El volumen 45 de la Obra completa de Josep Pla publicada en Destino es un volumen atípico [1]. Junto a un compendio de las cartas que Pla envió a Josep Vergés, su último y definitivo editor, entre 1942 y 1976, el tomo incluye un centenar de páginas rememorativas del propio Vergés, los índices con el contenido de cada uno de los volúmenes de la Obra completa, y una nutrida muestra de documentos gráficos en la que alternan dedicatorias ilustres de contemporáneos, manuscritos y apuntes del escritor y una selección de fotografías que abarca toda su vida. Entre estas, hay unas cuantas del viaje que Pla realizó a Inglaterra en 1955 en compañía de Vergés y señora. Y entre estas aún, algunas de Londres en las que aparece el escritor pertrechado en una gabardina y coronado por una boina —inmejorable síntesis, tal vez, de lo universal y lo local— frente al 10 de Downing Street. De esta serie existe una instantánea bastante conocida, que puede encontrarse en la red. Pero hay otra que no está y que tiene sin duda mayor relevancia, cuando menos simbólica. En ella se ve a Pla algo más ladeado con respecto a la puerta de la sede del Gobierno de Su Majestad y, a su izquierda, a la señora Vergés y a Jorge Marín.

Jorge Marín era ya por entonces un periodista singular. Instalado en Londres en 1937 como delegado del Departamento de Economía de la Generalitat, una vez terminada la guerra civil y tras un tiempo sobreviviendo a la sombra del Consell Nacional Català de Josep Maria Batista i Roca, se había incorporado al Servicio Español de la BBC. En realidad, Marín no se llamaba Marín, ni Jorge, sino Josep Manyé. Y, en tanto que Manyé, había puesto en marcha en 1947 unos programas radiofónicos quincenales en lengua catalana, los catalan programs, que pronto se habían convertido en la voz en el mundo de la Catalunya con ny y por los que habían desfilado las palabras de muchos escritores del país. Añádase a lo anterior que en aquella década de los cincuenta la firma de Marín había empezado a aparecer en el ya anglófilo y liberal semanario Destino, a cuyo frente se hallaba Josep Vergés, y comprenderán su presencia en la foto del 10 de Downing Street. Y no sólo en esa imagen. También en otra de Pla incluida en el mismo volumen de la Obra completa, en la que se le ve en los estudios de la BBC liando un cigarrillo en presencia de Manyé, mientras este, sentado frente a él, le entrevista para su programa.

Ambas instantáneas constituyen sin duda un ejemplo de la reconciliación entre las dos Cataluñas y, en consecuencia, entre las dos Españas. Manyé y Pla habían luchado en la guerra civil en bandos opuestos. Lo habían hecho a su modo, claro. El primero como delegado de la Generalitat en Londres, donde había organizado una oficina dedicada al intercambio de materias primas; el segundo, como un hombre de Francesc Cambó integrado en el Sifne (Servicios de Información del Nordeste de España), la red de espionaje creada por el general Emilio Mola a comienzos de la guerra civil española y que operaba principalmente en el sur de Francia. Pero todo esto era pasado. Sobre todo para Pla, que había iniciado una nueva vida. Una vida lenta, por decirlo a la manera de otro Pla, Xavier, el cual, basándose en el arranque de un dietario del escritor de 1956 («Esta noche, cuando volvía a casa (a las dos) a pie, con una tramontana fortísima en contra, pensaba que, a veces, la vida parece más larga que la eternidad»), ha titulado así el volumen recién editado por Destino y en el que también se incluyen sendos diarios de 1957 y 1964 —el primero, tan sólo con unas pocas fechas anotadas—. Pero esa vida que al escritor le parece más larga que la eternidad y que tanto contrasta con la que él mismo había llevado en la década de los veinte y los treinta —y, en esta última década, muy especialmente durante la guerra civil— no era en realidad tan lenta. Es cierto que Pla vivía recluido desde hacía años en el Mas de Llofriu. Pero también lo es que ese encierro voluntario era amenizado casi a diario por cenas y largas —y etílicas— sobremesas con los amigos de Palafrugell y contrapunteado de tarde en tarde con escapadas a Barcelona y algún que otro viaje por el mundo pagado por Destino a cambio de crónicas y reportajes —véase el realizado meses antes a Inglaterra—. Vaya, que la tramontana no siempre soplaba en contra.

En todo caso, este dietario de 1956 evidencia —entre otras cosas a las que me referiré más adelante— hasta qué punto Pla había completado ya por entonces su evolución ideológica. De franquista —o, si se quiere, de circunstancial compañero de viaje del nuevo régimen— a antifranquista —o, si se quiere también, a circunstancial compañero de viaje del antifranquismo—. Aunque, más que afirmar que lo evidencia, mejor sería decir que lo confirma, pues la publicación de su epistolario con quien fue el primer editor de sus obras completas, Josep Maria Cruzet (Josep Pla–Josep M. Cruzet, Amb les pedres disperses. Cartes 1946-1962, Destino, 2003), lo había puesto ya de manifiesto. En las anotaciones diarísticas de 1956 las contadas referencias a Franco son de un penchant meridiano: «El mayor daño que ha hecho Franco es instaurar y fomentar, para mantenerse, la inmoralidad en España». O bien: «El asco físico que da Franco me deprime». Por otro lado, a lo largo de ese año la palabra antifranquismo aparece más de una vez para etiquetar telegráficamente el contenido de una charla entre manteles; se suceden los encuentros con Jaume Vicens Vives y su círculo familiar y de amistades; se inicia la relación con Dionisio Ridruejo, y, en fin, el escritor y sus próximos escuchan a menudo las legendarias emisiones en español de Radio París.

Todo ello permite intuir que en el encuentro que Pla tuvo con Josep Manyé en Londres el año anterior —rememorado en parte en un «Calendario sin fechas» publicado en Destino el 6 de junio de 1956, pero del que no hay rastro en la Obra completa, a juzgar al menos por lo que recogen los índices— también debió de hablarse de España y su circunstancia. Desde una mentalidad antifranquista, por supuesto. Lo que nunca sabremos es qué le pasó por la cabeza a Pla el día en que posó con Manyé frente al 10 de Downing Street. Por entonces, aquel 10 los unía, pues no en vano Inglaterra representaba para ambos la democracia liberal por excelencia, el país «sereno y noble, dominado sólo por la idea de libertad individual y el respeto a la persona humana» —por decirlo a la manera de Augusto Assía [2]—. Pero, dos décadas antes, este mismo número de calle sólo identificaba a Manyé; a Pla lo identificaba, eso sí, otro 10, el que le había otorgado el Sifne en su nómina de agentes secretos. Comprendo que el término «agente secreto», aplicado a Pla, pueda parecer no sólo exagerado, sino incluso fuera de lugar. Por agente secreto uno suele entender un individuo con suficiente arrojo y valor como para jugarse la vida a cada instante. No era el caso de Pla, ciertamente —y sí podía ser, en cambio, el del periodista Carlos Sentís, compañero de nómina—. Pero así consta en los papeles. En realidad, la actividad secreta de Pla estuvo ceñida al rapport de los movimientos y pensamientos de los republicanos —catalanes, en especial— en territorio francés y muy alejada, pues, de la de aquel malévolo refugiado con boina que, según Cristina Badosa, su biógrafa, habría hundido barcos fletados por la República. Lo que no quita, por supuesto, que nuestro espía de ocasión realizase su labor escritural con el convencimiento de estar sirviendo a la única causa que merecía a su juicio la pena servir, esto es, la de la España nacional.

Así se desprende, cuando menos, de la exhaustiva y convincente investigación llevada a cabo durante años por el periodista Josep Guixà y recogida ahora en el volumen Espías de Franco. Josep Pla y Francesc Cambó (Fórcola, 2014). Aunque quizá convenga aclarar, antes de proseguir, que el libro de Guixà es mucho más un estudio pormenorizado del Sifne, o sea, del servicio de espionaje financiado por Cambó y dirigido por el exministro de Alfonso XIII Josep Bertran i Musitu, y, en general, del espionaje a favor de la España sublevada, que no, como promete el título, una relación de las andanzas de Pla y el líder de la Lliga durante la guerra civil. Hasta el punto de que en no pocos capítulos se pierde de vista al escritor durante un montón de páginas, ausencias que en el caso del financiero son todavía más acusadas. Esas digresiones, si bien no quitan interés ni valor a la investigación, sí restan agilidad al relato y producen de vez en cuando en el lector cierta sensación de desconcierto.

Sea como fuere, insisto, Espías de Franco ha llenado muchas de las lagunas insertas en la biografía que Cristina Badosa dedicó en su momento a Pla [3] y ha precisado la función del agente número 10 en la estructura del Sifne y, de modo general, en su peregrinaje como exiliado. Pero, al margen de esos aspectos, el rastreo de Guixà por archivos y hemerotecas y su cotejo de numerosos textos anónimos de distintas épocas con otros firmados por el escritor han trazado un perfil del personaje que, si bien no puede considerarse del todo novedoso, sí acentúa lo que podríamos denominar su faceta más ideológica. Para entendernos: así como Gaziel —por poner un ejemplo de periodista exiliado próximo también a Cambó y colaborador de la oficina de propaganda dirigida por Joan Estelrich en París— tuvo casi siempre en la cabeza no volver a poner los pies en España —otra cosa es que se viera obligado a ponerlos a mediados de 1940 ante el avance de las tropas alemanas—, Pla, por lo que ahora sabemos gracias en buena medida al libro de Guixà, parece en todo momento un periodista en busca de destino en el nuevo régimen en construcción. De un destino seguro, sobra añadirlo. El reencuentro con su viejo amigo y mentor Manuel Aznar a finales de 1937 en Biarritz y, sobre todo, su colaboración un año más tarde en el Diario Vasco —antesala de su toma de posesión, en enero de 1939, como director y subdirector, respectivamente, de una Vanguardia ya española— demuestran sin duda alguna ese propósito, aunque sólo sea por la ascendencia que Aznar tenía ya por entonces en las altas instancias del régimen.

Sabido es que, a Pla, la cosa le salió mal. Lo de La Vanguardia duró apenas unos meses y también fracasaron sus postreros intentos de reenganche, como el exhumado por Arcadi Espada gracias a la gentileza de Javier Aznar, biznieto del antiguo director de El Sol. Me refiero a la carta que Pla mandó a su protector el 28 de abril de 1939, en la que, aparte de informarle del inminente desembarco de Luis Galinsoga en la cabecera de los Godó y de su intención de abandonar el periódico y retirarse «al pueblo», le rogaba encarecidamente que le echara una mano [4]. O sea, que pidiera a sus amigos que le «quitar[an] de en medio» a quien calificaba sin ambages de «enemigo», esto es, a Galinsoga, o que, de lo contrario, le buscara a él un destino fuera del país, además de colocarle «algún artículo inactual (…) en algún papel. Abc, por ejemplo». Todo en vano, claro. Pla iba a recluirse en el puerto de Fornells, y luego en La Escala y en el propio Mas de Llofriu, donde empezaría una nueva vida, a la sombra de Destino, la revista fundada en Burgos en 1937 por Ignasi Agustí y Vergés. Un destino distinto, ciertamente, al que había estado buscando en años anteriores, pero destino al cabo.

Porque lo que Espías de Franco pone de manifiesto —a pesar de los intentos de Xavier Pla por relativizarlo— es que Josep Pla, en los años republicanos, no sólo obedeció a quien le pagaba —Cambó, en su caso—; también a otras banderas no tan catalanistas. Su relación con quienes acabarían fundando Falange Española —o sea, con José Antonio Primo de Rivera, Rafael Sánchez Mazas y Eugenio Montes, entre otros, a los que conoció y trató en la redacción de El Sol de los primeros compases republicanos, dirigido de nuevo por Manuel Aznar— no sólo estaba ya en parte documentada, sino que hasta el propio Pla se había referido a ella recién terminada la guerra en distintas tribunas. Aparte de ampliar esos testimonios, Guixà los ha corroborado filológicamente. Es decir, ha corroborado que la relación de Pla fue mucho más allá de las tertulias. Determinados adjetivos, determinados giros, determinadas imágenes extraídas de no pocos artículos sin firma aparecidos entre 1934 y 1936 en publicaciones como Falange Española y Arriba son inequívocamente suyos. Por supuesto, esas colaboraciones pueden ponerse en paralelo con otras de la misma época, como por ejemplo las que Pla realizó y firmó en Las Provincias en 1932 y 1933 y en Heraldo de Aragón en 1932. Quiero decir que, más allá de su contenido, no dejaban de constituir una suerte de gagne-pain que añadir al que le reportaba su corresponsalía madrileña para La Veu de Catalunya y que, según confesaba apenado el propio periodista, resultaba más bien parvo. Pero no es lo mismo —y no lo era ya por entonces— colaborar en dos cabeceras de provincias conservadoras y más o menos próximas a la política de la CEDA que hacerlo en las de la naciente y beligerante Falange. De ahí el anonimato, sin duda. Aunque el progresivo desapego de Pla hacia la política catalana del momento —a fines de 1932 le confesaba ya a Aznar que la situación en Cataluña le interesaba «cada vez menos» debido a la creciente «saturación de provincianismo» y a la fatiga que le producía el «caotismo» reinante— permiten aventurar que la solución a lo que para él era un régimen en crisis no pasaba necesariamente por la alternancia en el gobierno. Una visión de la realidad que no podía más que acrecentarse años más tarde en aquel exilio al que le había llevado la guerra civil.

En más de una ocasión, Arcadi Espada ha insistido en que a Pla le faltaron un par de [pongan aquí lo que proceda] para ser un gran escritor europeo. De una parte, en tanto que memorialista —su obra, al fin y al cabo, no es sino una descomunal memoria del siglo XX y de su paso por él—, le faltó abordar el periodo del que trata precisamente el libro de Guixà, con sus antecedentes y sus derivaciones. El espacio reservado a esa clase de asuntos en su magna Obra completa no sólo es de lo más exiguo; es que encima resulta en gran medida anecdótico. De otra parte —y en eso Espada coincidía con la sentencia formulada por Gabriel Ferrater en 1967 [5]—, le faltó abordar el problema de la intimidad. Pues bien, gracias a Espías de Franco y a los tres dietarios incluidos en La vida lenta, puede decirse que ambas lagunas empiezan a estar subsanadas. En especial la primera, aun cuando, por supuesto, no es lo mismo saber de las andanzas de Pla durante la guerra gracias a la labor investigadora de un periodista, por exhaustiva que esta sea, que tener conocimiento de ellas mediante la confesión del propio protagonista. En cambio, esa intimidad que el escritor ocultó celosamente en vida ha ido aflorando poco a poco después de su muerte [6]. Poco a poco, pero no del todo. Xavier Pla, en el artículo ya citado, revelaba la existencia de un dietario de principios de 1936, del que reproducía algún fragmento, al tiempo que daba a entender que la Cátedra que él mismo dirige y que trata directamente con el propietario de los derechos de autor —Frank Keerl, sobrino de Pla— había decidido que no merecía la pena publicarlo. Pero, incluso admitiendo que carezca de interés editarlo, quedará todavía por exhumar parte de su correspondencia y, en particular, la cruzada con Aurora Perea, su amante. Esa Aurora que desde 1948 reside en Buenos Aires y cuya presencia es obsesiva en el dietario de 1964, como lo era ya, por cierto, en los de 1965 y 1966, que su editor de entonces, Josep Vergés, mutiló sin piedad, según propia confesión [7].

Sea como fuere, las tres patas de esa Vida lenta de reciente aparición tienen, a mi modo de ver, muchísimo más interés del que suele atribuirse por lo general a esa clase de textos. El hecho de que no hayan sido sometidos a proceso alguno de reelaboración, que se editen, pues, en su estado primigenio, con la prosa de agenda que les caracteriza, acostumbra a enfriar el ánimo de muchos lectores. Es comprensible. Leer día tras día que Pla cena en un mismo restaurante de Palafrugell; leer día tras día lo que come, y si estaba bueno o no; leer día tras día que el insomnio y un exceso de alcohol le mantienen en vilo toda la noche, puede llegar a fatigar a cualquiera. Por no hablar de la acostumbrada lista de comensales o de visitantes del Mas Pla, o de sus problemas con la dentadura y ese indómito râtelier. Y, más adelante, verle escribir, también día tras día, «nada de A.», aunque de tarde en tarde llegue carta de Aurora, carta que lee y relee, como hace con las antiguas, acaso para no perder el roce y su recuerdo. Todo eso, repito, puede fatigar a cualquiera. Y, en cambio, es esa costumbre —tan apreciada por otro escritor coetáneo, César González-Ruano, «por lo que tiene de formación de un orden»— lo que resulta fascinante de esos apuntes a pie de vida. Porque en ella va dibujándose la personalidad del hombre sin aditivos literarios, sin corsés pudorosos, sin retórica alguna. En el prólogo otoñal que escribió para otros diarios de parecida factura —los correspondientes a 1967 y 1968, publicados por primera vez en el volumen 39 de su Obra completa, meses después de su fallecimiento, y titulados Notes per a un diari—, Pla insistía en el carácter eminentemente primario de esos apuntes: «Todo es directo, insinuado tan sólo, sin grosor y sin pensar en adjetivos brillantes. Casi vulgar» [8]. Cierto. También ocurre con esos textos que conforman La vida lenta, excepto en las fechas postreras de 1957, donde lo telegráfico cede por unos días el puesto a una prosa más reposada, más trabajada. Pero esa vulgaridad no impide que uno encuentre aquí y allá ciertas perlas, que ningún devoto de Pla dudará en consignar como propias del escritor. Basten un par de ejemplos para evidenciarlo, ambos de 1956. Por un lado, esta descripción del 9 de junio: «A media tarde empieza a llover una lluvia menuda, insidiosa, que moja —que me recuerda a la lluvia primaveral de París» [9]. Por otro, esta observación del 19 de noviembre: «(En este momento se me acaba la tinta.) Se lo digo a mi madre y responde: “Nosotros también nos acabamos”» [10].

En efecto. Pla también se acabó un 23 de abril de 1981. Pero, desde entonces —y han pasado ya cerca de 34 años—, su vida y su obra no han cesado de crecer y de interesar a un número cada vez mayor de lectores, en particular fuera de Cataluña. La aparición casi conjunta del ensayo de Guixà y de los tres dietarios de La vida lenta se inscribe en este proceso y corrige en buena medida las dos grandes lagunas que ese memorialista impenitente y excelente escritor dejó al morir. Celebrémoslo, pues. Hay de qué.

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[1] Josep Pla, Imatge Josep Pla, a cura de Josep Vergés, OC 45, Barcelona, Destino, 1984.

[2] Augusto Assía, Cuando yunque, yunque. Cuando martillo, martillo, Barcelona, Libros del Asteroide, 2015, p. 245.

[3] Cristina Badosa, Josep Pla. Biografia del solitari, Barcelona, Edicions 62, 1996. (Existe traducción castellana en Alfaguara, de 1997.) Teniendo en cuenta que la fuente principal de la obra fue Adi Enberg, pareja sentimental del escritor y compañera de expatriación y espionaje, las lagunas afectan sobre todo a aquellos episodios en los que Pla y Enberg andaban cada uno por su lado, como los de París o Biarritz en lo concerniente al escritor. De todos modos, el libro de Guixà aclara también más de un claroscuro de los periodos de convivencia —como, por ejemplo, la larga estancia en Marsella en los primeros meses de exilio—.

[4] Véase Arcadi Espada, «Y comenzarán las venganzas», El Mundo, 5-10-2013.

[5] «Su reticencia respecto a la intimidad es lo que le impidió ser un gran autor a nivel europeo». La cita proviene de los apuntes tomados por Joan Alegret de una conferencia sobre Josep Pla dictada por Gabriel Ferrater en la Universidad de Barcelona el 8 de mayo de 1967. El original catalán ha sido publicado en Gabriel Ferrater, Tres prosistes, Barcelona, Empúries, 2010, p. 119.

[6] Aquí también cabría objetar, claro, que no es lo mismo lidiar con esa intimidad en vida que hacerlo póstumamente. Aun así, que Pla guardara esos y otros diarios íntimos entre sus papeles y no los arrojara al fuego da a entender que les otorgaba un determinado valor, fuese cual fuese este.

[7] Véase Arcadi Espada, Notas para una biografía de Josep Pla, Barcelona, Omega, 2004, p. 15.

[8] Josep Pla, El viatge s’acaba, OC 39, Barcelona, Destino, 1981. Por cierto, ahora que Destino ha publicado esos diarios de La vida lenta en el original catalán y también traducidos al castellano, sería de agradecer que hiciera pronto lo propio con los de 1965, 1966, 1967 y 1968, editados únicamente en catalán. 

[9] Josep Pla, La vida lenta, Barcelona, Destino, 2014, p. 74. 

[10] Josep Pla, La vida lenta, op. cit, p. 153.



(Revista de Libros)

Las lagunas de Pla

    21 de abril de 2015
Dentro de apenas dos meses va a cumplirse una década de la publicación del manifiesto que dio origen a Ciudadanos. “Por un nuevo partido político en Cataluña”, se llamaba. De aquel texto ha quedado para la memoria su carácter marcadamente beligerante con el nacionalismo. Es natural, teniendo en cuenta lo que ha hecho el nacionalismo en estos diez años con Cataluña y, en general, con España. Pero el texto era mucho más que esa toma de posición. Era también una denuncia de la corrupción, una exigencia de regeneración de la clase política, una apuesta por la vuelta al principio de realidad y un llamamiento a los ciudadanos para que impulsaran un nuevo partido político. Un año más tarde, ese partido veía la luz. Y hoy, transcurrida casi una década desde entonces, la criatura no sólo ha crecido sana y fuerte, sino que, lejos de limitar su actividad a Cataluña, la ha ampliado al conjunto de España.

Esa vocación española, conviene precisarlo, estaba ya en los genes del partido, por más que no encontrara su pleno desarrollo hasta este último año. Y en lo que a Baleares se refiere, hasta estos últimos meses -hubo intentos con anterioridad, es cierto, pero ninguno fructificó–. Ahora Ciudadanos ha vuelto para quedarse. Mejor dicho, para quedarse y para gobernar. Porque Ciudadanos, tal como anticipan todos los sondeos, es ya en potencia un partido de gobierno, un partido que, del mismo modo que aspira a gobernar España pensando en Baleares, aspira a gobernar Baleares pensando en España.

Y a hacerlo, claro, desde ese principio de realidad al que antes aludía. Es decir, pensando en los ciudadanos –en todos los ciudadanos–, en sus necesidades, en sus problemas, en sus inquietudes, en sus anhelos. En definitiva, pensando en el bienestar y la prosperidad de los habitantes de estas islas. Ese principio de realidad –no estará de más recordarlo– resulta indisociable del de responsabilidad. Es responsable el que no promete la luna, sino sólo lo que objetivamente está en condiciones de cumplir. Y es responsable el que sólo gasta lo que tiene en la caja y, encima, de forma justificada.

Por desgracia, los viejos partidos –que en Baleares son casi todos– han contribuido con su quehacer a que la palabra “política” sea considerada un espantajo. La corrupción y la crisis han tenido mucho que ver en ello. Sin embargo, los estragos que una y otra han causado han supuesto también, por contraste, una oportunidad para que aflorara la voz de quienes siguen creyendo en la necesidad de la política y están comprometidos con la regeneración de este país. O, si lo prefieren, para quienes consideran que los problemas de la democracia sólo pueden resolverse con más democracia.

Este es el caso de Ciudadanos. Un partido joven, transformador, heredero de los valores de libertad, justicia y concordia de la Transición y, en consecuencia, vertebrador de esa nación de libres e iguales consagrada en nuestra Carta Magna. Y un partido necesario, por cuanto no existe ninguno en estos momentos con capacidad semejante para proponer y llevar a cabo las reformas que Baleares y España precisan. Unos, porque están atados por sus corruptelas y sus corrupciones; otros, porque sus propuestas no persiguen, al cabo, sino la ruptura del marco legal y de la convivencia entre españoles. Que esa necesidad pueda saciarse depende ya tan sólo de los electores.

Xavier Pericay, candidato a la Presidencia del Gobierno Balear por Ciudadanos

(Publicado en El Mundo-El Día de Baleares)

El partido necesario

    18 de abril de 2015
A partir de hoy, y hasta nueva orden, este blog sólo estará puntualmente activo.

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    13 de abril de 2015


(Julián Marías, "La revolución personal", Abc [edición de Madrid], 15-6-1937)
La querencia de Artur Mas por la analogía en su empeño por explicar las bondades de la independencia de Cataluña empieza a resultar, además de grotesca, tremendamente sintomática. La semana pasada les recordaba aquí mismo el cartel electoral de Moisés guiando al pueblo. Con anterioridad, el presidente de la Generalitat había echado mano del viaje a Ítaca, inducido por la insoportable salmodia de Lluís Llach. Y luego llegaron los Gandhi, Martin Luther King o Nelson Mandela, sacados a colación a modo de faros o, incluso, de «alter egos». Por supuesto, tampoco han faltado en este campo los países. Piénsese en aquella Escocia que no pudo ser. Por no hablar de Kosovo. O de la Dinamarca soñada. Y ahora le ha llegado el turno a Estados Unidos. A Mas le parece que el caso catalán es semejante al de los Estados Unidos: si estos «se emanciparon de su metrópoli, el Reino Unido, y tuvieron claro que su camino era de futuro, era un camino de libertad», ha declarado en su reciente visita a Nueva York, pues nada, los catalanes, a su juicio, están en lo mismo. Y hasta se ha entregado al obsceno paralelismo de 11-S: su 2001, nuestro 1714, ha afirmado.

Dejemos a un lado el sonrojo y la vergüenza ajena que semejantes comparaciones deben de provocar en cualquier ciudadano de Cataluña, para centrarnos, como indicábamos al principio, en lo que tiene de sintomático esa necesidad analógica en la que cae y recae el presidente de la Generalitat. La analogía es un báculo, un punto de apoyo en la confección de un discurso, por cuanto permite llegar con antelación y de forma mucho más eficaz al objetivo buscado. Pero, por eso mismo, la analogía es el arma predilecta de predicadores de toda laya, embaucadores profesionales y políticos populistas. Del mismo modo que supone un atajo en el tiempo, lo supone en el razonamiento. Basta con que los términos o los conceptos puestos en relación difieran en sus fundamentos para que la operación y su propósito constituyan un fraude de ley. O, en lo que aquí nos ocupa, para que todo el mundo se aperciba de la inanidad del personaje y de la bochornosa inconsistencia de sus delirios.

(ABC, 11 de abril de 2015)

La independencia analógica

    11 de abril de 2015
Cerrado por vacaciones. Volvemos el sábado 11

    7 de abril de 2015
Uno ya sabe, para qué engañarse, lo que cabe esperar del cumplimiento de un programa electoral. Pero, aun así, su lectura sigue siendo recomendable, pues permite hacerse una idea más o menos cabal de las inquietudes del electorado al que van dirigidas sus propuestas. En este sentido, cuanto más amplio sea ese electorado, más consistencia deberían tener esas propuestas, aunque sólo fuera porque responden a un sentir mucho más general. Tal vez por ello, en la pasada campaña de las elecciones al Parlamento andaluz me llamó la atención que tanto el Partido Socialista como el Popular —las dos fuerzas que acaparaban por entonces la gran mayoría de los sufragios— coincidieran en reclamar un pacto educativo. Y que lo mismo hicieran dos formaciones aspirantes a entrar en la Cámara autonómica, Ciudadanos y UPyD. Es verdad que ni Izquierda Unida, con representación parlamentaria, ni Podemos, a la que todos los sondeos pronosticaban una importante presencia en el Parlamento futuro, como así ha sido, hablaban de pactos educativos. Pero, si bien se mira, tampoco resultaba sorprendente. Para llegar a acuerdos, o como mínimo para intentarlo, hay que aceptar primero las reglas del juego democrático, y no parece que ninguna de estas dos fuerzas políticas esté por la labor de hacerlo.

Por supuesto, que ello ocurriera en Andalucía tampoco era casual. Según el último informe PISA (2012), esta Comunidad tiene el triste honor de figurar en el furgón de cola español ¬—junto a Extremadura, Murcia y Baleares— en lo que al rendimiento académico de nuestros jóvenes quinceañeros se refiere. Pero una cosa es que la educación fuera una preocupación para quienes aspiraban a gestionar la cosa pública en Andalucía, y otra muy distinta que la solución al problema debiera pasar por un pacto educativo. O, en otras palabras, por un acuerdo entre las partes a fin de enderezar el rumbo de la enseñanza en la Comunidad y superar de una vez por todas la inestabilidad que conllevan los constantes cambios legislativos y las políticas que de ellos se siguen.

Llegados a este punto, conviene precisar un par de aspectos. Cuando hablamos de pacto, y por más que hayamos tomado como ejemplo las recientes autonómicas andaluzas, nos referimos por igual al que puede llegar a establecerse en una Comunidad cualquiera dotada de competencias para legislar —Andalucía en este caso¬— que a uno que afecte al conjunto del Estado, esto es, a un pacto de Estado. Al fin y al cabo, y por seguir con PISA, el nivel educativo de los jóvenes españoles continúa estando por debajo de la media de la UE y muy por debajo de la de la OCDE, es decir, de la de los países económicamente desarrollados. Y en cuanto a la tasa de abandono temprano de la educación y la formación, si bien ha ido reduciéndose en los últimos años, permanece a años luz de los estándares europeos —según los indicadores del Ministerio de Educación, en 2013 era de un 23,5%, cuando el límite fijado por la UE para 2020 es de un 10%—. Existen, pues, razones más que suficientes para tratar de ponerle remedio, con pacto de Estado o sin él.

El segundo aspecto que conviene precisar es el de las partes. O sea, qué se entiende por partes cuando hablamos de educación. Antes, la enseñanza, y en particular la pública, era cosa de maestros y profesores. O sea, de enseñantes. Ahora es cosa de la llamada comunidad educativa; a saber: enseñantes, psicopedagogos, equipos directivos, asociaciones de padres de alumnos, sindicatos docentes y estudiantiles, y hasta personal administrativo. Sobra añadir qué clase de acuerdos pueden salir de ese batiburrillo de intereses, capacidades y pareceres. Claro que por encima de esos agentes educativos —así se les llama hoy en día en la jerga del sector— se hallan en teoría nuestros representantes políticos, que son, en definitiva, quienes terminan legislando y velando por el cumplimiento de esa legislación.

Y si esos representantes aspiran a alcanzar algún día un pacto de Estado de Educación deberán resolver ante todo una serie de disyuntivas, por cuanto, de no hacerlo, cualquier intento de acuerdo será baldío. La primera es la que se plantea entre libertad e igualdad o, si lo prefieren, entre calidad y equidad. En las tres últimas décadas el dilema se ha resuelto a favor del segundo de los elementos. Admitamos que era necesario, que las condiciones de la enseñanza pública en España después de una larga dictadura y, en especial, tras la prolongación de la escolaridad obligatoria hasta los 16 años así lo requerían. Pero en estos momentos si de algo carece nuestra enseñanza es de calidad. Basta echar una ojeada de nuevo a PISA 2012 para convencerse de ello. Así como en equidad estamos prácticamente en la media de la OCDE, en calidad nos hallamos bastante por debajo de ese mismo promedio. Esa primera disyuntiva, pues, debe solucionarse devolviendo al esfuerzo y al mérito, esto es, al cultivo de la inteligencia, un lugar primordial en la escala de valores de nuestro sistema de enseñanza.

Un segundo dilema que habrá que afrontar es el del profesorado. Habrá que decidir, en efecto, si los maestros y profesores deben seguir teniendo ese papel vicario que les ha sido asignado en el conjunto de la llamada comunidad educativa o si, por el contrario, deben recuperar su función cenital, esa «auctoritas» que jamás deberían haber perdido. Lo que comportaría, por cierto, dotarles de una formación tan adecuada como exigente.

Y la tercera y no por ello menos importante disyuntiva es la que afecta a las competencias educativas. Consiste en decidir si hay que dejarlas, como hasta ahora, en manos de las Comunidades, o si hay que devolverlas al regazo del Estado. Entre otros motivos, por la permanente deslealtad que los gobiernos nacionalistas de algunas Comunidades tienen para con el Estado del que forman parte.

Sin la previa resolución de esas disyuntivas, cualquier intento de pacto de Estado estará condenado al fracaso. No del pacto en sí, que acaso pueda alcanzarse, sino de su objeto: el rescate de la educación en España, y su consiguiente y apremiante mejora.

(ABC, 6 de abril de 2015)

El pacto educativo

    6 de abril de 2015


(Rafael Martínez Gandía, "Una conversación con Sigfrido Blasco", Crónica, 24-8-1930)
JM Nieto firmaba ayer en este diario una sabrosa «Fe de ratas» en la que podía verse a Artur Mas cruzar una y otra vez un Rubicón serpenteante al grito de «Alea jacta est». Para quienes hemos seguido la larga marcha emprendida por el actual presidente de la Generalitat desde el día aquel en que se creyó la reencarnación de Moisés, el sentido de la viñeta no puede ser más diáfano: una y otra vez Mas ha ido cruzando la línea que separa la legalidad de la ilegalidad, la Cataluña constitucional de la Cataluña irredenta, la convivencia del enfrentamiento, la democracia en libertad de la utopía totalitaria. Y cada uno de esos pasos –realizados mediante declaraciones solemnes, hojas de ruta, pactos soberanos o amaños de consulta– le ha devuelto fatalmente al punto de partida por efecto del trazado ondulante de esa línea de demarcación. Esta semana, sin ir más lejos, hemos asistido a un nuevo episodio de este género: la difusión de una «Hoja de ruta unitaria del proceso soberanista catalán», que cuenta con el aval de CDC, ERC y sus extensiones de «agitprop» –ANC, Òmnium y AMI–. Es decir, lo de siempre, si bien algo mermado en lo que a fuerzas políticas se refiere. Pero también hemos tenido conocimiento de una llamada «Declaración municipalista de Cervera», auspiciada por la AMI, en la que se insta a los electos de los comicios locales del 24 de mayo a rendir vasallaje, en su acto de toma de posesión, al Gobierno que vaya a surgir de las elecciones del 27 de septiembre, a fin de «ejercer la autodeterminación de nuestro pueblo y proclamar, junto a todas nuestras instituciones, el ESTADO CATALÁN, LIBRE Y SOBERANO». Comprendo que a muchos lectores semejante propósito no les sorprenda lo más mínimo. Pero que ya nada alcance a sorprendernos en la política catalana actual no significa que haya que permanecer impasibles ante los constantes desafíos del nacionalismo. Sobre todo cuando lo que está en juego es la integridad del Estado, garante de nuestra condición de ciudadanos libres e iguales. A las instituciones de ese Estado compete, pues, la responsabilidad de actuar para impedir que esas amenazas de hoy puedan llegar a cumplirse mañana.

(ABC, 4 de abril de 2015)

El Rubicón catalán

    4 de abril de 2015
Veo a la llamada prensa de referencia y a sus innúmeros opinadores bastante escandalizados con la revelación de que la Generalitat catalana computa la hora de recreo de sus centros de enseñanza como hora educativa. La revelación proviene de un auto del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) que desestima el recurso del Departamento de Educación contra una sentencia del propio TSJC de diciembre pasado en la que se obligaba a la Administración catalana a indemnizar con 3.000 euros a la familia de una niña que no había sido escolarizada en castellano cuando cursaba P4, o sea, en segundo año de educación infantil. El recurso en cuestión alegaba que a esa edad el aula y el patio, tanto monta, monta tanto. Que todo es educación, vaya, y que si a la niña el castellano no se le aparecía por ningún lado cuando estaba bajo techo, ya se le aparecería al aire libre, allí donde los instintos maternos –la lengua, entre ellos– se manifiestan sin cortapisas. Ante ello, el auto remite a una sentencia de julio de 2011 en la que, aparte de recordarse que la Administración no puede regular el uso de las lenguas en el tiempo libre de los alumnos, se afirma que no puede confundirse el horario lectivo con el tiempo de recreo, que son dos cosas distintas por más que ambas cumplan una función educativa.

Pues no. O, en todo caso, eso debía ser antes de la tragedia. O sea, de la revolución pedagógica. Desde el advenimiento de la LOGSE (1990), e incluso desde la LODE misma (1985), todo es educación y nada es enseñanza. Sobre todo en los niveles donde el maestro ejerce su ley. De resultas de ello, lo que los pedagogos llaman sin rubor alguno «segmento de ocio» y que el común de la gente conoce como «recreo» o como «patio», difiere más bien poco de lo que siempre se ha llamado «la clase». Es más, en Cataluña, ese batiburrillo educativo ha facilitado enormemente la generalización impositiva del monolingüismo en el conjunto del recinto escolar, recreo incluido, tal y como rezaba aquella circular del Departamento de 2004: «No basta con que toda la enseñanza se haga en catalán: debemos recuperar el patio, el pasillo, el entorno». Dados los precedentes, me parece muy bien que los autos y las sentencias vayan poniendo las cosas en su sitio. Pero que nadie se rasgue ahora las vestiduras. Hace mucho tiempo que el barco zozobra. Y es lícito imaginar que ya nada ni nadie podrá reflotarlo.

El recreo educativo

    1 de abril de 2015