Ya en su inmarchitable
«Borriquitos con chándal» Rafael Sánchez Ferlosio recordaba que la frontera entre lo público y lo privado está en la puerta misma del centro docente y no en el sistema de financiación de la enseñanza. Fuera del centro, la educación de un menor es siempre privada, o sea, un asunto interno, familiar, una responsabilidad de los padres. Dentro del centro, esa responsabilidad paterna se delega durante unas horas al día, unos días al año y unos años en la vida. Y da igual si ese centro es gratuito o de pago: todo lo que contiene, o sea, todo lo existente de puertas adentro, tanto en el orden material como inmaterial, pertenece al ámbito de lo público. De lo que se sigue que en este ámbito rigen unas normas, una estructura, una jerarquía, distintas de las del ámbito privado. Entre otras razones, porque la escuela y los institutos son, por definición, depositarios del conocimiento, y lo que los padres buscan o deberían buscar al llevar allí a sus hijos es que estos saquen la mayor tajada posible de ese conocimiento, acompañada, claro está, de cuantos valores conlleve el proceso mismo de aprendizaje.
Por desgracia, hace ya muchos años que esa frontera se ha diluido, si es que no ha desaparecido por completo. Para ser exactos, desde que se introdujo el concepto de «comunidad escolar» o «educativa» y se dio entrada en los centros a los padres, al tiempo que se otorgaba capacidad decisoria a los alumnos, al personal administrativo y a toda clase de sindicatos. Es decir, a partir del momento en que el orden tradicional, basado en la autoridad —«auctoritas», pero también «potestas»—, fue sustituido por una suerte de ensamblaje asambleario. El último estadio de esa deriva se produjo el pasado jueves cuando la confederación de asociaciones de padres de alumnos se sumó a la huelga estudiantil e impidió que sus hijos asistieran a clase. Como si la escuela fuera suya, vaya. Y lo triste es que, en efecto, lo es.
(ABC, 20 de octubre de 2012)