Jordi Martí, jefe de la oposición socialista en el Ayuntamiento de Barcelona, soberanista conspicuo y candidato a alcaldable por el partido, ha perdido. La primera vuelta de las primarias, celebrada el pasado sábado, le dejó en tercer lugar y, por consiguiente, fuera de juego. Pero Martí no ha sabido perder. En vez de reconocer la derrota y poner su cargo de jefe de la oposición municipal a disposición del partido, Martí optó por impugnar el resultado de una de las mesas electorales y pedir la revisión de otras dos. Estas fueron sus razones: «Hay constancia, por parte de testimonios, interventores y medios de comunicación, de que se dieron situaciones y dinámicas muy extrañas en la sede electoral situada en la agrupación de Ciutat Vella. En particular, la presencia de muchos votantes que desconocían absolutamente el contenido y el alcance de lo que se estaba celebrando. Grupos de personas en la calle recogiendo la papeleta y el euro, que entraban al colegio a votar sin ser capaces de expresar el sentido de lo que estaban haciendo, hace pensar que se trataba de una iniciativa organizada que se aprovechaba de la vulnerabilidad de determinados colectivos». Lo más interesante de su alegato —que la Autoridad Electoral de partido ha desestimado— es el final. O sea, eso de la «iniciativa organizada que se aprovechaba de la vulnerabilidad de determinados colectivos». Entre otras cosas, porque quien afirma tal cosa en tono de denuncia es la misma persona que días antes corrió a hacerse la foto con un vetusto e indefenso Pasqual Maragall tras haber recabado, a través de su mujer, el apoyo del clan.

No se me escapa que hay colectivos y colectivos, y que no es lo mismo uno de inmigrantes de Ciutat Vella que uno de viejas y desentonadas glorias socialistas residentes en la zona nacional de la ciudad. Pero, en lo tocante a la «iniciativa organizada», lo único que distingue una de otra es la doble moral del ejecutante. Y en eso sí que Martí, justo es reconocerlo, se ha llevado la palma.

El candidato Martí

    31 de marzo de 2014


(José Pijoan, "La reconstrucción de Cataluña", La Vanguardia, 4-2-1936)
Faltan apenas diez días para que tres diputados autonómicos catalanes de segundo nivel defiendan en el Congreso de los Diputados la cesión a la Generalitat de competencias para celebrar en Cataluña un referéndum consultivo. Y tal vez sea el momento de recordar que esa pantomima —pues de eso se trata, al cabo, dada la inutilidad del acto— no es más que el último capítulo, por el momento, de una estrategia política trazada a comienzos de la Transición por quien ya era, en aquel entonces, el líder espiritual y efectivo del nacionalismo catalán. Me refiero, por supuesto, a Jordi Pujol. Esa estrategia consistía, «grosso modo», en ir pregonando el compromiso de «Catalunya», esto es, del propio Pujol, con la gobernabilidad del Estado —y ahí estaban, para demostrarlo, sus apoyos a los distintos gobiernos de España, al margen del color político que estos tuvieran— y en irse negando al mismo tiempo y con parecida constancia a formar parte constituyente de esos gobiernos —no él, claro, sino su partido, representado por alguno de sus subalternos—. Ese doble juego, o sea, esa doblez, que no le impidió ser tenido en la capital del Reino por un gran estadista y ser reconocido incluso como «español del año», duró lo que duró él mismo en la presidencia del Gobierno catalán. Es decir, cerca de un cuarto de siglo. Ahora llevamos ya una larga década instalados en sus escurriduras, esperando a que alguien con un poco de determinación venga a fregar el suelo. En todo caso, no conviene, por falso y por injusto, separar un periodo de otro. Esas escurriduras pertenecen a aquella permanente y ominosa deslealtad. Y coinciden en el tiempo, por cierto, con la reedición de un libro que el propio Pujol ha considerado siempre vital en su formación, «Notícia de Catalunya», de Jaume Vicens Vives. Un libro publicado hace más de medio siglo donde puede leerse, aunque parezca mentira, la siguiente advertencia: «Hay que decir que [los catalanes] hemos pagado a alto precio este anacronismo político, orientado por un lado a menospreciar el Estado y por el otro a atizarlo continuamente con nuestras críticas, sin intentar una labor de profunda infiltración en sus puestos de mando».

(ABC, 28 de marzo de 2014)

Catalanes en Madrid

    29 de marzo de 2014
Parece mentira, pero escuchando a los Rull, Turull y Mas uno acaba sintiendo añoranza por los Roca, Cullell y Pujol —el padre. claro, antes de que fuera presa de la enajenación independentista—. Y es que estos, al menos, aderezaban sus discursos con alguna idea, con algo mínimamente racional, vinculable hasta cierto punto con la realidad. Lo de los primeros pertenece ya, por entero, al terreno del tópico y del ensueño. Ese Jordi Turull, por ejemplo, afirmando que una asociación de amigos o de boletaires tiene más libertad de expresión que el Parlamento catalán, donde él mismo ejerce de portavoz de CIU. Y afirmando —no se sabe si como amigo o como boletaire, dado que como diputado autonómico su libertad de expresión, a la vista está, se halla sensiblemente cercenada— que a su partido «no le merece ningún respeto» la sentencia del Constitucional porque está hecha por «agitadores políticos que han atizado la catalanofobia». Este es el nivel. No sé qué opinará de esa falta de respeto la magistrada Encarna Roca, cofirmante de la sentencia y, aun así, Creu de Sant Jordi y multilaureada en Cataluña y reconocida también en lo que Turull entiende por «España». Ah, y propuesta por Convergència i Unió para ocupar el cargo en el Alto Tribunal. Pero, bien mirado, lo que opine Roca, a Turull le trae sin cuidado. Él «a caçar bolets», como dicen en Cataluña. Que esta gente es capaz de encontrar setas incluso fuera de temporada.

El «boletaire»

    26 de marzo de 2014
Leyendo hoy a Joaquim Coll en El País, he pensado en muchos catalanes de mi generación o incluso mayores y en su insólito desbordamiento. Gente leída, formada, viajada, con responsabilidades familiares —para con los padres y para con los hijos—, gente con dinero en el banco, hacendada; en una palabra, gente cuyo último interés debería ser el riesgo, la aventura, y que no sólo se hallan inmersos en esa «transición nacional» diseñada por el presidente Mas, sino que van manifiestamente más allá al enrolarse en alguno de los tentáculos que la ANC tiene diseminados por todo el territorio catalán. Esos hombres desbordados, y, lo que es peor —por cuanto ello desmiente la suprema virtud que Josep Pla les reconociera en tantas ocasiones—, esas mujeres que también lo están y que hasta impulsan y encabezan la marea, constituyen para mí un verdadero misterio. ¿Han perdido el juicio? ¿Sueñan —pues la mayoría de los que conozco proceden de la izquierda antifranquista— con hacer por fin la revolución? ¿O simplemente están viviendo —ocurre a menudo con los viejos— una especie de retour d’âge que les devuelve a sus años mozos? Lo ignoro. Pero la impresión que me dan cuando les oigo o les leo o cuando me toca compartir con ellos alguna circunstancia es la de encontrarme ante un hatajo de iluminados. Lo que no resulta, sobra añadirlo, en modo alguno tranquilizador. A menos, claro, que uno también esté convencido de haber visto la luz.

El catalán desbordado

    24 de marzo de 2014


(Miguel Pérez Ferrero, "Baroja, 'reporter'", Abc, 26-11-1948)
El principal problema al que deberá enfrentarse el presidente Mas el día que en que definitivamente reconozca que la tan manida consulta no va a celebrarse es el de ese pueblo cuya voluntad ha sido frustrada. Y eso al margen de si el pueblo en cuestión equivale a un 30, a un 40, a un 50 o a un 60 por ciento de los ciudadanos de Cataluña. A medida que se va acercando la fecha del 9 de noviembre, asistimos a una progresiva movilización de los sectores soberanistas, tanto de los controlados directamente por el Gobierno como de los que dependen financieramente de él pero cuentan con un funcionamiento relativamente autónomo. Entre estos últimos está, por supuesto, la ANC y su hoja de ruta golpista. Entre los primeros, ese Consejo Escolar de Cataluña que acaba de enviar una circular a todos sus miembros en la que les aconseja «emprender las iniciativas que consideren oportunas para responsabilizar a los ciudadanos sobre el futuro de nuestro país y prestar apoyo al proceso democrático para ejercer el derecho a decidir». (Por cierto: ¡qué tufillo a moralina maestril y qué sintaxis más zarrapastrosa!) Con decir que el Consejo agrupa, entre otros, a la Generalitat, a la administración local, al profesorado sindicado y al patriarcado y matriarcado de alumnos asociado, no resulta demasiado difícil hacerse cargo de la amplitud y el grado de penetración que pueden llegar tener esas «iniciativas» de las que habla la circular. Si bien se mira, lo que está sucediendo en Cataluña —y la reciente llamada del colectivo Somescola a participar el 14 de junio en una suerte de rúa a favor de la lengua y en contra de la legalidad, va sin duda en el mismo sentido— es lo que el expresidente Pujol reclamó públicamente hace un par de meses para forzar a la UE a reconsiderar su postura respecto a Cataluña. «Mucho ruido en la calle», pidió. Y parece que Mas y los suyos le están haciendo caso.

Lo que no consta, en cambio, es que el actual presidente tenga algo previsto para el día en que los sueños empiecen a romperse. O sea, para el día de la gran frustración. Cuando uno ha echado tanta gasolina al monte, lo mínimo que cabe exigirle es un plan antiincendios.

(ABC, 22 de marzo de 2014)

El día de los sueños rotos

    22 de marzo de 2014
Uno no acaba nunca de conocer del todo a quien cree conocer. Ferran Mascarell, por ejemplo. Yo trabajé con él, a sus órdenes, durante tres largos años. Fue en el Instituto de Cultura del Ayuntamiento de Barcelona, en las postrimerías del pasado siglo. Ya he hablado de ese periodo de mi vida en otra parte, por lo que no tendría mucho sentido que insistiera ahora en ello. Pero digamos que la experiencia fue positiva, aun cuando careciera de final feliz. Desde entonces no me he cruzado con Mascarell más que en un par de ocasiones, en la antesala de la cena de un premio literario y en el bullicio de un concierto de verano al aire libre, lo que no me ha impedido, claro está, seguir sus pasos. Por más que una relación se enfríe y hasta se congele, cuando uno ha trabado cierta amistad con una persona resulta muy difícil echarla a un lado, hacer como si jamás hubiera existido. Y, en especial, si se trata de un personaje público. Uno lo ve, lo oye y lo lee aquí y allá, y no puede por menos de prestarle atención.

Este lunes, sin ir más lejos, El Punt Avui traía una entrevista con el actual consejero de Cultura de la que se hizo eco Crónica Global. ¡Lo que ha envejecido este hombre, Dios mío! No, no me refiero a lo físico, que en eso vamos todos más o menos a la par, sino a lo mental. Es verdad que no es cosa de ahora. Muchos de los artículos publicados por Mascarell a lo largo de la última década ya evidenciaban esa decadencia. Pero lo de esta entrevista supera, a mi entender, cualquier registro anterior. No hay en sus respuestas ni una sola idea, más allá del reiterado lamento por el trato que el Estado ha dispensado a Cataluña y el recurso a la teoría conspirativa —a la que tan afectos son, por cierto, comunistas y excomunistas— según la cual el Gobierno español tendría un plan para liquidar el Estado de las Autonomías. Por supuesto, como toda teoría conspirativa, sin base fáctica alguna.

El resto no es sino una larga sarta de tópicos. Mascarell ha tenido siempre una gran querencia por el lenguaje. Mejor dicho: por convertirse en creador de lenguaje, por ver reflejado en los titulares de prensa, o en lo que quede ya de ellos, algo nacido de su genio creativo. Hay que comprenderle. Les pasa a muchos políticos: les apetecería ser escritores, artistas —del mismo modo que estos últimos desearían a menudo ser políticos—. Pero en ese mundo al revés Mascarell les lleva a los demás unas cuantas brazas de ventaja. La entrevista nos ha dejado bastantes muestras de ello. Por ejemplo, eso de que —traduzco, claro— «la agenda catalana (…) tiene la fortaleza de la fuerza democrática». O eso de que «el proceso catalán», por basarse en «la razón de la democracia», se convierte en «imparable». O eso de que «la política catalana tiene que aprender a pensar en términos de hombres y de mujeres de Estado». O, en fin, esa guinda con que se cierra la pieza y que acaso el entrevistado ha ido guardándose para la despedida: «Todo cambiará en el instante C, en el momento del cambio».

Por lo demás, sus palabras evidencian una confianza ciega en el líder, en consonancia con aquella frase, tan sustanciosa, que el propio consejero pronunció en presencia de Artur Mas y de lo más granado de la intelectualidad nacionalista en vísperas de las últimas elecciones autonómicas: «¡Presidente, has hecho historia!». Pero no sólo en el líder. También en su posible recambio, de quien asegura en la entrevista que «está haciendo bien las cosas». Y es que si algo ha caracterizado en todo momento a Mascarell es su afán de poder. A cualquier precio, con cuantas renuncias —morales, intelectuales, éticas— sean menester para conservar su estatus. Recuerdo que en 2005, cuando unos pocos ciudadanos de Cataluña firmamos e hicimos público el manifiesto que daría lugar, andando el tiempo, a Ciudadanos, el entonces concejal de Cultura del Ayuntamiento barcelonés reunió a los cargos del Instituto de Cultura para advertirles de que ni se les ocurriera suscribir aquella hoja que ponía de chupa de dómine al nacionalismo y a toda la clase política catalana. Por supuesto, todos obedecieron y él fue elevado, al poco, al rango de consejero de Cultura. Ahora lleva ya más de tres años desempeñando de nuevo la misma tarea, si bien bajo otra bandera y criticando, sin rubor alguno, la política del Gobierno tripartito del que formó parte. Vivir para ver. En su descargo, téngase en cuenta que el hombre, presa de un irrefrenable embobamiento, también está convencido de haber hecho, por fin, historia.

(Crónica Global)

El instante C

    19 de marzo de 2014
El nacionalismo catalán sigue empantanado en Crimea. O en Ucrania, que para el caso es lo mismo. Perdón: más que el nacionalismo catalán, el representado en el Gobierno de la Generalitat o, si lo prefieren, en Convergència. Tanto es así que el presidente de lo uno y lo otro se ha visto en la necesidad de advertir que «lo que pasa en Crimea no es asimilable a lo que pueda ocurrir en Cataluña, porque allí hay coacción, no hay un espíritu absolutamente pacífico, mientras aquí sí». El razonamiento, sobra decirlo, se las trae. Primero, porque, en el supuesto de que aquí no haya en estos momentos coacción, nada indica que no pueda haberla en el futuro y que la cosa termine, mutatis mutandis, como al norte del mar Negro. Pero, dejando a un lado esa cuestión, lo interesante de las palabras de Mas es la oposición entre «coacción» —Crimea— y «espíritu absolutamente pacífico» —Cataluña—. Supongo que la diferencia estriba en la presencia en la calle de militares armados hasta los dientes y sin identificación estatal. Para cualquier individuo capaz de raciocinio, lo opuesto a la paz es la guerra. Pero nuestro soberanista no opone paz a guerra, sino a coacción, lo cual es muy distinto. Porque pueden darse múltiples formas de coacción en una sociedad «absolutamente pacífica», cuando menos en apariencia. Por ejemplo, con campañas a través de los medios de comunicación en las que se difunde el odio hacia la parte de la población que no comulga con la doctrina imperante. Por ejemplo, negando a los padres el derecho a escolarizar también a sus hijos en castellano. Por ejemplo, obligando a los comerciantes a rotular sus negocios al menos en catalán. Por ejemplo, subvencionando a entidades cuyo único fin es la ocupación de la calle para forzar al Gobierno a declarar la independencia. Por ejemplo, amenazando a particulares porque se atreven a disentir de forma pública del discurso dominante. Todo esto son formas de coacción supuestamente pacíficas. La guerra, en todo caso, viene después.

La coacción pacífica

    17 de marzo de 2014


(Vicente Sánchez-Ocaña, "'¡Yo no soy el Kerensky de España!', me ha dicho Alcalá Zamora", Caras y caretas, 8-5-1937)
Todo indica que el nacionalismo va tomando posiciones de cara a la gran batalla. Así, el presidente Mas declara en sede parlamentaria que piensa sacar el 9 de noviembre las urnas a la calle porque no se le ocurre, dice, qué otra forma existe de celebrar una consulta si no es introduciendo un sobre en una urna. A un tiempo, nos enteramos de que la Dirección General de Policía de la Generalitat advierte en una instrucción interna que el 9 de noviembre —así como por Sant Jordi, con ocasión de los premios de Fórmula 1 y Moto GP, cuando las elecciones europeas, y el 11-S y el 12-O, entre otras fechas— no tolerará ausencia alguna de los Mossos movilizados, excepto las que obedezcan a motivos de salud. Sobra decir que ambos ejemplos, aun cuando puedan alarmar al personal —al no nacionalista, se entiende; al otro más bien le insuflan ánimos—, se inscriben en la más pura lógica. De un lado, el presidente sigue empeñado en su referéndum y hasta que gaste todas las salvas no cejará en su empeño; de otro, la Dirección General de Policía no hace sino cumplir con su deber de asegurar el orden público en las jornadas en que este puede verse alterado —y la consulta del 9 de noviembre, no vayamos a olvidarlo, forma parte, desde el mismo día de su convocatoria, del calendario oficial—. En paralelo, la Asamblea Nacional Catalana (ANC), ese apéndice de ERC al que tanto aprecio tiene la Convergència soberanista y al que tanto dinero público ha regalado, directa o indirectamente, ha fijado ya la fecha del 23 de abril de 2015 para proclamar la independencia, y ello lo mismo si hay consulta que si no la hay. Y hasta se ha permitido incluir en su hoja de ruta la necesidad de controlar las fronteras, las comunicaciones y la seguridad pública, una vez materializada la secesión. Al más puro estilo golpista, vaya.

Así las cosas, habrá que ver si, llegado el instante supremo, Mas emula al Companys del 6 de octubre de 1934 —del trabajo sucio de los Dencàs i Badia ya se está encargando, con suma eficacia, la ANC de Forcadell—. Y habrá que ver, por supuesto, si en tal caso Rajoy toma ejemplo de su antecesor Lerroux o si, por el contrario, sigue estando, como parece, en Babia.

(ABC, 15 marzo 2014)

Preparativos

    15 de marzo de 2014
El problema de los llamados Federalistes d’Esquerres queda perfectamente ejemplificado en este vídeo. Victoria Camps, miembro de la Junta Directiva de la entidad, presentaba el lunes a Stéphane Dion en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona, donde el académico y político canadiense se aprestaba a impartir una conferencia bajo el título “La respuesta federal a la tensión secesionista”. Pues bien, nada más iniciar su intervención, nuestra federalista pedía perdón a Gaspar Coll —quien presidía el acto en representación del rector—, por no expresarse en catalán, la lengua en que se había expresado justo antes Coll. Si Camps pedía perdón por no utilizar esa lengua, no era porque no la hablara, sino porque Dion apenas iba a entender lo que dijera —como apenas había entendido, claro, las catalanísimas palabras inaugurales del representante rectoral—.

El problema de nuestros federalistas es, y me temo que seguirá siendo, la excusatio non petita. O, si lo prefieren, esa permanente necesidad de pedir perdón al nacionalismo, ya sea por expresarse públicamente en castellano, ya sea por expresarse, ya sea.

Pedir perdón

    13 de marzo de 2014
Supongo que han oído hablar de Somescola. Se trata de uno de esos conglomerados de entidades a los que tan aficionado es el nacionalismo en su afán por demostrar que Cataluña es un paraíso sin grietas y que, claro está, el infierno es España. Somescola surgió hace algo más de tres años como reacción a las primeras sentencias del Supremo que, en aplicación del fallo del Constitucional sobre el Estatuto, mostraban a la Generalitat el camino a seguir en su política lingüística educativa. Fue. pues, desde su origen mismo, un movimiento insurreccional. Conviene tener presente que la aparición de Somescola coincidió con el acceso de Artur Mas a la Presidencia de la Generalitat. Y que una de las medidas inaugurales de su Gobierno —con el propio presidente a la cabeza y los flamantes consejeros de Educación y Cultura secundándole— fue, muy precisamente, reunirse y fotografiarse con algunos de los representantes de las 36 entidades que semanas más tarde iban a agruparse bajo el nombre de Somescola.cat.

Decir que Somescola es en buena medida Òmnium Cultural no puede considerarse en modo alguno un disparate. La entidad presidida por la inefable Muriel Casals es, sin duda, la más influyente de cuantas componen el entramado y, sobre todo, la más rica, pues maneja un presupuesto de varios millones de euros, en gran parte públicos. Pero, más allá de esa circunstancia, Somescola se caracteriza por constituir un conglomerado subsidiado hasta la médula y en el que todos los sectores vinculados a la enseñanza están generosamente representados: sindicatos docentes; federaciones de asociaciones de padres de alumnos; organizaciones pro enseñanza en catalán o pro catalán a secas; la academia de la lengua, esto es, el Institut d’Estudis Catalans; centros promotores del multilingüismo; organismos oficiales o no, vinculados a la infancia y la adolescencia; etc. No queda, pues, ningún vacío que cubrir, excepto el encarnado por la propia Administración. Lo cual, sobra añadirlo, no cambia para nada la cosa, dado que la Administración educativa —o sea, el Departamento de Enseñanza y, en último término, el Gobierno de la Generalitat— no sólo es copartícipe del propósito insurreccional de la plataforma autodenominada «cívica y educativa», sino que no ha cesado en ningún momento de alentarlo con sus medidas y declaraciones.

Como muestra, lo ocurrido anteayer cuando una representación de Somescola se reunió con la consejera Rigau. Cuentan las crónicas que los visitantes exigieron a la consejera «firmeza». Firmeza del Gobierno autonómico ante la implantación de la Lomce a partir del curso que viene, y firmeza también ante la ejecución de las sentencias judiciales. Para Somescola, se trata de «una cuestión de democracia y de país» —y ya se sabe lo que el nacionalismo catalán entiende por «democracia» y lo bien que acostumbra a blindarse con el sintagma «de país»—. Y cuentan también las crónicas que Rigau fue receptiva a tales requerimientos —así como a la petición de unas directrices claras con vistas al próximo año escolar— y se comprometió a mantener la «normativa catalana». Lo que equivale a decir, en suma, que bendijo la insumisión que la entidad de entidades promueve en su incesante y ya prolongada campaña.

Admito —lo contrario sería de una ingenuidad manifiesta— que está lejos el día en que Cataluña pueda contar con un gobierno no nacionalista. O con un gobierno de coalición donde el nacionalismo, aun minoritario, no lleve, en último término, la voz cantante. Pero si tal día llegara —seamos optimistas—, el primer deber de ese gobierno sería desmantelar cuanto antes ese conglomerado. ¿Cómo? Cerrando, ante todo, el grifo de las subvenciones. Sin ese dinero, gran parte de las actividades de agitación y propaganda de Somescola quedarían sin efecto. Claro está que no bastaría con eso, tal y como ha demostrado el caso de Baleares, donde la Asamblea de Docentes contó, para su manutención durante la huelga indefinida del pasado mes de septiembre en contra de la implantación del decreto de trilingüismo y a favor, en definitiva, del mismo modelo de inmersión vigente en Cataluña, con distintas aportaciones de particulares que, unidas a un considerable trapicheo en colegios e institutos, le permitieron capear el temporal. En el fondo, toda política de desmantelamiento llevará su tiempo, lo que en este caso significa sus años. Pero hay que porfiar, no queda otra. Porque no son escuela —la escuela es otra cosa—. Son sólo un quiste profundo difícil de extirpar.

(Crónica Global)

Son escuela, dicen

    12 de marzo de 2014
Lo mejor que puede decirse de esos de la CUP es que no engañan. Tanto si vocean, con o sin sandalia de por medio, como si les da por el garabato. Ahora, tras una cincuentena de asambleas, acaban de decidir que no participarán en las europeas del 25 de mayo. Estupendo, están en su derecho —como lo están Bildu y BNG, sus compañeros de viaje peninsulares, de participar—. Pero lo interesante, más que la decisión en sí, son las razones esgrimidas. La que viene a continuación, por ejemplo, incluida en la nota de prensa emitida ayer por la formación independentista: «La Unión Europea es un espacio antidemocrático que impone la privatización de los servicios públicos, la dictadura de la deuda y la preservación de los intereses del capital y de los Estados». En esa frase está contenida toda la doctrina del nacionalismo. Por supuesto, del que encarna ERC. Pero también, hasta cierto punto, del más moderado de CIU. Al negar la Unión, esos de la CUP están negando el derecho a la delegación —la delegación hacia arriba, claro—, a la representatividad, a la democracia misma. Al tachar la Unión de antidemocrática, están anteponiendo el derecho del pueblo, de cada pueblo, como si de un cuerpo místico se tratase, al del conjunto de los ciudadanos europeos. Al rechazar la existencia misma de la Unión, rechazan la de una Europa política donde los intereses generales primen sobre los particulares. Son, por así decirlo, profundamente antieuropeos. Unos bárbaros del sur, para entendernos.

Bárbaros del sur

    10 de marzo de 2014


(María Luz Morales, "Amigas de los libros", El Sol, 26-1-1930)
Hay que ver la prisa con que el nacionalismo catalán se ha desmarcado del feo asunto de Ucrania. No ya el ministro Homs, que tantas semejanzas encontraba hace semanas entre ambos «procesos» —así lo recogía, al menos, un informe de su departamento— y que este mismo martes insistía en negar todo parecido, sino los propios intelectuales orgánicos del régimen de Artur Mas. Uno de ellos, integrado en esa vanguardia que trabaja afanosamente por la secesión, escribía ayer que «no se pueden hacer paralelismos fáciles» entre «la política de Cataluña o España» y «el caso especial de Crimea». Pues claro. Como no deberían haberse hecho con el caso, más general e igual de especial, de Ucrania. Pero cuando uno se mete en estos berenjenales —y el nacionalismo y sus derviches llevan tiempo buscando paralelismos en el mundo a los que agarrarse para evitar el hundimiento—, tiene que aceptar las consecuencias. Y resulta que el Parlamento de Crimea acaba de convocar un referéndum para el próximo 16 de marzo con el propósito de romper amarras con el Estado del que todavía forma parte. ¿Les suena? Y no sólo eso. También ha dispuesto que los ciudadanos respondan a una doble pregunta. ¿Les sigue sonando? Es verdad que las preguntas no son en este caso interdependientes sino disyuntivas; pero, en fin, tampoco vamos a exigir un calco perfecto. Así las cosas, ¿cómo quieren que uno se abstenga de comparar ambos escenarios? Lo que sí ha variado, y es de justicia reconocerlo, ha sido la reacción del Gobierno del Estado. El de Ucrania no ha tardado ni un segundo en declarar ilegal la consulta y en prohibirla tajantemente —e incluso el presidente Obama se ha manifestado en el mismo sentido—, mientras que por aquí andamos con recursos al Constitucional a la espera de que finalmente los convocantes se echen atrás y no sea necesario llegar a mayores. En nuestro caso, el margen de tiempo entre convocatoria y celebración del referéndum ayuda, sin duda alguna. Pero tampoco vendría nada mal un poco más de energía en la respuesta gubernamental. Muchos catalanes, estoy seguro, lo agradecerían de veras.

(ABC, 8 de marzo de 2014)

Cataluña no es Crimea

    8 de marzo de 2014
No acabo de entender a qué obedecen esos aspavientos del primer secretario del PSC, Pere Navarro, tras conocerse que Ernest Maragall irá en el segundo puesto de la candidatura de ERC a las elecciones europeas del próximo 25 de mayo. ¿Acaso Maragall pertenece aún al PSC? ¿Acaso firmó, al darse de baja del partido en octubre de 2012, alguna cláusula por la que se comprometía a no incorporarse a una formación rival durante un determinado periodo de tiempo? Entonces, ¿a qué vienen esas quejas, esas acusaciones de acoso por unas supuestas «malas prácticas» de ERC? ¿Que resulta que no se trata ya de Maragall, sino de otros exdirigentes que todavía conservan el carnet del partido? ¿Y? ¿No ha asegurado en más de una ocasión la actual dirección socialista que el que no esté a gusto tiene las puertas abiertas? ¿No ha llegado incluso a amagar con el despido de los tres diputados díscolos que se negaron a entregar el acta tras votar en el Parlamento catalán en contra de lo acordado previamente por el Consejo Nacional? Así las cosas, lo que Navarro debería haber hecho desde el primer momento, en vez de tanta comedia, es frotarse las manos y agradecer a los demás que le saquen las castañas del fuego. A no ser que siga creyendo, claro, que la salvación de su partido pasa por perpetuar esa indefinición con respecto al nacionalismo y sus querencias cuyo efecto más notorio ha sido una interminable hemorragia electoral, concretada en la pérdida hasta la fecha de más de medio millón de votos en las autonómicas, esto es, la mitad del apoyo ciudadano con que contaba el PSC hace apenas una década.

Por lo demás, le guste o no a Navarro, el argumento aducido por Oriol Junqueras para atraer hacia sus filas a esas otrora figuras socialistas y, en definitiva, a los militantes y electores que puedan secundarles resulta inobjetable. Según el líder republicano, no existe diferencia ideológica alguna, ni en lo social ni en lo identitario, entre esos miembros del PSC y los de ERC. Para entendernos: ambos son socialdemócratas y soberanistas. Lo lógico, pues, es que se integren en unas mismas siglas. También podría afirmarse algo parecido de los votantes de ICV-EUiA de no ser porque en este caso la rémora antisistema dificulta el proceso de absorción. Bien mirado, la estrategia de frente amplio puesta en marcha por ERC se asemeja en buena medida la que el propio partido ensayó en 1931 con su Esquerra Catalana. Es verdad que entonces la figura del teniente coronel Macià facilitaba las cosas; pero, en fin, tampoco cabe descartar que el profesor Junqueras alcance a la larga un aura similar. En lo tocante al ensanchamiento frentista, tal vez merezca la pena recordar que en aquella coalición de los años treinta del pasado siglo figuraban una serie de partidos de corte análogo a lo que pueda ser hoy en día el grupúsculo fundado por Ernest Maragall tras abandonar el PSC o, de forma más general, la facción Avancem de Ignasi Elena o el Agrupament Socialista de Àngel Ros y Marina Geli. Pienso, por ejemplo, en Acció Catalana Republicana o en la Unió Socialista de Catalunya, referente histórico de uno de los embriones del PSC.

Y es que, siguiendo con el paralelismo y teniendo en cuenta que ERC ya incluye entre sus filas a lo que sería, mutatis mutandis, el equivalente de aquel Estat Català de Francesc Macià —me refiero, claro, a los exmilitantes y acólitos de la extinta Terra Lliure—, no parece que falte mucho para la consolidación de un frente semejante. Todo dependerá, en gran parte, de la capacidad de Convergència de retener, en un futuro no lejano, a sus votantes tradicionales, que es como decir su capacidad de subsistir como opción política después del previsible sorpasso de ERC y la más que probable huida, no se sabe muy bien hacia dónde, de sus socios de Unió. Sea como sea, de lo que no hay duda es de que esta vez no va a encontrarse enfrente a la Lliga de Cambó y sus satélites, sino a un conjunto mucho más diverso de opciones, caracterizado por su defensa de la ley y el orden y por su denuncia del nacionalismo insurreccional. Que esas opciones acaben configurando también un frente apto para plantar cara al que se está constituyendo ahora mismo es ya, por supuesto, otro cantar.

(Crónica Global)

¿Como en los años treinta?

    6 de marzo de 2014
Es posible que ese adiós de la viñeta de Forges no sea más que la expresión del desencanto de los españoles ante su clase política. O sea, una invitación a que los políticos aprovechen las elecciones europeas del próximo 25 de mayo para largarse. Lo que no queda claro es si sus puestos deberían cubrirse con otros políticos o si lo que propone el humorista es que ese democracia nuestra deje de ser representativa y devenga en asamblearia y popular. Son las ventajas del género: uno no tiene por qué ofrecer soluciones, le basta con la denuncia. Pero la viñeta admite aún otra lectura. La de que el adiós en cuestión sea un adiós a Europa. O sea, una invitación a que los españoles aprovechen la próxima cita electoral para desgajarse de la Unión. Como saben, para muchos ciudadanos, y notoriamente para los que se reclaman de izquierdas, la culpa de todos nuestros males la tiene el capital, representado por esos hombres de negro de la llamada troika —Comisión Europea, Banco central Europeo y Fondo Monetario Internacional— que nos visitan de tarde en tarde para comprobar si hemos hecho los deberes o, lo que es lo mismo, para ver si hemos subido o no un agujero a la hora de abrocharnos el cinturón. ¡Ah, los viejos tiempos de la peseta!

Lo que parece plenamente descartado, en todo caso, es que el adiós de Forges sea el adiós de Forges.

El adiós de Forges

    3 de marzo de 2014


(Eugenio d'Ors, "Notas sobre el balompié", La Libertad, 24-9-1922)
Carme Chacón existe. Como Teruel más o menos, pero en Miami. Y, para demostrarlo, esta semana ha publicado un artículo en el «Herald» del lugar con un título esclarecedor: «Cataluña debería seguir siendo parte de España». Y digo esclarecedor porque siempre es bueno saber que la catalana aspirante a suceder a Rubalcaba como candidata a presidir algún día España cree —o, mejor dicho, continúa creyendo, pues no es la primera vez que lo afirma— que España debe seguir incluyendo a Cataluña. En la pieza Chacón también ha insistido en el mantra del federalismo como solución al llamado problema catalán. Hasta aquí nada nuevo. Pero ha dicho algo más: ha dicho que España —entiéndase el Gobierno— «necesita promover una política premeditada de afecto recíproco, de emociones compartidas entre catalanes y el resto del país». Yo no sé muy bien cómo puede un gobierno, el que sea, promover algo semejante. Cuando yo era joven, había en televisión un programa llamado «Amor a primera vista» en el que uno entraba huérfano de pareja y salía como mínimo con un plan. Pero eso pasaba en aquella caja maravillosa y no afectaba más que a seis ciudadanos por semana. Lo que ahora plantea la candidata es un acoplamiento mucho más complejo, aunque sólo sea por el número de parejas que habría que ensamblar. Además, o mucho me equivoco o esa demanda de afecto y de emociones compartidas va sobre todo en un sentido. Se trata de querer a los catalanes —por eso Chacón le pide el esfuerzo al Gobierno de España y no al de Cataluña—; hay que ponerse en su piel, hacerse cargo de su sentir, de sus problemas, de sus frustraciones, empatizar con ellos, como suele decirse ahora. Seguro que la candidata echa en falta en el comportamiento del Gobierno de España una dosis considerable de inteligencia emocional. Pero, aun así, insisto, no se me ocurre cómo puede acometerse una empresa de este calibre.

En fin, sí se me ocurre. Bastaría con mantener una presencia del Estado en Cataluña, en el ámbito educativo y comunicativo, que sirviera para transmitir la existencia de una lengua, una historia y una cultura comunes a toda España. Pero me temo que ya es demasiado tarde para intentarlo.

(ABC, 28 de febrero de 2014)

Queridos catalanes

    1 de marzo de 2014