El otro día Carmen Calvo me bloqueó. Para los legos en el código Twitter, aclararé que ello acarrea que un servidor, que leía con verdadero interés cuanto publicaba la vicepresidenta primera del Gobierno en esa red social, ya no puede seguir haciéndolo. También precisaré que se suele recurrir al bloqueo para no tener que aguantar los insultos y las amenazas de otros usuarios, en general embozados en el anonimato. No era mi caso. Ni soy de los que llevan máscara o mascarilla cuando escribe –y lo mismo da que lo haga en Twitter que en cualquier otra parte– ni soy de los que insultan o amenazan. Aunque es verdad que eso último, por objetivable que sea, no depende sólo del parecer de uno. Hoy en día la gente –y en especial la perteneciente al género militantemente femenino– tiene la piel mucho más fina que años atrás, por lo que cabe la posibilidad de que haya quien se sienta insultado o amenazado sin que haya existido siquiera insulto o amenaza.

Sea como fuere, mi interés por la escritura de Carmen Calvo ha sido siempre meramente filológico. Como lo es el que tengo por su forma de hablar. La vicepresidenta posee una vena creativa, en lo referente al lenguaje, que ya quisieran para sí tantos literatos. De ahí que los versados en filología –es un poco mi caso– no podamos contenernos y convirtamos todos y cada uno de sus enunciados en objetos de estudio. No en el mismo sentido que los de su correligionaria y compañera de gabinete, la indescifrable María Jesús Montero, pero sí como posibles componentes de una firme y sostenida aportación al acervo popular. Se entenderá, pues, que yo fuera un fiel seguidor de lo que ella escribía en Twitter.

Habrá quien objete, claro, que los medios de comunicación ya acostumbran a reproducir sus palabras, aunque sólo sea por el altísimo cargo que ocupa, y que, en consecuencia, no se me ha privado completamente de ellas. Sin duda. Pero quien así discurra convendrá también en que no es lo mismo una declaración oficial que el comentario que Carmen Calvo Poyato, doblada incluso de vicepresidenta del Gobierno, haga en su cuenta de Twitter. A mí me interesan unas y otras, y ahora debo conformarme, qué remedio, con las primeras. ¿Tiene derecho la vicepresidenta primera a obrar así con un ciudadano que no la ha insultado ni amenazado en las contadas acotaciones que ha puesto a sus comentarios? A juzgar por las reglas del juego –en Twitter uno puede bloquear a quien le dé la gana, sin necesidad de explicaciones–, supongo que sí. Pero no me negarán que resulta algo feo, democráticamente hablando, que toda una vicepresidenta primera del Gobierno de España bloquee a un humilde ciudadano de a pie sólo porque le disgusta ­–entiendo que ese y no otro debe ser el motivo– lo que él opina sobre sus asertos.

A no ser que lo mío, lejos de constituir un caso particular, tenga una envergadura mucho mayor. En otras palabras: que no se trate de un simple bloqueo, sino de uno entre muchos bloqueos. Sería conveniente saber, en aras de la transparencia a la que está obligado cualquier servidor público y no digamos ya una vicepresidenta del Gobierno de España, si Calvo la ha emprendido con otros usuarios que tampoco la habían insultado o amenazado. Porque, en tal caso, mucho me temo que no estemos ante una decisión personal de Carmen Calvo Poyato, sino ante la cadena de acciones previstas en la estrategia de los niveles del “Plan de actuación contra la desinformación” que el Consejo de Seguridad Nacional, dependiente del Ministerio de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática cuya titular es la propia vicepresidenta, aprobó en su reunión del pasado 6 de octubre. Me refiero, en concreto, a la que habla de la “adopción de medidas con arreglo al marco” (nivel 3), que resultaría de la “propuesta de posibles medidas de mitigación” del impacto (nivel 2), fruto a su vez de la “monitorización y vigilancia” (nivel 1) a la que habríamos sido sometidos.

Y así las cosas, queridos lectores, si ustedes son usuarios de Twitter ya pueden ir recogiendo.

Carmen Calvo y sus bloqueos

    31 de diciembre de 2020


Ese marco al que se refiere el título no es, lo habrán intuido, la vieja moneda alemana a cuyo derrumbe colosal asistieron hará cerca de un siglo Josep Pla y su amigo Eugeni Xammar, lo que les permitió compaginar sus respectivas tareas periodísticas con la dolce vita que les procuraba, a la hora del cambio de divisa, una peseta súbitamente fortalecida. No, ese marco es otro marco, mucho más cercano al del cuadro que todos tenemos en algún rincón del dormitorio o de la sala de estar. Ese marco, en una palabra, es el de Lakoff. 

George Lakoff, un reputado lingüista estadounidense, definió hace un par de décadas una teoría, sustentada en los avances de la neurociencia cognitiva –Lakoff también es científico cognitivo–, según la cual las personas piensan en marcos. Un marco, para él, es un conjunto de valores que actúa a modo de receptáculo de cualquier hecho, idea o razonamiento que, por así decirlo, llame a la puerta del cerebro. Pero no todos esos hechos, ideas o razonamientos son bienvenidos, no todos alcanzan a cruzar el umbral. Sólo aquellos que encajan en el conjunto de valores que definen el marco en cuestión.

Por otra parte, dichos valores, aunque individuales, son compartidos. Se asemejan en eso a las creencias. Y también en que no requieren de un contraste con la realidad, con el mundo de los hechos, para afirmarse –lo que no significa, claro, que ese contraste no pueda existir–. No debería sorprender, en este sentido, que una de las principales aplicaciones de la teoría del marco se dé en el campo de la política y del discurso público. El propio Lakoff, escorado ideológicamente a babor, construyó su teoría para ayudar al Partido Demócrata en su lid electoral contra el Republicano. Este último tenía un marco fuertemente asentado entre la población estadounidense, un marco en el que los representantes públicos demócratas, que carecían de un asidero parecido, quedaban sistemáticamente atrapados. Lakoff abogaba, pues, por la creación de ese marco de valores demócrata. Un marco privativo, para entendernos, distinto y distante del republicano. De ahí que el libro en que desarrolló su teoría lleve por título ¡No pienses en un elefante!

Esa contraposición entre marcos es característica de los regímenes democráticos. También del que tenemos por estos lares, claro. Aunque la clase política española sea ahora mucho más variopinta que en los albores de nuestra monarquía constitucional, puede decirse que nos seguimos moviendo, a grandes rasgos, entre dos marcos, el de la izquierda y el de la derecha, con todas las matizaciones que quepa introducir en cada bloque. Aun así, en el caso español –al igual probablemente que en el portugués y el griego, como tan bien ha estudiado Ángeles González-Fernández en su ensayo Transiciones a la democracia en Portugal, Grecia y España– esos marcos han contado desde los años ochenta del pasado siglo con algo así como un marco superior, no partidista y asumido y compartido por una gran mayoría de ciudadanos. Me refiero al generado por los valores de la Transición.

Como los nombres importan, merece la pena recordar que el de Transición –en puridad, “transición de la dictadura a la democracia”– no deja de ser una solución de compromiso entre los dos términos antitéticos que estaban entonces en liza: reforma y ruptura. Una suerte de sincretismo, si lo prefieren, entre los marcos que el centro y la derecha, por un lado, y la izquierda toda –socialista y comunista– por el otro, habían establecido ante la cercana desaparición de la figura del dictador. Ese marco de la Transición, que bien podríamos llamar constitucional en tanto en cuanto la Constitución de 1978 constituía –valga la redundancia– su encarnación y amparo, reunía una serie de valores con los que se identificaba, como ya he indicado, una grandísima parte de la población española. Acaso el esencial, por no citar más que uno, fuera el de la concordia, el de la renuncia al enfrentamiento civil, la apuesta por el diálogo y por el pacto –siempre dentro de la ley– como método de resolución de conflictos.

Ahora ese marco superior, y los valores en él contenidos, está seriamente devaluado. Como si de una moneda se tratara, cotiza cada vez más bajo. Bien es verdad que en su depreciación ha tenido un peso esencial la asunción, por parte de nuestras fuerzas políticas mayoritarias y durante décadas, de otro marco, el de los nacionalismos catalán y vasco. Una asunción interesada, sobra precisarlo, cuando lo que priva es el acceso al poder o su conservación, pero no exenta de costes que en buena medida no pueden ya compensarse. Con todo, si el Partido Socialista hubiera preservado en lo que va de siglo esos valores, como sí ha hecho en todo momento el Partido Popular, tendríamos hoy una Monarquía constitucional mucho más fuerte y un jefe del Estado que podría sentirse infinitamente más arropado en su labor, empezando por la parte que corresponde al propio Gobierno. Así las cosas, sólo nos queda desear que nuestro marco común no siga devaluándose durante el resto de la legislatura y que en la próxima llamada a las urnas una mayoría suficiente de ciudadanos estemos en condiciones de volverlo a fortalecer con nuestros votos.

(VozPópuli, 24 de diciembre de 2020)

La devaluación del marco

    24 de diciembre de 2020

“Personalmente, creo que sería muy deseable buscar un consenso en materia de educación. No veo su tarea sencilla, debo decírselo, pero es bienvenida, lo digo honestamente. Hay que encontrar el lugar del consenso y del disenso, porque en un sistema democrático el consenso juega tanto papel como el disenso. No creo que se puedan encontrar unanimidades en materia de educación, porque esta responde a modos de entender nuestra vida y nuestra organización social que no necesariamente coinciden al cien por cien. Ahora bien, creo que hay que encontrar acuerdos que permitan que los centros escolares, los docentes, etcétera, sientan que tienen una cierta estabilidad en su trabajo cotidiano para poder desarrollar su actividad.”

Las palabras que anteceden están sacadas del Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados y corresponden a la intervención de Alejandro Tiana en la Comisión de Educación y Deporte el 21 de marzo de 2017. Ha llovido desde entonces. Para ponerles en situación, les diré que Tiana comparecía aquel día ante dicha Comisión, formada por representantes de los distintos grupos que conformaban en aquel momento la Cámara, a petición de uno de esos grupos, el Socialista. Y que la sesión, en la que hubo dos comparecencias más, no era una sesión normal. Se encuadraba en lo que se vino en llamar, y así consta en el propio Diario de Sesiones, “el gran pacto de Estado social y político por la educación”. Quizá les sorprenda el énfasis. No debería ser así. Por primera vez acaso desde los grandes acuerdos de la Transición, las principales fuerzas políticas y parlamentarias aspiraban, todas a una, a algo igual de grande, por inédito, a algo que el mundo de la educación llevaba décadas pidiendo a gritos: un pacto de Estado del que resultara un marco legal común, compartido, fruto de un consenso básico, que pusiera fin a la sucesión de leyes de parte que habían regido hasta entonces la enseñanza en España.

Tiana, pues, comparecía par dar su opinión en relación con la elaboración del gran pacto. Una opinión autorizada, sobra añadirlo. Y no tanto por el cargo que desempeñaba en aquella época –el de Rector de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED)–, como por el historial –nada distante de la gestión educativa, si se me permite el juego de palabras– que atesoraba: experto en pedagogía, catedrático de Teoría e Historia de la Educación, director de organismos públicos educativos y, sobre todo, desollador y muñidor de leyes, como había quedado demostrado en 2004 tras su nombramiento como secretario general del Ministerio de Educación y Ciencia. Desde aquella Secretaría, y lo mismo con María Jesús Sansegundo que con Mercedes Cabrera como ministras, Tiana había sido el artífice de la liquidación de la LOCE –aprobada un año y medio antes por un gobierno del Partido Popular y que ni siquiera llegó a aplicarse– y su sustitución por la LOE, que no era, al cabo, sino una LOGSE rediviva. En definitiva, alguien de cuyo conocimiento de la materia no cabía dudar y a quien la vicepresidenta Carmen Calvo habría puesto, con los ojos cerrados, en la hornacina de los funcionarios caracterizados por su “expertitud”.

Al releer ahora la transcripción de aquella comparecencia de 2017, llama la atención comprobar como los intervinientes en representación del Partido Popular y de Ciudadanos, socios entonces de legislatura, apreciaron las bondades de la exposición de Tiana. Incluso en sus lógicas discrepancias –ese disenso que, según el compareciente, resultaba inseparable del anhelado consenso–. Por desgracia, el partido al que servía y sirve Tiana decidió liquidar un año más tarde –coincidiendo con la vuelta de Pedro Sánchez a la Secretaría General del PSOE y la incorporación de la diputada Martínez Seijo como portavoz socialista en la Comisión de Educación– la subcomisión encargada de elaborar aquel “gran pacto”, que se encontraba ya, por cierto, en la fase de conclusiones. La excusa, burda donde las haya, fue la negativa del Gobierno de Mariano Rajoy a alcanzar ya mismo un 5% del PIB en inversión educativa. Al poco, la moción de censura presentada por Sánchez dio paso a un gobierno socialista monocolor con Isabel Celaá como ministra de Educación y Alejandro Tiana como secretario de Estado. El secretario recuperaba así el sillón que había abandonado diez años antes.

Su nombramiento fue recibido con parabienes. También por parte de la oposición. De Celaá poco se sabía, pero lo de Tiana era distinto. Si aquel hombre se conducía como había dado a entender en su comparecencia, igual esa nueva ley que el PSOE llevaba en su programa –el del partido, no el de la moción de censura ni el del Gobierno, que, como recordará el lector, eran entonces tan ocultos o inexistentes como puede ser hoy aún la Comisión de Expertos del Ministerio de Sanidad–; igual esa nueva ley, decía, no consistiría en la simple desolladura de la LOMCE para volver a la LOE, sino que reflejaría, en lo posible, esos mínimos espacios de consenso tan anhelados por la gran mayoría de la llamada comunidad educativa.

Vana ilusión. Es más, no sólo se esfumó desde el primer momento cualquier traza de consenso; andando el tiempo, a medida que lo que hoy conocemos como Ley Celaá fue siguiendo el correspondiente trámite parlamentario, todo fue incluso a peor. Por las modificaciones introducidas por los socios, gubernamentales o no, del Partido Socialista, y por la renuencia de la triple alianza de socialistas, comunistas y nacionalistas a aceptar cuantas propuestas llevaran el marchamo de alguno de los grupos que conforman la oposición. De las más de 300 enmiendas presentadas por dichos grupos opositores, se aprobaron 6 y se transaccionaron –esto es, se negociaron hasta llegar a un acuerdo– otras 5. Ni siquiera sumaban una docena. En eso quedó la voluntad de consenso a la que apelaba Tiana en marzo de 2017.

Y ahora, habiendo alcanzado el texto los márgenes del Senado, donde todavía podía abrirse una última compuerta de entendimiento entre Gobierno y oposición que rebajara en alguna medida el sesgo radical y sectario de la ley, el rodillo gubernamental ha decidido ventilar la tramitación del asunto en apenas un par de semanas, barriendo así del calendario las comparecencias solicitadas por el Grupo Popular. Todo a fin de dar el visto bueno a la ley en el Senado antes de Navidad y con el máximo disenso posible.

Dícese que el secretario Tiana es la cara amable de la política educativa de este Gobierno. Se dice, supongo, por contraste con la cara dura de la propia ministra, o con la cara más bien maléfica de la sindicalista Martínez Seijo. Todo es relativo, al cabo, incluso la cara que uno presenta. Pero el caso es que esa cara amable es la que ha urdido y ha consentido, desde su Secretaría en el Ministerio y en su calidad de máximo experto educativo, uno de los mayores atropellos, si no el mayor, de que ha sido víctima la ya maltrecha educación de este país y cuyas consecuencias vamos a tener que acarrear como un lastre durante largos años. Conviene, pues, que se sepa. Aunque sólo sea para no seguir fiándonos de las palabras y de las apariencias.

(VozPópuli, 17 de diciembre de 2020)

La cara amable del secretario Tiana

    17 de diciembre de 2020

  

El próximo 23 de diciembre se cumplirán 85 años del banquete celebrado en el madrileño Hotel Nacional en honor de Juan Belmonte y Manuel Chaves Nogales. El motivo para reunir a manteles a ciento cincuenta personas, entre las que figuraban ni más ni menos que José Ortega y Gasset, Azorín, Ramón Gómez de la Serna, Sebastián Miranda o Julio Camba, no era otro, claro está, que la recentísima publicación en volumen de Juan Belmonte, matador de toros (Su vida y sus hazañas), escrito por el periodista Chaves Nogales. Y digo en volumen, porque esa vida y esas hazañas habían tenido antes una existencia en la prensa. En concreto, en el semanario Estampa, donde, desde mediados de aquel mismo año, habían ido apareciendo los futuros capítulos del libro.

            Semejante práctica, sobra precisarlo, constituía una excelente plataforma de lanzamiento de una obra, hasta el punto de permitir que un homenaje como el que hace al caso y que respondía a la excelente recepción que habían tenido las diversas entregas del semanario pudiera celebrarse con el libro apenas editado y distribuido. Añadan a lo anterior el hecho de que tanto Belmonte como Chaves Nogales eran en aquella España, y en especial en ciudades como Sevilla y Madrid, personajes conocidos y estimados, y se entenderá el éxito de la convocatoria. Pues bien, a los postres del banquete el periodista tomó la palabra para pronunciar el brindis de rigor, y tras lamentar que el torero no estuviera presente –Belmonte había enviado desde Sevilla un telegrama de agradecimiento en el que excusaba su asistencia–, pasó a explicar la génesis de la obra. O sea, qué le había inducido a escribir aquel libro en cuya producción, según confesaba con modestia, su papel había sido tan secundario que podía parangonarse con el de un simple amanuense.

            Todo arrancaba de una encuesta realizada en 1933 por Ahora, el diario que él dirigía de facto, a los personajes más característicos de cada oficio y en la que se les preguntaba cómo era España veinte años atrás. A Juan Belmonte, uno de los encuestados, le había correspondido hablar de lo suyo, claro, y las cuartillas manuscritas que había entregado eran, a juicio del periodista, “las que más exactamente reflejaban el ambiente taurino tal y como yo anhelaba”; de ahí que insistiera “con Belmonte en la faena de ahondar en sus recuerdos personales”. Y el resultado de esa conjunción es uno de los mejores libros de memorias jamás escritos en España, al tiempo que un vívido retablo del mundo del toreo de comienzos del pasado siglo.

            Pero en su parlamento Chaves Nogales dejó traslucir también una inquietud, nacida de la contrariedad de un fracaso. La encuesta de la que había salido su Belmonte tenía un precedente. Oigámosle: “En España es difícil, si no imposible, encontrar quien quiera volver la vista hacia el panorama de su vida y legar a los que vienen detrás los resultados de su experiencia. Nadie escribe sus memorias, nadie se preocupa de decirnos cómo fue, como si eso no interesase ya a nadie. Yo he buscado con ahínco el testimonio vivo de ese pasado inmediato interrogando sobre su vida a cómicos, toreros, políticos; a toda la gente representativa de una época. Nadie me ha sabido contar cómo fue. En esta desolación que me hacía pensar que el año 1900 será dentro de poco tan remoto e incomprensible como la prehistoria, tuve que ir replegando mi ambición (…) limitándome ya a contar siquiera cómo era España hace veinte años a quienes ahora los tienen (…)”. Y salió su Belmonte. Pero aquel empeño anterior saldado con un fracaso y al que ahora se estaba refiriendo en su brindis definía mejor que nada el carácter de Chaves Nogales: el de un hombre comprometido con su tiempo y con su país.

            Se me dirá que en eso consiste, a fin de cuentas, el oficio de periodista. O que en eso debería consistir, al menos. Cierto. Pero el compromiso de Chaves abarcaba también el pasado, en la medida en que pretendía llenar un vacío –un poco como haría mucho más tarde, ya en los estertores del franquismo, Rafael Borrás, cuando se inventó aquella benemérita colección “Espejo de España”, editada por Planeta–. Chaves reclamaba memorias que ayudaran a comprender cómo era nuestro país en aquel cambio de siglo en que él apenas tenía uso de razón. Al fin y al cabo, ¿qué sería del trabajo de los historiadores si no pudieran contar, entre otros materiales, con el contenido en los libros de memorias? Por supuesto, lejos estaba entonces de imaginar el homenajeado que esa laguna que aspiraba a colmar, esto es, esa continuidad tan anhelada, iba a empezar a truncarse siete meses más tarde.

          Sea como fuere, nos queda su testimonio. El de las palabras pronunciadas en aquellas vísperas navideñas, el de su Belmonte y el de tantas páginas impresas en periódicos y revistas –que es como decir el de tantas otras obras publicadas en vida y póstumamente–. Y nos queda su ejemplo. El de un hombre valiente, comprometido con la defensa de las libertades, que abandonó España a finales de 1936 cuando tuvo plena conciencia de que, ganara quien ganara aquella guerra, lo que vendría después no sería en modo alguno un régimen democrático. Chaves fue, sin discusión, el más fiel representante de esa Tercera España que tanto seguimos echando en falta. 

            El mejor homenaje que hoy podemos rendirle, como a todos los grandes escritores, es leerle. De ahí que constituya motivo de celebración que este triste año pandémico de 2020 se cierre con la noticia de la aparición en Libros del Asteroide de la tercera edición de su siempre acrecentada Obra completa, a la que acompañan una exposición y otras publicaciones sobre su figura y su obra y, entre ellas, una cuyo destino son las aulas andaluzas. No me cabe la menor duda de que no existe antídoto más indicado contra la zozobra política y educativa en la que estamos inmersos que la difusión y el conocimiento, a todos los niveles, de su legado.

(ABC, 13 de diciembre de 2020)

El legado de Manuel Chaves Nogales

    13 de diciembre de 2020

Uno de los momentos estelares del actual Gobierno de España fue aquel en que uno de sus miembros, Manuel Castells, compareció en el Congreso de los Diputados para explicar a sus señorías las medidas tomadas por su Ministerio a fin de evitar, ante el inicio del curso universitario, el contagio del coronavirus. Cierto es que la presente legislatura está siendo pródiga en momentos dignos de semejante epíteto, pero, a mi modo de ver, este de Castells se lleva la palma. Y hasta me atrevería a afirmar que merece un lugar en la historia de la política española contemporánea junto a los protagonizados en tiempos de la Restauración por los ministros Burgos Mazo, Romanones, Gómez Acebo y compañía, cuyo rastro perdura en las Impresiones de un hombre de buena fe de Wenceslao Fernández Flórez.

            Seguro que se acuerdan. Así habló Castells: “Yo creo que el mundo está en peligro, el mundo tal y como lo hemos conocido. Yo no digo que se acabe, pero este mundo sí, este mundo se acaba, este mundo que hemos vivido se acaba. Y habrá otro mundo que está gestándose y renaciendo”. Con razón sus palabras fueron tildadas de apocalípticas, aunque me da la impresión de que obedecían más bien al sesgo oracular que suele acompañar las manifestaciones del Gurú de Berkeley, no exentas de unos ademanes algo imperativos, como de maestrillo marisabidillo.

            A mí, la verdad, lo que más me llamó la atención cuando las escuché no fue tanto el fin de este mundo, como que el otro, el que parece que vendrá, no esté naciendo, sino renaciendo. Me llamó la atención y ahora confieso que empieza incluso a preocuparme. Verán, el pasado domingo El País Semanal traía una entrevista de unas cuantas páginas hecha al ministro. Y en ella Castells, tras reconocer que era anarquista, precisaba al punto, supongo que para curarse en salud, que como ministro no lo practicaba, el anarquismo. Vaya, algo así como que era creyente pero no practicante. Menos mal, dirán ustedes. Sí, menos mal. Pero convendrán conmigo en que, viniendo de un anarquista confeso, aquel augurio de un mundo que renace no deja de resultar un poco intranquilizante. A saber cuántas bombas de hace cosa de un siglo guardará este hombre en la memoria.

            Por lo demás, en la citada entrevista Castells también admitía que el individuo que hoy ocupa el cargo de ministro de Universidades no es exactamente él. Con ello no estaba aludiendo, sobra precisarlo, a la existencia de un doble. Tampoco esbozaba, estoy convencido, la hipótesis de una posible afección. No, semejante otredad sólo indicaba una incomodidad manifiesta. La misma que siente, al parecer, cada vez que se acomoda en el banco azul del Congreso. El espectáculo al que asiste no le gusta. Y por espectáculo entiende la conducta de la derecha, que tiene “comportamientos totalmente no democráticos”. Puede que el hecho de estar sentado justo delante de la bancada popular haya influido en esa percepción. No debe de ser muy agradable formar parte de un gobierno social-comunista, ser anarquista –aunque no practicante– y escuchar tras de sí, semana a semana, el zumbido discordante de la oposición. Pero así son las cosas. Con tanto ministro como tiene este gobierno, no todos pueden situarse donde les apetecería.

        Claro que Castells podría aprovechar su posición en el hemiciclo para observar los comportamientos totalmente no democráticos –por llamarlos a su manera– de muchos de los que integran las huestes en que se sostiene el gobierno del que forma parte. Pero, por más que esos comportamientos también se den, él ni los oye ni los ve. Le pasa como a esos comunistas a los que retrataba el pasado sábado en Abc Juan Carlos Girauta, esos que siguen siéndolo “en pleno siglo XXI, bizqueando adrede para poner en un punto ciego cien millones largos de muertos”.

            Aunque Girauta, a mi entender, se quedaba corto. No son sólo los comunistas y sus muertos. Ese estrabismo deliberado afecta, salvo honrosas y puntuales excepciones, al conjunto de la izquierda española. A mí me recuerda el que se percibe en una de las figuras de las picassianas señoritas de Avignon. Me refiero a la ceñuda que aparece en primer término, sentada y abierta de piernas, y cuyo ojo derecho está morbosamente dilatado, mientras el izquierdo da la impresión de andar perdido en las tinieblas. Y es que el punto ciego que a nuestra izquierda le impide reconocer maldad alguna en sus propios actos –ojos que no ven, corazón que no siente, advierte el refranero– se complementa con ese otro ojo que, como el del incomodado ministro Castells, sólo ve la maldad en los actos de la derecha.

(VozPópuli, 10 de diciembre de 2020)


La incomodidad de Manuel Castells

    10 de diciembre de 2020

Entre las muchas analogías a las que Julio Camba recurrió a lo largo de su vida para explicar en qué consistía su oficio, yo me quedo con la del avestruz. No es que las demás –cocineras, calamares, peluqueros– no tuvieran su qué, pero ninguna, insisto, como la del avestruz. Para el periodista gallego, así como “el avestruz lo convierte todo en cosa de comer y lo digiere todo”, así “el articulista lo reduce todo a un artículo de periódico”. Y ponía por casos: el mar, las mujeres bonitas, las obras maestras, una noticia de tres líneas pescada en un periódico inglés, las catedrales góticas, los buques de guerra, la primavera, etc. En definitiva, daba igual de qué se tratase; al articulista no le quedaba otro remedio que digerirlo y sacarlo luego en forma de artículo.

         Pues bien, aun estando de acuerdo con Camba en lo tocante a dicha inexorabilidad, debo reconocer que no siempre la digestión a la que alude se ve coronada por el éxito. Entiéndaseme: no es que no salga en estos casos el artículo; es que le da por resistirse, con lo que acaba derivando en un producto distinto del deseado. Este mismo artículo, por ejemplo. Yo llevaba en la cabeza escribir un artículo sobre Isabel Celaá. No tanto sobre la nueva ley de Educación que fatalmente va a llevar su nombre, como sobre la propia ministra en relación con la ley homónima. Me proponía, en concreto, ensamblar su currículo académico, como discente y como docente, con lo que parece ser la plasmación de su ideario educativo. Al fin y al cabo, a partir de cierta edad todos somos en parte –la otra parte corresponde al azar– el resultado ineluctable de lo vivido y de las decisiones tomadas, sean yerros, sean aciertos.

            Ya les adelanto que no ha habido forma. Cuando trataba de comprender la animadversión de Celaá hacia la escuela concertada, me topaba con la sorpresa de que había llevado a sus hijas a un centro de esta naturaleza, las Madres Irlandesas de Lejona. Cuando me planteaba el porqué de su laxitud con el rigor académico al permitir que en el futuro pueda obtenerse el título de Bachiller con una asignatura suspensa, caía en la cuenta de que ella había estudiado como becaria en el Colegio del Sagrado Corazón de Bilbao –que por entonces, en pleno franquismo, era un centro privado asimilable a lo que hoy sería un centro de élite y con una enseñanza caracterizada, entre otros factores, por su nivel de exigencia– y que hasta había dado clase más adelante en el Sagrado Corazón de Guecho. Y no salía de mi asombro, claro. Cuando reparaba en que el proceso de selección de los inspectores de educación ya no iba a estar sujeto a criterios objetivos, sino a otros de carácter discrecional en los que el sesgo ideológico del gobierno autonómico de turno, en especial si era nacionalista, iba a tener sin duda su peso, me acordaba de que la ministra era una funcionaria perteneciente al antiguo cuerpo de catedráticos de instituto, los llamados pata negra, por lo que había tenido que superar un proceso de selección de una dureza similar al de los actuales inspectores, y mi desconcierto no hacía más que aumentar. Y, en fin, cuando leía que, a su juicio, la supresión de la condición de lengua vehicular del castellano en la enseñanza no tenía importancia ninguna, que la polémica generada era puramente nominalista, no me cabía en la cabeza cómo podía afirmar algo así quien había escrito en 2005 que “lengua propia [del País Vasco] es también el castellano, porque, ¿cómo no considerar lengua propia la lengua materna del 80% de los vascos?”.

            Comprenderá el lector mi desazón al constatar la imposibilidad del ensamblaje proyectado. Si el ideario educativo de la Isabel Celaá que conocemos nada tiene que ver a priori con su experiencia como alumna y profesora, ni tampoco como madre responsable de la instrucción de sus hijas, sólo me queda imaginar que responde a otro credo, el del Partido Socialista que conocemos, partido del que forma parte y al que ha representado institucionalmente desde hace más de tres décadas. A no ser, claro, que ese ideario esté guiado por un resentimiento cuyas raíces ignoramos; en otras palabras, que sea la consecuencia, un poco como este artículo, de una mala digestión. Lo cual no es incompatible con el supuesto anterior, sobra decirlo.

(VozPópuli, 3 de  diciembre de 2020)

De Camba a Celaá

    3 de diciembre de 2020