Todos tenemos nuestros pequeños momentos de felicidad. En lo que a mí respecta, uno de estos momentos coincide con el acto de desayunar en un hotel. Por supuesto, la existencia del momento dependerá del desayuno, que es como decir que dependerá del hotel. Pero, en fin, supongamos que uno y otro están a la altura. Y supongamos también que el establecimiento dispone de unos cuantos periódicos del día. Pues bien, así las cosas, mi felicidad será completa. A menos que en la sala haya música. Cualquier música. Da igual que sea clásica o moderna, jazz, punk, latina, country, flamenco o hip hop. Es música, y con eso basta.

No vayan ahora a creer que, entre mis fobias, está el arte de las musas. En absoluto. Sólo que me gusta elegir —el qué y, sobre todo, el cuándo—. Del mismo modo que no soportaría tener que oír, mientras desayuno, la lectura de un poema o de un trozo de novela simplemente porque alguien se empeña en ello, no veo por qué tengo que aguantar esa música ambiente. Y más cuando hasta hace bien poco no era así. Al menos en los hoteles. Estaba el bar, es cierto, pero la cosa no pasaba de allí. Ahora la invasión es un hecho —restaurante, pasillos, lavabos, ascensores—, y ya únicamente se salva del asedio la habitación. Hasta nuevo aviso.

En realidad, es como si, dando entidad a la vieja metáfora del hilo musical, la sociedad hubiera tirado del hilo hasta la náusea. A estas alturas, dudo que quede todavía algún espacio público libre de música. Entren en cualquier tienda de ropa y encontrarán el chimpum chimpum de rigor. Si residen en una ciudad provista de metro, acérquense a él. Una vez superados los músicos ambulantes que llenan los pasillos y se ganan la vida como pueden, llegarán a un andén donde muy probablemente les aguarde también la música —eso sí, enlatada—. Aterricen en un vestíbulo de aeropuerto, dense una vuelta por una gran superficie comercial, acudan a la consulta del médico; tres cuartos de lo mismo. Miren cómo estará el asunto que hasta en La Moncloa —el espacio público por excelencia, pues allí reside el presidente del Gobierno—van a instalar, si no lo han hecho ya, unos retretes tuneados. Luego que nadie se extrañe de que la SGAE, aun en tiempos de crisis, siga reclutando espías para aumentar sus ganancias.

Ignoro a qué debemos esa pandemia. Pero intuyo que algo tendrá que ver con la creencia de que la música, aparte de amansar las fieras, acompaña y hace la vida más llevadera. Una creencia que no anda muy lejos, por cierto, de la que empujaba a Balbina en «Un día volveré», la gran novela de Marsé, a plantarse ante su cuñado Jan Julivert, que estaba leyendo, y a darle conversación. No fuera cosa que el pobre se aburriera.

ABC, 28 de diciembre de 2008.

Con la música a otra parte

    28 de diciembre de 2008
Hace unos días que circula por esas redes de Dios un «Manifiesto en defensa de la obra de Mercè Rodoreda», firmado en primera instancia por Xavier Lloveras e Isabel Olesti y al que se han adherido ya, según parece, una treintena de autores, críticos y traductores. Pues bien, he leído el texto y no acierto a comprender cómo plumas tan respetables, empezando por las de los primeros firmantes, han podido suscribirlo. O sí.

El manifiesto, como su nombre indica, sale en defensa de la obra de la todavía —y por muchos años, me temo— mejor novelista de la literatura catalana. Lo cual significa que hay de qué. De qué defenderse, quiero decir. A juzgar por las razones expuestas, existen dos tipos de agresores. Por un lado, Edicions 62, la casa editora de parte de la obra. Por otro, el Institut d’Estudis Catalans, albacea de la escritora, que ha delegado en la figura de Joaquim Molas, y vicariamente en la de Carme Arnau, el cometido de velar por el estudio, la edición y la difusión de su legado literario. Así las cosas, el problema está en saber si la voluntad expresada por Rodoreda en vida de no volver a editar sus primeras obras —entre ellas, varios cuentos y novelas— debe ser mantenida 25 años después de su muerte, y más teniendo en cuenta que dicha voluntad no figuraba en documento alguno que pueda considerarse, a efectos testamentarios, vinculante. O en otras palabras: el problema está en saber si en la actual edición de sus obras completas puede incluirse un volumen con todas las obras primerizas de la autora.

Pues claro que puede incluirse. Más, incluso: debe incluirse. Esas obras existen, aunque sólo hayan estado hasta ahora al alcance de unos pocos, en algunas bibliotecas y en determinadas librerías de viejo. ¿Tiene derecho a leerlas el gran público? Por supuesto. La única condición es que estén bien editadas, lo que conlleva que figure en algún sitio la indicación de que la autora no quiso volverlas a publicar en vida. Eso mismo debería hacerse, pongamos por caso, con la «Historia de la Segunda de República» de Josep Pla. Lo cual, dicho sea de paso, no haría más que completar una labor emprendida desde hace tiempo por Ediciones Destino con la publicación del primigenio «quadern gris» —que será completada dentro de poco con la edición crítica de la obra homónima— y con el rescate de un sinfín de textos periodísticos que jamás se habían recogido en volumen. Y todo eso a pesar del propio Pla, que consideraba su segunda «Obra completa». la de Destino, como indefectiblemente definitiva.

Ahora bien, el manifiesto en cuestión sí tiene una razón de ser: la denuncia del monopolio que Molas y su vicaria ejercen sobre la obra y los papeles de Rodoreda, y sobre tantos otros asuntos. Pero eso requeriría otro texto. Y otro título. Por ejemplo, «Manifiesto en contra de Joaquim Molas». Sobra decir que, en tal caso, y si así lo desean, sus promotores pueden contar con mi firma.

ABC, 27 de diciembre de 2008.

Rodoreda y su memoria

    27 de diciembre de 2008
La Administración, ese pulpo que vela —o asegura velar— por todos nosotros, no para de echar cuentas. Ya sean los turistas y sus pernoctas; ya los manifestantes y sus marchas; ya los enfermos y sus esperas hospitalarias, el caso es contar. Y tenernos contados. Lo cual, por cierto, no debería extrañarnos. Un Estado ha de saber con quien se las ve. Al igual que hemos de saberlo nosotros, los ciudadanos, que es como decir que hemos de exigir a ese Estado la máxima transparencia. En este sentido, nada hay más transparente, más unívoco, más irremediable, que una cifra.

Ahora bien, existen maneras y maneras de contar. O de presentar las cifras. En lo tocante, por ejemplo, a la violencia doméstica, una cosa es ofrecer las estadísticas globalmente, sin diferenciación ninguna, y otra muy distinta especificar también la nacionalidad de víctima y verdugo. O, lo que es lo mismo, una cosa es impedir que afloren determinadas tradiciones culturales y otra muy distinta dejarlas aflorar. No hace falta indicar dónde está la máxima transparencia.

Algo parecido ocurre con las cifras del paro, aunque la distorsión, aquí, sea de otra índole. Se puede calcular el número de parados como se ha venido haciendo hasta la fecha o se puede cambiar de método. ¿Cómo? Pues eliminando del cómputo a los desempleados que asisten a cursos de formación o sugiriendo que los prejubilados pierdan la condición de parados. En ambos casos —como bien sabe el ministro Corbacho, promotor de las medidas—, las cifras del paro van a reducirse. Y semejante rebaja, en tiempos de crisis y destrucción de empleo, es, para cualquier político, una suerte de bendición.

Pero toda esta picaresca numérica no admite comparación con la que se da en ciertas regiones de China. Desde hace ya muchos años, la ley compele al ciudadano a incinerar a sus muertos. Nada de enterrarlos, pues. Nada de obedecer a las creencias, que anuncian para ellos, en caso de entierro, una nueva existencia en el más allá y, para sus descendientes, unas mejores condiciones de vida. Con tanta gente y tan poca tierra, sólo falta que encima la ocupen los muertos, piensan las autoridades. De ahí que no admitan desajustes: tantas defunciones, tantas incineraciones. Pero, claro, que las autoridades prescriban la cremación no significa que las familias la practiquen. Al menos con quien deberían. Parece que en los últimos años han proliferado las bandas que secuestran y asesinan. Y el consiguiente tráfico de cadáveres. Y parece que las familias, para no traicionar sus creencias ni incumplir la ley, entierran al propio y queman al extraño.

Pero lo más gordo no es eso. Lo más gordo es que la Administración no hace nada. Como le salen las cuentas…

ABC, 21 de diciembre de 2008.

Echando cuentas

    21 de diciembre de 2008
Puede que alguno de ustedes se haya visto en alguna ocasión en el trance de tener que hablar en público. Una conferencia, por ejemplo. O el acto de presentación de un libro, bien como autor, bien como glosador. O incluso una clase, de esas que se impartían antes en los institutos y que muy pronto, por obra y gracia del proceso de Bolonia, ni siquiera van a impartirse ya en la universidad. Pues bien, de ser usted uno de estos individuos, seguramente se habrá encontrado alguna vez con la sala casi vacía. Tan vacía, que le habrá bastado con una simple ojeada para saber si los presentes eran trece o catorce. Se trata de una sensación bastante desagradable. Aunque uno procure reponerse y cumplir lo mejor posible con su cometido, no hay duda que la falta de público acabará condicionando, poco o mucho, su intervención.

Si ello es así para las personas normales, figúrense lo que será para un político. Un drama. Un desastre. La hecatombe. Téngase en cuenta que, en este caso, la prensa se dejará caer por allí y dará noticia del hecho. De ahí que los políticos y quienes les secundan intenten por todos los medios evitarlo. ¿Cómo? Muy fácil: llamando a somatén. A la militancia, en primer término, que para eso está. Y, si no, a los cargos del partido, que para eso cobran. Ocurre, sin embargo, que esos cargos, cuando el partido en cuestión ejerce el poder, lo son también de la Administración. Cargos de confianza, les llaman. Y ocurre que, en esa Administración, se relacionan, jerárquicamente, con funcionarios cualificados. Como es natural, el día en que esos cargos de confianza tienen que llenar una sala porque el político al que sirven presenta un plan de choque, o hace balance, o elucubra por un tubo, echan mano del personal más cercano. O sea, de los funcionarios cualificados. Da igual si son o no militantes. Poco importan sus simpatías políticas. Se les conmina a asistir, so pena de verse relegados, en un futuro, a tareas mucho menos lustrosas. O, lo que es lo mismo, mucho menos retribuidas.

Así las cosas, a nadie debería extrañar lo sucedido el jueves de la pasada semana en el Auditorio del Macba. El consejero Saura conferenciaba sobre «La modernización social y ecológica de Cataluña» y alguien de su Departamento tuvo la feliz idea de enviar una directriz interna a una veintena de guapos Mossos, de inspector para arriba, para que acudieran al acto. ¿Había que llenar, no? El problema es que los agentes iban uniformados y eran todos de alta graduación. Vaya, que, además de hacer bulto, cantaban. La inexperiencia, sin duda. A Convergència i Unió, como es lógico, le ha faltado tiempo para denunciar semejante práctica. Lleva razón. Y más llevaría si hubiera aprovechado la ocasión para reconocer que, durante los largos años en que gobernó la Generalitat, hizo lo propio. Eso sí, sus funcionarios, Mossos o no, iban entonces de paisano. Lo que no quita, claro, que aplaudieran con el mismo ahínco.

ABC, 20 de diciembre de 2008.

La conferencia de Saura

    20 de diciembre de 2008
Parece que hay un hombre, en el mundo, llamado Josep Antoni Teixidó. En fin, hombres con este nombre habrá más de uno, seguro. Sólo que este ha sido noticia, noticia fresca y catalana. Les cuento. Josep Antoni Teixidó es el inventor de un reloj de pulsera que da la hora en catalán. Ah, un reloj parlante, dirán ustedes. No, no, nada de eso. Un reloj silente. Un aparato digital, como los que lleva tanta gente en la muñeca. Ah, es que Cataluña está fuera de huso, añadirán. Hombre, según como se mire, no hay duda que Cataluña está fuera de uso, pero en lo tocante al huso horario, y hasta nueva orden, los catalanes siguen compartiendo el del resto de los españoles, gallegos incluidos. Entonces, ¿qué demonios es eso de la hora catalana?

Pues otro de los hechos diferenciales en que se asienta la nación cultural. Los catalanohablantes de pura cepa, en vez de decir «las dos y cuarto» o «las seis menos cuarto», dicen —en catalán, claro— «un cuarto de tres» y «tres cuartos de seis», respectivamente. Pero, no contentos con esto, son capaces de referirse a la hora con un alambicado «medio cuarto de nueve» allí donde cualquier español emplearía «las ocho y doce» o «las ocho y trece», según lo que marcara la manecilla, o de usar la fórmula «dos cuartos y medio de diez» para indicar que son «las diez menos veintidós» o «menos veintitrés». Y todavía hay otras combinaciones posibles, como «tres cuartos de quince», por ejemplo, cuya descripción les ahorro para no abrumarles.

No vayan a creer, de todos modos, que la otra forma de decir la hora, la coincidente con la castellana, no sea lícita. Lo es, qué duda cabe. Pero no es tan catalana como la de los cuartos —y perdón por la anfibología—. De ahí que Josep Antoni Teixidó haya fabricado lo que ha fabricado. Gracias al Horacat —que así se llama, claro, el invento—, los catalanes podrán a partir de ahora consultar la hora sin minusvalía ninguna. En un extremo de la pantalla del reloj les aparecerá la solución numérica habitual, la que poseen todos los relojes del mundo, y debajo, en letras de molde, la fórmula de marras.

Aun así, el inventor no debería hacerse ilusiones. He leído que califica el sistema de «propio e identitario de los Països Catalans». Nada más falso. En las Islas Baleares y en la Comunidad Valenciana no han recurrido nunca a los cuartos. Ni van a recurrir, por lo que más vale que no pierda el tiempo y centre su campaña en la población catalana. Y, ya puestos, que empiece por José Montilla. Además de ser la primera autoridad del Principado, está en periodo de aprendizaje y es capaz de recomendar el invento a todos los ciudadanos. Aunque sólo sea para no sentirse tan solo al dar y pedir la hora.

ABC, 14 de diciembre de 2008.

La hora catalana

    15 de diciembre de 2008
Es posible que la condición de primario que le adjudicó José Bono sea la que más convenga al diputado Joan Tardà. Por supuesto, no en la acepción de «principal, esencial», sino más bien en la de «primitivo, poco civilizado», esto es, «rudimentario, elemental, tosco». Aun así, que el presidente del Congreso recurriera a semejante vocablo para tratar de excusar los exabruptos de su compañero de fatigas parlamentarias, plantea algunos interrogantes. Para empezar, uno se pregunta qué hace alguien así —alguien capaz de reclamar, voz en grito, la muerte del Borbón y de tildar al Tribunal Constitucional de corrupto— en el Congreso de los Diputados. Iba en las listas, dirán. Ha sido elegido democráticamente, precisarán. Sin duda. Pero alguien incapaz de controlar sus instintos y de respetar las normas que han hecho de él un diputado no merece seguir viviendo a costa del erario público.

Y luego está la cultura. La que se le supone. Si todavía fuera un analfabeto —un primario muy primario, para entendernos—, uno podría hacerse cargo de determinados desatinos, como el de confundir la Guerra dels Segadors contra Felipe IV con la Guerra de Sucesión contra Felipe V —o sea, a un Austria con un Borbón—, que es lo que hizo el diputado Tardà la misma noche de autos cuando trató de justificar a un medio de comunicación la pertinencia de sus proclamas —al día siguiente se corrigió, o se lo corrigieron—. Pero no es este el caso. Cuando menos a juzgar por la licenciatura en Filosofía y Letras que dice acreditar, e incluso —aunque aquí uno ya no las tiene todas consigo, dado el chusquerío reinante— por la cátedra de Lengua y Literatura Catalanas que le espera, si un día deja el cargo, en un instituto de enseñanza secundaria.

Sea como fuere, la zapatiesta originada por la intervención del diputado Tardà, cual portentoso macho cabrío, en el aquelarre organizado por las juventudes de su partido el pasado Día de la Constitución ha traído cola. La primariedad tiene esas cosas. Por ejemplo, que a uno sólo le entiendan y le jaleen los de su misma condición. Y que los demás, secundarios y terciarios, o callen —sobre todo si son catalanes— o se enojen y exijan, en consecuencia, algún correctivo medianamente reparador. Por de pronto, el diputado Tardà ha seguido hablando. Es de agradecer. Entre otras cosas, porque ha dicho una gran verdad. Que los medios, esos que, según él, le criminalizan, habían sacado sus palabras de contexto. Y, en efecto, eso hicieron los medios. Y, en general, el común de la gente que a través de estos medios interpretó sus palabras. Todo el mundo pensó que estábamos en diciembre de 2008, celebrando el treinta aniversario de la aprobación en referéndum de nuestra Carta Magna. Y que el acto y la soflama del diputado Tardà tenían lugar en este mismo contexto.

Pues no. Nada más erróneo. La política catalana lleva mucho tiempo instalada en el pasado. A veces es la Edad Media. A veces 1714. A veces 1931 o 1936. Y las más de las veces es el franquismo, ese magma incorpóreo y recurrente. Cualquier manifestación de un político catalán se produce, por lo general, con el báculo del pasado. De no ser así, difícilmente se tendría en pie —y la afirmación vale lo mismo para el acto de habla que para el político que lo ejecuta—. Por eso el diputado Tardà no miente cuando asegura que sus palabras fueron sacadas de contexto. Lo fueron. Él estaba entonces, como suele, dándose una vuelta por el pasado. Si me apuran, en pleno delirio, defendiendo la ciudad de Barcelona contra las huestes del Borbón. Y aunque su caso, justo es reconocerlo, resulta algo extremado, sus compañeros de partido no le van a la zaga. Repasen lo dicho a lo largo de estos últimos años por los Carod, Puigcercós, Ridao, Huguet, Benach, Puig y compañía, y se convencerán de ello.

Y no es sólo Esquerra Republicana quien le da al manubrio del tiempo. También Iniciativa per Catalunya, la formación liderada por los dos Joans, Saura y Herrera. Una y otra comparten el honor de ser las únicas fuerzas políticas en activo —en el caso de Iniciativa, con el PSUC en la trastienda, hibernando ma non troppo— que fueron arte y parte en nuestra guerra civil. Y que la perdieron, qué casualidad. Con todo, las formas no son las mismas. Así como los comunistas de ayer siguen empeñados en forzar la ley hasta el paroxismo con el afán de reescribir el pasado —la llamada Ley de la Memoria Histórica y, en Cataluña, el Memorial Democrático no son otra cosa, al cabo—, los independentistas de Esquerra, aun sin hacerle ascos al procedimiento parlamentario, prefieren otras vías. Y es que su objetivo no es tanto reescribir el pasado como borrar el presente. Y si puede ser de un plumazo. De ahí su querencia enfermiza por el fuego. La pira funeraria levantada la víspera del Día de la Constitución frente al Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona por los cachorros republicanos, y el consiguiente encendido del ataúd constitucional, no sólo puso un digno broche a la ardorosa intervención del diputado Tardà, sino que se inscribió en la larga serie de incineraciones que las juventudes del partido vienen realizando, con la aquiescencia y el aplauso de sus mayores, de un tiempo a esta parte. Baste recordar las ya tradicionales quemas de banderas españolas, o las más recientes de fotografías con el retrato del Rey y la Reina.

Al fin y al cabo, este es el presente que desearían borrar. El del Estado de Derecho, el de la única democracia verdadera de que ha disfrutado este país en toda su historia; en una palabra, el de la España constitucional, representada por la bandera, la Corona y la propia Constitución. La negación de estos símbolos, su destrucción sistemática, no tiene, en el fondo, otro fin. En este sentido, la instalación del partido y sus jerifaltes en ese falso pasado, en esa República de sus amores de la que nada saben más allá del mito y a la que añaden, como una suerte de dobladillo, el ensueño de un Estado catalán, no es más que un burdo recurso. Tan burdo como absurdo. Pero resulta. Al menos para ese quince por ciento de electores catalanes que suelen confiarles su voto en las elecciones autonómicas.

En cuanto al resto de las fuerzas políticas, empezando por Iniciativa per Catalunya y siguiendo con los socialistas de Montilla y los convergentes de Mas, no parece que el comportamiento de sus aliados pasados, presentes o futuros, esto es, de los republicanos, les incomode lo más mínimo. A juzgar por sus reacciones, lo que en verdad les incomoda, e incluso les sulfura, es la hipotética respuesta del Estado. Y es que ellos también viven del pasado y de sus conflictos, de la constante evocación de una España felizmente enterrada que no guarda relación ninguna con la actual. Tal vez la máxima expresión de esa locura retrospectiva sea el proyecto de Estatuto de Autonomía que las cuatro formaciones políticas aprobaron el 30 de septiembre de 2005 en el Parlamento catalán y que las Cortes Generales tuvieron a bien cepillar en parte. La prenda está ahora en manos de ese Tribunal Constitucional que el diputado Tardà no ha dudado en calificar de corrupto. Confiemos en que acabe de pasarle el cepillo. Que es como desear que lo que salga de su sabio proceder remita, en la medida de lo posible, al presente.

ABC, 14 de diciembre de 2008.

Borrar el presente

    14 de diciembre de 2008
En España la confrontación política está tomando un cariz singular, por lo que conviene dedicarle algunas líneas. Pero, antes de entrar en materia, dos precisiones. Por un lado, hablo de confrontación, no de debate; hace mucho tiempo que en la política española no se debate nada, pues, para eso, haría falta un nivel del que carecen la inmensa mayoría de nuestros cargos públicos. Por otro, hablo de España y eso incorporaría, en buena lógica, Cataluña; pues no, no la incorpora: y es que en la política catalana, por no haber, ni siquiera hay confrontación.

Así las cosas, bueno será empezar por definir en qué consiste esa singularidad a la que me refería al principio. Consiste en un doble movimiento, de carácter inverso según lo ejecute el partido en el Gobierno o el principal partido de la oposición. En el primer caso, el movimiento es de atenuación; en el segundo, de intensificación. Cojamos un ejemplo, entre los más recientes. El alcalde de Getafe y presidente de la Federación Española de Municipios y Provincias, el socialista Pedro Castro, se pregunta en un acto público por qué hay tanto tonto de los cojones que todavía vota a la derecha. Luego, ante el revuelo, matiza, rectifica, se disculpa, pide perdón incluso a quien se haya sentido ofendido. ¿Y qué hace el Partido Popular? De entrada, exige una rectificación, una disculpa pública. Luego, ante el revuelo, reclama la dimisión de Castro como presidente de una Federación que agrupa a todos los municipios y provincias de España, estén o no gobernados por tontos de los cojones.

Ese doble movimiento, en el que el PSOE es casi siempre el que tira la primera piedra, no se había producido nunca en España. Durante la legislatura anterior, los socialistas ya habían practicado en no pocas ocasiones esas artes barriobajeras; pero el PP había contestado siempre con artes parecidas. Es lo que Zapatero y Gabilondo bautizaron como «la tensión» y que tanto convenía, al parecer, a ambos. Lo nuevo, pues, es la reacción los populares. Se niegan a responder a la provocación. No diré que pongan la otra mejilla, pero casi. Sólo que esa estrategia dura lo que dura. Es decir, lo que las circunstancias permiten. Y las circunstancias las marca la opinión pública. Cuando esta empieza a considerar que los afectados, encima, ni siquiera responden como es debido al insulto o la calumnia, los afectados no tienen más remedio que intensificar su respuesta, so pena de pasar, pobres, por tontos de los cojones.

Lo que no está claro es a quién favorece ese doble movimiento. A juzgar por las encuestas, al PP, que ha alcanzado ya al PSOE en intención de voto y hasta lo ha superado. Pero mucho me temo que ese «sorpasso» demoscópico refleja tan sólo el desgaste ocasionado por la crisis. Vaya, que, en lo tocante a la confrontación política, para el común de la gente la cara amable sigue correspondiendo a los socialistas. Esto es, a los que suelen rectificar y no a los que terminan por enfadarse.

ABC, 13 de diciembre de 2008.

La singularidad española

    13 de diciembre de 2008
Aunque es historia vieja y algo trillada, no queda más remedio que volver a ella. Y no porque lo dicho y oído no sea, en general, pertinente, sino porque olvida, a mi entender, lo esencial. Me refiero a la creación de un Ministerio del Deporte, que el presidente Rodríguez Zapatero, haciendo gala de su proverbial inconsciencia, prometió para cuando advenga la próxima crisis ministerial.

Entre las múltiples razones aducidas para oponerse al propósito presidencial están, en primerísimo lugar, las que resultan de la coyuntura económica. En tiempos de crisis, sólo falta que nuestros gobernantes, en vez de reducir —o, como mínimo, procurar contener— el gasto de la Administración, lo fomenten sin necesidad ninguna. Y, además, de forma estructural. Si bien los ministerios, en cualquier Gobierno, son de quita y pon, cuando su engendramiento no reviste otros tintes que los ideológicos o propagandísticos —como es el caso, en España, de los de Igualdad y Vivienda— tienen la vida asegurada. Al menos, mientras sigan mandando los que mandan.

Pero, dejando a un lado estas y otras razones, lo que en verdad justifica una oposición decidida a la hipotética creación de un Ministerio del Deporte es, por muy paradójico que parezca, el papel cenital que ha adquirido en nuestras vidas la propia práctica deportiva. Y, en especial, quienes la protagonizan. Como muy bien observa Robert Redeker en «Le sport est-il inhumain?», el deporte y sus estrellas han ido ocupando el lugar que otrora ocupaba la política —entendida como la actividad de quienes rigen los asuntos públicos, pero también como la imprescindible intervención de los ciudadanos en esos mismos asuntos—. Y en ese proceso, auspiciado por los medios de comunicación y que ha terminado por convertir a la propia política en un espectáculo, los intelectuales han tenido mucho que ver. Baste recordar, por ejemplo, la explosión de adhesiones inquebrantables generada este verano por la conquista del Campeonato de Europa de Fútbol. O los sempiternos artículos de ilustres plumíferos cada vez que se avecina un Barça-Madrid. Así las cosas, elevar el deporte al rango ministerial sería el colmo de los despropósitos.

Y es que el deporte, como la cultura, debería seguir cosido a la educación. Sí, al Ministerio de Educación, como una parte más del proceso formativo. Este es su lugar en la esfera pública, el único razonable. Uno de los grandes errores de los socialistas fue la creación, a imitación de nuestros vecinos franceses, de un Ministerio de Cultura. Desde entonces, la política cultural ha consistido básicamente en fomentar el espectáculo y el negocio, subvencionando a espuertas. Y está visto que no hemos escarmentado.

ABC, 7 de diciembre de 2008.

La tiranía del deporte

    7 de diciembre de 2008
El mismo día en que Josep Piqué era recibido en la Complutense de Madrid con una pantomima guantanamera que le impidió expresarse en libertad, se hacían públicos en España dos comunicados que tenían a la universidad como asunto. Por un lado, la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas mostraba su solidaridad con todos los centros de enseñanza superior que «están sufriendo alteraciones de la vida académica» —esto es, encierros de estudiantes—, al tiempo que reclamaba una «toma de posición conjunta del sistema universitario» —esto es, que a un problema común se le dé una solución común—. Por otro lado, la Conferencia General del Consell Interuniversitari de Catalunya, formada por representantes de la Generalitat —con la comisionada Palmada al frente—, los rectores, los consejos sociales y estudiantes, notificaba el acuerdo al que había llegado. Son cuatro líneas. 53 palabras, para ser exactos. Nada que ver, por supuesto, con la toma de posición conjunta reclamada por la Conferencia de Rectores. No, Cataluña es otro mundo, y no está en este. El acuerdo de la Conferencia catalana consiste en un compromiso. ¿Y saben con qué? Con el diálogo, claro. Con el diálogo y el debate público. O, lo que es lo mismo, el compromiso de abrir, a lo largo del presente curso, un periodo de consultas universidad por universidad, y de aplicar los resultados que de ellas se deriven. Eso sí: el texto precisa que todo esto se hará —hay que cubrirse, por si acaso— «en el marco legal vigente».

Ignoro en el momento de escribir estas líneas si los estudiantes encerrados en las distintas facultades de Cataluña han depuesto ya su actitud. Aunque, la verdad, confío en que así sea, y no únicamente para que puedan ducharse. Al fin y al cabo, el acuerdo de la Conferencia General del Consell les da la razón, por lo que carece de sentido alargar la protesta. El acuerdo, y la propia voz de la comisionada Palmada. Y, si no, escuchen: «Está claro que la toma de decisiones no funciona, hay que hacer participar a los estudiantes». Así las cosas, es de esperar que en adelante las universidades catalanas adopten un sistema muy parecido al que ya rige en el partido donde milita la comisionada. A saber, un sistema asambleario. Con la particularidad, en este caso, de que el colectivo estudiantil es el único de cuantos componen la comunidad universitaria que va a disfrutar asimismo del derecho a veto. O al encierro, que viene a ser lo mismo.

A mí, como a esos y a otros estudiantes, y aunque por razones completamente distintas, el llamado «proceso de Bolonia» me parece, en general, un despropósito. Para entendernos: me parece algo así como una Logse de nivel superior con tintes totalitarios. Pero les aseguro que, si me dan a escoger entre el proyecto actual y lo que puede salir del nuevo marasmo asambleario, no lo voy a dudar ni un segundo. Sólo faltaría que a estas alturas hubiera que aceptar que, para ser realistas, haya que pedir lo imposible.

ABC, 6 de diciembre de 2008.

Cuatro líneas sobre Bolonia

    6 de diciembre de 2008