La Administración, ese pulpo que vela —o asegura velar— por todos nosotros, no para de echar cuentas. Ya sean los turistas y sus pernoctas; ya los manifestantes y sus marchas; ya los enfermos y sus esperas hospitalarias, el caso es contar. Y tenernos contados. Lo cual, por cierto, no debería extrañarnos. Un Estado ha de saber con quien se las ve. Al igual que hemos de saberlo nosotros, los ciudadanos, que es como decir que hemos de exigir a ese Estado la máxima transparencia. En este sentido, nada hay más transparente, más unívoco, más irremediable, que una cifra.

Ahora bien, existen maneras y maneras de contar. O de presentar las cifras. En lo tocante, por ejemplo, a la violencia doméstica, una cosa es ofrecer las estadísticas globalmente, sin diferenciación ninguna, y otra muy distinta especificar también la nacionalidad de víctima y verdugo. O, lo que es lo mismo, una cosa es impedir que afloren determinadas tradiciones culturales y otra muy distinta dejarlas aflorar. No hace falta indicar dónde está la máxima transparencia.

Algo parecido ocurre con las cifras del paro, aunque la distorsión, aquí, sea de otra índole. Se puede calcular el número de parados como se ha venido haciendo hasta la fecha o se puede cambiar de método. ¿Cómo? Pues eliminando del cómputo a los desempleados que asisten a cursos de formación o sugiriendo que los prejubilados pierdan la condición de parados. En ambos casos —como bien sabe el ministro Corbacho, promotor de las medidas—, las cifras del paro van a reducirse. Y semejante rebaja, en tiempos de crisis y destrucción de empleo, es, para cualquier político, una suerte de bendición.

Pero toda esta picaresca numérica no admite comparación con la que se da en ciertas regiones de China. Desde hace ya muchos años, la ley compele al ciudadano a incinerar a sus muertos. Nada de enterrarlos, pues. Nada de obedecer a las creencias, que anuncian para ellos, en caso de entierro, una nueva existencia en el más allá y, para sus descendientes, unas mejores condiciones de vida. Con tanta gente y tan poca tierra, sólo falta que encima la ocupen los muertos, piensan las autoridades. De ahí que no admitan desajustes: tantas defunciones, tantas incineraciones. Pero, claro, que las autoridades prescriban la cremación no significa que las familias la practiquen. Al menos con quien deberían. Parece que en los últimos años han proliferado las bandas que secuestran y asesinan. Y el consiguiente tráfico de cadáveres. Y parece que las familias, para no traicionar sus creencias ni incumplir la ley, entierran al propio y queman al extraño.

Pero lo más gordo no es eso. Lo más gordo es que la Administración no hace nada. Como le salen las cuentas…

ABC, 21 de diciembre de 2008.

Echando cuentas

    21 de diciembre de 2008