La misma noche del 16 de noviembre de 2003, nada más conocerse los resultados de las primeras elecciones autonómicas a las que no concurría Jordi Pujol, en Cataluña nadie daba un duro por Pasqual Maragall. O casi nadie. Es verdad que el PSC había ganado en votos. Pero CIU había sacado más escaños, y esos escaños, sumados a los que había obtenido ERC —prácticamente el doble de los logrados en los comicios anteriores—, permitían, si así lo querían ambas fuerzas, la formación de un gobierno de coalición de estricta obediencia nacionalista. Que ambas fuerzas iban a quererlo, pocos lo ponían en duda. El nacionalismo se ha caracterizado siempre por su transversalidad, por su capacidad para diluir en un magma común cualquier diferencia ideológica. Y luego estaba, claro, el espejo vasco. En el país hermano, allí donde todos los colores del verde que cantara un día Raimon, ya estaba funcionando desde 1998 una coalición de esta naturaleza, coronada por una suerte de apéndice estrafalario llamado Ezker Batua (EB). Y lo estaba haciendo a plena satisfacción, puesto que en 2001, después de una nueva cita electoral, cada una de las tres patas constituyentes —PNV, EA y la propia EB— había renovado gustoso su compromiso.

Así pues, aquel 16 de noviembre de 2003 lo único que parecía estar en juego en Cataluña era el reparto de carteras. Pero pronto se advirtió que las cosas no iban a ser tan sencillas. En las jornadas siguientes, mientras Carod se paseaba por las pantallas llave en mano, chuleando, sus lugartenientes se reunían por separado con convergentes y socialistas, a ver quién daba más. La otra opción de gobierno —en la que, además del PSC, participaban los ecocomunistas de Iniciativa per Catalunya— empezaba así a tomar cuerpo. Podía tratarse, claro, de una escenificación pura y simple de la equidistancia que tanto había reivindicado ERC durante la campaña; de una forma de llamar la atención y rentabilizar al máximo ese medio millón largo de votos —un 16,5 por ciento de los electores— obtenido en las urnas; de una suerte de dilación para terminar alcanzando el único desenlace imaginable: la gran coalición nacionalista. Podía ser esto, en efecto. Sólo que no lo fue. Transcurridas tres semanas, y ante el asombro general, se hizo pública la formación de lo que enseguida vendría en llamarse —pacto del Tinell mediante— un gobierno catalanista y de izquierdas. CIU había perdido la partida y quedaba relegada a ocupar, por primera vez en casi un cuarto de siglo, los bancos de la oposición.

Pero el nacionalismo, lejos de perder, había conseguido una gran victoria. De entrada, porque el acuerdo de gobierno coincidía casi por completo con el programa electoral de ERC, con lo que se consumaba la abducción del socialismo por parte del independentismo. Luego, porque la oposición, constituida en su gran mayoría por la federación de Convergència y Unió, difícilmente iba a librar batalla en un terreno, el de la reforma del Estatuto, en el que no podía sino compartir a grandes rasgos los postulados de la coalición gobernante. Y luego, sobre todo, porque a los pocos meses de la formación de ese gobierno catalanista y de izquierdas quiso el designio de los votos que el Gobierno de España cambiara de manos y que estas nuevas manos fueran las mismas que habían prometido carta blanca en el proceso de reforma estatutaria. Todo cuadraba. Incluso el hecho, nada casual, de que el principal sostén parlamentario del nuevo ejecutivo de cara a la legislatura naciente lo constituyeran los propios abductores del socialismo catalán.

A partir de ahí, la expansión de los nacionalismos en España y su influencia en los grandes asuntos de Estado —modelo territorial, lucha contra el terrorismo, educación— no tuvo ya otros límites que los meramente coyunturales. Cada nueva cita con las urnas constituía una ocasión inmejorable para poner a prueba la eficacia del experimento catalán. Primero fueron las elecciones gallegas, en junio de 2005. La pérdida de la mayoría absoluta por parte del Partido Popular propició una coalición entre los socialistas gallegos y el BNG, cuya similitud con la establecida Cataluña, lo mismo en las formas que en las abducciones, no ofrecía lugar a dudas. Y más adelante, en mayo de 2007, los resultados de otras autonómicas permitieron resucitar la fórmula balear —en 1999 se había producido ya un primer ensayo, lo que no hace sino confirmar, por cierto, que las Islas Baleares han constituido siempre un excelente campo de pruebas para los intereses del nacionalismo catalán—. La fórmula consistía en la asociación de seis partidos, más o menos catalanistas, más o menos izquierdistas. Al igual que en Cataluña y en Galicia, los socialistas presidían el gobierno y el nacionalismo llevaba la voz cantante. Bien es verdad que, en este caso, con alguna particularidad: por un lado, el nacionalismo era tan segmentado como variopinto; por otro, los dos principales dirigentes del socialismo balear procedían de las filas más radicales de este mismo nacionalismo. Y, en fin, si a los pocos días de aquellas elecciones autonómicas ETA no hubiese declarado el «fin del alto el fuego permanente» y provocado el cambio de estrategia de un gobierno que en adelante pasó a autoproclamarse «Gobierno de España», lo más probable es que Navarra, donde UPN y CDN habían perdido la mayoría absoluta, hubiera seguido el camino de Baleares. O, lo que es lo mismo, de Galicia y Cataluña.

Ésta es una de las herencias con que habrá de bregar el ejecutivo que salga de los comicios del 9 de marzo. Una herencia cuyos efectos no se circunscriben, claro está, a las Comunidades donde el nacionalismo ha alcanzado el poder, sino que alcanza al conjunto de la Nación. Cuatro años de suspicacias, de tensiones, de desajustes, de insolidaridades entre distintas partes de un todo, y, lo que es peor, entre los ciudadanos que conforman estas partes y este todo, son muchos años. Y, en la medida en que este estado de cosas no depende únicamente de la política que pueda llevar a cabo el Gobierno central, mucho me temo que habrá que irse acostumbrando. Ahora bien, que la situación presente no dependa únicamente del Gobierno central no significa que este gobierno no haya contraído, con su política, una enorme responsabilidad. El ejemplo de Navarra demuestra bien a las claras hasta dónde puede llegar un partido, por muy federalista que sea, cuando se lo propone. O cuando le conviene, que para el caso es lo mismo. De ahí que resulte de todo punto necesario que el PSOE no renueve su mayoría en las urnas. Como dicen los franceses, «il a fait ses preuves». Y esas aptitudes de las que ha dado prueba, tan movedizas, tan exentas de cualquier moral, mejor olvidarlas.

Con todo, no basta con que el PP gane las próximas elecciones generales. De no lograr una mayoría holgada —y todo indica que, en caso de victoria, así será—, también ha de poder gobernar sin cortapisas territoriales, eso es, sin tener que pactar con los nacionalismos. Es aquí donde fuerzas como UPyD o Ciutadans cobran todo su sentido. Por su centralidad ideológica y por su concepción del Estado, constituyen el complemento necesario para la futura gobernabilidad de España. Ahora sólo falta que las urnas —es decir, los ciudadanos— también lo quieran.

ABC, 15 de febrero de 2008.

«Il a fait ses preuves»

    15 de febrero de 2008
Tanto las próximas elecciones generales como la legislatura que de ellas surja van a estar marcadas, sin duda alguna, por el nacionalismo. Es evidente que para formular semejante predicción no hay que ser un lince. Basta con conocer un poco la historia de España y con analizar, sin demasiados prejuicios, el momento presente. Desde el último cuarto del siglo XIX, España se mueve —y a menudo se contorsiona— a golpes de nacionalismo. Por un lado, el de matriz catalana; por otro, el de matriz vasca. También ha habido, es cierto, uno de matriz propiamente española, pero éste, al contrario que sus homónimos periféricos, ha tenido una trayectoria más difusa, más inconstante y, sobre todo, más breve, puesto que desapareció casi por completo con la llegada de la democracia, como si hubiera gastado ya todas las salvas en las cuatro décadas anteriores. No así los otros dos; ni tampoco el gallego, que ha estado siempre ahí, agazapado, a rebufo de sus hermanos mayores, aguardando su hora.

En realidad, esta supervivencia de los nacionalismos periféricos demuestra hasta qué punto, en los famosos discursos parlamentarios —y en gran parte antitéticos— que Ortega y Azaña pronunciaron en mayo de 1932 a propósito del Estatuto de Cataluña, quien tenía los pies en el suelo era el primero de los dos oradores. En la medida en que el nacionalismo encuentra su razón de ser en el conflicto permanente con el Estado, todo intento de integrarlo en un proyecto común, de disolverlo en una instancia mayor, está fatalmente condenado al fracaso. El nacionalismo, decía Ortega, «es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar». De ahí que al Estado no le quede otro remedio que cargar con él y confiar en que el tamaño y el peso del fardo sean, en lo posible, llevaderos. Y, la verdad, no parece que éste haya sido el caso en la legislatura que estamos ya apurando.

Hasta las elecciones de marzo de 2004, y a pesar de los estragos del terrorismo, el país había ido evolucionando conforme a un mismo patrón, acordado por todas las fuerzas políticas —las nacionalistas incluidas— a finales de la década de los setenta: el llamado pacto de la Transición. Este acuerdo tácito, refrendado por la inmensa mayoría de los españoles en cuantas ocasiones habían sido llamados a las urnas, se sostenía sobre tres pilares: un régimen, la Monarquía parlamentaria; una Constitución, la del 78, y un Estado, el de las Autonomías. Pues bien, en los últimos cuatro años el patrón ha quedado hecho trizas. Por supuesto, no es que vivamos ya en una república popular, con una ley fundamental de nuevo cuño y con un Estado de corte confederal. No, sobre el papel todo sigue como estaba. Pero el deterioro a que se han visto sometidos los tres pilares en que descansaba nuestra convivencia resulta a todas luces notorio y, lo que es peor, no parece que pueda ser reparado sin que se replanteen a un tiempo las propias reglas del juego.

En efecto, si uno repasa los principales acontecimientos políticos de esta legislatura, llegará fácilmente a la conclusión de que en todos ellos ha intervenido en un grado u otro el nacionalismo. Lo cual no presupone, claro está, que sólo haya intervenido él. O que su intervención no haya contado, de modo sustantivo, con el amparo de quien habría podido negarle el pan y la sal. Pero, en todo caso, ahí ha estado el nacionalismo, en primera línea. Empezando por ETA. Y es que, por mucho que se empeñen en negarlo algunas fuerzas políticas, y en particular las pertenecientes al autodenominado nacionalismo democrático —es decir, todo el nacionalismo excepto ETA—, el problema del terrorismo etarra es inseparable del problema del nacionalismo. Y no únicamente del vasco.

Así, que el proceso de reforma del Estatuto catalán coincidiera en el tiempo con el llamado «proceso de paz» no puede considerarse en modo alguno casualidad. Quien puso en marcha ambos procesos —es decir, el Gobierno de España, y en particular su presidente— tenía mucho interés en vincular la suerte del segundo con el destino del primero. Y así lo entendieron, por activa y por pasiva, los interlocutores respectivos. Por ejemplo, el entonces presidente Maragall, quien, a finales de agosto de 2005, después de que el consejero Saura hubiera declarado que un «no» del PSOE al nuevo proyecto de Estatuto que saliera del Parlamento autonómico «imposibilitaría que en el País Vasco también se encontraran vías de solución», vinculó el devenir de ambos procesos al de la España constitucional. O la propia banda terrorista, que el 25 de octubre de aquel mismo año, coincidiendo con el 26 aniversario del Estatuto de Guernica y con la polvareda levantada por la reciente aprobación en el Parlamento catalán del nuevo texto estatutario, emitía un comunicado donde, entre otras cosas, negaba que lo que valía para Cataluña pudiera valer también para el País Vasco.

Por lo demás, y como no podía ser de otro modo, toda la tensión generada en torno al modelo de Estado ha erosionado también los otros dos pilares sobre los que se asentó en su día la Transición: la Monarquía parlamentaria y la Constitución. Jamás la figura del Rey y del régimen que esta figura encarna han estado tan en entredicho como en esta legislatura. Y no me refiero ahora a los pequeños aquelarres que los jóvenes independentistas han ido organizando por las plazas públicas de Cataluña, y cuyo clímax coincidía con la quema de unos cuantos carteles con la efigie del monarca, sino a la proliferación de artículos, debates y encuestas sobre la oportunidad y la conveniencia de que España siguiera siendo, en lo tocante al régimen, lo que viene siendo desde 1975 —a saber, una monarquía constitucional—. No hay duda que a este desgaste ha contribuido también la reivindicación acrítica de nuestra desdichada Segunda República, en la que tanto empeño ha puesto, por cierto, el presidente Rodríguez Zapatero. Y tampoco cabe descartar que la aparición de unas nuevas generaciones de políticos a quienes los pactos de la Transición no comprometen en exceso y cuyo único objetivo parece ser el ejercicio del poder —y entre los que se cuenta el mismísimo presidente del Gobierno— haya completado la faena.

De todas formas, sería injusto no recordar aquí que en los últimos meses el panorama ha cambiado sustancialmente. Coincidiendo con el fin de la tregua de ETA, todo lo que antes era susceptible de deliberación —la situación de los presos, el reconocimiento de la izquierda abertzale como interlocutor político, la participación de sus franquicias en el juego electoral— se ha convertido, de pronto, en un asunto estrictamente delictivo y, en consecuencia, penal. Mientras tanto, el nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña continúa atascado en el Constitucional, a la espera de que el alto tribunal digne pronunciarse. Y la marea antimonárquica parece haber remitido. ¿Significa todo ello que hemos vuelto a la situación anterior a marzo de 2004? En absoluto. En primer lugar, porque los efectos de las políticas gubernamentales que afectan al modelo de Estado y a la solidaridad entre partes de un mismo territorio no pueden eliminarse así como así. La aprobación del Estatuto catalán abrió el melón territorial, de suerte que las demás Comunidades, y en especial las más ricas, se apresuraron a exigir un trato equivalente —o, dicho de otro modo, unos privilegios comparables—.Y por si no bastara con estos factores, el lehendakari Ibarretxe, al que poco parece importar que el terrorismo etarra siga tan campante, ya ha anunciado para el próximo octubre una consulta a los vascos y a las vascas para que expresen qué quieren ser de mayores y mayores.

Pero es que, además, el cambio de rumbo impuesto por el Gobierno —y cuya máxima plasmación, en el orden de lo simbólico, es este «Gobierno de España» omnipresente— tiene todo el aire de la provisionalidad. O de la coyuntura electoral. Sólo así se explica que el ejecutivo se haya negado a revocar el aval parlamentario que le faculta para negociar con ETA, como le ha pedido reiteradamente el PP. Y que prefiera mantener en cuarentena el Estatuto catalán antes que verse obligado a afrontar, en vísperas de las elecciones, las consecuencias de una sentencia. Al fin y al cabo, el ritmo de la política española lo marca desde hace tiempo la inminente cita con las urnas. Y, aun cuando el resultado del 9 de marzo sea más que nunca una incógnita —la mayoría de las encuestas pronostican una gran igualdad entre PP y PSOE—, o precisamente por ello, los partidos no descansan. En especial los nacionalistas. Y es que el anunciado refrendo otoñal del lehendakari Ibarretxe tiene ya su réplica catalana: por un lado, la reclamación —burocrática, mediática y callejera—, por parte del nacionalismo transversal, del «derecho a decidir»; por otro, la convocatoria para 2014 de un referéndum por la independencia. En definitiva, que las dos próximas legislaturas aparecen ya a estas alturas sembradas de minas.

Ante ello, el presidente del Gobierno no ha dado muestras de tener otra aspiración que la de seguir gobernando con el nacionalismo. Eso sí, con un nacionalismo algo más morigerado que el que le ha acompañado hasta la fecha. Así lo dio a entender, cuando menos, en su comparecencia de fin de año ante la prensa. Para él, los socios futuros son CIU y PNV. O sea, los dos partidos cuyos máximos dirigentes se han manifestado más de una vez a favor de la autodeterminación de Cataluña y el País Vasco, respectivamente. La posibilidad de un gran acuerdo nacional con el PP ni siquiera se plantea como hipótesis. Y es una lástima. Porque el PP sí se plantea esta posibilidad, en caso de victoria. Y, vistas las expectativas electorales de Unión Progreso y Democracia —el tercer partido nacional con el que podrían pactar unos y otros para alcanzar la mayoría absoluta, y al que los sondeos no conceden demasiada intención de voto—, dudo mucho que exista otra solución. A no ser que queramos seguir con un modelo territorial permanentemente abierto, con una división manifiesta en la lucha contra el terrorismo, con unas políticas educativas y lingüísticas en manos de los nacionalismos gobernantes y con un marco constitucional cada vez más decorativo.

O, lo que es lo mismo, con un fardo imposible de conllevar.

Letras Libres, febrero de 2008.

El fardo del nacionalismo

    1 de febrero de 2008