El pasado verano fue un verano raro en Cataluña. Culturalmente hablando, cuando menos. Pese al calentamiento global a que el presidente Artur Mas y su consejero de Cultura Ferran Mascarell estaban sometiendo a la región con sus actos y declaraciones —el primero, convocando en Palacio a 300 altos cargos para decirles que son «los generales de un ejército que es la Generalitat y que tiene una gran misión»; el segundo, escribiendo en el diario más subvencionado de cuantos se subvencionan en la Comunidad, y son todos, que «los que luchan contra el catalán [entiéndase «el Estado español a través de sus aparatos políticos y judiciales»] (…) desean una sociedad catalana fragmentada en dos comunidades lingüísticas, anhelan una Cataluña socialmente dividida, suspiran por una Cataluña políticamente subordinada»—; pese al bochorno ambiental causado por esas y otras manifestaciones de la clase política autóctona, dos noticias vinieron a refrescar hasta cierto punto las mentes de los ciudadanos que todavía se precian de serlo. Una la protagonizó el director del Museu Nacional d’Art de Catalunya, Josep Serra, al sugerir la conveniencia de que la institución incorporara a su denominación la palabra «Barcelona» en vez de «Catalunya», con el argumento de que el sentido de esta última se hallaba ya recogido en el adjetivo «nacional» y de que, por otra parte, no se puede ir por el mundo con el nombre de un territorio que nadie conoce. Eso sí, la ilusión al director le duró poco. A los dos días el consejero Mascarell le enmendaba la plana afirmando que la denominación no se tocaba y, ante esa defensa acérrima del pleonasmo —al fin y al cabo, ¿qué es el nacionalismo sino un descomunal y enfermizo pleonasmo?—, al director del museo no le quedó más remedio que resignarse.

Pero fue la segunda de las noticias la que más novedad aportó, aun cuando tuviera algún que otro lejano precedente. Carles Duarte, recién nombrado presidente del Plenario del Consell Nacional de la Cultura i de les Arts —para entendernos: una suerte de remedo del Arts Council británico cuyo principal cometido es promover la cultura autonómica y entre cuyas funciones está la de conceder los llamados Premis Nacionals de Cultura de la Generalitat—, declaró que «debería ser posible» que un escritor catalán en lengua castellana pudiera obtener el premio en su modalidad de literatura. Y tanto más cuanto que el premio, añadía Duarte, no era de literatura catalana, por más que siempre se hubiera concedido a una obra escrita en catalán, sino de literatura a secas, lo que permitía concederlo a escritores como Juan Marsé, Eduardo Mendoza o Juan Goytisolo, por citar los casos más notorios. Al día siguiente el consejero Mascarell, a requerimiento de los periodistas, terciaba en el asunto y, lejos de reconvenir al presidente del Plenario por atreverse a sugerir semejante modificación en un área tan sensible para el nacionalismo gobernante, se mostraba de acuerdo con su propuesta y animaba al propio Duarte a impulsarla desde el Consell.

Ignoro qué ocurrirá con la edición del próximo año, aunque no veo por qué habría que dudar del propósito de ambos altos cargos. Es verdad que la tradición pesa lo suyo. Y no me refiero ahora a aquel «fenómeno coyuntural a liquidar» con que hace 35 años la revista filocomunista «Taula de canvi» calificaba al colectivo de escritores catalanes en lengua castellana. No, esa clase de liquidaciones hace tiempo que parecen descartadas, entre otras razones porque la realidad se ha encargado de demostrar que el fenómeno en cuestión ni es coyuntural ni es liquidable. Sí me refiero, en cambio, a las tres décadas que lleva el Premi Nacional concediéndose fiel a la premisa de que no existe en la Cataluña oficial otra literatura digna de ser premiada que la que se expresa en catalán —algo, por cierto, que la participación en la Feria del Libro de Frankfurt de 2007, donde la literatura catalana era la invitada, no hizo más que confirmar—. Pero, en fin, si hasta la Constitución es revisable, ¿por qué no va a serlo el criterio con que se otorga una modalidad de unos premios culturales? Aun así, no deja de resultar sorprendente que esa apertura de miras, ese reconocimiento del hecho diferencial del bilingüismo literario —por decirlo a la manera del propio nacionalismo—, se haya producido precisamente ahora, cuando mayor es la presión identitaria en todas las esferas públicas, incluidas, claro está, las institucionales. Es como si ya no diera miedo admitir que esos escritores también existen, por lo que tienen el mismo derecho que los demás a los laureles patrióticos. Aunque también podría ser otra la razón; a saber, que con el cambio de criterio se les estuviera agradeciendo de algún modo los servicios prestados. Y es que, en la última década y, en concreto, desde la llegada al poder de la izquierda nacionalista, si no todos, sí una gran parte de ellos convinieron en que lo mejor era callar ante los desmanes que los distintos gobiernos autonómicos iban cometiendo en lo tocante al ejercicio de las libertades ciudadanas. Nada dijeron del nuevo Estatuto mientras se estaba cocinando. Nada dijeron cuando estuvo listo. Nada dijeron de las tropelías relacionadas con la normalización lingüística perpetradas en la enseñanza, en los medios de comunicación públicos y privados y en el campo socioeconómico. Su silencio fue tan clamoroso como sorprendente. Porque en los años anteriores sí habían hablado. Y, con ellos, otros muchos representantes del mundo cultural y artístico que consideraban incomprensible que a una sociedad bilingüe no le correspondiera una administración y unas instituciones públicas bilingües. Hasta firmaron manifiestos en este sentido, como los dos del Foro Babel. Pero, claro, en aquel momento quien gobernaba era Jordi Pujol.

Más allá del parámetro ideológico, resulta difícil entender el porqué de tanto silencio. Incluso esa posible explicación —que no justificación, por supuesto—, dadas las afinidades políticas de la mayoría de esos intelectuales, desapareció hace cerca de un par de años con la vuelta de Convergència i Unió al Gobierno de la Comunidad Autónoma. Y ellos, en cambio, han seguido igual de callados. Que Pasqual Maragall dijera en su momento que la lengua catalana es el ADN de Cataluña o que Artur Mas hablara hace poco de la genética de los catalanes les deja igual de indiferentes. No sienten, como cabría esperar de todo intelectual que se precie, la necesidad de intervenir en el debate público, gobierne quien gobierne, para dejar testimonio de su pensamiento. No sienten, ante la que está cayendo en Cataluña y en el conjunto de España, que deban tomar la palabra. No sienten, en definitiva, el hecho de pronunciarse como un imperativo moral. (El que en los últimos días algunos hayan puesto su firma al pie de un manifiesto que llama a los catalanes de izquierda a movilizarse a favor de «una renovada y potente opción federal» sin cerrar por ello la puerta a una posible independencia no constituye, por descontado, noticia ninguna; a lo más, un inofensivo berrinche del socialcomunismo del lugar.)

Aunque sea triste reconocerlo, ninguno de esos intelectuales demuestra poseer las tres virtudes requeridas, según Jean-François Revel, para hacer frente a las presiones, los intereses, las pasiones, los arribismos, los prejuicios, las hipocresías que influyen en los asuntos públicos; esto es, la clarividencia, la valentía y la honradez. E insisto: es triste, muy triste, tener que reconocerlo.

(ABC, 27 de octubre de 2012)

El silencio de los intelectuales

    28 de octubre de 2012
Lo del PSC son aguas mayores —y ustedes perdonen—. Quiero decir que difícilmente un partido puede hacer agua por más partes. Ya sólo faltaba que su número uno en Bruselas y secretaria general de la Delegación Socialista Española en el Parlamento Europeo, Maria Badia, firmara, junto a otros eurodiputados catalanes, nacionalistas todos, una carta dirigida a la comisaria Reding en demanda de amparo «ante una posible acción militar en Cataluña». Semejante delirio paranoico, sólo concebible en personas enajenadas, demuestra hasta qué punto lo que era un partido más o menos centrado en las preocupaciones de los ciudadanos ha derivado en un mero apéndice del nacionalismo triunfante. Eso sí, con algún que otro ramillete izquierdista, en especial si este puede enmarcarse en alguna de las múltiples variantes de la corrección política.

Así las cosas, las elecciones del próximo 25 de noviembre van a suponer para el PSC, sin ningún género de dudas, nuevas vías de agua. Lo que ya resulta más difícil es predecir cuántas y de qué tamaño. A tenor de los resultados del socialismo español —si así puede llamársele— en las autonómicas de Galicia y el País Vasco, y a tenor de la crisis interna en la que está sumido el propio PSC —con una escisión nacionalista ya formalizada, pendiente únicamente de ser rellenada con más nombres ilustres, entre los que podría estar, por cierto, el de la eurodiputada Badia—, no cabe descartar siquiera la posibilidad de un naufragio. Entre otras razones, porque los actuales dirigentes del partido siguen empeñados en defender, contra viento y marea, la entelequia del federalismo asimétrico y en practicar esa equidistancia cobarde consistente en equiparar a Mas y a Rajoy en el reparto de responsabilidades. Como si la solución al problema —y a su propio problema— estuviera en marcar un perfil de izquierda y no en denunciar el carácter antidemocrático, excluyente e insolidario del nacionalismo. De todo nacionalismo.

(ABC, 27 de octubre de 2012)

Las aguas del PSC

    27 de octubre de 2012
Ya en su inmarchitable «Borriquitos con chándal» Rafael Sánchez Ferlosio recordaba que la frontera entre lo público y lo privado está en la puerta misma del centro docente y no en el sistema de financiación de la enseñanza. Fuera del centro, la educación de un menor es siempre privada, o sea, un asunto interno, familiar, una responsabilidad de los padres. Dentro del centro, esa responsabilidad paterna se delega durante unas horas al día, unos días al año y unos años en la vida. Y da igual si ese centro es gratuito o de pago: todo lo que contiene, o sea, todo lo existente de puertas adentro, tanto en el orden material como inmaterial, pertenece al ámbito de lo público. De lo que se sigue que en este ámbito rigen unas normas, una estructura, una jerarquía, distintas de las del ámbito privado. Entre otras razones, porque la escuela y los institutos son, por definición, depositarios del conocimiento, y lo que los padres buscan o deberían buscar al llevar allí a sus hijos es que estos saquen la mayor tajada posible de ese conocimiento, acompañada, claro está, de cuantos valores conlleve el proceso mismo de aprendizaje.

Por desgracia, hace ya muchos años que esa frontera se ha diluido, si es que no ha desaparecido por completo. Para ser exactos, desde que se introdujo el concepto de «comunidad escolar» o «educativa» y se dio entrada en los centros a los padres, al tiempo que se otorgaba capacidad decisoria a los alumnos, al personal administrativo y a toda clase de sindicatos. Es decir, a partir del momento en que el orden tradicional, basado en la autoridad —«auctoritas», pero también «potestas»—, fue sustituido por una suerte de ensamblaje asambleario. El último estadio de esa deriva se produjo el pasado jueves cuando la confederación de asociaciones de padres de alumnos se sumó a la huelga estudiantil e impidió que sus hijos asistieran a clase. Como si la escuela fuera suya, vaya. Y lo triste es que, en efecto, lo es.

(ABC, 20 de octubre de 2012)

La frontera educativa

    20 de octubre de 2012
Cuando uno tiene entre manos un papel cualquiera, libro o artículo, que trata del viejo y espinoso asunto de la lengua de la enseñanza en Cataluña, difícilmente puede sustraerse a la sensación de estar volviendo, una y otra vez, sobre las mismas razones, de estar, en definitiva, leyendo siempre lo mismo. Y si los efectos a los que uno se expone no son los de un papel, sino los de una tertulia radiofónica, una entrevista televisiva o una simple conversación entre iguales, entonces esa sensación alcanza a menudo niveles francamente tediosos. Por suerte, no ocurre así con el ensayo que Mercè Vilarrubias —sabadellense catalanohablante, catedrática de inglés en una Escuela Oficial de Idiomas de Barcelona y especialista en el aprendizaje de lenguas en comunidades bilingües— acaba de publicar en la editorial Montesinos. Sumar y no restar, en efecto, es un libro diferente, un libro que analiza el modelo escolar de Cataluña desde un marco lingüístico y, en menor medida, sociolingüístico. Lo cual no significa que prescinda del contexto político o mediático —muy al contrario, en este último caso—, ni que subestime, al no tratarlos de forma explícita, los derechos de los hablantes; simplemente, opta por una perspectiva distinta. Por lo demás, el libro es inteligente, tiene unos fundamentos firmes y está bien escrito, lo que hace que su lectura sea muy recomendable.

Vilarrubias centra su ensayo en el análisis de las seis principales ideas en que se sustenta hoy en día el modelo de inmersión lingüística —es decir, en que lo sustentan sus defensores, ya sean políticos, ya mediáticos—. Una vez identificadas, las va desmenuzando una por una sometiéndolas a la prueba de la realidad: busca datos que las confirmen, hechos que las cimienten, argumentos de autoridad que las avalen. Para ello, se sirve de encuestas sociolingüísticas, estudios de opinión, resultados electorales, observaciones y experiencias personales, testimonios representativos, textos legales, obras de referencia, etc. El resultado es siempre el mismo: no existe dato, hecho, argumento alguno que justifique ninguna de las ideas en que se apoya el modelo en curso. Como las famosas idées reçues de Flaubert, estas ideas se han instalado en la sociedad catalana sin que nadie se haya tomado la molestia de darles el alto para pedirles los papeles y contrastarlas con la realidad, sin que nadie se haya preguntado, en definitiva, a qué viene eso. Y lo más grave acaso: sin que ningún medio de comunicación público o privado radicado en Cataluña —y este es un aspecto de la cuestión en el que la autora insiste de forma tan justa como reiterada— haya cumplido con su deber más elemental: confirmar o, en su defecto, desmentir su veracidad.

La media docena de ideas en que se sostiene el modelo de inmersión lingüística en Cataluña son todas conocidas por cualquier ciudadano español mínimamente interesado en este larguísimo culebrón, toda vez que la clase política catalana, con la excepción del Partido Popular y Ciutadans, ha recurrido a ellas, por activa o por pasiva, hasta la saciedad. He aquí cómo aparecen formuladas en el libro: «Existe un amplísimo consenso acerca del sistema de inmersión»; «el sistema actual logra que los alumnos sean competentes en ambas lenguas oficiales»; «estudiar en lengua materna no es importante ni necesario»; «tener una doble línea de escuelas, unas en catalán y otras en español, supondría segregar a los alumnos»; «el sistema de inmersión contribuye a garantizar la cohesión social en Cataluña»; «presentar alternativas al sistema de inmersión implica, necesariamente, ser facha y anticatalán». Sobre cada de una de ellas la autora ha proyectado un análisis exhaustivo y más que suficiente, que no podemos recoger en toda su extensión en este espacio, pero del que sí conviene reportar algunas enseñanzas.

El amplísimo consenso no es tal, por supuesto. Así dan a entenderlo los datos. Pero acaso el más significativo de estos datos sea, precisamente, la inexistencia de una encuesta dirigida a toda la sociedad catalana para saber qué modelo desearían los padres para sus hijos, si el actual, monolingüe en catalán sin apelación posible, o si uno de naturaleza bilingüe, ya sea a partir de un sistema de doble red, como el existente —todavía— en el País Vasco, ya sea a partir de un sistema único bilingüe, donde la mitad de las asignaturas se den en una lengua oficial y la otra mitad en la otra. Según demuestra la autora, sólo el tercero de los sistemas garantiza, a largo plazo, un dominio real y completo de ambas lenguas —sólo este permite sumar y no restar, en una palabra—, por lo que este sería, a su juicio, el más útil y aconsejable desde el punto de vista formativo y, probablemente, el más solicitado también —sobre todo, porque en el ámbito público se usan con normalidad y sin conflicto las dos lenguas—. Lo que no obsta para que Vilarrubias defienda asimismo el de la doble red, en la medida en que la opción por una enseñanza monolingüe en una u otra lengua es perfectamente legítima siempre y cuando responda a una libre elección.

El sistema actual no logra, claro está, que el alumno sea competente en ambas lenguas. ¿Cómo va a lograrlo si el alumno ha sido escolarizado sólo en una? Una cosa es hablar una lengua y otra dominarla. Quienes alcanzan un verdadero dominio de las dos son pocos y quedan circunscritos, por lo general, a las grandes ciudades y, en ellas, a las clases sociales más pudientes. La inmensa mayoría, en cambio, sale perjudicada: los castellanohablantes, porque no aprenden su lengua materna, y los catalanohablantes, porque carecen del conocimiento necesario de una lengua, el castellano, cuyo uso tanto van a precisar en el futuro.

Estudiar en lengua materna sí es importante y necesario. Lo es por razones afectivas y por razones pedagógicas. Así lo avalan todos los organismos internacionales que se han ocupado del asunto y así lo creían y lo reivindicaban, por cierto, los propios catalanistas antes de acceder al poder y disponer de las riendas de la educación pública. Ahora, no hace falta decir por qué, semejante reivindicación lleva tiempo arrumbada, cuando no definitivamente olvidada, en estas mismas filas.

No existe razón ninguna por la que la existencia de una doble línea de escuelas deba comportar una segregación del alumnado. Este es el modelo vigente en casi todos los países de Europa donde hay más de una lengua oficial —sólo en Luxemburgo se aplica el de enseñanza bilingüe— y en aquellas partes de Estados Unidos donde abunda la comunidad hispana, y nunca nadie ha atribuido al modelo en sí una responsabilidad cualquiera en un posible caso de segregación. Del mismo modo, la cohesión social no tiene nada que ver con el modelo lingüístico implantado en la escuela. Lo que facilita esta cohesión son otros factores, como la calidad de la enseñanza, la igualdad de oportunidades que procura el sistema y, en último término, la reducción del fracaso escolar. Factores, por cierto, en los que la educación catalana no destaca, que digamos, entre las Comunidades españolas —ya lo bastante alejadas, en su conjunto, de la media europea—.

Y la última idea, si así puede llamársele, ni siquiera requiere refutación. Ya Orwell, en 1946, en su ensayo La política y la lengua inglesa, denunciaba como la palabra fascismo había perdido su sentido propio y pasado a designar, simplemente, «algo que no es deseable». Sobra decir que para el nacionalismo, alguien que presenta alternativas al modelo lingüístico en curso en la educación catalana es alguien, por fuerza, no deseable. De ahí que se le tilde de facha, de anticatalán o de españolista. Los totalitarismos —y en Cataluña el discurso oficial y mediático es, por desgracia, esencialmente totalitario— no toleran la disidencia ni, por supuesto, el debate público.

Aunque no sea este el objeto del libro, Vilarrubias no puede resistirse, es lógico, a aportar su explicación a todo este desaguisado. O sea, su explicación a por qué el gobierno autonómico —y cuantos le han precedido, pues ya van más de dos décadas con inmersión a cuestas— sigue empecinado en mantener un modelo que no mira por el bien del conjunto de la sociedad, sino sólo por el de una parte —y aún—. Con qué objetivo, vaya. La respuesta, desde una perspectiva sociolingüística, no es otra, claro, que con el objetivo de convertir el catalán en la lengua hegemónica en Cataluña y el castellano en un idioma más o menos residual. Pero todo indica que el objetivo ha fracasado desde hace tiempo. El uso del catalán como lengua habitual de los ciudadanos —lo que se entiende por uso social— sigue siendo inferior al del castellano. En realidad, su fuerza descansa únicamente en el valor añadido que le confiere el ser la única lengua institucional, la que la gente identifica con las esferas del poder —administración, enseñanza, medios públicos—. Y esa fuerza, claro, encuentra un férreo sustento en la aplicación con que los medios de comunicación catalanes, sin distinción de credo ideológico, hurtan a sus audiencias la posibilidad de un debate abierto sobre el modelo lingüístico escolar. No hay duda que las subvenciones —excepto algún heroico digital como La Voz de Barcelona, no existe un solo medio catalán que no reciba dinero público— obran milagros.

En definitiva, que la inmersión, a estas alturas, no es más que un instrumento del nacionalismo. Un instrumento para avivar el conflicto, que es a lo que parecen estar jugando desde hace décadas los gobernantes autonómicos y quienes les secundan, con unos réditos incontestables, aunque no sea más que en lo político y en los cargos y prebendas que a lo político se asocian. Con todo, el problema sigue ahí. Y las sentencias contrarias al modelo, amparadas en el fallo del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de 2006, no paran de llover. Así las cosas, no estaría de más que los partidos de la oposición en Cataluña —o sea, el PP y Ciutadans— y cuantos en el conjunto de España participan de las mismas ideas de libertad, igualdad y justicia tomaran nota de las razones de Vilarrubias para oponerse al despropósito de la inmersión y a los argumentos aducidos en su defensa. Les vendrán bien. Aunque sólo sea porque resultan incontestables.

(Cuadernos de Pensamiento Político nº 36)

Sumas y restas

    15 de octubre de 2012
Los diputados socialistas de eso que aún se llama PSC están muy ilusionados con la moción que el Grupo Socialista en el Congreso ha presentado para reprobar al ministro de Educación y Cultura, José Ignacio Wert. Creen que esa iniciativa va a permitirles andar por la campaña electoral catalana con la cabeza nacionalmente alta, ya que otra cosa no parece que vayan a poder argüir a su favor en el debate identitario. Y es que, si bien el propósito del ministro de «españolizar a los alumnos catalanes» tiene como origen una acusación de la consejera Rigau en el mismo sentido, su formulación en las Cortes se produjo como respuesta a una pregunta del diputado socialista catalán Francesc Vallès. Ese diputado dedicó los dos minutos y medio que duró su intervención no tanto a preguntar como a falsear. Se trata de una vieja costumbre parlamentaria, consistente en atribuir al oponente unas intenciones que este no ha expresado en ningún momento pero se le suponen. Y como el tema resulta ser la enseñanza, o sea, el gran baluarte de la izquierda y el nacionalismo irredento, cualquier propuesta de reforma del modelo vigente —ese que ha situado a España a la cola de todas las estadísticas desarrolladas— no sólo es rechazada con el detente bala ideológico, sino que el rechazo suele conllevar, casi por sistema, la equiparación de lo propuesto con el sistema educativo franquista. De ahí que el diputado Vallès aludiera en su parlamento a la escuela nacional católica, al florido pensil y a la formación del espíritu nacional. Y de ahí también que, entre los estigmas del pasado que amenaza con volver, citara la disciplina y la memorización. Todo para concluir que «en Cataluña no se adoctrina; (…) se forma y se educa». Ah, y para mentar a Marta Mata, creadora de los movimientos de renovación pedagógica. Lástima que se le olvidara añadir que Mata fue siempre partidaria de la enseñanza en lengua materna. Por aquello del franquismo, ¿sabe?

(ABC, 13 de octubre de 2012)

Reprobar al ministro

    13 de octubre de 2012
¿Y ahora qué? Eso deben de estarse preguntando no pocos catalanes desde que el pasado 11 de septiembre una multitud bastante desacostumbrada y, aun así, muy inferior a la pregonada por los medios de comunicación se concentró en Barcelona para pedir, según rezaba el lema de la marcha, que Cataluña se convierta algún día en un «nuevo Estado de Europa». Es verdad que en las jornadas posteriores a la manifestación el presidente de la Generalitat dio algunas pistas sobre lo que lleva en la cabeza —o lo que llevaba, que las cosas cambian que es un gusto y más si se repara en lo que puede haber ocurrido entre la escritura de este artículo y la fecha en que va a salir publicado—. Pero todas esas pistas aportadas hasta aquí por Artur Mas parecen más producto del deseo y del ensueño que de otra cosa. Que si Cataluña debe dotarse de estructuras de Estado —¿o sea?—. Que si una Cataluña independiente no precisará de un ejército —¿y quién la va a proteger en caso de necesidad?, ¿España?—. Que si el tener que abandonar la Unión Europea y el euro no supondrá ningún quebranto —¿ah, no?, ¿desde cuándo?—. Que si las relaciones entre Cataluña y lo que quede de España van a mantenerse y seguirán siendo intensísimas —¿y cómo lo sabe?—. En definitiva, palabras. Y, de momento, ninguna hoja de ruta, ningún calendario, ninguna concreción que permita intuir si el enviteva en serio o si es, como tantas otras veces, una forma de tener contenta a la parroquia nacionalista y sacar, de paso, alguna tajada.

Con todo, sí existe algo en esta ocasión manifiestamente distinto a lo conocido y sufrido por los españoles a lo largo de esos 32 años de tira y afloja entre centro y periferia, entre Gobiernos del Estado y Gobiernos de determinadas Autonomías. Ahora, por primera vez en la actual Monarquía Constitucional, el presidente de una parte de España ha expresado sin tapujos su simpatía por un movimiento separador y hasta se ha puesto al frente de él. (En realidad, sería más justo escribir que ha venido alentándolo y financiándolo, de modo directo o indirecto, desde que su partido, Convergència i Unió, recuperó el poder a fines de 2010.) Es cierto que, allá por 2005, el entonces lehendakari Ibarretxe ya intentó algo parecido; pero se quedó como quien dice en el rellano, en la medida en que a su Estado libre asociado le faltaba aún un pasito para convertirse en una propuesta de Estado independiente —eso sí, Ibarretxe al menos tenía un plan, lo que, a estas alturas, no está claro que sea el caso de Mas—.

Por otra parte, ese movimiento al que el presidente de la Generalitat ha dado alas se ha cimentado en dos pilares, a cuál más quebradizo a poco que uno se detenga a examinarlos. En primer lugar, el vinculado al proceso de reforma del Estatuto, culminado en julio de 2010, con aquella manifestación contra la sentencia del Tribunal Constitucional de la que el mismísimo presidente de la Generalitat José Montilla tuvo que huir por piernas para protegerse de las hordas independentistas. La tremenda irresponsabilidad del Partido Socialista —primero con su secretario general de entonces bendiciendo el texto que fuera a salir del Parlamento catalán y luego con el propio Grupo Parlamentario en el Congreso dando por buena una versión cepillada pero todavía anticonstitucional del Estatuto— trajo a un montón de catalanes la percepción de que habían sido engañados, no por un partido u otro, sino por las instituciones mismas del Estado. En síntesis, que ya no había nada que esperar de Madrid. El otro pilar en que se sustenta el sentimiento independentista al que Mas se agarra es, por supuesto, el dinero. O, mejor dicho, su escasez, lo mismo en las arcas públicas que en los bolsillos de los contribuyentes. Cuando a los ciudadanos los van bombardeando con la cantinela de que «todo iría mucho mejor si España nos devolviera lo que nos debe», o sea, con la necesidad de un pacto fiscal similar a los conciertos vasco y navarro, acaba resultando inútil cualquier referencia a la mala gestión del presupuesto, a la enormidad del déficit público de la Comunidad o al gasto nacionalmente suntuario de Cataluña.

Así las cosas, lo más probable es que en el futuro inmediato —y al margen de lo que den de sí los contactos intergubernamentales y, en especial, el que debe tener Mas con Mariano Rajoy— asistamos a un intento del presidente catalán por ganarse la confianza y la simpatía del empresariado catalán. Si el independentismo se ha cimentado en dos pilares, también son dos los principales obstáculos internos que sus valedores e impulsores deben vencer para llevar a puerto, tarde o temprano, sus proyectos. Uno es la opinión pública; otro, el mundo empresarial. Desde que el tripartito se constituyó en gobierno y hasta que logró sacar del Parlamento autonómico un proyecto de Estatuto inconstitucional de cabo a cabo —esto es, entre diciembre de 2003 y septiembre de 2005—, su principal empeño fue el de lograr salvar ambos obstáculos. El primero, el de la opinión pública catalana, no le supuso desgaste alguno. Nunca las aguas habían estado tan calmadas y sumisas. El segundo, el del empresariado, ya resultó algo más arduo. Finalmente, a finales de agosto de 2005, o sea, en el límite mismo del tiempo fijado para aprobar el proyecto legislativo, once grandes de la empresa catalana —entre los que se hallaban los Lara, Valls, Rosell, Rodés, Godó y Fainé— firmaron una carta dirigida al entonces presidente Maragall en la que le pedían un nuevo Estatuto y que no era, al cabo, sino un texto que el propio presidente había pergeñado para que le expresaran su apoyo.

Ignoro qué puede ocurrir ahora con un supuesto proceso hacia la independencia. En fin, en cuanto al primero de los obstáculos no albergo duda alguna: las aguas siguen y seguirán igual de tranquilas que hace casi una década —algo más pestilentes, si cabe, lo cual resulta, en el fondo, inevitable—. El problema está en el segundo de los escollos. De momento parece que las caras más representativas del empresariado no quieren ni oír hablar de independencia. Aunque sí de pacto fiscal, por lo que es muy probable que escenifiquen en un futuro próximo una forma u otra de sostén a la vieja reclamación económica de CIU. ¿Es eso lo que persigue Mas? ¿Debe entenderse hoy en día el pacto fiscal como parte de lo que el propio protagonista denomina «transición nacional»? Y, sobre todo, una vez acabada esta etapa, ¿queda ya margen para otra que no sea la del ensueño presidencial?

(Letras Libres, octubre de 2012)


El ensueño catalán

    8 de octubre de 2012
La posibilidad de que el Ministerio de Educación suscriba convenios con algunos centros privados de Cataluña o Baleares a fin de garantizar que todos los ciudadanos puedan escolarizar, si lo desean, a sus hijos en castellano ha desencadenado una insólita unanimidad en el rechazo. Vamos a dejar de lado la reacción de los gobiernos de las Comunidades afectadas o del principal partido de la oposición, en la medida en que sus razones, tan quebradizas, en nada difieren de las manejadas hasta la fecha: que si la lengua propia, que si la cohesión social, que si para qué vamos a crear un problema donde no lo hay. En cambio, sí merece la pena detenerse en el argumento esgrimido por las asociaciones que llevan años luchando por la libre elección de lengua en la enseñanza o por partidos como UPyD y Ciutadans. A su juicio, la intención del Ministerio resulta intolerable en la medida en que significa renunciar a hacer cumplir la ley, lo que equivale a reconocer que el Gobierno central carece de mecanismos con que asegurar que la lengua del Estado pueda usarse y aprenderse en la enseñanza pública de todo el territorio español. No les falta razón, claro. El fracaso es evidente. Ahora bien, o mucho me equivoco o ese fracaso, al tiempo que evidente, es inevitable. Allí donde se habla más de una lengua surge siempre un nacionalismo que ni siquiera entiende de siglas y que, por lo tanto, acaba siempre, de un modo u otro, gobernando. Con todas las competencias transferidas y la gestión en sus manos. Ante esto, el Estado no tiene más que dos opciones —para las que se requeriría una reforma constitucional—: o recuperar las competencias educativas, o crear un sistema paralelo, gestionado directamente por el Estado, como cuando la República. Y puesto que la primera alternativa nunca sería aceptada por los nacionalismos vasco y catalán —a los que habría que incorporar, ¡ay!, al consenso—, acaso no quede más remedio que ir pensando en la segunda.

(ABC, 6 de octubre de 2012)

Un sistema, o dos

    6 de octubre de 2012