La nostalgia es compañera de la edad. Uno no nace nostálgico, a no ser, claro, que posea un gen romántico o nacionalista –un hervor similar, al cabo– que lo predisponga al bucle melancólico desde la cuna. La nostalgia requiere una cocción lenta. Cuantos más años arrastramos, más nos afecta. En especial por estas fechas. Yo nací el Día del Gordo, cuando todo el mundo, o casi, tiene la mente puesta en la Navidad y en los demás festejos que nos aguardan. Quiero decir que la celebración de mis años, ya generosos, se mezcla sin remedio con las largas sobremesas familiares, donde no faltan nunca retazos de tiempos vencidos, y con el recuerdo de quienes estuvieron ahí sentados y ya no están.

No tomen, por favor, lo que antecede como un lamento, ni mucho menos como un llanto –al que los nostálgicos, por cierto, son tan proclives–, sino como una mera constatación. Así son las cosas. Y en mi caso –y creo que en el de no pocos de mis coetáneos– esa nostalgia se proyecta a menudo sobre los valores de una época, la Transición, y sobre las bondades de un modelo de enseñanza tradicional, ambos en fase manifiestamente menguante. El haberlos vivido me autoriza a rememorarlos, sin que eso signifique, por supuesto, que no les asista el mismo derecho a aquellos cuyo conocimiento de los hechos sea vicario, fruto de lo leído o de lo narrado por quienes sí los vivieron.

La Transición fue un periodo convulso, no muy distinto de lo que han sido en la historia de Occidente los prolegómenos de algunas revoluciones. Pero si en nuestro caso no llegó la sangre al río –o la que llegó, al menos, fue muchísima menos de la que unos cuantos hubieran querido ver derramada en su afán por sembrar el terror–, la causa hay que buscarla en la voluntad de concordia de la inmensa mayoría de los ciudadanos. Un alto porcentaje de los españoles de entonces habían vivido y padecido la guerra civil. Otros muchos, aun sin haberla vivido, habían padecido también sus efectos secundarios. En todo caso, ninguno de ellos quería volver a aquellos tiempos. Ni por asomo. La gran virtud de nuestra clase política fue saber interpretar este sentir y anteponer la reconciliación a la tentación de echarse, unos a otros, los muertos a la cara. Sólo hubo una excepción notoria y doliente, el nacionalismo vasco, atento ya a agitar el árbol y recoger las nueces, como muy bien explica uno que lo vivió de cerca y en primer plano, Iñaki Arteta, en su tan saludable Historia de un vasco (Espasa). En síntesis: la Transición valió la pena. Y la nostalgia con que algunos la recordamos hoy tiene mucho que ver, sobra precisarlo, con la zozobra del presente, lo mismo en lo político que en lo social.

En cuanto al modelo de enseñanza tradicional, mis vivencias no se circunscriben a la instrucción recibida en un excelente colegio de pago, el Liceo Francés de Barcelona, sino que se extienden al ámbito familiar y, en concreto, al ejemplo paterno. Mi padre fue un prestigioso catedrático de griego de uno de los mejores centros de enseñanza media de la ciudad, el Instituto Montserrat. Del valor de sus enseñanzas no tengo la menor duda, pues me ha sido sistemáticamente confirmado por cuantas exalumnas –el Montserrat era un instituto femenino– me he ido encontrando a lo largo de la vida. Y, aparte de las suyas, de las de muchos de sus compañeros de claustro o de profesión. Ese modelo hoy tan denostado respondía a lo que Hannah Arendt, a mediados del pasado siglo, consideraba que debían ser, contra viento y marea, los pilares de la educación, y a los que aludía en parte Javier Benegas aquí mismo hace unos días a propósito del impacto en la juventud de la desaparición de la jerarquía. Decía Arendt: “Por su propia naturaleza la educación no puede renunciar a la autoridad ni a la tradición, y aun así debe desarrollarse en un mundo que ya no se estructura gracias a la autoridad ni se mantiene unido gracias a la tradición”. Tampoco creo que en este caso deba precisar a qué obedece mi nostalgia. Y si por casualidad algún lector abriga dudas al respecto, le bastará para disiparlas con echar una ojeada al texto de la última ley educativa, así como a las disposiciones y los currículos que de ella se siguen, y con recordar que es gracias a ese modelo que nuestros pedagogos califican de renovador que España tiene el altísimo honor de figurar desde hace por lo menos un par de décadas en el furgón de cola de cuantos rankings educativos merecen ser tenidos en cuenta.

Un último apunte antes de terminar. A nadie se le escapa que detrás de la nostalgia está siempre el trampantojo de la juventud. Lo que uno recuerda al cabo de los años pertenece a un tiempo en que la edad no sobraba. ¿No será, pues, que lo echamos en falta sólo porque entonces éramos jóvenes? Quisiera creer que no.

Nostalgias de fin de año

    30 de diciembre de 2021
Si damos por bueno que el centrismo es la búsqueda del juste milieu, la pretensión de ocupar en el tablero político ese justo medio más o menos equidistante de ambas orillas ideológicas, habrá que convenir que en España no ha existido otro partido de centro con representación parlamentaria que el CDS, esto es, aquel Centro Democrático y Social que Adolfo Suárez fundó en 1982 con parte de los restos de una UCD que se había ido descomponiendo a marchas forzadas por méritos propios. Como propios fueron en gran medida los méritos que desembocaron, diez años más tarde, en la práctica irrelevancia del partido tras los malos resultados electorales y la dimisión de su presidente-fundador. Sea como sea, hubo en el CDS –y antes en la UCD– ese trazo de dignidad que caracterizó en todo momento la trayectoria política de Adolfo Suárez. Una dignidad que en nada empañan los sucesivos fracasos en las urnas y que para sí quisieran los dos grandes partidos nacionales que terminaron por adueñarse, en aquel final de siglo XX, del centro político.

Decía que el CDS ha sido el único partido de centro con representación parlamentaria de nuestra democracia –la UCD, en puridad, no fue nunca un partido, sino una suma de siglas mal avenidas reunidas en torno a la figura de Adolfo Suárez–, y es normal que, llegados a este punto, el lector se pregunte: ¿y Unión Progreso y Democracia? ¿Y Ciudadanos? Tanto por ideario como por programa, ambos reivindicaban –y la segunda fuerza todavía reivindica– ese espacio que abarca desde el centro derecha hasta el centro izquierda y en el que se inscriben valores y políticas propios del liberalismo y la socialdemocracia. ¿Por qué no tenerlos también en cuenta como expresiones de ese mismo centrismo? ¿Por qué no considerarlos como manifestaciones actualizadas de aquel juste milieu encarnado por el CDS? A mi modo de ver, porque lo que caracterizó a esos partidos desde sus primeros balbuceos no fue tanto esa búsqueda de un punto intermedio, más o menos equidistante, como su defensa tajante de los principios constitutivos de una democracia liberal, lo que conllevaba una oposición frontal a toda forma de nacionalismo.

Cs y UPyD nacieron en Cataluña y en el País Vasco, respectivamente, y no por casualidad. Su llegada al mundo estuvo directamente ligada, como he indicado, a la lucha contra el nacionalismo, o sea, a la necesidad de llenar con formaciones de nuevo cuño el vacío dejado por el desistimiento de las fuerzas políticas nacionales a la hora de plantar cara a la bestia. Fue así, por lo demás, como se percibió entonces su aparición, lo mismo en esas regiones que en el resto de España. Porque nacionalismo equivalía a atropello de los derechos fundamentales –y en particular, en el caso de Cataluña, del derecho a la escolarización en la lengua oficial del Estado y a su uso como lengua institucional–, y equivalía a corrupción generalizada, a puesta en cuestión del Estado de derecho, a abandono de los problemas más perentorios de los ciudadanos y, en definitiva, a desigualdad, injusticia, discriminación y mengua de libertades. ¿Significaba aquello que esos nuevos partidos no tenían otro discurso que el de franca oposición al nacionalismo? No, claro está. Eran partidos básicamente reformistas, en la medida en que eran partidarios de acometer cuantas reformas fueran precisas para afianzar el progreso económico y social y el bienestar de los ciudadanos. Pero, para lograrlo, había que superar primero el escollo identitario.

Así pues, la imagen que proyectaron y acabó imponiéndose fue la resistente. Sobre todo en lo relativo a Ciudadanos. Es verdad que dicho partido, como antes UPyD, insistía en ofrecerse a las dos fuerzas mayoritarias como soldadura o añadidura para que no se vieran obligadas a pactar con las formaciones nacionalistas de turno, lo que de paso le permitía reclamar para sí ese centro político tan preciado. Pero su crecimiento en el ámbito nacional no fue tanto deudor de esa supuesta y apetecible centralidad reformista como de su antinacionalismo radical primigenio. En este sentido, la deriva del Gobierno de la Generalitat y su apuesta por el golpismo le vino a Cs como agua de mayo para afianzar su imagen resistente y expandirse por toda la geografía española.

Y en eso llegó Vox, con un discurso desacomplejado, radical, excluyente, y unas maneras con las que Ciudadanos, precisamente por su reformismo programático, difícilmente podía competir. Y luego vino el gran trompazo electoral con Rivera todavía al frente. Y al poco, los líos internos. Y los bruscos cambios de rumbo, como ese apoyo incomprensible a la última prórroga del estado de alarma. Y las marrullerías de la vieja política, concretadas en la esperpéntica moción de censura en la Asamblea Regional de Murcia. Y más fracasos en las urnas, en esta ocasión autonómicas, antes y después de la fallida moción.

Ciudadanos anda hoy por la arena política como alma en pena. Hay de qué. Los pronósticos electorales son más que sombríos. Y, como suele ocurrir en estos casos, cunde la división y el desánimo en las diezmadas filas del partido. Aun así, sus dirigentes afirman –al igual que en noviembre de 2019, faltando escasos días para el batacazo en las urnas– que la remontada es posible. ¡Qué van a decir, los pobres! Pero, a estas alturas, todo indica que pierden el tiempo. El espacio de centro ya está copado de nuevo. Y no precisamente por quienes se reclaman, acaso con justicia, de centro.

No seré yo quien escriba un artículo para intentar blanquear la responsabilidad del nacionalismo en la política educativa catalana. Desde la formación del primero de los gobiernos de Jordi Pujol hasta el presidido hoy en día por el ínfimo Pere Aragonès, la educación ha sido cosa suya. Hubo una legislatura, es verdad, en la que estuvo en manos socialistas –entre 2006 y 2010, con Ernest Maragall como consejero–, pero para convencerse de que también entonces fue presa del nacionalismo basta reparar en la ubre partidista a la que se agarra una década más tarde el otrora consejero. No; en 41 años no ha habido viraje alguno, ni siquiera frenazo o reducción de la marcha, en el propósito original: servirse de la educación como un proyecto de ingeniería social cuyo fin último era la conformación de un coto vedado a toda visión del mundo que no fuera la prescrita por el nacionalismo. Una visión, no hace falta añadirlo, donde la llamada lengua propia ha ocupado siempre una posición nuclear.

En Soumission, la novela de Michel Houellebecq que trata de la supuesta llegada a la Presidencia de la República Francesa del candidato de una imaginaria Fraternidad musulmana por medio de su alianza con el Partido Socialista, no todo es pura y estricta ficción. Mejor dicho, hay pasajes que, aun siendo ficción, nadie diría que lo son. Así, en un momento dado, Houellebecq pone en boca de uno de sus personajes lo siguiente: “La verdadera dificultad, el escollo de las negociaciones [entre ambos socios con vistas al reparto de carteras en un futuro gobierno], es la Educación nacional. El interés por la educación es una vieja tradición socialista, y el sector docente es el único que jamás ha abandonado al Partido Socialista, que ha seguido apoyándolo hasta el borde mismo del precipicio; sucede, sin embargo, que aquí lidian con un interlocutor aún más motivado que ellos (…)”. Pues bien, salvadas sean las distancias –lo mismo entre ficción y realidad que entre Francia y España–, resulta difícil no ver en estas palabras un reflejo del estado de la educación a este lado de los Pirineos. Sólo que en nuestro caso, más que de competición o litigio entre socialistas y supremacistas corresponde hablar, por obra y gracia del Estado de las Autonomías, de asistencia mutua.

Pero volvamos a Cataluña y sus miserias. Anteayer leía aquí mismo que UGT y CCOO llamaban a sus afiliados a participar en la manifestación y posterior concentración del próximo sábado en Barcelona en contra de la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña que obliga a realizar un mínimo del 25% de horas lectivas en castellano. Ninguna sorpresa, sobra indicarlo. No van a morder esos paniaguados la mano de quienes llevan décadas dándoles de comer, tanto más cuanto a nadie escapa que detrás de la plataforma Som Escola, convocante de la protesta, se halla el mismísimo Gobierno de la Generalitat y sus múltiples tentáculos asociativos. Pero la noticia también señalaba que el PSC, tras plantearse participar en el acto, había terminado por aferrarse a la burda excusa de que aquel día tiene congreso extraordinario para no asistir –como si un congreso requiriera, por cierto, del concurso de toda la militancia–. Y es de lamentar esa ausencia, porque si un partido merece estar allí en primera línea ese es precisamente el PSC.

Se han publicado estos días un montón de columnas o reportajes sobre el caso de la familia de Canet. En algunas de esas piezas se ha mencionado con razón el papel de los socialistas catalanes –y, en general, del socialismo hispánico– como vital y fiel coadjutor en la aplicación de la inmersión lingüística y en el consiguiente adoctrinamiento en las aulas. Pero en ninguna de las que he leído, y han sido muchas, se ha aludido a la responsabilidad principalísima del PSC en todo el proceso. No ya por omisión, sino por acción. Si en los albores de la autonomía el PSC no hubiera convencido a CIU de arrumbar el modelo del PNV por el que apostaba –o sea, el de las tres líneas determinadas por la lengua o las lenguas vehiculares libremente escogidas– en favor de uno de línea única, donde el catalán debía tener un peso preponderante, dudo mucho que hubiésemos llegado, 41 años más tarde, a lo que conocemos. Cuando menos con parecida intensidad. Fue el PSC quien lo puso como condición para alcanzar un gran acuerdo –no sé si lo llamaron incluso “de país”– sobre el uso de la lengua en la educación, y CIU, claro está, la que lo asumió gustosa. Conviene recordarlo. Y, sobre todo, conviene no olvidarlo para cuando llegue la hora de ajustar cuentas electorales allí donde proceda.

En el principio fue el PSC

    16 de diciembre de 2021
Empecé a dar clase en la universidad hace tres décadas por una de esas casualidades de la vida. En aquel entonces yo tenía amistad con Iván Tubau, una amistad fresca, nacida un par de años antes a raíz de su ingreso como colaborador de opinión en el Diari de Barcelona, donde yo trabajaba y adonde él había llegado tras ver como el otro diario en catalán de la época, el muy nacionalista Avui, dejaba de publicarle sus artículos por considerarlos excesivamente alejados –entiéndase desviados– de su línea editorial. El caso es que a Tubau, que era profesor titular del Departamento de Periodismo de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Autónoma barcelonesa y llevaba ya un cuarto de siglo en la casa, le correspondía un año sabático y pensaba, cómo no, tomárselo. Entre sus prerrogativas estaba la de sugerir un sustituto. Y me propuso. Es más, me dejó sus apuntes para que los fotocopiara, por si podían serme útiles. Lo fueron.

Fue allí, en aquellas cuartillas escritas con su hermosísima letra de dibujante, donde leí por primera vez la expresión “coartada del medio”. O acaso –la asignatura que impartía trataba de los géneros de opinión– “el articulista como coartada del medio”. El profesor y a la vez articulista Tubau consideraba que todos los periódicos procuraban tener en su elenco de colaboradores a alguno o algunos que disintieran de la línea editorial del medio, a fin de que no pudiera achacárseles falta de imparcialidad –o de pluralismo, como se dice ahora–. Así, si la cabecera era de izquierdas, siempre había un par o tres de articulistas que eran de derechas. Y viceversa. Y si el periódico era nacionalista, siempre había alguna firma que no lo era. Ese había sido el caso del propio Tubau en el Avui. Lástima que se tomara demasiado en serio su derecho a la libertad de opinión, lo que llevó a la dirección del rotativo, como ya he indicado, a prescindir de sus servicios y, por lo tanto, a renunciar a lo que pudiera significar como coartada la presencia de sus artículos en las páginas del diario.

No recuerdo si en aquellos apuntes se aludía también a la radio y a la televisión, aunque me inclino a pensar que más bien no, dado que la asignatura se enmarcaba en el área del periodismo escrito, y la radio y la televisión ya disponían de las suyas. Aun así, es evidente que esa función puede hallarse también hoy en día –algo degradada, eso sí– en las tertulias, sobre todo en las televisivas, siempre y cuando uno alcance a descifrar los argumentos de quienes allí se expresan. Al respecto, los medios audiovisuales públicos se llevan la palma. Y, en particular, los sometidos al dictado del Gobierno de la Generalitat, esto es, TV3 y Catalunya Ràdio. Baste decir que algunos de los valientes ciudadanos que luego se han dedicado, hasta que se les ha acabado la cuerda, a la política representativa –la mayoría en las filas de Ciudadanos– hicieron sus primeras armas como coartada en uno de estos medios.

No pretendo, faltaría más, afearles su conducta. Les ofrecieron una colaboración, se la retribuyeron mejor o peor, y todos sabían donde se metían y qué riesgo corrían. Nada que objetar, pues. Lo que resulta, en cambio, sorprendente, y en todo caso digno de estudio, es lo de ahora. No porque haya desaparecido la coartada de marras; sigue existiendo, ya sea para evidenciar un pluralismo impostado, ya para intentar ampliar la audiencia; tanto da. Lo singular y novedoso es el procedimiento. El colaborador en cuestión ya no se incorpora a un medio a sabiendas de que va a ejercer allí el papel de coartada. El colaborador ya está dentro, y algunos desde hace décadas, y es el cambio en la línea editorial del medio lo que le ha convertido, muy a su pesar, en coartada. Yo tengo un amigo en esa situación y, cuando le pregunté por qué un reputado columnista como él se obstinaba en permanecer en una cabecera en la que se sentía profundamente incómodo por la orientación que esta había ido tomando en los últimos tiempos, me contestó que bueno, que sí, que no me faltaba razón, que él no estaba a gusto, por supuesto, pero que no pensaba irse. “A ver si me echan”, remató.

Claro que semejante estado de cosas no es privativo de los medios de comunicación. También afecta, por ejemplo, al ámbito de la política. No hace mucho me crucé por la calle con otro amigo que lleva décadas afiliado a un partido político, donde ejerció cargos relevantes, y al que le pregunté más o menos lo mismo que al colaborador de prensa, puesto que me constaba su desacuerdo –lo había hecho público incluso en más de una ocasión– con la vía emprendida últimamente por la formación. Y la respuesta que obtuve no difirió en nada de la de mi otro amigo, el columnista. Ni la respuesta ni la coletilla: “A ver si me echan”.

Yo no sé si un día van a echarlos, aunque no lo creo, la verdad. Sus opiniones acaso molesten a los nuevos mandamases y provoquen más de un sarpullido en los fieles gregarios del periódico o del partido, pero el coste de un despido resultaría sin duda bastante más gravoso para la imagen pública de quienes los han convertido, sin su consentimiento, en una coartada. Y en cuanto a la posibilidad de que sean los propios afectados quienes tomen la decisión de coger la puerta, o mucho me equivoco o tal eventualidad ni siquiera está ya en su cabeza.

Tiempos difíciles, los nuestros, en que tantas y tantas cosas ya no son como eran, o como nos parecía que eran.

"A ver si me echan"

    9 de diciembre de 2021
En 2017, seguro que lo recuerdan, hubo un golpe de Estado en Cataluña. Tan efímero como fallido, pero lo hubo. Durante los cuatro años transcurridos desde entonces se ha hablado mucho de ello. También se ha escrito, y a menudo con pertinencia. Pero me da la impresión de que se ha reparado mucho menos en los efectos secundarios de aquel seísmo. En las réplicas y contrarréplicas, para entendernos. Y en este punto acaso lo más importante no sea la podredumbre irremediable de esa Cataluña que Josep Pla calificaba ya en 1976 de “país inmensamente rico, grosero y espantoso” desde los tiempos del proteccionismo, sino el deterioro que dicha podredumbre ha proyectado sobre el resto de España.

Su primer efecto, meses después del golpe, fue la moción de censura contra el Gobierno de Mariano Rajoy y la consiguiente formación del primer Gobierno de Pedro Sánchez, forjado sobre el populismo de raíz comunista y de cuantos separatismos, de derecha y de izquierda, existen hoy en España. Con la renovación, esta vez a través de las urnas, de esa alianza gubernamental y legislativa y la inesperada e inestimable colaboración de la pandemia y sus paralizantes estados de alarma, la quiebra estaba más que servida. En lo político, en lo moral y, por supuesto, en lo convivencial. Pero como no hay acción sin reacción, llegó la contrarréplica. Esto es, Madrid, Ayuso, y su contribución a la salvaguarda de la economía de la Comunidad y del bienestar y la libertad –eso que, volviendo a Pla, sólo “empieza a ser importante cuando ya se ha empezado a perder”– de sus conciudadanos. Lo ocurrido en las autonómicas de mayo no fue sino el refrendo.

Luego han venido más réplicas disgregadoras, que en gran medida se han presentado como respuestas a la contrarréplica matritense por más que deriven, en último término, del seísmo de 2017. Por ejemplo, esa España presuntamente vaciada por falta de inversiones, cuyo lamento tanto recuerda –incluso en su composición léxica– al de los nacionalismos periféricos y sus lenguas presuntamente minorizadas, y cuya hipotética irrupción en el Congreso de los Diputados sólo podría corregirse con una nueva ley electoral que impida que esas y otras banderías provinciales se presenten sin más a unas elecciones y saquen, valiéndose de unos pocos miles de votos, la misma representación que en otras circunscripciones requiere más de cien mil. 

Pero lo que más cabe vincular a la sacudida de 2017 es sin duda ese proyecto de “Commonwealth mediterránea” que el presidente de la Generalidad Valenciana, Ximo Puig, se sacó de la manga hace más de un año tras reunirse con el entonces presidente en funciones de la otra Generalidad, Pere Aragonès, y al que pronto se sumó –en su discurso del Día de la Constitución, nada menos– la presidenta balear, Francina Armengol. Se trataba –como ha sido ya advertido y denunciado– de sacar de nuevo a pasear el fantoche de los llamados “Países Catalanes”, debidamente blanqueado, eso sí, por el recurso a una denominación foránea, Commonwealth, bajo cuyo manto protector se agrupan una cincuentena de naciones independientes. Como es notorio, ni Cataluña, ni la Comunidad Valenciana, ni las Baleares tienen nada de naciones. Ni tienen ni han tenido, aunque sí fueron hace siglos reinos –y, por cierto, independientes–. Y en cuanto a lo mediterráneo, baste recordar que ni la Región de Murcia ni Andalucía han sido invitadas a la fiesta, por lo que todo indica que las infraestructuras y la financiación esgrimidas por sus promotores como justificante esconden a duras penas lo que no deja de ser un proyecto de asimilación lingüística, cultural y, en definitiva, política, sometido al dictado de la Cataluña levantisca.

Esos mismos promotores y, en especial los socialistas Puig y Armengol, vuelven a darle a la tecla eufemística del federalismo, esa que el incombustible Miquel Iceta, hoy convertido en ministro de una cultura disolvente, empezó a tocar hace lustros. Puig se ha vuelto a reunir esta semana con Aragonès para intentar convencerlo de su particular Fuenteovejuna en lo tocante a la reforma del modelo de financiación. Y Armengol, por su parte, publicitaba en Twitter el pasado domingo, bajo una foto en la que aparecía sumando sus manos a las de Puig y Salvador Illa, un texto en el que aludía a las “tierras hermanas” y los “ideales comunes” y en el que afirmaba que los allí presentes eran “la vía mediterránea”. Ah, y la propia Armengol aseguraba dos días más tarde que, al igual que el Gobierno de una de esas tierras hermanas, no tiene intención ninguna de aplicar en la enseñanza balear, donde rige el mismo modelo de inmersión lingüística en catalán, la resolución del Tribunal Supremo por la que debe garantizarse en Cataluña un mínimo de un 25 por ciento de docencia en castellano.

Mientras esas réplicas se van multiplicando –recuérdese el caso de Navarra, comunidad en la que, gracias al peaje que Pedro Sánchez paga gustoso a los bildutarras, la cobertura del canal infantil de televisión en vascuence pronto será completa, lo que redundará sin duda en el afán anexionista del nacionalismo vasco–, tenemos un Gobierno de España donde lo último que importa es España. Y como apenas hemos consumido media legislatura, la de réplicas que todavía nos quedan por vivir. Y por sufrir, claro está.

Réplicas del seísmo de 2017

    2 de diciembre de 2021