¿Se acuerdan de aquel desayuno entre Artur Mas y Joan Laporta, ampliamente recogido por todos los medios de Cataluña y por no pocos del resto de España? Aconteció el sábado 28 de octubre de 2006, días antes de las autonómicas catalanas, y constituye, que yo sepa, el primer acto de vasallaje de un dirigente del mundo de la política a uno del mundo del deporte. Y si este fue el primero, el segundo no tardó en llegar. Al día siguiente, el socialista José Montilla, enojado por el privilegio dispensado por Laporta a su máximo rival en aquellas elecciones, pudo también hacerse la foto con el presidente barcelonista —o, tal y como consta en las crónicas de entonces, pudo también trasladarle, de primera mano, sus propuestas electorales—.

De un modo u otro, en aquel otoño de hará pronto cuatro años ese Joan al que los íntimos llaman Jan alcanzó el paraíso. Meses antes, su club había ganado la Liga española por segundo año consecutivo y, lo que es mejor, la Champions League. Pero a un nacionalista como él, que incluso presumía de obligar a sus jugadores a aprender por contrato el catalán, nada podía producirle tanta satisfacción como el afán de aquel par de candidatos por posar a su lado. Téngase en cuenta que uno de ellos iba a ser, con toda seguridad, el próximo presidente de la Generalitat. ¿Alguien puede imaginarse siquiera a Jordi Pujol o a Pasqual Maragall rindiendo pleitesía a Josep Lluís Núñez o a Joan Gaspart? ¿Verdad que no? Sí, decididamente, aquel fin de semana de octubre de 2006 Joan Laporta tuvo el mundo a sus pies. Aunque sólo fuera el mundo catalán.

Ahora, cuando se avecinan unas nuevas elecciones autonómicas, el presidente del FC Barcelona está apurando sus últimos días al frente del club. Y, según propia confesión, está barajando muy seriamente la posibilidad de dar el salto a la política. Por supuesto, un hombre que ha mandado lo que él ha mandado no puede conformarse con cualquier cosa. Debe aspirar, sí o sí, a la Presidencia de la Generalitat. Lo cual, sobra decirlo, al no poder concretarse más que en opciones marcadamente minoritarias, que ni siquiera tienen asegurada, según las encuestas, su representación en el Parlamento, parece harto improbable. Y es una pena. Porque Joan Laporta sería, sin duda alguna, un excelente presidente de la Generalitat.

Al menos, a juzgar por el programa que promete aplicar. Se lo recuerdo: ejército catalán, agencia de inteligencia propia, constitución catalana y declaración unilateral de independencia. Y, por si todo eso fuera poco, el programa también incluye la derogación de la oficialidad del castellano. Sí, de convertirse Laporta en presidente de la Generalitat, el castellano pasará a ser una lengua minorizada. Lo que significa que habrá que protegerla y que el Gobierno autonómico, con su presidente a la cabeza, deberá asegurarse de que esté presente en todos los comercios y de que sea usada en la escuela y en los medios de comunicación públicos. De lo contrario, se expone a que una gran mayoría de ciudadanos lo denuncien ante el Tribunal de Estrasburgo. O, peor aún, ante el de La Haya.

ABC, 27 de marzo de 2010.

El presidente Laporta

    27 de marzo de 2010
A juzgar por el tam-tam demoscópico, esto se acaba. Esto, claro, es el tripartito. Todo indica que sus partes ya no suman. Y cuando algo no suma, resta. Esa parece ser la tendencia desde hace ya varios meses, hasta el punto de que no pocos analistas se sorprenden de que el presidente Montilla todavía no haya disuelto la Cámara y convocado elecciones, aunque sólo sea para intentar salvar los cuatro muebles que le quedan. Será que el hombre confía en enderezar los pronósticos, añaden esos sabios. Lo dudo. Si Montilla no disuelve la Cámara es, pura y simplemente, porque no ve razón ninguna para privar de unos cuantos meses de empleo y sueldo, con sus debidas prorratas, a los miles de cargos y recargos socialistas que viven actualmente a costa de la Administración autonómica. Al fin y al cabo, don José ha sido siempre un hombre de partido.

Pero, más allá de los motivos que pueda tener el presidente para no dejar de serlo antes de tiempo, ese fin de ciclo que se avecina, y que algunos, de forma harto impropia, llaman fin de régimen, como si el régimen en Cataluña fuera a cambiar con el más que probable retorno de CIU al poder; ese fin de ciclo, digo, ha producido ya algunas necrologías de envergadura. No me refiero, por supuesto, a las segregadas por los plumillas agrupados en torno a la Fundació Cataluña Oberta; esos, como es natural, no caben en sí de gozo. Me refiero a las producidas por los compañeros de viaje del socialismo, o del maragallismo, o del tripartidismo, que, a estas alturas, viene a ser más o menos lo mismo. La última de la que tengo conocimiento la escribió Josep Ramoneda el pasado martes en «El País».

Para el articulista, «el problema de fondo ha sido que el tripartito no ha tenido un verdadero proyecto común». Vaya, que no ha tenido otro que el Estatuto. O sea, el Pacto del Tinell —a cuyo espíritu, por cierto, la Convergència de Mas se sumó, aunque fuera al cabo del tiempo y ante notario—. Y como ese proyecto, añade Ramoneda, fue «dinamitado» entre Zapatero y Artur Mas, el tripartito se rompió y ya no ha habido forma de recomponerlo. No le falta razón al articulista. En eso consistió, en efecto, la tragedia de Pasqual Maragall y de cuantos, como el propio Ramoneda, apostaron en su momento por seguir esta vía. O —por decirlo a la manera de Ortega— ese fue el error Maragall. O sea, el error llamado Maragall. Pero también —y aquí Ortega ya no serviría como molde— el error de Maragall. Porque el pacto suscrito en el salón gótico de los reyes de la corona catalano-aragonesa fue un pacto ignominioso, indigno de un sistema democrático. Y si tuvo al ex presidente de la Generalitat como objeto, en la medida en que el Gobierno salido de aquel acuerdo llevaba su nombre, también lo tuvo como sujeto, dado que sin su firme voluntad de alcanzar el poder, y de alcanzarlo a cualquier precio, la ignominia jamás se habría materializado.

Lo que ha venido después no ha sido ya sino podredumbre.

ABC, 20 de marzo de 2010.

El error (de) Maragall

    20 de marzo de 2010
Hay algo profundamente insólito en las palabras de Anna Hernández recogidas por el periodista Gabriel Pernau en Descubriendo a Montilla (RBA, 2010). Al menos en las que siguen: «Mis hijos saben catalán perfectamente, aunque cuando lo escriben hacen faltas de ortografía. Dan poco catalán, esta es la verdad; una hora a la semana es poquísimo. Pero ya lo supliré yo más adelante. Prefiero que sepan alemán». Por supuesto, que la teniente de alcalde del Ayuntamiento de Sant Just Desvern, representante del PSC-PSOE en un sinfín de consejos de administración de entidades y empresas públicas y, «last but not least», esposa de José Montilla piense de esta suerte, no tiene nada de extraño; al fin y al cabo, su razonamiento lo compartirían, seguro, muchos ciudadanos —siempre y cuando dispusieran, claro, de análogas posibilidades de elección—. Ahora bien, que Hernández exprese lo que expresa sin recato alguno y a sabiendas de que su opinión va a ser reproducida en un libro, y no en un libro cualquiera, sino en el que aspira a convertirse en la biografía oficial del todavía presidente de la Generalitat con vistas a la próxima campaña electoral —de lo que da fe la imagen satisfecha de Montilla junto a Pernau, en el acto de presentación de la obra—, no puede sino provocar el mayor de los asombros. Es más: que el original no haya sido siquiera revisado por el aparato presidencial o lo haya sido, visto el resultado, de forma tan manifiestamente chapucera; que no haya corrido, en fin, la misma suerte que la biografía aquella de Pasqual Maragall cuya primera edición duerme el sueño de los justos por haber osado incluir, entre sus páginas, los fragmentos del diario personal que el padre del ex presidente llevó cuando la guerra y en el que celebraba, aliviado, la entrada en Barcelona del ejército de Franco, eso, qué quieren, eso ya no hay quien lo entienda.

Y es que la primera dama catalana, al igual que la mujer del César, no sólo debe ser honesta, sino también parecerlo. Lo cual, trasladado al lenguaje de la Cataluña contemporánea, significa que Hernández no puede limitarse a ser nacionalista, en el caso de que efectivamente lo sea, sino que además ha de aparentar que lo es —una práctica que su marido, por cierto, domina a la perfección—. Le guste o no, esas son las reglas del juego. Y, claro, convendrán conmigo en que las palabras con las que se supone que está contribuyendo a que los demás descubramos a su marido no constituyen, precisamente, un paradigma de catalanidad. Que, en la educación de sus hijos —que también lo son del César, no lo olvidemos—, la llamada lengua propia del lugar sea relegada en favor de un idioma extranjero y que ello se produzca sin que el dominio de esa lengua, a juzgar por las faltas de ortografía confesadas, sea un hecho, no resulta, que digamos, muy edificante. Pero que eso ocurra en una Comunidad Autónoma, donde, excepto cuatro privilegiados, todo el mundo está obligado a educar a sus hijos en la lengua cuyo aprendizaje Hernández considera manifiestamente postergable —lo que equivale a afirmar que hasta podría considerarlo manifiestamente prescindible— constituye, sin duda alguna, un pésimo ejemplo.

Entre otras razones, porque semejante comportamiento invita al paralelismo. Es decir, a la evocación de unos tiempos felizmente pretéritos en que los colegios extranjeros —y, entre ellos, el Colegio Alemán de Barcelona, donde cursan hoy sus estudios los hijos de Montilla y Hernández— eran como un refugio. Muchos padres, al matricular allí a sus retoños, no aspiraban tan sólo a procurarles una educación consistente, homologada, moderna, una especie de coraza para toda la vida, la cual, unida al dominio de una lengua foránea —el francés, el inglés, el alemán—, había de permitirles andar por el mundo con ciertas garantías, sino también un lugar donde estuvieran a salvo de las inclemencias de aquella España que arrastraba, como una losa, los efectos de su pasado.

Pero eso era entonces, en aquellos tiempos. Ahora los españoles llevamos tres largas décadas viviendo y conviviendo en un régimen democrático. O sea, en paz, en orden y en libertad —por más que aún haya quien nos obligue a arrastrar los efectos de nuestro pasado—. Y, sin embargo, los colegios extranjeros siguen desempeñando, en según qué partes del territorio, y muy especialmente en Cataluña, la misma función que desempeñaban cuando la dictadura. Quiero decir que siguen siendo, para algunos ciudadanos al menos —los más pudientes, los únicos que pueden, al cabo, permitírselo—, una suerte de refugio. Contra la mala educación resultante de la implantación, hace veinte años, de un sistema educativo nefasto, que ha puesto los niveles de conocimiento de los jóvenes españoles por los suelos, y contra la imposición en las aulas, también desde hace veinte años, de la llamada lengua propia como lengua única.

Ambas amenazas tienen causante. Y colaborador necesario. Así como la primera es fruto de la ingeniería social de la izquierda, la segunda fue ideada y ejecutada por el nacionalismo. Aun así, tanto el nacionalismo en el primer caso como la izquierda en el segundo colaboraron de buen grado. Hasta el extremo de que en los últimos tiempos, con el PSOE mandando en el Gobierno de España y en el de Cataluña, la demanda de asilo no parece haberse resentido en modo alguno. Al contrario. Muchos padres, ante la imposibilidad de educar a sus hijos en castellano, y de educarlos encima como Dios manda, siguen optando, como cuando el franquismo, por rascarse el bolsillo y llevarlos a centros cuyo sistema educativo está lejos de la cota de degradación del español y en los que sus seres queridos, aparte de aprender una lengua extranjera, pueden beneficiarse incluso de unas cuantas horitas semanales de lengua española.

Es lo que ha hecho, a la vista está, el matrimonio Montilla-Hernández. Con la particularidad de que tanto un miembro como otro de la pareja son arte y parte. Su partido es el principal culpable de la destrucción de la enseñanza en España y, en lo tocante a Cataluña, el principal impulsor de una ley de educación que convierte el catalán en el único idioma de la escuela. Además, el propio cabeza de familia, en tanto que presidente de la Generalitat, ha acaudillado cuantas políticas educativas y lingüísticas se han implantado en los tres últimos años en la Comunidad catalana. Y, sin embargo, ese matrimonio, en vez de ser consecuente con las ideas que lo han llevado a ocupar la posición social que ocupa —lo que supondría querer para los suyos lo que se quiere para los demás—, reniega de estas ideas y corre a refugiarse, huyendo del sistema público y concertado, en el Colegio Alemán.

Pero lo más grave, con todo, no es eso. Lo más grave es que Anna Hernández, la mujer del César, no considere cuando menos necesario guardar las formas. Ni ella ni su marido. Ni tampoco los fontaneros del palacio presidencial, cuya máxima virtud ha sido siempre el disimulo de la realidad mediante los velos más dispares. Será que los asuntos públicos, en Cataluña, han alcanzado ya tal nivel de deterioro, de decrepitud, que ni siquiera la verdad ofende.

ABC, 16 de marzo de 2010.

La mujer del César

    16 de marzo de 2010
Parece que estamos lejos de lograr que en nuestros centros de enseñanza se enseñe la verdad. Por ejemplo, la verdad de lo que pasó en España durante la guerra civil y en los años inmediatamente anteriores. O la verdad de lo que está sucediendo en Cuba desde hace medio siglo, lo que sin duda habría contribuido a que muchas de las personas formadas en las últimas décadas en los centros de enseñanza españoles supieran a día de hoy si Orlando Zapata era un disidente o un delincuente, y qué fue lo que le llevó a morir en una cárcel castrista. O la verdad de lo que supuso, aquí y allá, y muy especialmente en la tierra donde fue alumbrado, el comunismo, ese régimen. Si ni siquiera se enseña en nuestras escuelas e institutos lo que representó el Holocausto, su sentido profundo, su magnitud, su excepcionalidad; si ni siquiera se enseña, en uno de los países más antifascistas de la tierra, la trascendencia de esa inconmensurable tragedia humana, ¿cómo demonios va a enseñarse todo lo demás?

Viene ello a cuento de la muy noble pretensión del diputado convergente Jordi Xuclà de instar al Gobierno a que «impulse la incorporación a los textos escolares, dentro del sistema educativo autonómico, de la información sobre la hambruna en Ucrania de los años 1930 a 1932». A que «impulse», esto es, a que tome cartas en el asunto, como las ha tomado tantas veces en cuantas cuestiones le han parecido dignas de ser abordadas y predicadas en nuestros centros docentes, empezando por la famosa «educación para la ciudadanía». Pero nada, el rodillo lo ha impedido. El pasado miércoles, en la Comisión de Educación del Congreso, la suma de los votos de PSOE, ERC-IU-ICV y BNG, o sea, de la izquierda más variopinta, impidió que la moción de Xuclà en nombre de CIU y con el apoyo de PP y PNV prosperara. ¿Por qué? ¿Qué motivo podían argüir quienes votaron en contra para no promover que en las escuelas del país se explique que, entre los muchos crímenes del comunismo, figura el que tuvo como escenario Ucrania entre 1929 y 1933? ¿Qué empujó a esos ilustres diputados a rechazar que se fomente, en los programas escolares, la referencia a una política genocida que mató de hambre a por lo menos cinco millones de ucranianos?

Como no creo que la respuesta a esas preguntas pueda ser una admiración inconfesada de sus señorías por la figura de Stalin, no queda más remedio que agarrarse a la justificación ofrecida por el representante socialista en la Comisión, Emilio Álvarez. Según él, se trata de un simple problema de competencias. No es el Gobierno quien debe mezclarse en estos asuntos, sino la comunidad educativa. O sea, en lo tocante a la escuela pública, los mismos que han controlado la educación en el último cuarto de siglo. Los partidarios de la renovación pedagógica, vaya. O, si lo prefieren, los que acostumbran a viajar a Cuba en verano para, nada más volver, exclamar: «¡Qué país tan maravilloso! ¡Si no fuera por el bloqueo americano!»

No les digo yo lo mucho que les preocupa el genocidio ucraniano a toda esa panda. Si de ellos depende su enseñanza, aviados estamos.

ABC, 13 de marzo de 2010.

Enseñar la verdad

    13 de marzo de 2010
Lo confieso: tenía la secreta esperanza de poder evitarlo. Ya veo que no. Ya veo que no me va a quedar más remedio que mojarme. En la Cataluña oficial no se habla de otra cosa. Jamás el Parlamento autonómico había estado tan animado —ni, por supuesto, tan animalizado—. Jamás sus sesiones habían concitado tanto interés, tanta pasión. Cuando el debate sobre la Ley de Educación de Cataluña, fueron llamados a perorar en comisión algunos ilustres pedagogos. ¿Alguien se acuerda hoy de sus nombres? ¿Alguien se acuerda, por ejemplo, de Inger Enkvist, la especialista sueca que disertó sobre lo que le esperaba al país si sus señorías acababan aprobando —como así hicieron, por cierto— aquel proyecto de ley eminentemente coactivo y antiliberal? Es verdad que Enkvist compareció sin más argumentos que sus conocimientos y su experiencia profesional. Nada que ver, pues, con el divulgador científico Jorge Wagensberg, que, al modo de un viajante de comercio, fue ilustrando su prédica con la exhibición de toda clase de instrumentos, a cual más sanguinario: la banderilla, el estoque, la puya, la puntilla. O con el filósofo Jesús Mosterín, que apuntaló su discurso con paralelismos no menos punzantes. A saber: que si el toreo era una tradición ancestral, también lo eran la ablación de clítoris y el maltrato a las mujeres, y no por eso había que tolerarlas. Unas palabras que le han valido ya alguna que otra reconvención, como por ejemplo las de Leire Pajín o Mariano Rajoy. Si bien se mira, a Mosterín le ha sucedido lo que a Pasqual Maragall por esa misma época, hace cosa de un lustro, cuando, coincidiendo con el Día Internacional de la Mujer, declaró que se sentía, en tanto que presidente de la Generalitat y por culpa de las embestidas que recibía de CIU y PP, como una mujer maltratada. Está claro que con eso no se juega. Ni poniéndose uno al otro lado del espejo, como hizo entonces el presidente Maragall, ni mucho menos poniendo al toro, como ha hecho ahora Mosterín.

Ignoro si la comisión de marras tiene previstas más comparecencias. Ignoro, pues, si va a acudir también Pilar Rahola, en plan estelar, a contarnos una vez más su relación con la bestia, como si fuera el último de la tarde. O si van a llamar a Nacho Sierra, ese especialista en comportamiento animal que sostiene que el hombre tiene el cerebro entre las piernas y la mujer, en cambio, en otra parte. Sea como sea, aligeren, por favor. Acaben de una vez con la farsa. Dejen la fiesta en paz. Lo suyo, señorías, no es eso. Lo suyo es la metáfora. La piel de toro, por ejemplo. Mejor, «La pell de brau». Tienen ahora una ocasión inmejorable. Se cumplen 25 años de la muerte del poeta y 30 de la publicación del poemario. Y, según leo por ahí, anuncian para mayo una reedición de la obra con suculentos apéndices, en los que se plantea —agárrense— su vigencia. Yo, de ustedes, no me lo pensaría dos veces. Convoquen a Espriu. Venga, no se demoren. Aunque no ha sido nunca muy amante del espectáculo, tratándose del Parlamento de Cataluña, no creo que pueda negarse.

ABC, 6 de marzo de 2010.

Marchando una de toros

    6 de marzo de 2010



Lo intenté un par o tres de veces. «El Gaziel en castellano, sus crónicas de la gran guerra; habría que rescatarlas, merece la pena», le decía al editor. No hubo manera. Y eso que entonces el pasado ya era un tema. Y la guerra. De Gaziel, es cierto, poco se sabía aún, pero unos cuantos ya estábamos en ello. Y, encima, había aquella generación irrepetible de periodistas de la que Gaziel formaba parte —los Camba, Corpus Barga, Xammar, Chaves Nogales, Pla—, siempre por el ancho mundo, lo más lejos posible de España. Nada, ni por esas. Supongo que la empresa asustaba. Eran muchas páginas. Y luego, esas tierras del norte de Francia por donde transcurría casi siempre la acción, ¿qué lector español de nuestro tiempo iba a ser siquiera capaz de imaginarlas? «Nada, nada —remataba el editor—, mejor lo dejamos como está». O sea, entre las cubiertas vencidas de cuatro volúmenes de la casa editorial Estudio, publicados entre 1915 y 1918, y en esa hemeroteca de La Vanguardia donde nacieron las crónicas y que todo lo guarda.

Pero no. Por suerte, a finales del año pasado, una editorial de nuevo cuño, Diëresis, vino felizmente al rescate. Es verdad que En las trincheras, el libro que hace al caso, no contiene más que una pequeñísima fracción de lo que el periodista catalán alcanzó a escribir a lo largo de aquella guerra. (En realidad, y tal como recuerda en el prólogo Manuel Llanas —responsable, junto a Plàcid Garcia-Planas, de la actual selección—, lo recogido por el propio Gaziel en los cuatro volúmenes de Estudio ya era tan sólo algo más de la mitad de lo publicado en su día en La Vanguardia.) Da igual. Lo antologado ahora es representativo del conjunto, y quienes hayan tenido ocasión de leer algunas de esas piezas en sus modalidades anteriores no echarán en falta nada sustancial. Me refiero, por ejemplo, a la titulada «De regreso», que cierra la serie «De París a Monastir» y que cerraba ya en 1917 el libro de título homónimo.

Vaya por delante que no se trata propiamente de una crónica de guerra. Puestos a calificarla, tal vez le convendría más la denominación «crónica de tregua». Corresponde, en efecto, a un alto en la batalla. A un alto del cronista, se entiende. Gaziel ha viajado hasta los Balcanes, donde ha asistido a la caída de Serbia en manos búlgaras, y ahora vuelve a casa en el mismo barco de vapor que lo trajo hasta allí. Y, como el hombre ha padecido lo suyo, se ha «dado (después de haberlo merecido con creces) el soberano placer de tumbar[se] en una chaise longue, sobre el puente, junto a la cámara del piloto». Lo que le lleva, claro, a meditar. Y a meditar sobre lo que va a escribir, porque la tregua del cronista no afecta más que a su presencia en el campo de batalla.

Escribirá, no queda más remedio, sobre el último capítulo de su aventura: la retirada, brusca y apresurada, desde Monastir [hoy Bitola, en la República de Macedonia] hasta el puerto de Salónica, donde ha embarcado. Pero, una vez superado ese trámite, abordará lo esencial. Y lo esencial es su oficio. Qué sentido tiene escribir esas largas, interminables crónicas, llenas de detalles, donde lo que importa es «el pormenor, la anécdota, la evolución y no el fin de los graves sucesos»; a qué conduce transmitirle al lector «lo que representó [esta guerra] en dolor vivo, en carne torturada, en almas enloquecidas, en miseria y terror»; para qué sirve, en fin, tanta experiencia transmutada en letra, tanta épica impresa, si las generaciones futuras ni siquiera tendrán conocimiento de cuanto ha ocurrido. Esos «hombres de mañana» dispondrán, como mucho, en sus libros de «cuatro fórmulas breves y cómodas» que «resumirán (…) el inmenso dolor de nuestros días». Y a otra cosa, que así se escribe la historia.

Quizá por ello, para tratar de anclar el tiempo e impedir, en la medida de lo posible, la fatal compresión de sus crónicas en formularios —o, lo que es lo mismo, del periodismo en historia—, Gaziel ya debe de ir barruntando por entonces una salida. Eso suponiendo que no la tuviera ya en mente desde mucho antes. Recogerá sus crónicas en libro. No es la primera vez. Además, en este caso cuenta con una ventaja: el viaje, esa unidad argumental. ¿Que eso de idear el volumen antes incluso de redactar la última crónica escapa a toda lógica? En modo alguno. Aunque la publicación en prensa preceda a la aparición del libro, la producción sigue otros cauces. Y luego están los ritmos, el tempo del periodismo.

Así, «De regreso», esta última entrega de la serie, salió en La Vanguardia el 19 de marzo de 1916. Esto es, cuatro meses después de su escritura, a juzgar por la data —«noviembre de 1915»— que figura en el encabezamiento del texto. Pero es que De París a Monastir, el volumen en que Gaziel recogió todo el viaje —y donde la data anterior es incluso más precisa: «19 de noviembre»—, lleva un prólogo fechado en enero de 1916. O sea, un año antes, por lo menos, de que Estudio lo editara y dos meses antes de que «De regreso» se publicara por primera vez.

Como se ve, en aquella época todo era mucho más lento. Incluso la avidez del lector. ¡Cuatro meses entre la narración de los hechos y su impresión en papel periódico! Ahí es nada. El tiempo dilatado. El tiempo de la chaise longue. Es verdad que el periódico ya había ido informando en su momento de lo que ocurría en los Balcanes mediante los telegramas que traducía, servilmente, Andreu Rojals, también llamado Joan Puig i Ferreter. Pero, sobra añadirlo, una cosa era un telegrama de agencia y otra muy distinta una crónica.

Hoy, en cambio, ya nadie parece preocuparse, como hacía Gaziel, por la compresión del periodismo en historia. Será que ya hemos vencido al tiempo. O, cuando menos, al tiempo de otro tiempo. Aunque también podría suceder que el tiempo, para el periodismo, hubiera dejado simplemente de existir. Y con el tiempo, claro, el propio periodismo.

Factual, 29 de enero de 2010.