Todos tenemos nuestras fijaciones. Algo sobre lo que volvemos y volvemos y volvemos, como si no existiera otra cosa en el mundo. Tal vez la más extendida de las fijaciones sea el fútbol. Mejor dicho: el Barça, o el Madrid —o el Español, si me apuran—. Para quienes la disfrutan o la padecen, nada late, nada se mueve, nada se distingue fuera de ella; nada existe, en una palabra. Pero también hay fijaciones más modestas, menos compartidas. Por ejemplo, la de Ignacio Buqueras con los horarios. Buqueras lleva años y años aportando sus buenas razones —ayer mismo reincidía en estas mismas páginas, a propósito del partido de Copa entre Barcelona y Madrid— para que España adapte sus horarios a los de la Europa civilizada; y nada, ni caso. Claro que ninguna fijación como la de Jordi Pujol con la lengua de los camareros. Hace años se lamentaba el hombre de que uno no pudiera pedir en un restaurante de por aquí un «pollastre rostit» sin que el camarero pusiera cara de póquer o respondiera a la solicitud con un «No entiendo». Y el pasado martes, en la televisión pública catalana —su casa, en definitiva—, el ex presidente volvía a la carga afirmando que en Cataluña «no puede haber independencia mientras el camarero de Puigcerdà le hable en castellano al negro que habla como Pompeu Fabra». De lo que se deduce que, a su juicio, la independencia llegará el día en que los catalanohablantes —demos por hecho que el camarero de Puigcerdà, aunque no sea negro ni hable como Pompeu Fabra, lo es— se dirijan en catalán a los inmigrantes a los que previamente se ha sometido a la debida inmersión en el idioma de la tribu. Lo cual, sobra decirlo, no augura nada bueno para el sector. Si la independencia depende en último término de la lengua de los camareros, ya me veo al Govern preparando una ley ómnibus para meterlos en vereda. Y cuidado si son de Puigcerdà, que o mucho me equivoco o les va a tocar formar parte del plan piloto.

ABC, 28 de enero de 2012.

La lengua de los camareros

    28 de enero de 2012
Decididamente, las protestas de los Mossos d’Esquadra contra los recortes del Departamento de Interior han soliviantado al personal del establishment nacionalista. Desde el mismísimo ex presidente Pujol hasta los más insignificantes masticadores de opinión, pasando por los másteres del universo mediático local —dependientes en su integridad, por activa o por pasiva, del erario público—, todos han criticado, con mayor o menor virulencia, a las fuerzas del orden autonómicas. Eso de atender a los ciudadanos sólo en castellano les ha parecido intolerable. Y no digamos ya el remate: la exhibición a plena luz del día de banderas españolas, acompañada del canto del «Que viva España», en un acto de Artur Mas en Lloret de Mar, acto que, para más inri, era de exaltación del «ADN y el núcleo duro del país» —esto es, desde Pasqual Maragall, de la lengua catalana—. Seguro que si los concentrados, en vez de exhibir lo que exhibieron y de cantar lo que cantaron, hubiesen recibido al presidente de la Generalitat con unos cuantos «calvos», la cosa no hubiera ido más allá de un pie de foto; al fin y al cabo, los culos no tienen lengua. Ni siquiera los catalanes, que se sepa.

Pero, de todas las reacciones habidas en el corral, ninguna tan instructiva como la de la columnista Rahola. Tras elogiar la actitud del sindicato corporativo, contrario a las medidas de protesta, la tomaba con las sucursales de UGT y CCOO en la policía autonómica. «¿Qué les ha pasado?», se preguntaba. ¿Cómo es posible que hayan secundado una acción de esta naturaleza, si «han sido siempre serios en la lucha a favor del idioma»? En efecto, ¿cómo es posible que un estómago agradecido olvide de pronto quién le da de comer? ¿Será que ya no le dan como antes? ¿Será que las bases ya no obedecen a sus cuadros? Es verdad que, a estas horas, las aguas sindicales ya han vuelto a su cauce. Pero se desbordarán de nuevo. Dos años de recesión no pasan volando.

ABC, 21 de enero de 2012.

¿Qué les ha pasado?

    21 de enero de 2012
Quienes conocen al consejero Andreu Mas-Colell tienden a afirmar que se trata de una de las mejores cabezas del actual Gobierno de Cataluña, por no decir la mejor. Y dado que el mencionado gobierno fue calificado en su día, con general aprobación —o, al menos, con nulo disentimiento—, de «gobierno de los mejores», es de suponer que dicha cabeza no sólo es la mejor de las mejores, sino que encima es pensante. Yo no tengo por qué dudarlo y ahí está, por lo demás, el currículo del consejero para confirmarlo, lo mismo en el ámbito público que en el privado. Ahora bien, yo también sé que ese hombre tiene entre sus haberes el haber sido comunista de joven y convergente de mayor. Y esa combinación, por distinta que sea la naturaleza de cada cual, suele derivar en una solución tóxica, corrosiva y, en definitiva, profundamente intolerante. Recordará tal vez el lector el acto de afirmación nacionalista que el entonces consejero de Universidades encabezó hace una década ante los juzgados de Tarragona en apoyo del imputado rector Arola; terminó con el canto de «Els Segadors» y con alguno de los presentes extendiendo orgulloso los cuatro deditos. Pues bien, este miércoles «The New York Times» publicó una carta de Mas-Colell en la que este replicaba a un artículo del periódico sobre la responsabilidad de las Comunidades Autónomas, y en especial de la Generalitat, en los problemas fiscales españoles. Y en la que afirmaba: «No todo el mundo en España está reconciliado con la transformación post-Franco del país», en alusión a una presunta tentación involucionista. Podía haber hablado, claro, de limitar el desarrollo autonómico. O de centralizar la economía. O incluso de recentralizarla. Y hasta podía haber aludido, vagamente, a algunos principios consagrados por la Constitución. Pero no. Había que sacar el muerto a pasear. ¡Ah, qué sería de su vida, y de la de tantos otros como él, si no existiera Franco, ese hombre!

ABC, 14 de enero de 2012.

Ese hombre

    14 de enero de 2012
Por más que el nacionalismo de por aquí, en cualquiera de sus múltiples variantes, haya convertido a Madrid en el culpable de cuantos males aquejan a los pobres y desdichados catalanes, el verdadero chivo expiatorio, el que recibe los insultos y las pedradas de nuestros almogávares —quizá porque siempre es más fácil tomarla con el débil que con el fuerte—, no es Madrid; son Andalucía y Extremadura. En efecto, ¿qué sería de la Cataluña nación sin el sur? ¿Qué sería de la clase política catalana si no hubiera hecho de la inmigración —del fenómeno inmigratorio, como gustan decir los profesionales de la cosa, tal que si se tratara de un personaje de feria— el eje de sus discursos? Y, si no, que se lo pregunten a Jordi Pujol, que en 1976 escribía —en catalán, claro—: «El hombre andaluz no es un hombre coherente, es un hombre anárquico. Es un hombre destruido (…) Si por la fuerza del número llegara a dominar, sin antes haber superado su propia perplejidad, destruiría Cataluña». O a Heribert Barrera, que amplió incluso el abanico y metió en este sur a todo el que no fuera catalanohablante, viniese de donde viniese. O a Josep Antoni Duran Lleida, que la emprendió en la última campaña electoral con los jornaleros andaluces y extremeños, a los que afeó su alcoholismo subsidiario. Pero, junto a esas puyas racistoides, nuestros políticos —y en especial los de izquierda— han practicado, con respecto al sur, un doble lenguaje acaso mucho más deleznable. Por un lado, aceptación del peaje identitario, concretado en la imposición del catalán como única lengua institucional. Por otro, reivindicación de unos orígenes sureños, de primera, segunda o tercera generación. Primero fue el mudo Montilla, descubriendo que había nacido en Iznájar (Córdoba). Y ahora la gárrula Chacón, yéndose a Olula del Río (Almería), pueblo natal de su padre, a ofrecerse como candidata a la secretaría general del PSOE. ¡Ah, si el sur no existiera!

ABC, 7 de enero de 2012.

El sur de Cataluña

    7 de enero de 2012
«Europa no es menos soberanía; es más soberanía, porque es más capacidad de actuar. Se defiende mejor la soberanía con aliados que solos. (…) Europa ya no es una elección, es una necesidad». Lo dijo Nicolas Sarkozy el pasado 1 de diciembre en Tolón, durante el discurso en que reclamó un nuevo tratado europeo, con Alemania y Francia a la cabeza, y en que fijó las líneas maestras de lo que será la política francesa en el próximo quinquenio si una mayoría de sus conciudadanos le vuelve a dar su confianza en las urnas. Por supuesto, esa referencia a la salvaguarda de la soberanía, e incluso a su incremento, no era sino una respuesta valiente y resuelta, propia de un estadista, a quienes desde distintas zonas del arco político francés —y muy especialmente desde la extrema derecha, encarnada por el Frente Nacional de Marine Le Pen— reclaman que Francia se desgaje de una vez por todas de la unión monetaria, cuando no de Europa misma. Es más, no sólo las palabras apuntaban en esa dirección; también el atrezo utilizado. Baste indicar que en el escenario del recinto tolonés no había otros enseres que el atril y dos banderas, la tricolor y la europea, situadas en el suelo, justo detrás del orador, y dispuestas de tal modo que la primera era vista en su integridad y medio cubría la segunda. Lo demás eran milagros de la tecnología. Como el que permitía ver permanentemente reflejado, al fondo del escenario y en cada uno de sus extremos, los tres colores de la bandera de la República, o como el que hizo posible que en la pantalla gigante donde los cerca de cinco mil correligionarios siguieron durante una hora el parlamento de su jefe de filas apareciera, lo mismo al principio que al final, un enorme y tremolante «drapeau», junto al que apenas se vislumbraba, a un lado y otro, el emblema estrellado de la Unión. No hace falta añadir, supongo, que el discurso se cerró con el canto del himno nacional. Semejante ostentación de simbología tuvo lugar —y no es ocioso recordarlo— en un acto de partido. Es verdad que quien hablaba era, a un tiempo, presidente de la República, y que la República en cuestión no era otra que la francesa, esto es, el paradigma mismo del Estado unitario. Pero, insisto, el acto respondía a la lógica partidista y no a la institucional y, aun así, la bandera y el himno de todos habían sido usados con absoluta naturalidad, sin reserva alguna y en la creencia de que lo común puede y debe ser compartido por cada cual. Diez días antes, algo más al sur pero sin salir de Europa, millones de ciudadanos habían decidido con su voto dar un vuelco insólito, por su magnitud, a la relación entre sus fuerzas políticas, otorgando una holgada mayoría absoluta al partido que había permanecido hasta entonces en la oposición y rebajando a unos niveles paupérrimos —sus peores guarismos en la presente democracia— a la formación que había estado gestionando durante siete largos años los destinos de los españoles. Como suele ocurrir en estos casos, el resultado electoral fue recibido con júbilo entre la militancia de la fuerza ganadora. O sea, con banderas al viento —del partido y de España, aunque también había alguna autonómica—, cánticos de alegría —entre ellos, el «yo soy español, español, español» o el «España, unida, jamás será vencida», nacidos como respuesta a otra clase de cánticos y consignas de naturaleza radicalmente distinta— y jaleos a los líderes del partido cuando estos se asomaron al balcón de la sede —en el que no se advertían sino las siglas y los colores de la formación— o cuando el futuro presidente del Gobierno dirigió a los congregados unas palabras de agradecimiento. Y, como también suele ocurrir, estas imágenes fueron retransmitidas por la televisión pública y glosadas por unos comentaristas invitados para la ocasión. Entre las glosas, alguien tuvo a bien destacar, en alusión a los cánticos y proclamas de la calle, que acabábamos de asistir a una «explosión de nacionalismo español». Nadie le contradijo, aunque sí hubo quien discrepó del término y prefirió ver en la manifestación callejera un simple epígono de la campaña recién terminada. Al poco, la televisión conectó con la sede del principal partido nacionalista de una de las Comunidades Autónomas que componen, según la Carta Magna, la Nación española. Allí, el candidato —jubiloso por cuanto la federación por él encabezada había ganado por vez primera en su Comunidad en esta clase de comicios— ya no estaba en pleno discurso, pero sí en el uso de la palabra. O de la voz. Y es que el candidato cantaba, al igual que los demás dirigentes presentes en el escenario y al igual que los militantes y simpatizantes que abarrotaban la sala. No era, como en el caso anterior, un cántico peleón, de esos que sirven para animar la marcha o para matar la espera. Era un himno: el himno que los nacionalistas del lugar califican, sin ambages. de nacional. Y, al contrario también que en el caso anterior, no habían sido las bases del partido las que habían tomado la iniciativa de cantarlo, sino la dirección misma. Aunque mejor sería decir que, en esta clase de jornadas, el canto de marras siempre ha formado parte del guión. De ahí, tal vez, que ni las presentadoras de la cadena pública ni los tertulianos que las secundaban con sus comentarios juzgasen necesario referirse a ello. Sea como fuere, lo acontecido en la última noche electoral demuestra hasta qué punto nuestro Estado de las Autonomías responde a unos parámetros completamente extemporáneos en lo tocante al uso de la simbología. Aquello que en cualquier país civilizado y en circunstancias de cierta solemnidad sería considerado normal —a saber, la exhibición de la bandera, y el canto o la escucha del himno— parece aquí reservado a las fuerzas políticas nacionalistas, con lo que, a la postre, los únicos símbolos exhibidos o cantados son siempre los de una parte, cuando no los de una parte de una parte. Los del todo, los que deberían unir al conjunto de los españoles, tienen escaso predicamento entre quienes podrían utilizarlos, esto es, los partidos de ámbito nacional. Ni siquiera en tareas de gobierno. En realidad, para ver la bandera y escuchar el himno uno tiene que acercarse en España a los actos organizados por otro tipo de fuerzas, las armadas. O a una competición deportiva de carácter internacional en la que participe nuestro país. La escenificación de un acto como el de Tolón, eminentemente político, deviene inimaginable por estos lares, a no ser que la bandera y el himno correspondan a una Comunidad Autónoma. No se me escapa que existen sin duda prioridades más acuciantes que esta en la agenda del nuevo Gobierno. Pero no es menos cierto que las empresas solidarias, las que necesitan del esfuerzo de todos, resultan mucho más llevaderas cuando uno tiene la sensación de formar parte de un todo y no de una simple suma de partes. Y no digamos ya cuando algunas de esas partes no están por la labor de sumar, sino más bien por la contraria, como se ha comprobado en el reciente debate de investidura. En semejantes circunstancias, el uso natural y desacomplejado de una bandera y un himno comunes ayudan lo suyo. ABC, 2 de enero de 2012.

Simbologías

    2 de enero de 2012