En efecto, allá por 1980, cuando los votos propios y ajenos dieron a Jordi Pujol la Presidencia de la Generalitat, el primer impulso de los dirigentes de Convergència fue renunciar al modelo educativo implantado dos años antes por Josep Tarradellas, ejemplarmente bilingüe, y sustituirlo por uno de corte parecido al existente ya en el País Vasco. O sea, por un modelo con más de una línea, según la enseñanza se impartiera en una de las dos lenguas oficiales, en la otra, o en ambas. Fue la necesidad de pactar con la izquierda, dueña y señora de los centros docentes, y la propia debilidad parlamentaria del ejecutivo nacionalista —CIU sólo disponía de 43 diputados autonómicos sobre 135, por 58 de socialistas y comunistas—, lo que llevó al nuevo Gobierno catalán a cambiar de planes. El PSC se oponía de forma terminante a la posibilidad de que en la enseñanza hubiera más de una línea. Y el PSUC, en sus horas más altas, no le andaba a la zaga. Para la izquierda catalana, dar a escoger equivalía a dividir, a discriminar. Lo cual, a juicio de esa izquierda, ponía en grave peligro lo que ella misma llamaba ya entonces, con gran pompa, la cohesión social.
Así las cosas, a CIU no le quedó más remedio que inclinarse por un modelo de una sola línea. Y a fe que le sacó provecho. Porque, si bien la izquierda rechazaba de plano la discriminación, no hacía lo propio cuando esa discriminación se ennoblecía con el añadido de «positiva». Y ese era, muy justamente, el caso de la lengua —a la que el nacionalismo todo y no pocos sectores de la izquierda y la derecha no nacionalistas gustan de tratar antropomórficamente, con la consiguiente atribución de derechos—. Al no existir más que una línea, todo llevaba a pensar que las materias iban a impartirse en uno u otro idioma oficial, de acuerdo con la capacidad de cada docente y siguiendo un reparto más o menos equilibrado. O sea, más o menos como en tiempos de Tarradellas. Pero, claro, una solución de este tipo no hubiera favorecido a la larga al catalán, mucho menos usado por maestros y profesores, por lo que la Administración convergente, acogiéndose a la necesidad de reparar un agravio histórico, optó enseguida por otorgar a la lengua que el Estatuto reconocía como propia un trato preferente. Y empezó a tensar la cuerda, es decir, a obligar a los enseñantes, de forma más o menos artera, a impartir sus clases en catalán.
Aun así, aquello no avanzaba. Seguía habiendo muchos focos, en especial en la conurbación barcelonesa, donde la lengua catalana a penas se utilizaba en las aulas. De ahí que, a finales de los ochenta, los ingenieros lingüísticos decidieran poner en marcha en Cataluña lo que ya se había experimentado con notable éxito en Quebec; a saber, la inmersión lingüística. Por supuesto, sin pedir permiso, sin que a los padres de alumnos de aquellas zonas, en su gran mayoría castellanohablantes, se les consultara siquiera si deseaban o no semejante receta pedagógica para sus hijos. Y, ante la eficacia del método, la Generalitat aprobó en 1992 un decreto por el que se extendía la inmersión al conjunto de la enseñanza, lo que por otra parte le permitía legalizarla, aunque fuera a posteriori.
¿Qué hizo la izquierda catalana entre tanto? Pues, mientras estuvo en la oposición, callar y otorgar. Y, una vez en el Gobierno autonómico, llevar esa política educativa y lingüística hasta sus últimas consecuencias. Por supuesto, una tal deriva puede atribuirse al indiscutible fermento catalanista del PSC y del conglomerado de siglas herederas del viejo PSUC. A la polución del nacionalismo, en definitiva. Pero semejante hipótesis no basta para explicar la magnitud del compromiso de esas formaciones con el modelo educativo imperante en Cataluña, ni mucho menos la postura solidaria de sus correligionarios del resto de España. Para ello, hay que recurrir de nuevo al enfermizo apego de la izquierda por la igualdad. Esto es, al igualitarismo, y muy singularmente a su corrupción misma, la igualdad de fines o resultados. Cuando la izquierda española defiende con uñas y dientes la inmersión lingüística en Cataluña, lo que está defendiendo, en el fondo, es la igualdad entre dos lenguas, el catalán y el castellano. Pero no en el sentido de que todo ciudadano de Cataluña esté en condiciones de aprenderlas y usarlas, lo cual sería altamente saludable en la medida en que garantizaría los derechos lingüísticos de cada uno, sino en el de que ambas lenguas sean utilizadas por igual, lo cual es manifiestamente imposible por cuanto en el campo económico y social, allí donde no rigen otras reglas que las del interés y la necesidad, el uso del castellano resulta, y resultará siempre, infinitamente superior al de la otra lengua oficial. Y es esa misma imposibilidad la que empuja a nuestra izquierda a saltarse las leyes para equilibrar su imaginaria balanza con la defensa de un modelo educativo, de tintes totalitarios, en el que no existe sino un idioma, el catalán.
Durante el franquismo, las fuerzas llamadas progresistas secundaron a las estrictamente nacionalistas en la exigencia de una enseñanza basada en la lengua materna. Se trataba del catalán, claro, y de su supervivencia. Con la democracia y el consiguiente traspaso de competencias, y sobre todo una vez la inmersión en marcha, el argumento fue perdiendo peso hasta evaporarse por completo. Ya no era preciso. Es más, se había vuelto inconveniente. Con tanto castellanohablante de cuna por ahí… Algo parecido está ocurriendo ahora con el concepto de diglosia, tan querido por los sociolingüistas de todo tiempo y lugar. Si bien hablar de lenguas con estatus distintos, uno superior (castellano) y otro inferior (catalán), contribuye a reforzar las tesis igualitaristas, cuando uno limita la observación al campo institucional catalán y, en particular, al de la enseñanza, los estatus se invierten. Vaya, que mejor dejarse de diglosias.
Y es entonces cuando, falta de todo argumento, nuestra izquierda, con la ministra Chacón y el candidato Pérez Rubalcaba al frente, saca a relucir la pamplina de la cohesión social.
ABC, 22 de septiembre de 2011.