Cada vez que me topo con el adjetivo nuevo o con cualquiera de sus derivados en una denominación oficial o en los labios de un dirigente político me pongo en guardia, no puedo evitarlo. Será que me hago viejo, pero desconfío de cualquier artefacto intelectual cuyo propósito sea resolver de un plumazo los grandes problemas de este mundo. O los no tan grandes. Miren en qué ha parado, por ejemplo, la nueva política en España. A lo sumo, en un remedo de la vieja. Por no hablar de la nueva normalidad que nos vendía el presidente Sánchez hace algo más de un año y casi, casi para el día siguiente, como si bastara con desear una cosa para verla realizada. Y conste que he sido siempre partidario del progreso. Pero la vida me ha enseñado a discernir entre lo factible, por necesario y razonable, y lo utópico. O, si lo prefieren, entre el verdadero progreso y el deslumbramiento que produce un presunto progreso que no tiene otro destino, al cabo, que alimentar frustraciones y generar pobreza.

Ahora Ada Colau, alcaldesa de la que fue mi ciudad cuando ella andaba todavía lejos de la política representativa y se conformaba con solazarse en el movimiento okupa, acaba de crear un “Centro de Nuevas Masculinidades”. Barcelona contaba ya con un “Servicio de Atención a Hombres para la Promoción de Relaciones no Violentas”, pero parece que era poco, que no bastaba –un Centro, sobra precisarlo, es más que un Servicio–. Los chiringuitos políticos son como una hiedra; una vez sembrados no paran de crecer y, al tiempo que dan de comer a un sinnúmero de parásitos correligionarios, cubren y deterioran la superficie sobre la que se asientan. Quiero decir que velan la realidad, en tanto en cuanto falsean el contorno real del problema al que pretenden –se supone– dar solución.

Este martes mi compañera de tareas opinativas Lupe Sánchez se refería aquí mismo con límpidas palabras a lo que se esconde debajo de un Centro que tiene como principal objetivo –según proclaman la propia Colau y Laura Pérez, su cuarta teniente de alcalde de, tomen aliento, Derechos Sociales, Justicia Global, Feminismo y LGTBI– combatir la violencia homófoba: “[la pretensión de] achacar todos nuestros males al patriarcado occidental, por más que sea patente y notorio que el origen del problema radica en una religión oriental”. Y es que esa nueva masculinidad que figura en la denominación del engendro parte de la creencia de que el hombre –y en este caso cuando digo hombre, digo hombre y no mujer– es por naturaleza agresivo y tal defecto debe y puede corregirse. ¿Cómo? Con pautas educativas para los más jóvenes y reeducativas para los ya entrados en años.

Ante ello, uno no puede dejar de pensar en lo que fueron, en países como la China de Mao o la Camboya de Pol Pot y sus jemeres rojos, determinados experimentos de educación y reeducación. Cierto es que no se trata ahora de lo mismo, aunque me temo que no por falta de ganas de algunos de los que los promueven, sino porque el hecho de vivir en un Estado de derecho y en una sociedad que se presume abierta ampara en buena medida al ciudadano. Ya en el primer tercio del pasado siglo el concepto de hombre nuevo –y aquí el término hombre incluye, por supuesto, a la mujer–, del que participaron todos los totalitarismos, desde el comunista al nacionalsocialista, pasando por el fascista, dejó un rastro que en nada se corresponde, como es sabido, con progreso alguno. Es de esperar que los barceloneses de hoy, con los que ya sólo me une, aparte del lugar de nacimiento, un sentimiento de solidaridad ante lo que se ven obligados a vivir y a aguantar –y no únicamente, claro, por culpa de su alcaldesa, sino también por su condición vicaria de ciudadanos de esta Cataluña de los demonios–, puedan quitarse pronto de encima semejante losa. Y empezar, esta vez sí, un tiempo nuevo.

El hombre nuevo de Ada Colau

    29 de julio de 2021

Tal y como estaba previsto, el Consejo de Ministros del pasado martes aprobó el Anteproyecto de ley de Memoria Democrática, con lo que el texto largamente pergeñado por la exvicepresidenta Calvo y coronado ahora por el ministro Bolaños se ha convertido ya en proyecto de ley. Tiempo habrá durante su tramitación en las Cortes para volver sobre su contenido y, en particular, sobre su propósito, esa rimbombante “recuperación, salvaguarda y difusión de la memoria democrática” que nos anuncian las Disposiciones generales del Título Preliminar. Lo que ahora me interesa destacar es un aspecto sobre el que, a mi modo de ver, no se ha reparado lo suficiente. Me refiero al marco temporal establecido por la ley: a saber, la etapa de nuestra historia contemporánea que transcurre entre la sublevación militar del 18 de julio de 1936 y la entrada en vigor de la Constitución de 1978.

Vayamos por partes. En cuanto al cierre del periodo, se entiende que se haya optado por la fecha emblemática de la Constitución de 1978, por más que la Ley de Reforma Política de enero de 1977 y, en especial, las elecciones legislativas del 15 de junio de aquel año, seguidas en octubre por la Ley de Amnistía, hubiesen supuesto también un final de etapa adecuado. Se entiende por lo emblemático, justamente. Claro que si lo que se pretende es “el reconocimiento de quienes padecieron persecución o violencia, por razones políticas, ideológicas, de pensamiento u opinión”, como indican las mismas Disposiciones generales, ese cierre, en vez de acortarse en un año, podría haberse alargado unas cuantas décadas a poco que tomáramos en consideración el reguero de víctimas dejadas por el terrorismo de ETA o los GRAPO –y en mucha menor medida por el de los GAL–, en tanto en cuanto lo fueron por los últimos coletazos de la violencia franquista y antifranquista. Pero es cierto que en este caso ya existe desde 2011 una ley ad hoc, la de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del Terrorismo, que cubre o debería cubrir dicha laguna.

Cosa distinta es cuando uno se detiene en el inicio del periodo. La Segunda República no fue una democracia parangonable con las que podían considerarse como tales en aquel tiempo. Fue una democracia en la que la violencia estuvo presente, casi desde el mismo 14 de abril de 1931, de un lado y otro del espectro ideológico y en la que los partidos políticos, fuesen del color que fuesen, no tuvieron jamás empacho alguno en recurrir al uso de la fuerza para alcanzar el poder cuando el resultado de las urnas les había apeado de él. Ver, pues, el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 y lo que trajo consigo como la estricta consecuencia del designio de unos conmilitones fascistas a los que apoyaba el gran capital no sólo es una simpleza que cualquier historiador digno de tal nombre debería evitar y repudiar, sino que constituye un enmascaramiento de lo que fue en verdad, desde el punto de vista del respeto a la legalidad y al derecho a la vida, la Segunda República española.

El pasado 18 de julio la historiadora Pilar Mera, autora de un ensayo sobre el golpe de Estado de 1936, publicaba en El País un artículo rememorativo en el que afirmaba que “la rebelión (…) fue el camino elegido por aquellos que no aceptaron las reformas que se pusieron en marcha en 1931 y querían volver al mundo previo, por lo que algunos comenzaron a tejer conspiraciones desde el primer momento”. Sobre el resto de las conspiraciones tejidas a lo largo de aquellos años republicanos, y en particular sobre las de signo contrario, nada decía Mera en su artículo. Como si aquel régimen se hubiera caracterizado por una placidez democrática sólo perturbada por las aviesas maniobras de quienes finalmente, un 18 de julio de hace 85 años, lograron quebrarla sin remedio.

Y es que olvidar al resto de las víctimas de la violencia habida durante la Segunda República, como si no merecieran también un reconocimiento semejante al que la ley prevé para las que empezaron a contarse, y de qué manera, a partir del 18 de julio de 1936, es hacer un flaco favor a esa memoria democrática que el Gobierno y quienes le apoyan pretenden honrar. Eso en el mejor de los casos. En el peor, equivale a falsear la historia con un relato maniqueo cuyo propósito inconfesado poco o nada tiene que ver con esa “recuperación, salvaguarda y difusión de la memoria democrática”.

(VozPópuli, 22 de julio de 2021)

 

Una memoria recortada

    23 de julio de 2021

Le reprochaba este lunes mi amigo Santi González a Pedro Sánchez el manejo de los porcentajes. En su comparecencia para dar cuenta de la crisis de Gobierno, el presidente había alardeado, entre otras jactancias, del aumento experimentado por la cuota femenina en la nueva plantilla gubernamental, del 54% al 63%, y el periodista González, tan puntilloso siempre –y esto en un periodista es una cualidad, no un defecto–, le recordaba que el presidente, o sea, él, también forma parte del Gobierno, por lo que el porcentaje alcanzado por las féminas era algo menor, del 60,87% en concreto.

El error –que tanto puede achacarse al desconocimiento de la ley por parte de Sánchez y sus asesores como al engolamiento patológico que afecta al personaje y le impide verse integrado en un equipo, aunque sea como máximo responsable– no tendría mayor trascendencia si no fuese porque un par de días más tarde su vicepresidenta segunda y antes tercera, Yolanda Díaz, tropezaba con la misma piedra. Me refiero a los porcentajes o, si lo prefieren, y ya que se trata de piedras, a los cálculos. En una entrevista en la Ser, y tras indicar que no descartaba en absoluto que pudiera haber en el futuro cambios en las carteras correspondientes a Unidas Podemos, Díaz precisaba que ellos ya habían hecho su propia remodelación al renovar en un 50% su representación en el Ejecutivo.

Ni que decir tiene que ese 50% de la vicepresidenta está mucho más lejos de la verdad que el 63% del presidente. Como recordarán, la remodelación de la porción comunista de la tarta gubernamental se produjo a raíz de la tocata y fuga de Pablo Iglesias para presentarse a las elecciones autonómicas madrileñas. Salió Iglesias del Gobierno, entró Ione Belarra y Díaz alcanzó la dignidad vicepresidencial. ¿Cómo puede inferirse de ello que se ha renovado la representación en un 50% siendo como son cinco los ministros de UP y habiendo tres –Montero, Garzón y Castells– que siguen en sus puestos y una, la propia Díaz, que ni siquiera ha trocado sus atribuciones por unas nuevas, como sí ha ocurrido, por ejemplo, en el caso del socialista Iceta? Misterios de la matemática política.

Pero, en todo caso, lo más grave no es ese desbarajuste numérico ni tampoco esa burla de la verdad que viene caracterizando a cuantos gobiernos ha presidido hasta la fecha Pedro Sánchez; lo más grave es la sensación de que no estamos en presencia de un solo gobierno, sino de dos. De que no hay coordinación ninguna entre ambos bloques, sino pulso y enfrentamiento constantes. De que el presidente es incapaz de imponerse a la vicepresidenta, hasta el punto de emprender una crisis de gobierno que no afecta más que a una de las patas, la suya, la socialista. Porque el problema va mucho más allá de los relevos. Que en el Gobierno sigan asentando sus reales Garzón y Castells debería ofender a cualquier español en busca de trabajo. Que Montero continúe moldeando la realidad con sus desvaríos genéricos debería merecer un estudio clínico. Pero, al margen de ello, están las contraprestaciones que nos pide la Unión Europea para poder disponer de esos fondos que son, a estas alturas, el mayor objeto del deseo de gobernantes, empresas, sindicatos y demás beneficiarios. 

Y entre las recomendaciones que acaban tornándose exigencias estaba la reducción de ministerios. O sea, de la estructura mastodóntica del Ejecutivo, lo que supone cargos, asesores y, en definitiva, gasto público. España es el segundo país de la Unión con más ministros. Sólo nos supera Italia. Pero allí, al menos, existe un gobierno de unidad nacional y un presidente, Mario Draghi, procedente del Banco Central Europeo, que llegó con los deberes hechos y ejerce en verdad el cargo. Nosotros, en cambio, debemos conformarnos con la presidencia de un fraudulento doctor en Economía y Empresa que encima no preside más que lo que le dejan. Como para volverse locos.

(VozPópuli, 15 de julio de 2021)


Leo en El Español una entrevista de Daniel Ramírez a Joan Tardà en la que el antaño martillo del independentismo catalán en el Congreso de los Diputados –al que Alfredo Pérez Rubalcaba motejaba, acaso con simpatía, como “El Camionero”– afirma hasta cuatro veces que el Gobierno de España está asumiendo por fin el principio de realidad. Tardà reconoce que al Gobierno le ha costado y le sigue costando, pero valora su esfuerzo y, en concreto, el de su presidente. Vamos, que si Tardà fuera Celaá diría que el niño necesita mejorar aunque progrese adecuadamente. ¿Y cuál es ese principio de realidad que está asumiendo al parecer el Gobierno de todos los españoles, entre los que se cuenta, mal que le pese, el propio Tardà? Ya se lo figuran: el que el nacionalismo catalán ha venido construyendo desde los tiempos en que Jordi Pujol alcanzó la Presidencia de la Generalidad y cuya máxima expresión fue el intento de golpe de Estado de 2017 y la consiguiente declaración unilateral de independencia. O sea, el presunto derecho a la erección, en el nordeste de España y autodeterminación mediante, de un Estado supremacista y, por ende, xenófobo.

Hace cosa de un mes se cumplieron 16 años de la publicación del manifiesto que dio lugar a la creación de un nuevo partido político en Cataluña, esto es, de Ciudadanos. Aquel texto, cocinado durante muchas cenas y servido tras dificultosos e interminables debates entre los quince abajo firmantes, se cerraba con una frase en la que se llamaba “a los ciudadanos de Cataluña (…) a reclamar la existencia de un partido político que contribuya al restablecimiento de la realidad”. La realidad a cuyo restablecimiento se llamaba era la que el nacionalismo, con su ficción política, basada en una pedagogía del odio a todo lo español difundida a través de los medios públicos e inculcada paciente y machaconamente desde la escuela, había suplantado. Sobra añadir que, si bien la iniciativa tuvo éxito en tanto en cuanto se fundó el partido y este alcanzó la deseada representatividad institucional –cosa distinta ha sido su devenir, en especial el más reciente–, el nacionalismo no ha hecho sino radicalizar los sustentos de su ficción política. Hasta el punto de apropiarse sin tapujos, como ahora Tardà, del propio principio de realidad.

Claro que para ello ha sido necesario un Sánchez. Y antes un Rodríguez Zapatero. Y entre ambos, según recordaba oportunamente el pasado domingo aquí mismo Alejo Vidal-Quadras, un “estafermo” como Rajoy. Es decir, el desistimiento progresivo del Estado en relación con las palmarias intenciones del nacionalismo catalán, haciendo bueno el pronóstico de Pasqual Maragall cuando afirmaba en 2006, tras la aprobación del nuevo Estatuto por parte de una tercera parte del cuerpo electoral, que el Estado en Cataluña se había convertido en residual. Un desistimiento, por otra parte, multiforme. Con gobiernos socialistas, ya sea porque las mayorías requerían y requieren los votos del nacionalismo de izquierdas, ya sea por simple afinidad ideológica, lo que ha habido ha sido amparo, comprensión e impulso al nacionalismo. Con los populares, lo que hubo fue una confianza tan ciega como candorosa en que ese nacionalismo nunca se atrevería a romper la Premisa a la que David Jiménez Torres ha dado carta de naturaleza y contorno en su 2017 y que puede resumirse en que los nacionalistas –lo mismo vascos que catalanes– jamás iban a traspasar los confines del Estado de derecho establecidos en nuestra Constitución de 1978.

Y es que el principio de realidad al que se agarra hoy en día Tardà consiste en realidad –y perdón por la redundancia– en la legitimación y blanqueo de cuantos delitos lleva cometidos hasta la fecha el nacionalismo. Y, en paralelo, en la ignorancia y desprecio de aquella parte de la sociedad catalana –y, por supuesto, española– que no está dispuesta a renunciar a la verdad, a los hechos y al imperio de la ley. Que el nacionalismo juegue al trile no es en modo alguno novedoso. Siempre lo ha hecho. Lo verdaderamente novedoso y causa de oprobio para tantísimos españoles es que el gobierno que les representa, el Gobierno de España, se preste a este juego.

(VozPópuli, 8 de julio de 2021)

La realidad y sus principios

    8 de julio de 2021

En España, la Restauración con mayúscula y por antonomasia es la borbónica. Ignoro si los libros de historia de nuestro Bachillerato siguen hablando de ella, si bien me figuro que algo dirán de sus venturas y desventuras –más de las segundas, sin duda, aunque sólo sea porque entre los autores de esos manuales y los profesores que se sirven de ellos para impartir la materia suelen pesar más las afinidades republicanas que las monárquicas–. En todo caso, estoy convencido de que España necesita como agua de mayo una nueva Restauración. Por supuesto, el objeto no sería ya la vuelta de la monarquía; esta ya volvió –felizmente– tras la muerte del dictador, y sus pasos y sus logros, empezando por la Constitución de 1978, han contado siempre con el refrendo de una gran mayoría de los españoles. En aquel entonces, más que de “restauración” se habló de “transición hacia la democracia”, pero esta transición –como nadie que lo viviera o lo haya estudiado en lo sucesivo puede negarlo sin faltar a la verdad– consistió en la restauración de un régimen de libertades del que el país llevaba décadas privado. (Más incluso: en la restauración y en la mejora de lo conocido hasta aquella fecha.)

En sus Memorias de ultratumba Chateaubriand asociaba la Restauración monárquica que siguió al Imperio napoleónico al “principio fijo” de la libertad. (Al Imperio lo identificaba con la fuerza y a la República que le precedió, con la igualdad.) Más allá de las características que pudiera tener esa libertad de hace más de dos siglos tras los estragos de todo tipo causados por la Revolución, lo importante es que se trataba de una libertad regulada. Que no existía, dicho de otro modo, en contra ni al margen de la ley. Hace unos días, y a propósito de los indultos, Fernando Savater lo recordaba con inmejorables palabras en un artículo publicado en El País (“Indulgencia plenaria”, 23-6-2021): “Lo que fomenta la convivencia democrática es el respeto y el temor a la norma compartida: vivir en democracia es no tener que obedecer los caprichos de nadie sino solamente lo establecido por la Ley”. Y esta es, a mi modo de ver, la Restauración que este país necesita a día de hoy de forma apremiante.

En lo que va de siglo –y, en concreto, desde la llegada al poder de José Luis Rodríguez Zapatero– ha crecido en España la sensación de impunidad. Y lo que es más grave: junto a la sensación, la impunidad misma. Por supuesto, gran parte de la culpa la tiene la incapacidad de los sucesivos gobiernos de España de plantar cara a los constantes quebrantamientos llevados a cabo por los nacionalismos y, en especial, por el catalán, con su desafío al orden constitucional mediante un golpe de Estado, su imposición de una lengua autonómica en la escuela y las instituciones en detrimento de nuestra lengua común, o su empecinamiento en desobedecer las sentencias de los tribunales, sean estos de Cuentas o de otra índole. Pero no sólo las fechorías del nacionalismo han quedado impunes.

Por poner un ejemplo: aquel “respeto y temor por la norma compartida” a que aludía Savater también ha caído en barrena en lo referente al derecho a la propiedad, sistemáticamente conculcado con la ocupación no penalizada de viviendas. Y acaso lo más trascendente no sean ya los propios hechos en sí, sino la manera sutil de afianzarse en la mentalidad de las generaciones más jóvenes el desprecio por cualquier tipo de norma. Las últimas reformas introducidas en el sistema educativo español, donde la disciplina y la autoridad del profesor vienen sufriendo desde la promulgación de la Logse un desgaste palmario, no hacen sino reforzar ese desprecio. ¿Cómo van a sentir nuestros niños y jóvenes una motivación cualquiera para el esfuerzo, un respeto o un temor por el fruto de su trabajo, si pueden progresar adecuadamente en sus estudios obligatorios y postobligatorios aun cuando su expediente académico esté sembrado de suspensos?

Es esta, en suma, la Restauración que urge, la que debe devolver a los ciudadanos españoles la confianza en el Estado de derecho y en cuanto conlleva. Por desgracia, no está en las manos del presente Gobierno garantizarla. Al contrario, su gobernanza no hará más que agrietar los pilares de nuestro edificio constitucional. Pero hasta que las urnas nos permitan cambiar dicho estado de cosas, nos corresponde combatir la erosión pasada y presente con la fuerza de las palabras y los hechos.

(VozPópuli, 1 de julio de 2021)

 

Una nueva Restauración

    1 de julio de 2021