión de un ministro y un ministerio dejaremos de dilapidar cientos de miles de euros del presupuesto. Eso sí, lástima que en vez de uno no sean dos, o, ya puestos, los cinco.

(VozPópuli, 10 de junio de 2021) 

Para cerciorarse de que este mundo nuestro hace tiempo que ha dejado de ser el de la palabra, basta con echar una mirada a eso que llamamos, con considerable largueza, el debate político. Colón-II, pongamos por caso. Por reveladora que resulte la presencia de un determinado líder opositor en la plaza el próximo 13 de junio, por significativa que sea, políticamente hablando, su participación en la manifestación convocada por la plataforma Unión 78 en protesta por la futura concesión de los indultos a los condenados por el golpe del 1-O, lo que a estas horas importa, lo realmente decisivo, no es tener la certeza de que ese dirigente político, en efecto, va a estar, sino saber si va a salir o no va a salir en la foto. Al contrario de aquel “el que se mueva no sale en la foto” de Alfonso Guerra, donde el drama consistía en quedar fuera de foco, esto es, fuera de la carrera política, todo indica que aquí el drama consiste en entrar de lleno en el encuadre. Sólo así se entiende la vaguedad con que se expresan las fuentes cercanas al líder político afectado cuando se les pregunta por el asunto. Se me dirá que nos hallamos ante una controversia promovida y alentada por los partidos que nos gobiernan y cuantos les prestan su apoyo parlamentario, con el impagable concurso de los medios de comunicación afines y el correspondiente vocerío de las redes sociales. Sin duda. Pero, a la postre, también el resto de los medios están pendientes de si habrá o no habrá otra “foto de Colón”. La imagen, y su valor icónico, centran, y hasta acaparan, el debate. Si a eso se le puede llamar debate, claro.

Pero de la depreciación de la palabra no tiene sólo la culpa el imperio de la imagen. También quienes nos representan en las instituciones, y en particular, en las políticas. Así, cuando uno compara el valor que posee la palabra para un político con el que posee para un miembro de la judicatura, el contraste es pasmoso. Siguiendo con los indultos, estos días hemos oído y leído declaraciones del presidente del Gobierno que no sólo entraban en flagrante e impúdica contradicción con otras declaraciones anteriores –en lo que coincidía, por cierto, con su ministro de Justicia–, sino que ni siquiera atendían a los hechos. Aludían, como justificante para la concesión de los indultos, a un ideal superior, a una suerte de futurible –la paz, la convivencia, la concordia–, a la voluntad de superar un desgarro emocional o político, o a la simple necesidad de resolver un problema. O sea, a los sentimientos. Para el máximo responsable del Ejecutivo, ni lo factual ni lo racional contaban –cuentan– para nada. Por no hablar del respeto a la ley.

De ahí que resulte de todo punto llamativo, por su radical disparidad con cuanto precede, que la Sala Penal del Tribunal Supremo, en su informe contrario a la concesión de los indultos del Procés, además de atender a los hechos y a la razón tomara en consideración lo manifestado por los propios reos en sus alegaciones y, en especial, por Jordi Cuixart, quien sostenía en su escrito que “todo lo que hizo lo volverá a hacer porque no cometió ningún delito y […] está convencido de que es lo que tenía que hacer, volviendo a hacer un llamamiento a la movilización ciudadana pacífica, democrática y permanente”. No es de extrañar que los autores del informe concluyeran de ello que “esas palabras son la mejor expresión de las razones por las que el indulto se presenta como una solución inaceptable para la anticipada extinción de la responsabilidad penal”. Esas palabras y no otras. Por su valor probatorio.

O mucho me equivoco o la palabra, al paso que vamos, va a desmonetizarse por completo –por decirlo a la manera de Pla– en el ruedo político español. La dicha y, por supuesto, la dada.

(VozPópuli, 3 de junio de 2021)

 

El precario valor de la palabra

    3 de junio de 2021