La posibilidad de que el Ministerio de Educación suscriba convenios con algunos centros privados de Cataluña o Baleares a fin de garantizar que todos los ciudadanos puedan escolarizar, si lo desean, a sus hijos en castellano ha desencadenado una insólita unanimidad en el rechazo. Vamos a dejar de lado la reacción de los gobiernos de las Comunidades afectadas o del principal partido de la oposición, en la medida en que sus razones, tan quebradizas, en nada difieren de las manejadas hasta la fecha: que si la lengua propia, que si la cohesión social, que si para qué vamos a crear un problema donde no lo hay. En cambio, sí merece la pena detenerse en el argumento esgrimido por las asociaciones que llevan años luchando por la libre elección de lengua en la enseñanza o por partidos como UPyD y Ciutadans. A su juicio, la intención del Ministerio resulta intolerable en la medida en que significa renunciar a hacer cumplir la ley, lo que equivale a reconocer que el Gobierno central carece de mecanismos con que asegurar que la lengua del Estado pueda usarse y aprenderse en la enseñanza pública de todo el territorio español. No les falta razón, claro. El fracaso es evidente. Ahora bien, o mucho me equivoco o ese fracaso, al tiempo que evidente, es inevitable. Allí donde se habla más de una lengua surge siempre un nacionalismo que ni siquiera entiende de siglas y que, por lo tanto, acaba siempre, de un modo u otro, gobernando. Con todas las competencias transferidas y la gestión en sus manos. Ante esto, el Estado no tiene más que dos opciones —para las que se requeriría una reforma constitucional—: o recuperar las competencias educativas, o crear un sistema paralelo, gestionado directamente por el Estado, como cuando la República. Y puesto que la primera alternativa nunca sería aceptada por los nacionalismos vasco y catalán —a los que habría que incorporar, ¡ay!, al consenso—, acaso no quede más remedio que ir pensando en la segunda.

(ABC, 6 de octubre de 2012)

Un sistema, o dos

    6 de octubre de 2012