El nacionalismo catalán sigue empantanado en Crimea. O en Ucrania, que para el caso es lo mismo. Perdón: más que el nacionalismo catalán, el representado en el Gobierno de la Generalitat o, si lo prefieren, en Convergència. Tanto es así que el presidente de lo uno y lo otro se ha visto en la necesidad de advertir que «lo que pasa en Crimea no es asimilable a lo que pueda ocurrir en Cataluña, porque allí hay coacción, no hay un espíritu absolutamente pacífico, mientras aquí sí». El razonamiento, sobra decirlo, se las trae. Primero, porque, en el supuesto de que aquí no haya en estos momentos coacción, nada indica que no pueda haberla en el futuro y que la cosa termine, mutatis mutandis, como al norte del mar Negro. Pero, dejando a un lado esa cuestión, lo interesante de las palabras de Mas es la oposición entre «coacción» —Crimea— y «espíritu absolutamente pacífico» —Cataluña—. Supongo que la diferencia estriba en la presencia en la calle de militares armados hasta los dientes y sin identificación estatal. Para cualquier individuo capaz de raciocinio, lo opuesto a la paz es la guerra. Pero nuestro soberanista no opone paz a guerra, sino a coacción, lo cual es muy distinto. Porque pueden darse múltiples formas de coacción en una sociedad «absolutamente pacífica», cuando menos en apariencia. Por ejemplo, con campañas a través de los medios de comunicación en las que se difunde el odio hacia la parte de la población que no comulga con la doctrina imperante. Por ejemplo, negando a los padres el derecho a escolarizar también a sus hijos en castellano. Por ejemplo, obligando a los comerciantes a rotular sus negocios al menos en catalán. Por ejemplo, subvencionando a entidades cuyo único fin es la ocupación de la calle para forzar al Gobierno a declarar la independencia. Por ejemplo, amenazando a particulares porque se atreven a disentir de forma pública del discurso dominante. Todo esto son formas de coacción supuestamente pacíficas. La guerra, en todo caso, viene después.