Carme Chacón, ministra de Defensa del Gobierno de España y cabeza de lista del PSC por Barcelona en las próximas elecciones generales, ha sido siempre partidaria de la inmersión lingüística. Podría decirse incluso que lleva el recurso pedagógico en la sangre. De ahí que a nadie deba extrañar que, puesta en el brete de optar entre las bondades del linaje y el apremio de unas cuantas sentencias de los tribunales que declaran la inmersión fuera de la ley, la ministra escogiera los genes sin pensárselo dos veces. Es más, esa pasión por lo que ella misma calificó de «una de las grandes conquistas de Cataluña, uno de nuestros grandes hechos diferenciales», la hizo extensiva al conjunto de los socialistas patrios. No era necesario. Al poco de proclamar Chacón lo que proclamó, el Grupo Socialista al completo votaba en el Congreso de los Diputados, junto a nacionalistas e izquierdistas de toda laya, una moción en la que se instaba al Gobierno de España a defender «el modelo lingüístico vigente» en Cataluña. Y, días más tarde, el diputado Pérez Rubalcaba, ya en labores de candidato a la Presidencia del Gobierno, reiteraba ante la militancia socialista catalana su compromiso anterior. Y es que, al contrario de lo que acostumbra a pregonarse, la inmersión no es un asunto del nacionalismo. O no tan sólo. Sobre todo si uno se remonta a sus orígenes.

En efecto, allá por 1980, cuando los votos propios y ajenos dieron a Jordi Pujol la Presidencia de la Generalitat, el primer impulso de los dirigentes de Convergència fue renunciar al modelo educativo implantado dos años antes por Josep Tarradellas, ejemplarmente bilingüe, y sustituirlo por uno de corte parecido al existente ya en el País Vasco. O sea, por un modelo con más de una línea, según la enseñanza se impartiera en una de las dos lenguas oficiales, en la otra, o en ambas. Fue la necesidad de pactar con la izquierda, dueña y señora de los centros docentes, y la propia debilidad parlamentaria del ejecutivo nacionalista —CIU sólo disponía de 43 diputados autonómicos sobre 135, por 58 de socialistas y comunistas—, lo que llevó al nuevo Gobierno catalán a cambiar de planes. El PSC se oponía de forma terminante a la posibilidad de que en la enseñanza hubiera más de una línea. Y el PSUC, en sus horas más altas, no le andaba a la zaga. Para la izquierda catalana, dar a escoger equivalía a dividir, a discriminar. Lo cual, a juicio de esa izquierda, ponía en grave peligro lo que ella misma llamaba ya entonces, con gran pompa, la cohesión social.

Así las cosas, a CIU no le quedó más remedio que inclinarse por un modelo de una sola línea. Y a fe que le sacó provecho. Porque, si bien la izquierda rechazaba de plano la discriminación, no hacía lo propio cuando esa discriminación se ennoblecía con el añadido de «positiva». Y ese era, muy justamente, el caso de la lengua —a la que el nacionalismo todo y no pocos sectores de la izquierda y la derecha no nacionalistas gustan de tratar antropomórficamente, con la consiguiente atribución de derechos—. Al no existir más que una línea, todo llevaba a pensar que las materias iban a impartirse en uno u otro idioma oficial, de acuerdo con la capacidad de cada docente y siguiendo un reparto más o menos equilibrado. O sea, más o menos como en tiempos de Tarradellas. Pero, claro, una solución de este tipo no hubiera favorecido a la larga al catalán, mucho menos usado por maestros y profesores, por lo que la Administración convergente, acogiéndose a la necesidad de reparar un agravio histórico, optó enseguida por otorgar a la lengua que el Estatuto reconocía como propia un trato preferente. Y empezó a tensar la cuerda, es decir, a obligar a los enseñantes, de forma más o menos artera, a impartir sus clases en catalán.

Aun así, aquello no avanzaba. Seguía habiendo muchos focos, en especial en la conurbación barcelonesa, donde la lengua catalana a penas se utilizaba en las aulas. De ahí que, a finales de los ochenta, los ingenieros lingüísticos decidieran poner en marcha en Cataluña lo que ya se había experimentado con notable éxito en Quebec; a saber, la inmersión lingüística. Por supuesto, sin pedir permiso, sin que a los padres de alumnos de aquellas zonas, en su gran mayoría castellanohablantes, se les consultara siquiera si deseaban o no semejante receta pedagógica para sus hijos. Y, ante la eficacia del método, la Generalitat aprobó en 1992 un decreto por el que se extendía la inmersión al conjunto de la enseñanza, lo que por otra parte le permitía legalizarla, aunque fuera a posteriori.

¿Qué hizo la izquierda catalana entre tanto? Pues, mientras estuvo en la oposición, callar y otorgar. Y, una vez en el Gobierno autonómico, llevar esa política educativa y lingüística hasta sus últimas consecuencias. Por supuesto, una tal deriva puede atribuirse al indiscutible fermento catalanista del PSC y del conglomerado de siglas herederas del viejo PSUC. A la polución del nacionalismo, en definitiva. Pero semejante hipótesis no basta para explicar la magnitud del compromiso de esas formaciones con el modelo educativo imperante en Cataluña, ni mucho menos la postura solidaria de sus correligionarios del resto de España. Para ello, hay que recurrir de nuevo al enfermizo apego de la izquierda por la igualdad. Esto es, al igualitarismo, y muy singularmente a su corrupción misma, la igualdad de fines o resultados. Cuando la izquierda española defiende con uñas y dientes la inmersión lingüística en Cataluña, lo que está defendiendo, en el fondo, es la igualdad entre dos lenguas, el catalán y el castellano. Pero no en el sentido de que todo ciudadano de Cataluña esté en condiciones de aprenderlas y usarlas, lo cual sería altamente saludable en la medida en que garantizaría los derechos lingüísticos de cada uno, sino en el de que ambas lenguas sean utilizadas por igual, lo cual es manifiestamente imposible por cuanto en el campo económico y social, allí donde no rigen otras reglas que las del interés y la necesidad, el uso del castellano resulta, y resultará siempre, infinitamente superior al de la otra lengua oficial. Y es esa misma imposibilidad la que empuja a nuestra izquierda a saltarse las leyes para equilibrar su imaginaria balanza con la defensa de un modelo educativo, de tintes totalitarios, en el que no existe sino un idioma, el catalán.

Durante el franquismo, las fuerzas llamadas progresistas secundaron a las estrictamente nacionalistas en la exigencia de una enseñanza basada en la lengua materna. Se trataba del catalán, claro, y de su supervivencia. Con la democracia y el consiguiente traspaso de competencias, y sobre todo una vez la inmersión en marcha, el argumento fue perdiendo peso hasta evaporarse por completo. Ya no era preciso. Es más, se había vuelto inconveniente. Con tanto castellanohablante de cuna por ahí… Algo parecido está ocurriendo ahora con el concepto de diglosia, tan querido por los sociolingüistas de todo tiempo y lugar. Si bien hablar de lenguas con estatus distintos, uno superior (castellano) y otro inferior (catalán), contribuye a reforzar las tesis igualitaristas, cuando uno limita la observación al campo institucional catalán y, en particular, al de la enseñanza, los estatus se invierten. Vaya, que mejor dejarse de diglosias.

Y es entonces cuando, falta de todo argumento, nuestra izquierda, con la ministra Chacón y el candidato Pérez Rubalcaba al frente, saca a relucir la pamplina de la cohesión social.

ABC, 22 de septiembre de 2011.

La inmersión de la izquierda

    27 de septiembre de 2011
Ha bastado con que el Gobierno de la Comunidad de Madrid tomara ciertas medidas en el campo educativo y su presidenta se permitiera una reflexión en voz alta para que la estrategia de los populares, consistente en no menear los asuntos relacionados con el Estado del Bienestar, se viniera abajo; la de los socialistas encontrara un flanco en el que golpear al grito de «¡que viene el lobo!», y el debate, en fin, se abriera felizmente como un melón. Primero fueron esas dos horas suplementarias que los maestros y profesores madrileños deberán añadir a su carga docente y que figuran, ¡ay!, en sus muy ignorados contratos. Y luego, la víspera misma de la huelga convocada por los sindicatos del ramo para protestar por dicha ampliación, las palabras de Esperanza Aguirre poniendo en duda que toda la enseñanza pública haya de ser, por fuerza, gratuita. Así como la medida tomada por el Gobierno de la Comunidad no requiere discusión alguna, dado que los contratos están para cumplirse, la reflexión de la presidenta madrileña sí merece que se le preste atención. Porque, si lo que Aguirre sugiere es que sólo sean gratuitos los tramos obligatorios, ello conllevaría, por ejemplo, que el Bachillerato dejara de serlo y se convirtiera, pongamos por caso, en una suerte de bienio —o trienio, si se amplía como propone el PP— concertado. ¿Inconvenientes? Que los buenos estudiantes de extracción humilde no pudieran costearse los estudios por falta de recursos, aun cuando el problema se resolvería con una adecuada política de becas. ¿Ventajas? Dos, como mínimo. Por un lado, terminar con todos esos alumnos que repiten y repiten asignaturas perjudicando al resto del grupo y al sistema en general —y, si no terminar, sí reducir al menos su impacto—. Por otro, vincular al estudiante con la inversión familiar, así en los éxitos como en los fracasos, inculcándole un muy necesario sentido del esfuerzo y la responsabilidad. Lo que no sería poco.

ABC, 24 de septiembre de 2011.

El copago educativo

    24 de septiembre de 2011
Puede que la justicia no pueda ser en modo alguno un cachondeo, como sentenciaron en su día los tribunales, pero, en tal caso, habrá que encontrar algún otro adjetivo para calificar lo que está ocurriendo últimamente por estos lares. En efecto, desde que trascendió el fallo del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) por el que se conminaba al Gobierno de la Generalitat a cumplir, en el plazo máximo de dos meses, la sentencia del Tribunal Supremo de diciembre del año anterior, o, lo que es lo mismo, a introducir en el sistema educativo autonómico el castellano como lengua vehicular, junto al catalán; desde entonces, digo, todo han sido bandazos. Bandazos del propio TSJC, para nuestra desgracia. Primero fueron las declaraciones de su presidente, Miguel Ángel Gimeno, afirmando que el fallo no afecta más que a las familias demandantes, por lo que no pone en cuestión el modelo de inmersión lingüística ni obliga a cambiarlo. Luego, al día siguiente, el comunicado del TSJC desmintiendo las palabras de su presidente y dejando claro que sí podía entenderse la sentencia como una impugnación del modelo en vigor. Y anteayer, de nuevo, una providencia del mismo tribunal suspendiendo, de oficio y sin aportar razón alguna, el plazo de dos meses fijado para la ejecución de la sentencia. Como es natural, todo este proceso ha ido acompañado de las acostumbradas llamadas a somatén, concentraciones en la plaza San Jaime y soflamas a favor de la independencia, empezando por las del mismísimo presidente de la Generalitat, continuando por las de sus consejeros y acabando por las de tantos estómagos agradecidos. Por no hablar más que de lo oído por aquí. Así las cosas, ¿quién puede seguir sosteniendo que existe en España una efectiva separación de poderes? ¿Quién puede seguir creyendo que la administración de la justicia, en según qué partes del Estado, es inmune a la presión ejercida por las instancias políticas del lugar?

ABC, 17 de septiembre de 2011.

¿Y la justicia?

    17 de septiembre de 2011
Ocho de cada diez. Esa es la proporción de catalanes que, según la encuesta publicada ayer por este periódico, desearían que la enseñanza pública en Cataluña se impartiera en ambos idiomas oficiales. Aunque mejor sería hablar —precisión obliga— de 8,1 de cada 10. O, si lo prefieren, de un 81% de la población. El 19% restante se divide entre el 3% que no sabe, no contesta, y el 16% que desea que la enseñanza se imparta en una única lengua —porcentaje que corresponde, a su vez, a un 15% que la quiere sólo en catalán y a un 1% que la querría sólo en castellano—. Las cifras, sobra decirlo, son muy reveladoras. Por un lado, ese 81% de ciudadanos partidarios del bilingüismo en la escuela se contrapone al 85% de diputados autonómicos —todos menos los de PP y Ciutadans— que se declaran partidarios de la inmersión lingüística en curso, de lo cual se desprende que, en esta materia como mínimo, los afanes del 81% de la población no son defendidos más que por el 15% del Parlamento autónomo o, lo que es lo mismo, que nuestros representantes, generalmente tomados, no nos representan en absoluto. Por otro lado, las cifras de la encuesta demuestran también hasta qué punto la sociedad catalana es una sociedad enferma. ¿Cómo se explica, en efecto, que la inmensa mayoría de esa gente favorable al uso de ambos idiomas permanezca tranquilamente en su casa, aceptando con resignación semejante estado de cosas —el sondeo revela, como no podía ser de otro modo, que, entre los partidarios de una instrucción bilingüe en grados distintos, figuran muchos votantes de CIU y PSC—, en vez de armar, dentro de sus posibilidades, la de Dios es Cristo? Pues porque nadie desea significarse, ni mucho menos significar a sus hijos, en un país supuestamente imparable —Guardiola «dixit»— donde el nacionalismo, amo y señor de las instituciones, utiliza la lengua catalana ya como señuelo, ya como ariete, y, en toda circunstancia, como miserable peaje.

ABC, 10 de septiembre de 2011.

Una sociedad enferma

    10 de septiembre de 2011
Hay que ver lo mucho que han evolucionado ciertos tropos en política. Los trenes, por ejemplo. Antes de la guerra civil el catalanismo tenía por costumbre establecer una analogía entre la composición de un tren y la situación política española. En ella, a la Cataluña próspera e industriosa le correspondía, cómo no, el papel de locomotora, mientras que la Castilla ociosa y funcionarial debía conformarse con el de furgón de cola. Aun así, nadie mínimamente sensato dudaba entonces de que una y otra región formasen parte de un mismo convoy. Ahora, en cambio, el catalanismo —por boca del ex presidente Pujol primero y del diputado Duran i Lleida después— ya no habla de un único tren, sino de dos, y encima en vías de colisión. Y es que, a su juicio, el acuerdo al que han llegado PP y PSOE para introducir en la Carta Magna un límite al gasto público, aparte de constituir una ruptura del pacto constitucional, va a suponer tarde o temprano un choque entre lo que ellos llaman Cataluña y España —esto es, entre el Gobierno autonómico y el del Estado—. Tal vez. Y hasta puede que resulte deseable; al fin y al cabo, cuanto antes termine la farsa mucho mejor. Pero lo que no me parece de recibo es imputar al Estado la responsabilidad de semejante situación. Aquí quienes han separado aquella locomotora de antaño del resto del convoy y la han encarado en la misma vía —dispuesta, pues, para el choque— son los partidos del catalanismo. O sea, todos los partidos catalanes menos PP y, luego, Ciutadans. Lo hicieron en vísperas de las elecciones autonómicas de 2003 al reivindicar un nuevo Estatuto, y desde entonces no han parado de forzar la máquina. Es verdad que contaron en su momento, y hasta hace bien poco, con la connivencia interesada del PSOE, y que, sin ella, no estaríamos seguramente donde estamos. Pero, insisto, como todo eso ya no tiene remedio, llévese el tropo hasta el final. Es decir, chóquese, y allá cada cual con sus miserias.

ABC, 3 de septiembre 2011.

En vías de colisión

    3 de septiembre de 2011