Andaba yo el otro día hojeando en mi pantalla un ejemplar de La Nueva España cuando me di de frente con una columna –al tratarse del pdf del diario en papel, la columna en cuestión todavía hacía honor a sus orígenes arquitectónicos– cuya rúbrica era “Con llingua propia”. La Nueva España es un periódico editado en Asturias y escrito, por lo que he podido comprobar, íntegramente español. O casi, puesto que la columna, como se deduce de la rúbrica, estaba escrita en asturiano. Añádanle que se trataba de la reseña de la traducción a esta lengua del Candide de Voltaire y que formaba parte del suplemento cultural del periódico, y quizá a los más viejos y catalanes lectores el hecho les recuerde aquellos tiempos del franquismo en que el catalán empezaba a asomar de tapadillo en las páginas culturales de La Vanguardia o el Diario de Barcelona. En todo caso, bien está. Y bien estaría, ¿por qué no?, que la práctica se extendiera a otras partes del artesonado del periódico. Pero, a lo que se ve, no es así. Señal de que el cliente –ya saben, quien paga manda– no lo reclama o hasta lo rechaza. Figúrense cómo andará la cosa del asturiano en Asturias que la columna de marras se asienta en una peana en la que se indica que ha sido elaborada “Cola ayuda de la Conseyería de Cultura, Política Llingüística y Turismu del Principáu d’Asturies”.

Pero volvamos a la rúbrica. “Con llingua propia”; nada más natural. Lo mismo podrían decir todos y cada uno de los firmantes del resto de las informaciones y opiniones que aparecen en el ejemplar del periódico. Todos tenemos una lengua en la que nos expresamos. O varias. Incluso puede darse el caso de que un mismo sujeto en la expresión oral opte por una y en la escrita por otra. Pero dudo mucho que alguien pusiera el epígrafe “Con lengua propia” a una columna escrita en español. A no ser, claro, que lo hiciera con retranca, aludiendo precisamente al uso que del sintagma “lengua propia” hacen los Estatutos de Autonomía allí donde existen dos lenguas cooficiales. O sea, un uso que nada tiene que ver con el hablante, con el ciudadano, y sí con el territorio. O con el Pueblo en mayúscula, como ocurre con el Estatuto del País Vasco, probablemente por aquello de que el euskera, para los urdidores del texto, define un territorio que va mucho más allá de la autonomía y se adentra en la Comunidad vecina, Navarra, y en el Estado francés.

Uno puede creer, recurriendo a una dosis considerable de buena fe, que la vinculación entre la propiedad y el territorio en cuantos Estatutos de Autonomía la establecen hoy en día –aparte del vasco, los de Cataluña, Galicia, Comunidad Valenciana, Baleares y Aragón; el de Navarra, por el contrario, alude sólo al carácter oficial del vascuence junto al del castellano– tiene que ver con los orígenes. Que allí nació la lengua, vaya, y eso hay que respetarlo. No hace falta indicar que los nacimientos lingüísticos –eso que los románticos periféricos del XIX calificaban de “primer vagido”– no se produjeron en el conjunto del territorio de lo que se entiende hoy por comunidad autónoma, sino en un espacio muchísimo más reducido. Y que en la expansión posterior influyeron otros muchos factores. Sin ir más lejos, el que deriva del derecho de conquista, como en el caso del catalán en Baleares y también –con el nombre de valenciano– en buena parte de la Comunidad Valenciana. En el fondo, la mencionada propiedad lingüístico-territorial, por así llamarla, se ha ido ensanchando con el tiempo hasta coincidir con los confines de la comunidad autónoma, al margen de que en el terreno ganado se hubiera hablado o no alguna vez la lengua cooficial en cuestión. No creo que sea necesario añadir, en fin, que todo ello ha sucedido cuando el gobierno de una comunidad autónoma donde se habla más de una lengua ha estado en manos del nacionalismo de turno, que ha sido casi siempre.

El castellano, al igual que las demás lenguas españolas –por usar la terminología constitucional–, también tiene su origen y su correspondiente expansión por vía de conquista. Pero no únicamente. Como tan bien explicó hace más de dos décadas el malogrado Juan Ramón Lodares, su presencia en aquellas partes de la Península donde se habla asimismo otra lengua se debió, en primera instancia, a la penetración del idioma en la corte y la administración reales como consecuencia de los matrimonios entre representantes de las distintas Coronas peninsulares, y luego ya, de forma más generalizada, a la condición de lengua de comunicación usada en el comercio interior y exterior. A su utilidad, pues, más incluso que a su prestigio –en el supuesto de que pueda desligarse lo uno de lo otro–. De ahí que lleve siglos siendo nuestra lengua común. Y de ahí que en el texto de la Constitución de 1978 fuera definida como “la lengua española oficial del Estado”, al tiempo que la oficialidad de “las demás lenguas españolas” se supeditaba a lo que fijaran los Estatutos de las respectivas comunidades autónomas. Pero excepto en el caso navarro, esos Estatutos fueron incorporando la cláusula de la propiedad ligada al territorio sólo para la lengua cooficial. El castellano, pues, no era propio de esas partes de España. Era sólo cooficial, aun cuando fuera la lengua oficial del Estado.

Han transcurrido cerca de 44 años desde entonces. Y hemos visto a donde conducía el ejercicio de ese derecho a la propiedad lingüística en manos del nacionalismo. El caso de Cataluña es tal vez el más llamativo y bochornoso, por el empeño de sus gobernantes en saltarse la ley. Pero los gobiernos de Baleares, Comunidad Valenciana, País Vasco y Navarra no andan muy lejos en modos y propósitos. El pasado 18 de septiembre miles de catalanes salieron a la calle reclamando su derecho a una enseñanza también en castellano o, lo que es lo mismo, pidiendo por enésima vez amparo al Gobierno del Estado ante la vulneración de sus derechos ciudadanos. Y lo hicieron con lengua propia, claro, usaran el catalán, el castellano o ambas. El problema es que el Gobierno del Estado lleva cerca de 44 años sin darse por aludido. Y, gracias a ello, así nos luce a la inmensa mayoría de los españoles.

Con lengua propia

    28 de septiembre de 2022
Quien haya formado parte de una cámara de representación política –ya sea la del Congreso o el Senado, ya la de un Parlamento autonómico– en un tramo más o menos importante de su vida convendrá conmigo en que aquello, como en el bolero, es puro teatro. No se me malentienda. No estoy diciendo que sus señorías defiendan en los plenos y en las comisiones tesis o propuestas en las que no creen. No, por lo general, son consecuentes con el ideario de la formación por la que han salido elegidos. Me refiero al papel que asumen, al énfasis con que se expresan, a lo impostado de sus gestos, a las invectivas que lanzan contra sus adversarios ideológicos. Nada más abandonar el hemiciclo, esos actores de la política se cruzarán en los pasillos o en el bar de la Cámara en cuestión con el diputado o el ministro contra el que han embestido sin piedad un momento antes y todo serán buenas palabras. En definitiva, amabilidad y coleguismo. No es extraño, en este sentido, que dos diputados de formaciones distintas se lleven mejor que un diputado y un cargo de confianza cualquiera de una misma formación. Ese afecto entre presuntos contrarios se acostumbra a trenzar en las comisiones, donde las relaciones laborales son más duraderas, hasta el punto de que algunas han fructificado en romance y hasta en matrimonio.

Todo este preámbulo, fruto de mi propia experiencia de una legislatura en política, no tiene otro propósito que intentar arrojar algo de luz sobre la petición de indulto al exministro de Trabajo socialista y expresidente de la Junta de Andalucía José Antonio Griñán y sobre la naturaleza de quienes la suscriben. Vaya por delante que soy de los que creen que no existe motivo alguno para conceder este indulto. Ni siquiera, como se pretende, de índole humanitaria. Los hechos por los que Griñán ha sido condenado son tan graves, las pruebas que constan en la sentencia tan abrumadoras, que semejante trato de favor a alguien que tuvo conocimiento y permitió la malversación de 680 millones de euros en beneficio de los intereses electorales de su propio partido, en lo que supone el mayor caso de corrupción de la política española contemporánea, resultaría inconcebible. Ya sé que este Gobierno es reincidente en indultos inconcebibles, pero ello no impide que algunos –y no somos pocos, a juzgar por lo publicado aquí mismo y en otros medios– insistamos en la absoluta inconveniencia de añadir un caso más a la lista. Con el agravante, por si hiciera falta, de que en esta ocasión el principal partido del Gobierno se estaría indultando a sí mismo.

Pero volvamos a la relación de firmas más relevantes que suscriben la petición de indulto. La mayoría, como es de suponer, son de matriz socialista, y ello a pesar de que el propio código ético del partido impide que un cargo público del PSOE proponga o apoye “el indulto de cargos públicos condenados por delitos ligados a corrupción”. Sin embargo, también hay firmas pertenecientes a otros partidos, como el PP o los nacionalistas catalanes, en lo que cabe interpretar como una muestra de aquella solidaridad corporativa a la que me refería al principio de este artículo. (Un gremialismo, por cierto, que no hace sino reforzar esa creencia tan extendida entre los ciudadanos de a pie de que los políticos son arte y parte.) Luego, aún, figuran en la lista no pocos dirigentes y cargos del mundo sindical –ese largo brazo de la izquierda política–, además de periodistas, miembros de la judicatura y representantes de la universidad, la cultura y el deporte, más o menos afines en lo ideológico.

Aun así, lo que a mi modo de ver caracteriza a los firmantes más notorios de la petición no es tanto la ideología o la empatía de clase como la edad. Si reparan en la de la gran mayoría, observarán que se encuentra entre los 60 y los 80 años. Muchos fueron protagonistas, en primer o segundo plano, de nuestra Transición. Muchos formaron parte, en mayor o menor medida, de la generación que nos llevó felizmente de una dictadura a una democracia. Pero el agradecimiento que por ello puedan merecer no constituye argumento bastante para que comulguemos con su apoyo al indulto. En este sentido, la postura de Juan Lobato, el candidato socialista a la presidencia de la Comunidad de Madrid, que se ha pronunciado en contra de la medida en consonancia con el código ético de su partido, es la que corresponde. O la del grupo parlamentario de Ciudadanos, que, según recogía anteayer El Español, ha registrado una proposición no de ley en el Congreso en la que se insta a los demás grupos, y en particular al socialista, a “rechazar la concesión por parte del Gobierno de España del indulto a José Antonio Griñán y el resto de personas condenadas por delitos relacionados con la corrupción política en la trama de los ERE”. Juan Lobato y la presidenta del grupo parlamentario de Cs, Inés Arrimadas, rondan los cuarenta. No creo que se trate de una casualidad.

¿Que puede hablarse en ambos casos de oportunismo político? Sin duda. Pero cuando el oportunismo en política es éticamente intachable, pierde todo sentido peyorativo y se reduce a eso que llamamos tener el don de la oportunidad.

Un indulto (también) generacional

    22 de septiembre de 2022
Según traía el lunes el diario El Mundo, la célula monclovita destinada a tratar con el Gobierno de la Generalidad –léase a negociar con sus representantes para intentar tener la fiesta en paz–, estaba satisfecha de como había transcurrido la jornada del domingo en Cataluña. A su juicio, la situación actual era radicalmente distinta a la de años atrás. Y ello se resumía de este modo: “Ahora en Cataluña un ministro o un diputado del PP puede pasear sin que le increpen continuamente”. Ignoro qué hay de cierto en dicha afirmación –todo lo que sale de la máquina propagandística del Gobierno es susceptible de ser falso hasta que se demuestre lo contrario–, pero démosla, si les parece, por buena y procedamos a ponderarla con algunas acotaciones.

En primer lugar, sobre la naturaleza de los increpados. En efecto, ¿por qué el PP? ¿Por qué no Ciudadanos o Vox? Se me dirá, con razón, que porque estos últimos nunca han tenido ministros. Pero sí han tenido y tienen diputados, y dudo mucho que tal afirmación se les pueda aplicar, al menos con una rotundidad semejante. Más bien creo que la referencia al PP es una forma de echarle en cara a este partido que, cuando gobernaba en España bajo la presidencia de Mariano Rajoy, esos paseos sin sobresaltos eran infrecuentes. Y que ahora, gracias al gobierno de Pedro Sánchez, vuelven a ser posibles. En otros términos: que la culpa de la tensión de aquellos tiempos no fue del independentismo y sus fraudes de ley, sino de un gobierno del PP que no supo estar a la altura. Y habrá que darles en parte la razón –sin olvidar en ningún momento que el gran responsable de lo ocurrido fue el Gobierno de la Generalidad–: aquel Gobierno de España no estuvo a la altura, pero no por exceso, sino por defecto.

Viene luego lo de increpar. Lo de increpar continuamente, mejor dicho. El hecho de que el Gobierno de España se ponga la medalla de haber rebajado la tensión en Cataluña –y ello, añadiría Pedro Sánchez de hallarse ante una cámara o un micrófono, “a pesar de la derecha política, económica y mediática”– no exime a los populares, según la propia fuente monclovita, de continuar recibiendo en su callejeo diario u ocasional algún que otro insulto. Y es que así debe interpretarse el increpar que hace al caso. Nuestra Constitución, en su artículo 20, consagra la libertad de expresión como un derecho, sólo limitado por otros derechos también constitucionales: “(…) al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia”, principalmente. Que determinadas increpaciones callejeras estén dentro o fuera de la ley son cuestiones que acabarán dirimiendo, mejor o peor, los tribunales, si el afectado toma la resolución de acudir a ellos. Por no hablar, claro, de aquellas ocasiones en que el insulto pueda constituir, por su naturaleza, un delito de odio tipificado en el Código Penal.

Pero lo verdaderamente significativo, a mi entender, de esas palabras gubernamentales es la convicción de que la calle no sólo opina, también arbitra. Ante el dilema de si había que actuar como hizo el gobierno de Rajoy o como lo está haciendo en esta legislatura el gobierno de Sánchez, la calle sanciona, al permitir que ministros y diputados del PP puedan pisar el espacio público sin ir –o casi– de susto en susto, que la actuación correcta es la del actual ejecutivo. Poco importa, en este sentido, que el causante de aquella tensión fuera un gobierno autonómico situado fuera de la ley y cuyos máximos representantes estén negociando hoy en día con el Gobierno de España toda clase de prebendas económicas y políticas.

Y todavía hay algo en esas palabras en lo que no suele repararse y que tal vez constituya lo sustancial de esa clase de situaciones. En ellas la víctima de la increpación es alguien que defiende el imperio de la ley, mientras que el victimario es alguien que no cree en él y está dispuesto a conculcarlo. Y esa condición de víctima, en la Cataluña de hoy, vale para los cargos públicos de PP, Ciudadanos o Vox, pero también para todos aquellos ciudadanos que, aun sin ser cargo público ni afiliado de ninguno de estos partidos, puedan salir un día a la calle para expresar su opinión con la ley en la mano. Sin ir más lejos, el próximo domingo al mediodía, en el Arco de Triunfo barcelonés, para exigir una escuela de todos en Cataluña en la que el español sea también, como han prescrito los tribunales, lengua vehicular.

La ley y la calle

    15 de septiembre de 2022
“Nadie ofrece tanto como el que no va a cumplir”. Esta máxima de Francisco de Quevedo les viene que ni pintada a los partidos políticos cuando se acercan elecciones y hay que ponerse a elaborar un programa. Lo que no quita que en determinadas cuestiones algunos partidos opten por la callada. Es el caso del Partido Popular y del controvertido asunto del aborto, también llamado eufemísticamente “interrupción voluntaria del embarazo”. Así, en el programa de las legislativas de 2019 figuraba el compromiso de ayudar a las mujeres embarazadas “para que ninguna mujer deje de ser madre por su situación económica social o familiar”, pero no había ninguna referencia a la ley de plazos de 2010, que el propio PP había llevado en su momento al Constitucional, donde doce años más tarde sigue esperando turno. Tampoco la había al anteproyecto de ley de 2014 del ministro Ruiz Gallardón, un compromiso electoral que venía a ser un regreso a la ley primigenia de 1985, la de supuestos, y que el presidente Rajoy decidió finalmente no presentar, lo que comportó la renuncia de Gallardón al Ministerio de Justicia del que era titular y su retirada de la política. Eso sí, a cambio las Cortes, donde el PP contaba con mayoría absoluta, aprobaron en 2015 una mini reforma que, sin alterar el modelo de plazos, eliminaba la posibilidad de que las menores de 16 y 17 años pudieran abortar sin el consentimiento de sus padres o tutores aunque sí con la obligación de comunicarles con anterioridad la decisión que habían tomado.

¿Qué ha pasado a lo largo de la docena de años que median entre la ley de 2010 y el pasado 30 de agosto, día en que el Consejo de Ministros dio el visto bueno a una nueva reforma de la ley, que, más allá de otras medidas, no sólo restituye la posibilidad de que los menores de 16 y 17 puedan abortar sin la aprobación paterna, sino que además, y al contrario de lo estipulado en la ley de 2010, deja de considerar preceptiva la información? ¿Qué ha pasado en nuestro entorno más cercano, ya sea España misma o el conjunto de la UE, y sobre todo qué ha pasado en el propio Partido Popular? En cuanto a lo primero, un simple repaso a la legislación existente en los distintos países de la Unión permite concluir que, excepto en el caso de Malta, donde el aborto está prohibido, o de Polonia, donde está restringido al máximo, en los demás se da una regulación extremadamente dispar, si bien son mayoría aquellos que permiten el aborto sin restricciones –o sea, sin necesidad de permiso paterno– a partir de los 16 o en los que ni siquiera se fija un mínimo de edad. Difícilmente España puede quedar al margen de dicha tendencia.

Y difícilmente puede quedar, claro, el propio Partido Popular. El cambio de rumbo emprendido por la dirección del partido y su presidente de entonces, Mariano Rajoy, hace ocho años, cuando decidió retirar la ley Gallardón, era, por descontado, uno de tantos incumplimientos electorales a que nos tienen acostumbrados los partidos. Ignoro si se ajustaba o no a la máxima de Quevedo, pero poco importa: no hay duda de que sí respondía a esa tendencia más general a la que me refería anteriormente y a las voces que, dentro del propio partido, se oponían a una vuelta atrás. El PP es un partido liberal conservador, por lo que esa clase de asuntos, que afectan a la moral y a la fe de afiliados y votantes, resultan por fuerza tan delicados como divisivos. Es evidente que las recientes y matizadísimas declaraciones de Isabel Díaz Ayuso en el sentido de que no se puede obligar a su juicio a una joven de 16 años a seguir con un embarazo no deseado no son compartidas por un sector importante de la formación. Pero también lo es que otra parte del partido está de acuerdo con ellas. El propio Núñez Feijóo, aparte de admitir que se trata de un derecho y de que sería bueno alcanzar un gran consenso social y político sobre la cuestión, se ha manifestado a favor del consentimiento paterno –y se entiende que de la información previa a dicho consentimiento, en consonancia aquí con Ayuso–. Con todo, se ha agarrado, al igual que han hecho otros dirigentes del partido, a la tan demorada sentencia sobre el recurso interpuesto en 2010 ante el Constitucional.

Aunque en política lo del “mañana será otro día” vale su peso en oro, un partido que aspira a gobernar y que tarde o temprano tendrá que mojarse sobre un asunto que tanto le incomoda debería tener una postura clara, definida y lo más inclusiva y considerada posible –lo que conlleva, entre otras cosas, el respeto al derecho a la objeción de conciencia de la clase médica y al voto en conciencia de sus propios diputados y senadores–. Al fin y al cabo, los sondeos indican que el crecimiento del PP se está produciendo sobre todo por el centro, allí donde el votante socialdemócrata y liberal, mucho más laxo en esta materia, parece haber renunciado en buena medida al voto por Ciudadanos y ha empezado a romper amarras con el PSOE de Pedro Sánchez.

La mayoría de edad en España está en los 18, es verdad, pero podría estar en los 21 o en los 23, como antaño. Y, de paso, el derecho al voto, que suele ir aparejado a esa mayoría. La tendencia a irla reduciendo e incluso a prescindir de ella y a considerar a los jóvenes de 16 y 17 como adultos también se halla bastante extendida, para bien o para mal. Y eso que la ciencia nos dice que el cerebro humano y, en concreto la corteza prefrontal –responsable de habilidades como la planificación, el establecimiento de prioridades y el control de los impulsos–, no alcanza su plena madurez, en el mejor de los casos, hasta los 25 años. ¿Se imaginan ustedes adónde iríamos a parar si el conocimiento científico influyera de algún modo en la toma de decisiones políticas? Así las cosas, lo más sensato, a mi entender, es tratar esa clase de asuntos con el máximo sentido común. Aunque también es cierto que últimamente este sentido no abunda, en especial entre nuestra clase política.

Si algo no tiene la manifestación convocada el domingo 18 de septiembre en Barcelona por Escuela de Todos –agrupación de 15 asociaciones a cuyo frente se halla la Asamblea por una Escuela Bilingüe– es un carácter meramente educativo. Por más que el lema de la convocatoria sea “Español, lengua vehicular”, lo que en ella se vindica, aparte del cumplimento inmediato de una sentencia refrendada por el más alto tribunal de Cataluña, es un derecho de ciudadanía que resulta de nuestra Constitución. En otras palabras: lo que hoy está en juego y por lo que se movilizarán quienes respondan el 18 al llamamiento de Escuela de Todos atañe al imperio de la ley y a nuestra condición de ciudadanos libres e iguales.

Puede que algunos de ustedes consideren lo anterior como algo ya sabido. De ser así, les pido disculpas por la redundancia, pero me da la impresión de que en los medios no se ha insistido lo suficiente en la trascendencia que esa movilización –y cuantas del mismo signo la han precedido y sin duda la seguirán– tiene para el conjunto de españoles. No diré que estemos ante algo equiparable a lo de septiembre y octubre de 2017, con el golpe de Estado precocinado y finalmente perpetrado por el Gobierno de la Generalidad, aunque sí estamos, a mi entender, ante algo no muy distante: un ejecutivo autonómico que se salta la ley que justifica su propia existencia. Es verdad que en esta ocasión el Gobierno de Pedro Sánchez no le ha hecho frente, como sí hizo entonces el de Mariano Rajoy, sino que ha renunciado a su facultad de impugnar ante el Tribunal Constitucional el decreto de la Generalidad por el que se elimina la condición del castellano como lengua vehicular de la enseñanza y la consiguiente garantía de que una cuarta parte como mínimo de las horas lectivas sean impartidas en esta lengua. Pero es justamente esa complicidad nada involuntaria, ese mirar para otro lado, del socialismo patrio –y aquí tanto vale el PSC de Illa e Iceta, que facilitaron la promulgación del decreto con la aprobación de una ley anterior, como el PSOE de Sánchez y sus mesas dialogantes con Aragonès y compañía– lo que convierte la manifestación del 18 en una cita todavía más imperiosa, si cabe.

Una cita para el conjunto de los españoles, claro está; no sólo para los catalanes. El desafío nos emplaza a todos: entidades, partidos, ciudadanos de España entera. En lo tocante a Cataluña, ya han dado su apoyo al acto Ciudadanos, PP, Vox y Valents. No hace falta decir que al PSC, en esta ocasión, no se le espera, ni siquiera en los minutos finales. Lo cual es consecuente con su contrastado nacionalismo y su responsabilidad primera –junto a aquel PSUC que tanto trabajó para hacer posible el pujolismo– en el modelo de inmersión lingüística obligatoria. Ignoro a estas alturas si los tres partidos de ámbito nacional antes citados van a estar representados también por sus máximos dirigentes estatales. Sería bueno que así fuera, porque realzaría el carácter nacional de la convocatoria y, sobre todo, el compromiso adquirido por cada una de esas fuerzas políticas con sus votantes, presentes y futuros.

La labor de la sociedad civil, de la verdadera sociedad civil, la no subvencionada por el poder de turno –a propósito, no está de más recordar que Escuela de Todos no dispone de otro capital para organizar la producción de la manifestación que los donativos que recibe de particulares–, es empujar a los partidos a tomar decisiones que a menudo llevan en forma de promesas en sus respectivos programas electorales. A tomarlas y a no demorarlas más de la cuenta. Según apuntan todos los sondeos, es muy probable que dentro de año y medio tengamos en España un gobierno de color distinto al actual conformado por algunos de los tres partidos nacionales antes mencionados. Hasta entonces no quedará más remedio que ir recordando tanto como sea preciso la constante vulneración de la ley por parte del Gobierno la Generalidad y de cuantos ejecutivos autonómicos –como el de Baleares, por ejemplo– siguen la misma senda. Y cuando las urnas se pronuncien, habrá que exigir al nuevo gobierno de España el cumplimiento de los compromisos contraídos en este campo. O sea, las medidas imprescindibles y apremiantes para que nuestra lengua común no deje de ser nunca más, en el conjunto del territorio nacional, lengua vehicular de la enseñanza.

Ah, se me olvidaba: les espero el domingo 18 de septiembre en Barcelona, a las 12:30, en Arco de Triunfo. A poco que esté en sus manos acudir, no falten a la cita.

Nos vemos el 18 en Barcelona

    1 de septiembre de 2022