«Europa no es menos soberanía; es más soberanía, porque es más capacidad de actuar. Se defiende mejor la soberanía con aliados que solos. (…) Europa ya no es una elección, es una necesidad». Lo dijo Nicolas Sarkozy el pasado 1 de diciembre en Tolón, durante el discurso en que reclamó un nuevo tratado europeo, con Alemania y Francia a la cabeza, y en que fijó las líneas maestras de lo que será la política francesa en el próximo quinquenio si una mayoría de sus conciudadanos le vuelve a dar su confianza en las urnas. Por supuesto, esa referencia a la salvaguarda de la soberanía, e incluso a su incremento, no era sino una respuesta valiente y resuelta, propia de un estadista, a quienes desde distintas zonas del arco político francés —y muy especialmente desde la extrema derecha, encarnada por el Frente Nacional de Marine Le Pen— reclaman que Francia se desgaje de una vez por todas de la unión monetaria, cuando no de Europa misma. Es más, no sólo las palabras apuntaban en esa dirección; también el atrezo utilizado. Baste indicar que en el escenario del recinto tolonés no había otros enseres que el atril y dos banderas, la tricolor y la europea, situadas en el suelo, justo detrás del orador, y dispuestas de tal modo que la primera era vista en su integridad y medio cubría la segunda. Lo demás eran milagros de la tecnología. Como el que permitía ver permanentemente reflejado, al fondo del escenario y en cada uno de sus extremos, los tres colores de la bandera de la República, o como el que hizo posible que en la pantalla gigante donde los cerca de cinco mil correligionarios siguieron durante una hora el parlamento de su jefe de filas apareciera, lo mismo al principio que al final, un enorme y tremolante «drapeau», junto al que apenas se vislumbraba, a un lado y otro, el emblema estrellado de la Unión. No hace falta añadir, supongo, que el discurso se cerró con el canto del himno nacional.
Semejante ostentación de simbología tuvo lugar —y no es ocioso recordarlo— en un acto de partido. Es verdad que quien hablaba era, a un tiempo, presidente de la República, y que la República en cuestión no era otra que la francesa, esto es, el paradigma mismo del Estado unitario. Pero, insisto, el acto respondía a la lógica partidista y no a la institucional y, aun así, la bandera y el himno de todos habían sido usados con absoluta naturalidad, sin reserva alguna y en la creencia de que lo común puede y debe ser compartido por cada cual. Diez días antes, algo más al sur pero sin salir de Europa, millones de ciudadanos habían decidido con su voto dar un vuelco insólito, por su magnitud, a la relación entre sus fuerzas políticas, otorgando una holgada mayoría absoluta al partido que había permanecido hasta entonces en la oposición y rebajando a unos niveles paupérrimos —sus peores guarismos en la presente democracia— a la formación que había estado gestionando durante siete largos años los destinos de los españoles. Como suele ocurrir en estos casos, el resultado electoral fue recibido con júbilo entre la militancia de la fuerza ganadora. O sea, con banderas al viento —del partido y de España, aunque también había alguna autonómica—, cánticos de alegría —entre ellos, el «yo soy español, español, español» o el «España, unida, jamás será vencida», nacidos como respuesta a otra clase de cánticos y consignas de naturaleza radicalmente distinta— y jaleos a los líderes del partido cuando estos se asomaron al balcón de la sede —en el que no se advertían sino las siglas y los colores de la formación— o cuando el futuro presidente del Gobierno dirigió a los congregados unas palabras de agradecimiento. Y, como también suele ocurrir, estas imágenes fueron retransmitidas por la televisión pública y glosadas por unos comentaristas invitados para la ocasión.
Entre las glosas, alguien tuvo a bien destacar, en alusión a los cánticos y proclamas de la calle, que acabábamos de asistir a una «explosión de nacionalismo español». Nadie le contradijo, aunque sí hubo quien discrepó del término y prefirió ver en la manifestación callejera un simple epígono de la campaña recién terminada. Al poco, la televisión conectó con la sede del principal partido nacionalista de una de las Comunidades Autónomas que componen, según la Carta Magna, la Nación española. Allí, el candidato —jubiloso por cuanto la federación por él encabezada había ganado por vez primera en su Comunidad en esta clase de comicios— ya no estaba en pleno discurso, pero sí en el uso de la palabra. O de la voz. Y es que el candidato cantaba, al igual que los demás dirigentes presentes en el escenario y al igual que los militantes y simpatizantes que abarrotaban la sala. No era, como en el caso anterior, un cántico peleón, de esos que sirven para animar la marcha o para matar la espera. Era un himno: el himno que los nacionalistas del lugar califican, sin ambages. de nacional. Y, al contrario también que en el caso anterior, no habían sido las bases del partido las que habían tomado la iniciativa de cantarlo, sino la dirección misma. Aunque mejor sería decir que, en esta clase de jornadas, el canto de marras siempre ha formado parte del guión. De ahí, tal vez, que ni las presentadoras de la cadena pública ni los tertulianos que las secundaban con sus comentarios juzgasen necesario referirse a ello.
Sea como fuere, lo acontecido en la última noche electoral demuestra hasta qué punto nuestro Estado de las Autonomías responde a unos parámetros completamente extemporáneos en lo tocante al uso de la simbología. Aquello que en cualquier país civilizado y en circunstancias de cierta solemnidad sería considerado normal —a saber, la exhibición de la bandera, y el canto o la escucha del himno— parece aquí reservado a las fuerzas políticas nacionalistas, con lo que, a la postre, los únicos símbolos exhibidos o cantados son siempre los de una parte, cuando no los de una parte de una parte. Los del todo, los que deberían unir al conjunto de los españoles, tienen escaso predicamento entre quienes podrían utilizarlos, esto es, los partidos de ámbito nacional. Ni siquiera en tareas de gobierno. En realidad, para ver la bandera y escuchar el himno uno tiene que acercarse en España a los actos organizados por otro tipo de fuerzas, las armadas. O a una competición deportiva de carácter internacional en la que participe nuestro país. La escenificación de un acto como el de Tolón, eminentemente político, deviene inimaginable por estos lares, a no ser que la bandera y el himno correspondan a una Comunidad Autónoma.
No se me escapa que existen sin duda prioridades más acuciantes que esta en la agenda del nuevo Gobierno. Pero no es menos cierto que las empresas solidarias, las que necesitan del esfuerzo de todos, resultan mucho más llevaderas cuando uno tiene la sensación de formar parte de un todo y no de una simple suma de partes. Y no digamos ya cuando algunas de esas partes no están por la labor de sumar, sino más bien por la contraria, como se ha comprobado en el reciente debate de investidura. En semejantes circunstancias, el uso natural y desacomplejado de una bandera y un himno comunes ayudan lo suyo.
ABC, 2 de enero de 2012.