Ocho de cada diez. Esa es la proporción de catalanes que, según la encuesta publicada ayer por este periódico, desearían que la enseñanza pública en Cataluña se impartiera en ambos idiomas oficiales. Aunque mejor sería hablar —precisión obliga— de 8,1 de cada 10. O, si lo prefieren, de un 81% de la población. El 19% restante se divide entre el 3% que no sabe, no contesta, y el 16% que desea que la enseñanza se imparta en una única lengua —porcentaje que corresponde, a su vez, a un 15% que la quiere sólo en catalán y a un 1% que la querría sólo en castellano—. Las cifras, sobra decirlo, son muy reveladoras. Por un lado, ese 81% de ciudadanos partidarios del bilingüismo en la escuela se contrapone al 85% de diputados autonómicos —todos menos los de PP y Ciutadans— que se declaran partidarios de la inmersión lingüística en curso, de lo cual se desprende que, en esta materia como mínimo, los afanes del 81% de la población no son defendidos más que por el 15% del Parlamento autónomo o, lo que es lo mismo, que nuestros representantes, generalmente tomados, no nos representan en absoluto. Por otro lado, las cifras de la encuesta demuestran también hasta qué punto la sociedad catalana es una sociedad enferma. ¿Cómo se explica, en efecto, que la inmensa mayoría de esa gente favorable al uso de ambos idiomas permanezca tranquilamente en su casa, aceptando con resignación semejante estado de cosas —el sondeo revela, como no podía ser de otro modo, que, entre los partidarios de una instrucción bilingüe en grados distintos, figuran muchos votantes de CIU y PSC—, en vez de armar, dentro de sus posibilidades, la de Dios es Cristo? Pues porque nadie desea significarse, ni mucho menos significar a sus hijos, en un país supuestamente imparable —Guardiola «dixit»— donde el nacionalismo, amo y señor de las instituciones, utiliza la lengua catalana ya como señuelo, ya como ariete, y, en toda circunstancia, como miserable peaje.

ABC, 10 de septiembre de 2011.

Una sociedad enferma

    10 de septiembre de 2011