Leo que Josep Lluís Carod-Rovira acaba de estrenar televisión por internet y allá voy, a ver qué echan. Nada. En fin, algo echan, pero nada que merezca la pena consignar. Casi todo está sacado de hemeroteca, y lo poco que parece hecho adrede es de un freaky que espanta. Aun así, como la tele en cuestión cuelga de la página web del político republicano, aprovecho para consultar sus fondos. Con esa gente nunca se sabe.

En efecto, nunca se sabe. O yo, al menos, no sabía algunas cosas que ahora sé y que figuran, en su mayoría, en el apartado «Qui sóc» de la mencionada página. No sabía, por ejemplo, que Carod fuera hijo de padre desconocido. Atiendan —traduzco, claro, del catalán—: «Hijo de padre aragonés y de Maria Rovira, cambrilense, unió los dos apellidos con un guión cuando tenía 13 años en un pequeño homenaje al poeta mallorquín Bartomeu Rosselló-Pòrcel». Sobra decir que no es el caso del poeta mallorquín, de quien sí se sabe el nombre y la profesión del padre —Vicenç Rosselló, dependiente en una reputada tienda de tejidos de Palma—.

Otra de las cosas que yo ignoraba es que el ex presidente de Esquerra Republicana, antes de cursar Filología Catalana, pensara estudiar Periodismo. Y sobre todo que lo hubiera pensado de este modo: «Su afición a la literatura y las letras lo empujó a matricularse en los estudios de Periodismo en la Universidad de Barcelona, pero con el plazo de matriculación extinguido, optó por los de Filología Catalana». La verdad, tenía entendido que la afición a las letras se colmaba —o se podía aspirar a colmar, que, del dicho al hecho, etc.— en las carreras de filología; pero se ve que no, que era en las de periodismo. Lo que nunca me hubiera imaginado es que Periodismo pudiera cursarse entonces en la Universidad de Barcelona, cuando resulta que ni siquiera ahora puede cursarse allí.

Con todo, lo que más me ha llamado la atención de esos bajos fondos biográficos es otra clase de afición. Me refiero al coleccionismo. Según la página web, esa querencia ha llevado a Carod-Rovira «a acumular miles de pins, chapas de cava y tarjetones de “please, do not disturb”». Es más: «Desde el pasado 2006 colecciona también ejemplares de “L’étranger” de Albert Camus en todas las lenguas y ediciones posibles». Nada tengo, por supuesto, contra semejante afición. Pero, qué quieren, siempre me ha parecido que los vicios forman parte de la vida privada de las personas, por lo que no conviene exhibirlos, y máxime tratándose de un político. En otras palabras: me parece una suprema desfachatez que un vicepresidente de Gobierno autonómico que no ha hecho otra cosa en dos largos años que despilfarrar dinero público abriendo embajadas fantasma por todo el mundo vaya presumiendo de lo que gasta, en esos mismos viajes, en noches de hotel, botellas de cava y ediciones varias. Sobre todo habiendo declarado, como hizo él en TV3 el 28 de noviembre de 2008, que ya está «harto de pagar por todo».

ABC, 28 de febrero de 2009.

Los bajos fondos de Carod

    28 de febrero de 2009
Cuando oí hablar por primera vez de la quinceava paga, fue, me acuerdo muy bien, con tanto asombro como envidia. En aquel entonces ya lejano, yo no aspiraba más que a cobrar las catorce de rigor y, a ser posible, regularmente. Que alguien pudiera cobrar alguna más me resultaba inconcebible. Luego, con el tiempo, fui conociendo los entresijos de esa retribución excepcional. Eran los beneficios. Una vez al año, la empresa distribuía parte de sus excedentes entre los trabajadores para premiar su esfuerzo y dedicación. De lo que se seguía que ese reparto tenía que variar por fuerza de año en año; al fin y al cabo, ni las ganancias empresariales ni los sudores del asalariado eran siempre los mismos. En principio, claro. Porque, a la hora de la verdad, resultaba que en muchas empresas ese maná estaba asegurado.

Más adelante surgió un nuevo concepto. Ya no se trataba de repartir excedentes, sino de premiar o dejar de premiar a los empleados según lograran o no determinados objetivos. Y a esa paga, claro, la llamaron y la siguen llamando «paga de objetivos». Yo no sé si la policía de Madrid dispone de semejante estímulo, pero todo indica que en los últimos tiempos ha estado funcionando como si dispusiera de él. Con la particularidad de que, en su caso, el premio prometido no es en metálico, sino en especies: tantas detenciones semanales, tantos días libres. Y con la particularidad de que el objetivo fijado no tiene nada que ver con lo que se supone que es la función de la policía —en último término, garantizar la seguridad ciudadana—, sino con algo tan aparentemente liviano como la estadística. La policía madrileña no detiene a quien detiene porque existan indicios de que esta persona puede haber cometido alguna fechoría; lo hace porque el ciudadano en cuestión tiene aspecto de inmigrante y, como tal, es sospechoso de pertenecer a la categoría de los que, además de inmigrantes, son inmigrantes sin papeles. Y porque, en fin, hay que cumplir el objetivo, que, de lo contrario, no hay premio.

Por supuesto, no han faltado quienes han denunciado la inmoralidad y la ilegalidad de esas prácticas. Pero casi nadie ha puesto el acento en lo que las motiva: la estadística. Si los mandos exigen a la tropa resultados contantes y sonantes es porque a ellos también se los exigen. Hay que rebajar, como sea, el porcentaje de ilegales. Lo quiere el presidente Rodríguez Zapatero y, por lo tanto, también lo quiere el ministro Rubalcaba, y el director general de la Policía, y el jefe superior de Madrid. La estadística es tiránica y no atiende a razones. Igual que la cadena de mando. Y es que las elecciones, qué le vamos a hacer, se ganan muchas veces por medio punto.

ABC, 22 de febrero de 2009.

Cuestión de objetivos

    22 de febrero de 2009
La imagen parece sacada de la última edición de Arco. En primer término, una taza, un termo, una cazuela, algo que podría ser un spray, un bote pintarrajeado, otro termo y un microondas. Detrás, pegados a la pared, una serie de carteles y una pizarrita, donde puede leerse: «Esta noche no voy a dormir sola. M.R.». Y, en fin, encima de esos carteles y colgando majestuosamente, un inmenso cuadro de tema clásico que bien podría ser del siglo XIX. Aunque la composición se basta y se sobra para figurar en la gran feria del arte contemporáneo, nada impediría añadirle, en nuestra imaginación performativa, un primerísimo plano de una Esther Ferrer cualquiera, sentada de perfil y vestida, o de frente y en pelota picada.

Pero no, la obra no se expone en Arco. Se expone en la Universidad de Barcelona (UB), en el primer piso del viejo edificio de la plaza Universidad. O sea, donde las partes más nobles. Y el cuadro colgante ni siquiera pertenece a la institución académica; junto con otros 55 lienzos, fue cedido hace más de un siglo por el Museo del Prado a la UB. Y allí sigue, en depósito, sólo que ahora en compañía de una veintena de estudiantes, que llevan tres meses acampados en la misma sala, socializándose, es decir, comiendo, bebiendo, fumando y anunciando en las pizarritas cómo van a dormir por la noche. Por supuesto, la dirección del Museo está más que preocupada por el estado de conservación de sus cuadros. No así el rector Ramírez, que ha tranquilizado al director de la pinacoteca con un argumento impresionante: «Los manifestantes son de confianza».

En descargo del rector Ramírez, cabe recordar que accedió al cargo cuando los estudiantes ya estaban donde están. Quiero decir que la confianza, en su caso, es sobrevenida. Aun así, qué quieren, da asco. Porque este hombre, que debería velar por el libre uso del espacio que tiene encomendado —y en el que se incluye, claro, el terreno hoy día ocupado—, ha declarado desde el primer momento que no piensa expulsar a los encerrados. Y, aunque algunos se han expulsado solitos, queda esa veintena de irreductibles, que son, al parecer, de su entera confianza.

Así las cosas, resulta de lo más natural que el rector haya cedido a sus exigencias y haya contribuido a organizar, para la próxima semana, un referéndum en el que todos los estudiantes de la UB están invitados a pronunciarse sobre si debe o no debe paralizarse el llamado «proceso de Bolonia». Es verdad que la Universidad se ha apresurado a indicar que la consulta no es vinculante. ¿Y qué? ¿Por qué demonios ha de participar la institución en semejante farsa? Y, encima, los encerrados ya han afirmado que no piensan desalojar el recinto, que, hasta que no levanten las sanciones a sus compañeros expulsados —estos sí— de la Universidad Autónoma, ellos de allí no se mueven.

No me extraña. Entre la confianza del rector y lo cara que está hoy la vivienda, cualquiera renuncia a un chollo como este.

ABC, 21 de febrero de 2009.

La confianza universitaria

    21 de febrero de 2009
A menudo me pregunto para qué sirve Europa. Sí, ya sé que sirve para que Raimon Obiols, el eurodiputado socialista, pueda declarar que todavía se está pensando si va a presentar su candidatura por tercera vez consecutiva, como si semejante decisión no dependiera más que de su estricta voluntad. Y para que, de paso, deje entrever sus intenciones con un argumento antológico: «Los alemanes (…) dicen que hay que ir tres legislaturas: la primera para aprender, la segunda para trabajar intensamente y la tercera para enseñar a los que vienen a continuación». O sea, cinco años de supuesto trabajo y diez de vacaciones pagadas. Y todo a cargo del contribuyente. Nada, que vuelve a presentarse, seguro.

Pero, aparte de esa clase de utilidades, ignoro qué otras puede tener Europa. El proceso de Bolonia, por ejemplo, también llamado Espacio Europeo de Educación Superior, no ha servido más que para llevar el drama de la enseñanza a un terreno que hasta ahora había quedado milagrosamente a salvo. Y no porque las instituciones comunitarias se lo propusieran, sino porque el marco establecido, de tan general, ha permitido, en manos de nuestros estrategas educativos, todo tipo de abusos y despropósitos.

Y algo parecido puede decirse de la directiva del Parlamento Europeo sobre comercialización de artículos pirotécnicos. Han pasado más de dos años desde que fue aprobada y, de momento, su principal objetivo —esto es, «el alto nivel de protección de la salud humana y la seguridad pública y de protección y seguridad de los consumidores»— sigue sin estar garantizado. ¿Y saben por qué? Pues porque el Ministerio de Industria, que es a quien corresponde adaptar la directiva a nuestro entorno, no se decide a hacerlo. Las tradiciones pesan mucho. Y España es tierra de fuego, sobre todo en la zona mediterránea. Al Ministerio, pues, no le queda más remedio que negociar con los gobiernos autonómicos la forma de salir del apuro.

No le resultará fácil. Esos gobiernos son arte y parte. Como han sido los primeros en promover muchos de esos festejos pirotécnicos, tratarán por todos los medios de que la directiva no se aplique —o, como mínimo, de que no les afecte a ellos—. Pero es que, además, esos gobiernos no sólo han promovido la fiesta donde tenía cierto arraigo, sino también donde jamás lo había tenido, llegando incluso a convertir ciertas tradiciones rurales, más o menos salvajes, en verdaderos tumultos urbanos. Así ocurre, por ejemplo, en Cataluña y Baleares con el «correfoc», un invento reciente al que las administraciones dedican cada vez mayores partidas presupuestarias y que consiste en regar con fuego a la gente y confiar en que no se queme.

¿Y Europa? Lejos, muy lejos.

ABC, 15 de febrero de 2009.

¿Y Europa?

    15 de febrero de 2009
El Patronato de Turismo Costa Brava Pirineo de Gerona, una entidad patrocinada por la Fundació Caixa Girona, la Generalitat, la Diputación provincial y el Ministerio de Industria, Turismo y Comercio del Gobierno de España, y que cuenta con la colaboración de numerosas empresas privadas —más no se puede pedir—, ha puesto en marcha una campaña para conmemorar el centenario de la creación de la Costa Brava. En fin, ustedes ya me entienden: no de la costa en sí, sino de su denominación. El 12 de septiembre de 2008 se cumplió un siglo de la publicación en «La Veu de Catalunya» de un artículo de Ferran Agulló en el que por primera vez se designaba con el nombre de «Costa Brava» al trozo de litoral catalán comprendido entre la desembocadura del Tordera y la frontera francesa. Hasta aquí todo normal. Los centenarios son para exprimirlos. Y más si estamos en crisis y con el consumo por los suelos.

Pero esta clase de campañas suelen construirse sobre la mentira. O, si lo prefieren, sobre la parcialidad. En ellas sólo se muestra lo que conviene mostrar. Como en los prospectos esos de los hoteles, llenos de hermosas vistas, grandes salones y acogedoras habitaciones, que luego, a la hora de la verdad, resulta que no son ni tan hermosas, ni tan grandes, ni tan acogedoras. No es el caso de la campaña emprendida por el Patronato de Turismo gerundense. Cuando menos en lo que respecta al uso de esa fotografía en la que se ve a una chica paseando descalza por una playa limpísima, virginal, sin otra presencia en el horizonte que unas aguas cristalinas donde casi se adivinan los arrecifes de coral. ¿Y eso en la Costa Brava? No, eso en las Bahamas, que es donde está tomada la foto en cuestión.

Por desgracia, nadie parece haber comprendido el sentido de la campaña. A sus autores, y a quienes desde el Patronato la han bendecido, les han llovido palos por todos lados. Los medios de comunicación se han burlado del supuesto engaño; los partidos políticos opositores han exigido responsabilidades; los hoteleros de la zona han declarado que la metedura de pata no tiene perdón. Hasta el punto de que el propio Patronato ha decidido retirar del mercado cuantos soportes publicitarios llevaran impresa la maldita foto.

Una pena. ¡Por una vez que una campaña decía la verdad y nada más que la verdad! En efecto, ¿de qué modo puede promocionarse la Costa Brava —que, como todo el mundo sabe, es algo que no existe, que desapareció hace tiempo—, si no es poniendo de manifiesto su inexistencia? Y antes que recurrir a una imagen real, con los enormes bloques de cemento, la arena infestada de residuos y de gente, y el agua del mar aceitosamente turbia, cualquier publicista optaría, sin dudarlo un segundo, por un espejismo. Y no por una foto de hace medio siglo, no; eso sería engañar al prójimo. Por una foto imposible, como esa tan pulcra, tan increíble, de las Bahamas.

ABC, 14 de febrero de 2009.

Ni es costa ni es brava

    14 de febrero de 2009
Anda ya, me dije, sólo falta que el único político de la Administración que puede presumir de hoja de servicios empiece también a desbarrar. Y es que el titular del periódico se las traía: «Navarro cree que en 2025 puede que no haya muertos por tráfico». Navarro, como sin duda habrán adivinado, es Pere Navarro, director general de Tráfico y máximo responsable de que el número de muertos en carretera haya pasado, en cinco años, de 4.029 a 2.181. O, lo que es lo mismo, que la mortalidad se haya reducido en un 46%. Un exitazo, en una palabra. Pero, claro, de ahí a predecir que, en un par de décadas como mucho, no habrá que lamentar siquiera un fallecimiento, media un abismo. Y más teniendo en cuenta que los expertos consideran muy difícil que la cifra de víctimas mortales vaya a seguir disminuyendo, y hablan incluso de un posible repunte.

Aun así, una vez repuesto de mi estupor, quise saber las razones que habían llevado a este hombre cabal a afirmar lo que había afirmado. Y las razones, para mi sorpresa, nada tenían que ver con los progresos realizados en la educación vial, ni con la eficacia disuasoria del carnet por puntos, ni con el endurecimiento del código penal para delitos de esta clase. Por lo recogido en la noticia, el optimismo incontinente de Navarro se sustentaba única y exclusivamente en la tecnología. Según él —y según los especialistas suecos a los que ponía como garantes de su teoría—, dentro de un par de décadas nuestras carreteras y nuestros vehículos habrán alcanzado ya un grado tal de perfección tecnológica que la posibilidad de que se produzca un fallo humano al volante dejará de tener la importancia que tiene ahora. Y, si no la importancia, sí la trascendencia. Dicho de otro modo: seguirá habiendo accidentes, pero esos accidentes ya no provocarán más muertes.

Por supuesto, de concretarse algún día el pronóstico de Navarro, lo primero que habrá que hacer es dar gracias a la ciencia por tantas vidas salvadas. Pero, justo después —o incluso antes de felicitarnos por la dicha—, habrá que empezar a preguntarse por el destino del conductor. Porque no me harán creer que, con tanto adelanto tecnológico, los coches, en 2025, van a continuar necesitando quien los conduzca. Quita, hombre, quita. Además, estoy seguro de que Navarro, aunque se lo calle, lo sabe. Y hasta puede que sea esta la razón por la que afirma que el fallo humano dejará de ser decisivo.

Por lo demás, lo único que cabe lamentar es que todavía falten veinte años para que todo esto se haga realidad. Sobre todo a juzgar por los datos de un reciente estudio, que indican que el 96% de los conductores españoles, de tener que volver a examinarse, suspenderían el examen teórico.

ABC, 8 de febrero de 2009

El fallo humano

    8 de febrero de 2009
¿Qué habrá cobrado cada uno de los miembros de esa comisión de expertos que ha asesorado al consejero Maragall en materia de calendario escolar? ¿O acaso no existe motivo alguno para el cobro, pues esos expertos —o algunos, cuando menos— forman parte del nutrido grupo de asesores de que dispone el Gobierno catalán, por lo que perciben ya cada mes una jugosa retribución por los servicios prestados o no prestados?

Esas preguntas —u otras parecidas— son las que debería hacerse cualquier ciudadano antes de analizar la propuesta del Departamento de Educación. Porque, para llegar a la conclusión de que hay que adelantar una semana el curso en septiembre y compensar dicho adelanto con otra semanita de vacaciones en febrero, no se necesitan expertos ni comisiones; basta con tener un poco de mundo y una pizca de memoria. Y es que el modelo publicitado este miércoles por Ernest Maragall es, a grandes rasgos, el que rige en Europa y el que algunas comunidades españoles, aunque sea parcialmente, ya han ensayado con éxito dispar. Pero, claro, ni España está en Europa ni Cataluña está en España. De ahí que semejante propuesta pueda presentarse como el resultado de cuatro meses de intenso trabajo de una comisión de lumbreras y no pase absolutamente nada.

Pero, en fin, la decadencia tiene esas cosas. Todo se pudre, empezando por el conocimiento. Por lo demás, el consejero de Educación, fiel a su costumbre, se ha descolgado con su proposición de nuevo calendario sin encomendarse a Dios ni al diablo. O, lo que es lo mismo —«toutes proportions gardées»—, sin que las huestes de Carod y de Saura estuvieran previamente informadas de lo que se traía entre manos. Lo importante es acaparar titulares. Sobre todo cuando uno tiene enmohecida en la despensa parlamentaria una Ley de Educación catalana que ha sido incapaz de consensuar con el resto de las fuerzas políticas, y no digamos ya con los llamados «trabajadores de la enseñanza».

Y, ya puestos a dar la nota y a que se hable de uno, en lugar de tanto viaje a Finlandia para ver si se le pega algo del modelo educativo, ¿por qué no organiza uno a Corea? Al fin y al cabo, según las clasificaciones del informe PISA, los coreanos —del sur, no se confunda— no les van a la zaga a los fineses. Pero, una vez allí, no vaya a hacerse la foto en la primera escuela que encuentre. Nada, olvídese. Diríjase al sur, a la ciudad de Wanju, y pregunte por la señora Cha. Tiene 65 años, y desde abril de 2005 está tratando de sacarse el carnet de conducir. Cuentan que se ha examinado ya del teórico 772 veces. Y que no va a parar hasta aprobarlo. ¿Se le ocurre mejor ejemplo de tenacidad, de abnegación, de esfuerzo, para promoverlo entre nuestros escolares? Venga, apresúrese. Y, si Rubert de Ventós no tiene todavía candidato, que le dé el Premio Cataluña, que para algo es amigo de la familia. Todo sea por la educación.

ABC, 7 de febrero de 2009

Frivolidades educativas

    7 de febrero de 2009
A mediados de octubre del año pasado, la localidad coruñesa de Sada recibía los restos del galleguista Ramón Suárez Picallo, muerto en 1964 en el exilio bonaerense. Las pocas crónicas que acompañaron la llegada de las cenizas de Suárez Picallo destacan algunos rasgos de su personalidad, como su pasión por la lectura, sus dotes de orador o su gran ternura. También rememoran, claro, los aspectos más notorios de su vida: su origen humilde, su emigración precoz a Buenos Aires —casi tan precoz como la de su paisano Julio Camba—, su toma de conciencia política, el ejercicio del periodismo, su condición de diputado durante la Segunda República, la tragedia de la guerra civil —un hermano suyo fue «paseado» por falangistas— y los claroscuros del exilio. Pero ninguna de ellas hace hincapié en algo tan relevante como que Suárez Picallo, siendo ya diputado de las Constituyentes, obtuvo el título de bachiller.

Sí, lo que han leído. Comprendo que semejante dato pueda parecer a estas alturas de lo más baladí. Sin embargo, cuando uno traza la semblanza de un personaje, debe tener en cuenta la época que le tocó vivir. Y esta época, tan reducida hoy en día, por desgracia, a la diatriba o la apología, se caracterizaba, entre otras cosas, por la importancia acordada a un título de bachiller. Figúrense si tenía importancia que hasta el vespertino «La Voz», en su edición del 28 de septiembre de 1932, consideró necesario dedicar un breve al acontecimiento. Se titulaba «El diputado señor Suárez Picayo (sic) obtiene el título de bachiller» e informaba de que el político sadense había sido «muy felicitado y obsequiado por sus amigos con un banquete».

Nada es como era, por supuesto. Los más ingenuos dirán que para bien: si la obtención del bachillerato ya no merece ninguna celebración, señal de que las cosas de la enseñanza han entrado por fin en la senda de la normalidad. Actualmente todo el mundo puede estudiar; de ahí que un título de bachiller valga tan poco. Por no decir uno de licenciado —que es a lo que equivale, en el mejor de los casos, aquel bachillerato—. Desde luego. Pero la ausencia de celebración revela también la ausencia de mérito, de reconocimiento. Y de consideración social. No sé cuántos diputados habrá hoy en las Cortes que no sean bachilleres. Pero si sé que hay varios que no son licenciados. ¿Se imaginan a alguno de ellos siendo homenajeado por sus correligionarios por haber logrado, al fin, la tan ansiada licenciatura? ¿Verdad que no? Y es que no les hace ninguna falta —la licenciatura, no el homenaje—.

Por cierto, según consta en los archivos del Congreso, en 1936, cuando logró su segunda acta de diputado, Ramon Súarez Picallo era ya abogado.

ABC, 1 de febrero de 2009

Aquel bachillerato

    1 de febrero de 2009