Aun así, una vez repuesto de mi estupor, quise saber las razones que habían llevado a este hombre cabal a afirmar lo que había afirmado. Y las razones, para mi sorpresa, nada tenían que ver con los progresos realizados en la educación vial, ni con la eficacia disuasoria del carnet por puntos, ni con el endurecimiento del código penal para delitos de esta clase. Por lo recogido en la noticia, el optimismo incontinente de Navarro se sustentaba única y exclusivamente en la tecnología. Según él —y según los especialistas suecos a los que ponía como garantes de su teoría—, dentro de un par de décadas nuestras carreteras y nuestros vehículos habrán alcanzado ya un grado tal de perfección tecnológica que la posibilidad de que se produzca un fallo humano al volante dejará de tener la importancia que tiene ahora. Y, si no la importancia, sí la trascendencia. Dicho de otro modo: seguirá habiendo accidentes, pero esos accidentes ya no provocarán más muertes.
Por supuesto, de concretarse algún día el pronóstico de Navarro, lo primero que habrá que hacer es dar gracias a la ciencia por tantas vidas salvadas. Pero, justo después —o incluso antes de felicitarnos por la dicha—, habrá que empezar a preguntarse por el destino del conductor. Porque no me harán creer que, con tanto adelanto tecnológico, los coches, en 2025, van a continuar necesitando quien los conduzca. Quita, hombre, quita. Además, estoy seguro de que Navarro, aunque se lo calle, lo sabe. Y hasta puede que sea esta la razón por la que afirma que el fallo humano dejará de ser decisivo.
Por lo demás, lo único que cabe lamentar es que todavía falten veinte años para que todo esto se haga realidad. Sobre todo a juzgar por los datos de un reciente estudio, que indican que el 96% de los conductores españoles, de tener que volver a examinarse, suspenderían el examen teórico.
ABC, 8 de febrero de 2009