El nuevo Gobierno Balear ha suprimido la Dirección General de Política Lingüística. La noticia no tiene precedente en la España de las Autonomías —y no digamos ya en las demás—. Ni siquiera en la Comunidad Valenciana se ha dado una situación parecida, puesto que el acceso al poder del Partido Popular en 1995, si bien comportó la eliminación de la dirección general creada por los socialistas, no impidió que gran parte de sus funciones —e incluso la propia denominación— se integraran en una de nuevo cuño consagrada también a otros menesteres. Y, más adelante, en una análoga. Ha tenido que llegar José Ramón Bauzá a la Presidencia del Gobierno Balear para que por primera vez en España la política lingüística haya sido arrancada de cuajo. La razón aducida por el dirigente popular ha sido el ahorro. Una razón de peso: nada más y nada menos que 10 millones de euros, de los que siete corresponden a la propia dirección general y los otros tres al resto de las áreas gubernamentales. Lo cual no significa, claro, que el ejecutivo balear deje de realizar cualquier tipo de política en el campo lingüístico. Piénsese, por ejemplo, en la educación, donde el compromiso del presidente de garantizar la libre elección de lengua va a entrañar sin duda un cambio de modelo y, en definitiva, una nueva política. Pero, aun así, la noticia tiene un calado enorme. En primer lugar, porque si se demuestra que un gobierno puede ahorrarse un desembolso importante sin que pase nada, es que ese gobierno, o los anteriores, han estado tirando el dinero. Luego, porque, con la medida, se elimina un organismo cuya principal función no era otra que la propaganda ideológica y, en definitiva, la coacción. Pero, sobre todo, porque la supresión posee un gran valor simbólico. El nacionalismo se ha jactado siempre de no recular jamás. Gobierne quien gobierne. Ponerle freno y hasta obligarle a retroceder es una de las mejores lecciones que pueden dársele.

ABC, 25 de enero de 2011.

Sin política lingüística

    25 de junio de 2011
Ignoro cómo piensa salir de esta el PSC. O sea, eso que llaman el socialismo catalán y que de socialista tiene ya más bien poco y de catalán, en cambio, lo que le echen. Desde el trompazo de las autonómicas, el partido anda desaparecido, así en las instituciones como en los medios. Por supuesto, los resultados de las municipales no han ayudado en nada. Pero tampoco han empeorado la situación. Al partido, ese segundo trompazo se le suponía, y sólo los más ingenuos abrigaban la esperanza de parar el golpe. Por otra parte, y como se espera de una fuerza política en retirada, sus dirigentes casi no se dejan ver. Ni ver ni oír. Por abstenerse, hasta se abstienen de imitar a sus correligionarios del PSOE poniéndose a tontear con los indignados. Tal vez esperan al próximo congreso del partido —cuya fecha debe fijarse hoy y que en principio está previsto para otoño— para saber si siguen mandando y, en consecuencia, si sigue mereciendo la pena mover la silla en un sentido u otro para no perderla. Porque este va a ser el fondo más o menos explícito del debate congresual. Si más Cataluña o más España. Hace una semana, Francesc de Carreras opinaba que el PSC, si quiere remontar el vuelo, debe optar por el segundo camino, ya que el primero, llevado al extremo en los años de gobiernos tripartitos, se ha revelado no sólo contraproducente, sino incluso suicida. Sin duda. Pero el problema, me temo, es que el partido no va a estar por la labor. Y cuando digo el partido me refiero, claro, al aparato, a esos capitanes de otro tiempo y a sus cachorros, moldeados por igual. Lo cual no significa que vayan a reforzar el sesgo catalanista —con la creación de un grupo propio en el Congreso, por ejemplo—; tan sólo que van a devolver el partido al limbo que ya ocupó cuando el pujolismo. Al fin y al cabo, este es el sitio natural del PSC. El que corresponde —a las pruebas me remito— a quienes jamás han alcanzado el uso de razón.

ABC, 18 de junio de 2011.

El limbo socialista catalán

    18 de junio de 2011
Todo empezó hace sesenta años, con el carbón y el acero. Es verdad que antes había habido otros intentos. U otras llamadas a intentarlo. Entre las más sugerentes, la del francés Julien Benda, que publicó su «Discours à la nation européenne» justo cuando Adolf Hitler alcanzaba al poder —o sea, en el peor momento—. En cualquier caso, la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) no perseguía la formación de nación ninguna. Nada de abstracciones. Nada de uniones morales o intelectuales, como las propugnadas por Benda en su discurso. En aquel entonces, con las cenizas de la segunda gran guerra todavía humeando, Europa sólo podía (re)construirse —lo señaló Valentí Puig en «Por un futuro imperfecto»— poco a poco, por sedimentación, sobre bases reales. Así empezó, pues, la aventura. Y en ella seguimos, aunque los tiempos. a qué negarlo, no inviten precisamente al optimismo.

Como es sabido, al carbón y al acero les sucedieron otras realidades. En un primer estadio, las aduaneras y las agrícolas. Es decir, la progresiva desaparición de las barreras arancelarias y la libre circulación de los productos del campo. Más adelante, esa incipiente dilución de las fronteras no afectó ya tan sólo a las mercancías; también a las personas y los capitales. En cuanto a las primeras, con el establecimiento de la ciudadanía europea, lo que conllevaba, entre otros derechos, el de sufragio y elección —incluidos los de ámbito municipal— y el de libre movimiento y residencia a lo largo y ancho de lo que iba siendo ya la Unión Europea (UE). Y en lo tocante a los segundos, con la creación de una moneda única y un banco central, o, lo que es lo mismo, con la consideración de que la economía y las finanzas, motores de todo desarrollo, no podían sino constituir un asunto común.

Por supuesto, ese proceso acumulativo de cuyo inicio acaban de cumplirse seis décadas ha comportado un proceso paralelo, el de la progresiva ampliación de los Estados que lo conforman. Al fin y al cabo, Europa es mucho más que el territorio y la población de Francia, la República Federal de Alemania, Italia, Bélgica, los Países Bajos y Luxemburgo —o sea, de los firmantes de la vieja CECA—. Lo es sobre el mapa físico y debería serlo, en consecuencia, sobre el político. De ahí que, a estas alturas, el número de países miembros de la UE se acerque ya a la treintena y que en la recámara, ostentando la condición de candidatos y a la espera de que se les franquee el paso, se encuentren otros cinco Estados, entre los que destacan tres antiguas repúblicas yugoeslavas, a las que pronto puede unirse una cuarta, Serbia, después de que el último escollo para su integración —la captura del criminal Mladic— haya sido vencido.

Aun así, faltarán todavía algunas piezas para coronar la obra. En especial, en la parte más oriental del territorio, donde factores de toda índole —política, cultural, religiosa— dificultan por el momento la incorporación de más países. Con todo, lo más preocupante no es la demora en ese extremo del viejo continente —a fin de cuentas, la gradualidad del proceso ya acarrea esos cambios de ritmo—, sino las grietas que comienzan a abrirse en lo que pueden considerarse los cimientos de la construcción europea. Esto es, en las bases reales y en muchos de los Estados más o menos pioneros.

Ha bastado el estallido de la crisis económica para que el edificio se pusiera a temblar. Es cierto que las mayores sacudidas, como las originadas por los rescates de Grecia, Irlanda y Portugal, han tenido también su lado bueno, aunque sólo sea porque han permitido constatar que la obra resiste, que no se viene abajo así como así. Del mismo modo que la presión ejercida hace más de un año sobre el Gobierno de España para que adoptara sin dilación medidas drásticas de reducción del déficit —presión a la que contribuyó, muy en primer plano, el propio presidente de Estados Unidos— ha servido asimismo para evidenciar que la deriva de la gobernación española es menos deriva gracias a la existencia de un poder superior —llámesele europeo, llámesele mundial o global— al que no podemos sustraernos a no ser que queramos terminar de patitas en la calle pidiendo limosna. Pero, a pesar de todos esos activos, las grietas siguen allí. Y se diría que, con la perduración de la crisis, no pueden sino ensancharse.

Ya no son sólo los acostumbrados berrinches de Angela Merkel, tan estentóreos y no por ello menos significativos. Son también las propuestas de algunos partidos y las disposiciones de determinados gobiernos. Es el caso, por ejemplo, de lo que se conoce como organizaciones de corte populista o, más llanamente, como extrema derecha europea. El aumento de la presencia de esas formaciones en los distintos Parlamentos de la UE, y en particular el auge que han cobrado en los de los países nórdicos —vergeles tradicionales de la socialdemocracia donde han florecido, a lo largo de las últimas décadas, todas las especies imaginables de multiculturalismo—, tiene como fondo un componente manifiestamente eurófobo. Por un lado, los Auténticos Finlandeses, convertidos recientemente en la tercera fuerza del país, se han manifestado contrarios al rescate económico de Portugal. Por otro, el Partido Popular Danés, aun sin formar parte del ejecutivo, ha pactado con la coalición gubernamental reinstaurar los controles aduaneros para poner freno al libre acceso de inmigrantes —o sea, de ciudadanos de otros países de la UE, entre otros extranjeros, en lo que constituye una clara violación del Acuerdo de Schengen—. Y en fin, algo más al sur, el holandés Geert Wilders, con su cada vez más influyente Partido de la Libertad, ha formulado de modo reiterado las propuestas sin duda más radicales en materia de inmigración —especialmente musulmana—. (Lo cual no significa, claro está, que el resto de los países de la Unión no tengan, o hayan tenido, conflictos semejantes; significa tan sólo que, al menos hasta el momento, no los han achacado a su pertenencia a la Europa política.)

Así las cosas, ya sólo faltaban las bacterias en pepinillo o soja para evidenciar la quiebra del modelo. De golpe, todas esas fronteras que parecían cosa del pasado van levantándose de nuevo poco a poco para cortar el paso —en nombre del derecho al trabajo, a la seguridad, a la cultura, a la democracia y hasta a la salud— a capitales, personas y mercancías procedentes de la propia Unión Europea. Si a ello le añadimos el diagnóstico que se desprende del exhaustivo análisis contenido en «Europa después de Europa» —el conjunto de ensayos coordinados por Emilio Lamo de Espinosa—, en el sentido de que el peso de Europa en el mundo lleva trazas de diluirse en un futuro no muy lejano, convendrán conmigo en que el panorama no puede ser más desolador.

Y es que, o mucho me equivoco o el problema de Europa no es la economía, ni la seguridad, ni el empleo. El problema de Europa es ella misma. O sea, su incapacidad para ser algo más que una mera suma de identidades, una suerte de matrimonio de conveniencia —a muchas bandas, eso sí— al que parece que nunca ha unido amor ninguno. Sí, el problema de Europa es Europa. Y eso, qué quieren, ha tenido siempre mala solución.

ABC, 15 de junio de 2011.

El problema de Europa

    15 de junio de 2011
El mundo de la cultura catalana anda revolucionado. Me refiero al mundo oficial y subvencionado, que acaso sea, en este campo concreto, todo el mundo posible. La razón de semejante revuelo es la aprobación, por parte del Gobierno de la Generalitat, de un anteproyecto de ley que simplifica y reestructura la Administración y —ahí duele— no establece distinción alguna entre la cultura y lo demás. Vaya, que lo mismo elimina una empresa pública del ramo del automóvil agrupándola, junto a otras empresas, en una entidad mayor —al tiempo que reduce drásticamente, claro, su presupuesto—, que hace lo propio con una serie de museos que gozaban hasta la fecha de una envidiable autonomía de gestión. Entre las entidades culturales afectadas están el Consell Nacional de la Cultura i les Arts (Conca), joya de la corona tripartita, y la Institució de les Lletres Catalanes (ILC), reminiscencia de una época en que las letras, catalanas o no, eran, en efecto, una institución. Y el caso es que tanto el Conca como la ILC han soltado ya las primeras lágrimas. Natural. La cultura es adicta al sollozo. Si no llora no mama. Y, en lo que respecta a la ILC, las lágrimas han tomado de momento forma de manifiesto. El actual decano de la Institució, así como algunos exdecanos y Premis d’Honor de les Lletres Catalanes, han hecho público un texto en el que afirman, en síntesis, que la ILC es imprescindible, por cuanto no existe en Cataluña otro organismo dedicado en exclusiva a las letras y a los letristas —en catalana lengua, por supuesto—, y que, en fin, lo que se da no se quita. Ciertamente. A no ser que escasee el dinero. Y a no ser que uno caiga en la cuenta de que no tiene ningún sentido mantener en 2011 una entidad creada en 1937 para difundir la cultura en el frente y dar de comer a los escritores catalanes fieles a la República en guerra. Que algunos sigan soñando con cruzar de nuevo el Ebro no debería costar ni un céntimo al erario público.

ABC, 11 de junio de 2011.

Una cultura en guerra

    11 de junio de 2011
Confieso que el día en que descubrí cómo funcionaba eso del uso de las lenguas en la enseñanza valenciana me quedé perplejo. ¿Es posible? ¿Es posible inventarse algo tan complejo, algo tan sujeto a múltiples factores —territoriales, sociológicos, familiares—, algo tan aparentemente irrealizable, en suma, y que la cosa funcione? Según quienes lo han estado gestionando hasta la fecha —o sea, el Partido Popular desde que en 1995 alcanzó el poder en la Comunidad—, así ha sido. Según los catalanistas del lugar —o sea, las fuerzas de izquierda y sus entidades afines—, en modo alguno. Es más, para estos sectores, ese modelo constituía ya el primer paso para la liquidación de la presencia del valenciano en la escuela. Para que ustedes se hagan una idea muy somera de la complejidad del sistema —este espacio no da para más—, sólo les diré que cada centro era un mundo, en el que podía aplicarse uno cualquiera de los tres programas de educación bilingüe existentes, o incluso uno de educación plurilingüe, o incluso ninguno de los anteriores, y que ello podía modificarse de un año para otro de acuerdo con la voluntad de las familias de los alumnos allí escolarizados.

Pero eso se acabó. El consejero de Educación Font de Mora ha anunciado esta misma semana que, a partir del curso 2012-2013, la Comunidad pasará a tener un modelo único, de naturaleza trilingüe, en el que la presencia del valenciano y del castellano será, como mínimo, del 33%, y la del inglés de un porcentaje similar, si bien como máximo. Se trata de un modelo que el PP ya intentó implantar hace años en Baleares —el cambio de color político en el gobierno lo abortó— y que está vigente en estos momentos en Galicia —después de que Núñez Feijoo renunciara a sus promesas electorales de libre elección de lengua—. Se trata, pues, del modelo popular. Aunque no fuera más que para probar la pócima, no saben lo que daría yo por que el PP ganara un día en Cataluña.


ABC, 4 de junio de 2011.

La enseñanza valenciana

    4 de junio de 2011