El pasado 16 de junio, en su primera comparecencia ante la Comisión de Ciencia e Innovación del Congreso de los Diputados, la ministra del ramo, Cristina Garmendia, dejó caer una fecha: 2015. Con las fechas hay que andarse con tiento, sobre todo cuando quien las maneja es un político. Quiero decir que en tales circunstancias uno nunca sabe a qué atenerse. En fin, nunca no. Existen casos, como el que afecta a 2014 y a Josep Lluís Carod-Rovira y su referéndum por la independencia, en los que uno sabe perfectamente a qué atenerse. Pero, por lo general, una cosa son los motivos expuestos y otra el motivo verdadero.

En lo que aquí nos ocupa, no hay duda que la fecha tiene, en apariencia, una razón de ser: 2015 se halla a siete años vista o, lo que es lo mismo, a casi dos legislaturas de distancia. Nada más lógico, pues, que alguien recién nombrado para un cargo de tanta responsabilidad como es la titularidad de un Ministerio exponga ante sus señorías las grandes líneas de lo que será su acción política -en el supuesto de seguir contando, claro, con el beneplácito de las urnas y con el favor presidencial-. Y hasta resulta lógico que, una vez expuestas esas grandes líneas, el neófito se deje llevar por el entusiasmo y asegure, como hizo la ministra en su comparecencia, que España va a estar por entonces -o sea, en 2015- «entre los diez países más avanzados del mundo en educación universitaria, ciencia, tecnología e innovación», y «nuestras mejores universidades», «entre las cien mejores de Europa». Aun así, es una pena que semejantes afirmaciones, además de pecar de cierta imprecisión -por poner un ejemplo: esas «mejores universidades» nuestras, ¿cuántas van a ser?-, sean tan fieramente desmentidas por la realidad. A día de hoy, sólo una universidad española figura entre las cien mejores de Europa y entre las doscientas mejores del mundo, mientras que hace tres años había tres en el primer ranking y dos en el segundo. Esa es, pues, la tendencia. Y no parece que el nivel de nuestros bachilleres vaya a modificarla en un futuro próximo.

Por lo demás, la fecha en cuestión aparecía encuadrada en un epígrafe algo rimbombante, aunque muy esclarecedor: «Estrategia Universidad 2015». En efecto, más allá de la voluntad de exponer un programa de actuación, lo que había detrás de las palabras de la ministra era una estrategia. Hablar de 2015, insistir -como han venido haciendo últimamente Garmendia y su equipo- en ese horizonte, es la mejor manera de no hablar de 2008. O de 2010, que no deja de ser, al cabo, lo que en verdad preocupa a la comunidad universitaria española, pues para entonces tiene que estar construido el denominado Espacio Europeo de Educación Superior, previsto en la Declaración de Bolonia. En una comparecencia ulterior ante la misma Comisión del Congreso, celebrada a petición propia el pasado 23 de septiembre y cuyo propósito manifiesto era ampliar la información sobre la mencionada «Estrategia», la ministra no se refirió más que una vez a 2010: fue para decir que contemplaba esta fecha «no ya como una meta, sino como el punto de partida de unas enseñanzas completamente integradas en el espacio europeo de Educación Superior». Y para remachar: «Así, para la Estrategia Universidad 2015, este camino está marcado y el proceso es irreversible».

Que este camino esté ya marcado y que el proceso sea irreversible nadie lo discute. Otra cosa es que deba desarrollarse por fuerza en los términos actuales. Que no haya nada que hacer, vaya. Ciertamente, la herencia recibida pesa lo suyo. Si algún Ministerio ha destacado en los últimos años por sus bandazos, este ha sido sin duda el de Educación. Y, aunque las enseñanzas inferiores no se hayan librado del zarandeo -baste recordar, por ejemplo, en qué ha parado el ya de por sí paupérrimo bachillerato-, es en las superiores, y con respecto al proceso de convergencia europea, donde se han producido los movimientos más violentos y los más sonoros fracasos. Desde la presentación de un anteproyecto que poca relación acabó teniendo con el proyecto finalmente aprobado, hasta el considerable rechazo que la propuesta definitiva cosechó y sigue cosechando entre los docentes -donde se critica por igual el planteamiento mercantilista de los nuevos grados y la negativa de la Administración a garantizar una financiación adicional- y entre los discentes -valga, como muestra, la huelga del pasado día 22-. No es extraño, pues, que todo ello haya acarreado, primero, el cese de la ministra San Segundo y, más adelante, el desgajamiento del capítulo universitario del conjunto de las competencias educativas que todavía ejerce la ministra Cabrera y el consiguiente alumbramiento del nuevo Ministerio de Ciencia e Innovación.

De ahí que no pueda sino sorprender la aparente fatalidad con que la ministra asume ese legado. O con que no lo asume, para ser exactos. Porque asumirlo habría comportado, por su parte, cierta voluntad de intervención en el proyecto. Por ejemplo, tratando de deshacer, en lo posible, esa uniformización por decreto, tan parecida a la que presidió, en 1990, la reforma de nuestro sistema de enseñanza obligatorio y cuyos deplorables efectos sobre nuestros jóvenes y, por lo tanto, sobre el conjunto de la sociedad son de sobra conocidos. En vez de permitir que cada universidad dé de sí el máximo de sus posibilidades, con independencia de si el nivel atesorado se aleja o no del común -que acostumbra a situarse, números cantan, en lo más bajo de la tabla-, el modelo adoptado por el Gobierno español, aparte de sus vaivenes -que si tres años de grado más dos de posgrado; que si cuatro más uno o más dos-, ha derivado finalmente en una fórmula rígida, concretada en un mínimo de cuatro cursos para toda clase de estudios, cuyo fin último no parece otro que el de garantizar una suerte de mediocridad compartida. Una primera consecuencia de esa rigidez es que algunas titulaciones, que en otros países pueden cursarse en sólo tres años y en centros de atesorado prestigio, difícilmente llegarán nunca a ser competitivas. Y una segunda es que ciertas ingenierías técnicas y determinadas especialidades de la rama sanitaria, que hasta la fecha podían estudiarse en tres cursos y cuyos titulados disfrutaban de buenas salidas profesionales, van a requerir a partir de ahora un año más, con lo que ello va a suponer de perjuicio para los futuros graduados y para las arcas públicas en general.

Por supuesto, nada de esto estaba escrito. Ni siquiera puede decirse que estuviera previsto, pues una cosa era la creación de un espacio común europeo, acordado por el conjunto de los firmantes de la Declaración de Bolonia y por los países que se sumaron con posterioridad al proyecto, y otra muy distinta la forma de llegar a él. Aquí la responsabilidad ha sido estrictamente del Gobierno español. Y de sus ministros, que en este caso han sido ministras. Ya por acción, ya por omisión, todas han convenido en reproducir a escala superior el modelo que tan nefastos resultados ha dado y sigue dando en los niveles primario y secundario de nuestro sistema educativo. Aunque, eso sí, como a nuestros políticos en promesas nadie les gana, siempre puede uno consolarse pensando que en 2015 vamos a estar, en lo que a educación universitaria se refiere, «entre los diez países más avanzados del mundo». Apuntado queda.

ABC, 27 de octubre de 2008.

¿Qué hacemos con Bolonia?

    27 de octubre de 2008
Vaya por delante que nada tengo contra los grandes avances científicos y tecnológicos. Para entendernos: no soy en eso como Gaziel, que en la Barcelona de 1923, al tiempo que quedaba maravillado escuchando por primera vez en directo, gracias a la llamada «telefonía sin hilos» —es decir, a lo que hoy llamamos «radio»—, un concierto que tenía lugar a mil kilómetros de distancia, no dejaba de preguntarse cuántas desgracias iban a acarrearle a la humanidad aquellas ondas mágicas. Y aunque tampoco soy un optimista nato, ni uno de esos papanatas que se extasían ante cualquier novedad, y en particular si viene de fuera, considero que en esto, como en todo, lo importante, al cabo, es el balance. Y, qué quieren, hechas las cuentas, parece indudable que, con tanta ciencia y con tanta tecnología, hemos salido ganando.

Lo cual no impide que algunos de estos grandes inventos hayan procurado a la especie humana más de un inconveniente. Así, por ejemplo, y para seguir con las ondas —si bien en este caso de naturaleza distinta—, la irrupción en nuestras vidas del teléfono móvil. Les ahorro la enumeración del sinfín de ventajas; aquí el balance, como de costumbre, es altamente favorable al invento. Pero, entre los inconvenientes, hay uno al que nadie alude y que debería merecer, a mi juicio, cierta reflexión. Me refiero a la voz, y, muy precisamente, a la voz que uno se ve obligado a oír. Antes, una conversación telefónica era casi siempre un asunto privado. Las cabinas, ¿se acuerdan? La intimidad así lo exigía. Y hasta el decoro, o al menos eso creíamos algunos. Desde que existe el móvil, todo esto terminó. Ahora no hay espacio público en el que uno pueda sentirse a salvo. Ni la calle, ni el autobús, ni el metro, ni la consulta del médico, ni el vestíbulo del hotel, ni siquiera el ascensor, a poco que uno se vea en la necesidad de utilizarlo en compañía. Y lo peor, insisto, no es el pitido o la musiquilla, y su impertinente irrupción. No, lo peor no es el aparato; es el ser humano que lleva asociado.

Porque este hombre o esta mujer hablan. Qué digo hablan; gritan. Y uno no tiene más remedio que renunciar a la lectura del periódico o a lo que lleva en la cabeza y ponerse a escuchar. Sandeces, claro. Sin interés ninguno, como no sea para quien las propala y para el afortunado con el que supuestamente se comunica. Y ya sólo faltaba que, encima, tuvieran las dos manos libres. Porque, además de desplazarse, si la situación lo permite, de acá para allá, ahora este hombre y esta mujer gesticulan. Y se atusan el pelo. Y se hurgan los dientes, la oreja o la nariz. A sus anchas, como si estuvieran en casa. Y todo ello, claro, sin dejar de chillar. Créanme, no hay quien lo aguante.

ABC, 26 de octubre de 2008.

Los gajes de la movilidad

    26 de octubre de 2008
No todo el mundo puede jactarse de tener un presidente tuneado. Los catalanes, sí. Pero, antes de proseguir, tal vez convenga aclarar un par de cosas, no vaya a ser que algún lector se confunda. En primer lugar, el presidente en cuestión no es el de Cataluña, sino el del Parlamento de Cataluña. No es, pues, José Montilla, sino Ernest Benach. Luego, que este presidente sea tuneado no significa en modo alguno que en sus años mozos haya formado parte de una tuna. Cualquiera sabe que un apasionado del escultismo y los «castells» como Benach lo tiene terminantemente prohibido. Nada me extrañaría, incluso, que dicha incompatibilidad figurara en el ADN presidencial. Ahora bien, que un tuneado como él no pueda ser un tuno no impide, por supuesto, que pueda ser un tunante. A cada cual lo suyo.

Pero, a lo que íbamos: un presidente tuneado no es nada de todo lo anterior. Un presidente tuneado es un hombre que se ha quedado corto, que no se conforma ni se conformará jamás, ni por dentro ni por fuera, con lo que Dios le ha dado. ¿Un ambicioso? Sí, pero de una ambición estentórea, invasiva, insolente. Hasta el punto de que su obsesión por la originalidad le lleva reafirmarse a cada instante ante los demás. Y así va construyendo lo que antes llamábamos «la personalidad» y ahora designamos, Benach el primero, con el nombre de «identidad». Sobra decir que el fenómeno se halla ya muy expandido, especialmente entre los jóvenes. ¿Que Benach está lejos de serlo? Tal vez, pero lo importante no es la edad, sino cómo se siente uno. Y el presidente del Parlamento, que ha convertido el tuneo en un estilo de vida, se siente —¿hace falta insistir en ello?— rematadamente joven.

Claro que todo tiene sus límites. Uno no puede ir modificando sus características, internas y externas, a su antojo. Los cambios, los aditivos, los accesorios, deben estar homologados. Y hay cosas que no son de recibo. Anteayer este periódico traía la noticia, firmada por María Jesús Cañizares, de que Benach se ha agenciado una limusina cuyo coste asciende a 110.000 euros. ¿Y saben para qué? Para desplazarse cada día de Reus a Barcelona. Ida y vuelta. Y como el coche le parecía muy anodino, demasiado impersonal, como si dijéramos, ha invertido otros 20.000 euros en dotarlo de algunas prestaciones que habrá juzgado imprescindibles para el trayecto. Se las detallo: escritorio de madera, reposapiés, televisión, conexión a MP3 y Bluetooth. En fin, un despacho sobre ruedas. Y eso que no va más allá de Reus.

No hay duda de que se ha excedido un poco. Y más en esos tiempos de crisis. Pero se engañan quienes suponen que el presidente del Parlamento catalán habría podido obrar de otro modo. Imposible. Les repito que es algo consustancial a la persona. ¿Han reparado en sus camisas y sus corbatas? ¿Y en su barriga? ¿Han observado como no ha parado de hincharse desde que accedió al cargo? No le den más vueltas: es el tuneo.

ABC, 25 de octubre de 2008.

El presidente tuneado

    25 de octubre de 2008
Hay quien se ha alegrado de que el Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados no recoja exactamente las palabras pronunciadas por Bibiana Aído el 9 de junio de 2008 en la Comisión de Igualdad, en su primera comparecencia como ministra. Seguro que las recuerdan: «Estoy convencida de que el compromiso con la igualdad de los miembros y miembras de esta Comisión…». Esto fue lo que dijo y lo que tanta polvareda levantó en los días siguientes. Pues bien, en la versión impresa en el Diario de Sesiones, de aquel binomio supuestamente igualitario no queda más que el primer miembro. O sea, los miembros.

Como les contaba al principio, hay quien se ha alegrado de ello. No veo por qué. ¿Porque ha prevalecido el sentido común? ¿Porque se han impuesto la gramática y el diccionario? Tal vez. Pero, en último término, lo que uno espera encontrar en un Diario de Sesiones no es nada de eso, sino lo manifestado por sus señorías en sus intervenciones. De cuanto efectivamente fue dicho en su momento, en la transcripción sólo deberían suprimirse los dejos locales y, a lo sumo, algún que otro recurso confirmativo. Nada más. Toda palabra pronunciada es portadora de sentido. Y no digamos ya si lo pronunciado posee una premeditada carga simbólica.

La primera lección que puede sacarse de este desmembramiento afecta al mañana. Un Diario de Sesiones ejerce una función notarial. En él se guarda lo dicho oficialmente en la Cámara. Y si algo no figura en él es porque el propio interesado solicitó que se retirara —lo que no fue el caso—. No se me escapa que esa función la ejercen también los medios, y que en las hemerotecas hallará, quien así lo desee, las miembras volanderas. Pero se trata, al cabo, de un pobre consuelo, pues no deja de resultar paradójico, y hasta grotesco, que los medios reflejen una realidad que el propio órgano de comunicación del Congreso ha hurtado a sus lectores presentes y futuros.

Y todavía puede sacarse otra lección, más importante si cabe, de este desmembramiento. El binomio al que recurrió la ministra es una muestra modélica de corrección política. Como lo es la existencia misma de su Ministerio —y quién sabe si su propia existencia—. Puestos a denunciar la absurda vacuidad de esta clase de lenguaje, nada mejor que la propia Comisión para hacerlo. Y, por supuesto, nada mejor que la propia sesión del 9 de junio. Si algún miembro de la Comisión hubiera dicho entonces, por ejemplo: «Esto que usted llama, señora ministra, “los miembros y miembras de esta Comisión”…», los responsables del Diario de Sesiones no habrían tenido más remedio que recoger íntegramente sus palabras y, de paso, las de la ministra. Y la política, correcta o no, habría salido ganando.

ABC, 19 de octubre de 2008.

La realidad desmembrada

    19 de octubre de 2008
De todos es sabido que Lluís Companys tuvo una mala muerte. Como la tuvieron, en aquellos años bárbaros, tantos ministros, poetas, diputados, religiosos, catedráticos, sindicalistas, banqueros, peones, militares, jueces, labradores, periodistas, amas de casa y hasta gente de mal vivir. Pero Companys no era nada de todo eso, aunque hubiera sido diputado, periodista y ministro. Companys era presidente de la Generalitat y semejante condición, cuando menos a juzgar por la insistencia con que los gobernantes catalanes reclaman para él un trato especial, parece eximirle de figurar junto al resto de las víctimas. En efecto, en los últimos tiempos, y de forma notoria desde que en Cataluña gobierna la izquierda nacionalista, cada vez que se acerca la fecha de su fusilamiento arrecia el rosario de declaraciones exigiendo la nulidad del proceso que lo llevó a la muerte. Este año, sin ir más lejos, ha sido el propio presidente Montilla quien ha asegurado frente a la tumba de su antecesor: «Arribarem fins al final i ningú ens aturarà». El final, por supuesto, es la anulación del juicio; el resto de la frase, pura cháchara.

La desdichada ley que hemos convenido en llamar «de la Memoria Histórica» terminó cerrando la puerta a una posible revisión de los juicios de la guerra civil y el franquismo, pese a los deseos de unos cuantos y del ubicuo juez Garzón. Fue, sin duda, uno de los pocos gestos de sensatez que tuvieron sus promotores. ¿Se figuran lo que sería ahora este país —¡y sus juzgados!— si hubiera que estar revisando todo aquello? Pero el actual Gobierno de Cataluña, tan experto en incumplir la ley y tan orgulloso de hacerlo impunemente, quiere establecer también en este caso, Companys mediante, un acuerdo bilateral con el Gobierno de España. Como si el Gobierno de España y el Estado al que este Gobierno representa tuvieran algo que ver con aquel juicio y aquella muerte. O como si las leyes por las que se rige hoy en día nuestra justicia tuvieran algo que ver con las vigentes entonces. Pero por intentarlo que no quede.

Lo que no acierto a comprender es cómo a nadie se le ha ocurrido todavía reivindicar un trato parejo al que reivindica nuestra izquierda nacionalista para la memoria del presidente catalán. Podríamos coger, por ejemplo, la figura del socialista Julián Zugazagoitia, quien tuvo una trayectoria muy similar, pues fue periodista, diputado, ministro y acabó sus días ante un pelotón de fusilamiento tras ser entregado por la Gestapo a la policía de Franco. Pero, dado que el valor simbólico no sería el mismo, yo propondría otra figura, la de José Antonio Primo de Rivera, fusilado en Alicante el 20 de noviembre de 1936 tras un juicio que careció, al igual que el del presidente catalán, de toda garantía procesal. No sé qué les parecerá la propuesta a los Saura, Puigcercós y compañía. ¿Cómo? ¿Que el juicio a Primo de Rivera ya fue anulado por el régimen anterior? ¿Y eso qué valor tiene? Nada, nada, aquí o todos moros o todos cristianos.

ABC, 18 de octubre de 2008.

La mala muerte de Lluís Companys

    18 de octubre de 2008
Decididamente, los catalanes tienen la negra. Lo comprobé hace unos días leyendo el periódico. Nada más tropezar con el titular de la noticia, dirigí la mirada hacia el sumario y, en efecto, ahí estaba Cataluña. Encabezando las estadísticas. Y esta vez no se trataba del fracaso escolar. Ni de la red de Cercanías. Ni de la imparable decadencia de Barcelona, otrora ciudad olímpica. No, se trataba de algo mucho más grave y sustancial. Estábamos, estamos, ante la más que probable extinción de la raza. Catalana, por supuesto.

El caso es que el Instituto Marquès, junto a unos sesenta centros de reproducción asistida, ha realizado un estudio sobre la fertilidad de los jóvenes españoles en el que han participado más de 1.200 varones de entre 18 y 30 años. Y el caso es que el estudio ha arrojado unos resultados tremendos. Por un lado, parece que la calidad del semen de nuestros jóvenes deja mucho que desear. Vaya, que, puestos en el trance de concebir, lo tienen crudo, dado que más de la mitad no alcanzan el umbral de normalidad fijado por la OMS. La culpa, según los expertos, es de la contaminación y sus efectos. Pero no de los efectos sobre los propios jóvenes, sino sobre sus madres cuando los estaban gestando. En fin, que a los pobres no les queda más remedio que acarrear su falta de normalidad desde la cuna. ¿Y saben qué Comunidad se lleva la palma? Pues sí, Cataluña. Y, aun cuando no se la lleve en solitario —la Comunidad Valenciana posee unos porcentajes idénticos—, lo hace a una gran distancia de sus perseguidores. Y sobre todo de uno de ellos, la Comunidad de Madrid, ese fantasma omnipresente en los sueños de tantos catalanes, que se halla a ocho puntos.

Supongo que se hacen cargo de lo que todo esto representa. Si esa dificultad en la concepción no se remedia, tarde o temprano podemos quedarnos sin catalanes. Por supuesto, no se me escapa que existen otras formas de procrear, a cuál más sofisticada. Y que incluso tenemos la adopción como recurso. Por no hablar de la inmigración, que lleva ya mucho tiempo engrosando nuestras cifras de población. Hay otros métodos, sí. Pero que nadie se llame a engaño: no estamos ante el mismo fenómeno, ni conceptiva ni conceptualmente. Cataluña ha sufrido ya a lo largo de su historia muchos implantes no deseados y, sin embargo, ha salido adelante. ¿Por qué? Porque en aquel entonces los catalanes seguían engendrando catalanes. Naturalmente. Ahora esto se acaba. Poco a poco, pero se acaba.

¿Qué proyecto de país puede levantarse con semejante perspectiva? ¿Qué derechos históricos pueden aducirse si lo pasado no va a guardar ya relación ninguna con lo presente? ¿Qué balanzas fiscales pueden sacarse a relucir? Dios los coja confesados.

ABC, 12 de octubre de 2008.

El semen catalán

    12 de octubre de 2008
Barcelona ha sido la sede esta semana de un congreso internacional sobre la muy noble e inveterada costumbre de caminar. ¡Albricias!, que diría el tebeo. Por fin alguien se ocupa de los que van a pie, y, encima, en una ciudad donde semejante práctica resulta cada vez más ardua y peligrosa. Ahora ya sólo falta que, además de ocuparse de los que van a pie, se ocupen bien.

En Palma de Mallorca, donde el Ayuntamiento tiene un color político muy parecido al de Barcelona —esto es, donde también gobierna el centro izquierda nacionalista—, no han celebrado congreso alguno, pero no por ello se han olvidado del viandante. Al contrario, yo diría que lo tienen muy presente. Fíjense si lo tienen presente que este verano el Consistorio ha emprendido una campaña singular y que, sin duda, traerá consecuencias. La campaña consiste en la difusión de un texto pintado en la calzada de las calles más concurridas, allí donde empiezan y acaban los pasos de peatones. Por el lugar escogido, da la impresión de que el objetivo es que el peatón lea el texto mientras está esperando a que el semáforo se ponga verde y le permita cruzar. Por supuesto, nadie se ha tomado la molestia de pensar qué hace el peatón que llega al borde de la calzada y, al ver que el semáforo ya está verde, cruza la calle sin detenerse siquiera. ¿Se para en seco a fin de leer el texto? ¿Pasa de largo? Pues ojalá opte por esto último, porque, si no, se arriesga a ser víctima de un atropello. Los tiempos de cruce son muy cortos y, aunque sólo deba leer un par de frases, nada le garantiza que podrá alcanzar sano y salvo la otra orilla.

Lo cual no sólo sería una tragedia, sino también una forma de desmentir la propia información en que está basada la campaña. Y es que el texto en cuestión reza como sigue: «Un de cada tres morts en accident de trànsit anava a peu. Atenció! Tots som vianants!». Dejemos a un lado esa afirmación, tan discutible, de que todos somos viandantes; en Palma, y en Barcelona, y en tantas ciudades del mundo, hay muchos ciudadanos que no han pisado otro suelo que el del piso y el del coche —o que han pisado el de la calle, pero no andando, sino corriendo o rodando—. No, el problema no es este. El problema es que el texto de marras está escrito únicamente en catalán. Y a los castellanohablantes que ignoren la nueva lengua de Montilla que los zurzan. Es decir, que los atropellen. Y a los ingleses, alemanes y demás, tres cuartos de lo mismo.

Como no puedo creer que el nacionalismo sea tan malvado, me veo obligado a suponer que se trata de un error, que espero corrijan pronto. De lo contrario, no les va a quedar más remedio que lanzar una nueva campaña que empiece diciendo: «Dos de cada tres morts en accident de trànsit no entenien el català».

ABC, 11 de octubre de 2008.

El atropello lingüístico

    11 de octubre de 2008
Una conversación con Xavier Pericay, por Ramón González Férriz.

Xavier Pericay (Barcelona, 1956) se ha pasado la mayor parte de su vida trabajando para la lengua catalana: estudió filología catalana –una disciplina tan vinculada a la lengua como a la política–, dio clases de catalán, trabajó en editoriales educativas, llevó la sección de cultura del fracasado periódico en catalán Diari de Barcelona, tradujo al catalán libros de Gide y Stendhal, y por encima de todo escribió junto a Ferran Toutain dos libros clave: Verinosa llengua y El malentès del noucentisme, en los que estudiaban el modelo lingüístico de la tradición literaria catalana y proponían una renovación y una modernización que les convirtió, a ojos del establishment de la lengua, y por lo tanto también de la patria, en dos sediciosos empeñados en desnaturalizar el catalán, y por lo tanto también Cataluña. Desde entonces, Pericay no ha dejado de denunciar las injusticias de las leyes lingüísticas vigentes en Cataluña, que en la práctica han acabado impidiendo la enseñanza y la relación con la administración autonómica en castellano, y en 2005 participó en la redacción del manifiesto "Por un nuevo partido político en Cataluña", con el que se pretendía no ya denunciar el nacionalismo, sino el práctico monopolio que éste tenía en la vida política –y lingüística– catalana. Y ha encarnado quizá como nadie aquello que el nacionalismo ha decidido que no existe o no debería existir: alguien profundamente implicado en el estudio y la mejora del catalán pero abiertamente contrario a conferirle una ideología monolítica y excluyente.

—¿Cómo cree que se resolvió el asunto de las lenguas en la Constitución y los primeros estatutos?
—La Constitución es deliberadamente ambigua en el asunto de las lenguas. Y esa ambigüedad es la que provocó las cosas que después se hicieron mal en los estatutos. Basta con comparar la Constitución de 1978 con la de 1931: ésta, probablemente por reacción al Estatuto de Cataluña, cuyo anteproyecto ya se había presentado, era una Constitución absolutamente blindada. En materias lingüísticas y educativas, era clarísima: no podía aprobarse ninguna ley en todo el territorio español que impidiera el uso del castellano en la administración pública. Las otras lenguas, dice, se desarrollarán mediante leyes especiales, pero ninguna de estas leyes podrá ir en contra del uso del castellano en todo el territorio nacional. No se refiere, naturalmente, al uso social, sino al de la administración. Por lo que respecta a la enseñanza, la República no cedió todas las competencias y mantuvo su red de escuelas, lo cual creaba una doble red, es cierto, pero garantizaba la enseñanza en castellano y mantenía la homogeneidad en materia educativa. En el caso de 1978, ante el hecho de que el franquismo había convertido el castellano en la lengua del imperio y prohibido el uso público del catalán, el vasco y el gallego, se produjo un sentimiento de reparación, tanto en la izquierda como en la derecha. Y es cierto que, después de la dictadura, eran absolutamente lógicas y hasta necesarias políticas de fomento y también de enseñanza. Había muchos hablantes que a causa de la guerra y de la dictadura habían visto sus derechos completamente vulnerados.

—Sin embargo, sucedió que gracias a esa ambigüedad constitucional, se crearon rangos distintos para las distintas lenguas. Es el caso del catalán, considerado “lengua propia” de Cataluña en el estatuto mientras el castellano queda como mera lengua oficial en el “Estado español”.
—He documentado el primer uso en un texto jurídico de la fórmula “lengua propia” en el Estatuto Interior catalán de 1933, que era una especie de ley de desarrollo interno del Estatuto que debía llevar a cabo la Generalitat, y que acabó siendo una reacción a la Constitución de 1931. Ahí se dice que el catalán es la lengua propia de Cataluña en términos de Herder: la lengua, el espíritu… En ese momento, los nacionalistas catalanes estaban enormemente dolidos por no disponer de todas las competencias educativas. Cuando estalla la guerra, la Generalitat pasa a ser propietaria de toda la red escolar, tanto la propia como la estatal, y modifica la ley y establece una que hoy en día todos aceptaríamos: todo el mundo tiene derecho a cursar la enseñanza primaria, que en esa época llegaba a los diez años, en su lengua materna. Y en secundaria se estudiará además la otra lengua. Hoy nadie discutiría una ley así, es una de las grandes paradojas de la historia de la normalización lingüística. Nunca se impuso el monolingüismo de ahora, que en el fondo es lo que se pretende bajo la idea de preservar la “lengua propia”. Fue un error de los partidos mayoritarios aceptar esa fórmula, que da a entender que las lenguas no son de quienes las hablan, sino de un territorio, y que poseen determinados derechos. Eso acaba provocando que quienes hablan la “lengua propia” sean ciudadanos de primera y, los demás, de segunda.


—Las leyes lingüísticas, las educativas, la cantidad de dinero gastada en preservar esas “lenguas propias” ¿No cree que, en el fondo, han sido un fracaso? Quiero decir, ¿no han convertido esas lenguas en algo burocrático, oficial, obligatorio, y por lo tanto antipático para mucha gente?
—Por lo que respecta al habla de la lengua, el fracaso es seguro. Todas las políticas lingüísticas mantienen artificialmente con vida a un muerto. Ése es el caso, especialmente, del vasco, no del catalán. Y ello por una razón que la mayoría de los lingüistas catalanes consideran un gran drama: el catalán y el castellano son inmensamente parecidos. Y la permeabilidad de una lengua con otra es lo que ha permitido la generalización en el sistema de enseñanza de una sola lengua y permite que el catalán tenga un número de hablantes considerable. No es el caso del vasco. Pero volviendo al fracaso de las políticas lingüísticas, a mí me parece que en realidad no es tal, porque hay que partir de algo: el nacionalismo no se mueve en función de la lengua, sino en función del poder. La lengua es una forma que el nacionalismo tiene de relacionarse con el poder, pero no es lo que le mueve. Hay muchos ejemplos de ello, pero el caso más elocuente tiene por protagonista a Jordi Pujol. Hubo un momento, durante las mayorías absolutas de los socialistas, en que Pujol estaba muy descontento con la línea editorial de La Vanguardia, que le parecía una especie de contrapoder en Cataluña. Así que le pidió a Lluís Prenafeta que buscara la forma de crear un periódico que le hiciera la competencia a La Vanguardia. Y lo logró, el empresariado puso el dinero. Se fundó El Observador, ¡en castellano! Esa es la demostración: no les importa la lengua. Les importa el poder. La primera les interesa sólo en tanto que sistema para mantener el poder.

—Lo que sorprende más es hasta qué punto la izquierda catalana asumió todas las ideas lingüísticas del nacionalismo: que el catalán era la lengua que cohesionaba la sociedad, que no había relación entre lengua y clase, que la administración catalana debía ser monolingüe.
—Si revisas el historial de la izquierda en Cataluña, te das cuenta de que el componente de izquierda siempre ha estado supeditado al catalanismo. El primer objetivo del PSUC, por ejemplo, fue poner freno a todo intento, digamos, obrerista españolista. Pero te pondré un ejemplo del mundo cultural: en 1977, la revista Taula de Calvi, cercana al PSUC –y en cuyo Consejo de Redacción había gente como Josep Ramoneda, Jordi Solé Tura o Manuel Vázquez Montalbán– llevó a cabo una encuesta entre intelectuales titulada “Escribir en castellano en Cataluña”. En referencia a los escritores catalanes en lengua castellana, preguntaba a los encuestados: “¿Hay que considerarles un fenómeno coyuntural a liquidar a medida que Cataluña cuente con sus propios órganos de gestión política y cultural?” ¡Un fenómeno a liquidar! ¡Planteado por intelectuales de la izquierda catalana! Y lo peor es que algunos responden que sí, que efectivamente los escritores catalanes en lengua española eran un fenómeno a liquidar: Salvador Espriu, Joaquim Molas, Manuel de Pedrolo.

—Para el nacionalismo catalán, y tal vez en menor medida también para el vasco y el gallego, la identificación entre lengua, cultura y nación es absoluta. Pero ¿ha habido al menos proyectos culturales reales o han sido una mera herramienta de poder?
—El Noucentisme de Prat de la Riba fue un movimiento cultural inequívoco. En esos tiempos, el nacionalismo tenía proyectos de alta cultura. En los años veinte y treinta hablamos de gente como Josep Carner, Carles Riba, la colección de traducciones de obras clásicas Bernat Metge, la red de bibliotecas de la Generalitat. Ahora bien, llega un momento en el que todo ese proyecto cultural se viene abajo: se trata del 6 de octubre de 1934, día en que Lluís Companys, presidente de la Generalitat, proclama el Estado catalán. A partir de ahí, la cultura está sometida a la política.

—Ésa es la experiencia de mucha gente que, como usted mismo, ha desarrollado su escritura en catalán, ha creído importante que el catalán sea una lengua potente, pero que por no ser nacionalista se ha visto desplazada de la cultura oficial y de la universidad.
—Hay una frontera importante en eso: los que son no nacionalistas y los que son antinacionalistas. Sin duda existe porque yo he sido las dos cosas y he notado mucho que he cruzado la frontera en mis relaciones personales, en lo que se ha escrito sobre mí, etcétera. Cuando yo era no nacionalista pero sí al menos catalanista, en los años ochenta, intenté cambiar las cosas desde dentro, porque creía que lo de la lengua no tenía que ser algo marcado ideológicamente: estudié filología catalana, trabajé en la educación, en la edición de libros de texto, escribí sobre el modelo catalán. El catalán era algo que había que defender. Pero si repasas la trayectoria de estos últimos años, cómo la historia oficial nos ha tratado a gente como a Ferran Toutain o a mí, te das cuenta de que no hay nada que hacer. Si alguien tan obediente como yo, que creé el Grup d’Estudis Catalans, que trabajé por la lengua, que hice todo aquello por lo que se te suele reconocer, lo único que conseguí fue estar vetado en las facultades de filología catalana, es que no hay nada que hacer.

—Todo ello se debe, seguramente, a lo que usted decía, que no basta con utilizar la lengua o preocuparse por ella, sino que hay que ser nacionalista para ser aceptado. Lo cual sin duda distorsiona el panorama cultural en lengua catalana.
—Cuando se murió Franco, cabía esperar que se pasara de una cultura de resistencia a otra propia de la existencia de las nuevas instituciones, pero no fue así. Nada cambió en la cultura catalana. Lo lógico habría sido volver a los hábitos culturales de principios de siglo. Pero la cultura siguió instalada en el antifranquismo. Y por lo tanto se ensalzó a todos aquellos escritores o cantantes que ponían su creación al servicio de la patria, lo cual siempre conduce a la mediocridad. Y es que, una vez recuperados los derechos lingüísticos, una vez existen instituciones públicas que utilizan una lengua distinta del castellano –aunque debieran utilizar también el castellano–, una vez la enseñanza es en catalán... A partir de esto, ¿qué más pretenden? En realidad, toda política nacionalista es una política totalitaria: es una política que parte de la necesidad de imponer a los ciudadanos una nueva situación de orden lingüístico, o de cualquier orden, basándose en unos supuestos derechos históricos.

—La pregunta es qué pueden hacer estas reclamaciones constantes y estos supuestos derechos en el mundo actual, donde las lenguas son también mercancías que compiten en el mercado, en el que en muchos casos uno opta más por lo que le conviene y le puede beneficiar que por aquello suyo, por su “identidad”.
—Por supuesto. Cuando entramos en el terreno del juego libre, todo eso se viene abajo. El ejemplo más evidente es el de la prensa: puedes subvencionar un periódico, pero luego habrá que ver si se vende o no. El caso del Avui es revelador: no sólo ha dispuesto de mucho dinero público en forma de subvenciones, sino que ahora un 20 por ciento de él es propiedad de la Generalitat. ¡Una institución pública con un periódico! Pero después hay que ver quién lo lee [Avui tiene una difusión media de 28.000 ejemplares]. Es un asunto que viene de lejos. En la época de la República, La Publicitat, que era un periódico de Acció Catalana, tiraba 30.000 ejemplares, y La Veu de Catalunya, 10.000, frente a los 200.000 de La Vanguardia, por ejemplo. La prensa en catalán siempre ha sido un desastre.

—Ahora bien, hablando de la lengua y el mercado, en la relación de la política lingüística y el mundo empresarial, el nacionalismo ahí siempre ha jugado a tensar la cuerda y cuando ve que está a punto de romperse, la suelta. Porque claro, pueden gastarse montones de millones en políticas de fomento, y cuando se entrometen brutalmente con la actividad económica, como con esta ley de rotulación de los comercios –es todo un misterio, por cierto, que leyes como ésta pasen por el filtro del Tribunal Constitucional– el empresario no tiene más remedio que transigir por puro pragmatismo. Pero lo cierto es que hasta el nacionalismo tiene unos límites, y esos límites los impone la realidad. Otra cosa es que la gente esté dispuesta a enfrentarse a lo que representa, desde el punto de vista de la conculcación de los derechos de cualquier ciudadano, un régimen nacionalista.

–El “Manifiesto por la lengua común” y la creación de nuevos partidos políticos es la última expresión de este enfrentamiento al orden nacionalista.
—Los derechos lingüísticos de los ciudadanos, cifrados en el derecho a la educación en castellano en todo el país y el derecho de los ciudadanos a que la administración se dirija a ellos en castellano, han sido conculcados. Hay que decidir si renunciamos a ellos o no. El Manifiesto fue una buena iniciativa, hay que seguir moviéndolo. Ahora bien, la solución sólo puede proceder de un acuerdo entre los dos grandes partidos nacionales. Sin embargo, por la propia naturaleza de la organización del Estado, ninguno de los dos puede mostrarse abiertamente antinacionalista porque sabe que más pronto o más tarde, tendrá que pactar con los nacionalistas.

Letras Libres, octubre de 2008.

Lengua y poder

    8 de octubre de 2008
En la ciudad, yo soy un firme partidario del uso de la bicicleta. Estática, claro. Al igual que soy partidario, faltaría más, de esas cintas mecánicas en las que uno se hace la ilusión de correr, cuando es el mundo, en realidad, el que corre bajo sus pies. Cualquier ser humano tiene derecho a castigar el cuerpo a su antojo. O a ponerse en forma, que es como ahora le llaman a semejante actividad. Pero ese derecho, como todos al cabo, tiene sus límites. O debería tenerlos. Para el caso, esos límites infranqueables son, deberían ser, los gimnasios, los clubes deportivos o, por supuesto, el propio domicilio.

Lo que no es de recibo es que el espacio público ciudadano se llene de corredores, de ciclistas y de patinadores, transmutados a menudo en saltadores y equilibristas. A estas alturas, nos encontramos ya ante una verdadera plaga y, lo que es más grave, ante una plaga que nuestras autoridades, tan preocupadas por fomentar el deporte y, en la medida en que la bicicleta puede constituir una alternativa al coche, por ahorrar energía y reducir emisiones contaminantes —y, en último término, tan preocupadas por aparentar que están preocupadas por todo lo anterior—; que nuestras autoridades, digo, lejos de combatir, no hacen sino alentar con sus políticas y sus campañas. Es cierto que en muchas ciudades y en no pocos pueblos turísticos se han habilitado carriles especiales para tratar de encauzar tanto cuerpo en movimiento. Nada, es inútil. Por cada ciudadano rodante o corriente que respeta la norma, hay dos que se la saltan a la torera y circulan por donde les viene en gana, ya sea acera, césped o calzada. Con el peligro que esto supone para su integridad —aunque allá cada cual con su albedrío— y para la de los demás.

Entre los demás se hallan, en primerísimo lugar, aquellos bípedos a los que Lázaro Carreter, allá por los años ochenta del pasado siglo y en contra de lo que ya empezaba a ser costumbre, se resistía a llamar peatones. Sí, los viandantes, los pobres ciudadanos que nunca han sentido la necesidad de echar a correr o a rodar, ni mucho menos de convertir la calle en un circo. Para todos ellos, la vida ha cambiado. Antes, cuando salían a la calle, era para pasear; ahora, cuando lo hacen, es con la aprensión de que una bicicleta o un monopatín puedan llevárselos por delante. Su espacio, allí donde existía, ha quedado reducido a la mitad. La otra mitad está reservada a todos estos amantes del movimiento perpetuo. Y lo peor no es eso; lo peor es que ni siquiera en esa mitad de acera que tienen asignada están a salvo.

Yo soy, como sin duda habrán adivinado, uno de esos peatones. Y, a qué negarlo, cada día me resulta más difícil salir de casa.

ABC, 5 de octubre de 2008.

La ciudad no es para mí

    5 de octubre de 2008
Al parecer, la cosa fue como sigue. A finales del curso pasado, el Consejo Escolar del CEIP Les Aigües de Cardedeu aprobó, entre otros asuntos, una medida tan higiénica como igualitaria: en adelante, los niños y las niñas de hasta diez u once años, una vez realizada la educación física, tomarían las aguas —de Cardedeu, claro— juntos. Vaya, que compartirían vestuario y duchas. La medida, impulsada por el claustro de maestros, fue acordada con la abstención del representante del AMPA —no se asusten, no falta ninguna letra: se trata de la Asociación de Madres y Padres de Alumnos—, quien alegó que no podía pronunciarse sobre una propuesta que ni siquiera figuraba en el orden del día. Luego vino el verano y, nada más empezar el presente curso, la dirección del centro mandó una circular a todas las familias notificándoles el acuerdo tomado en el Consejo Escolar. Como es natural, la reacción fue inmediata. Al día siguiente de recibir la noticia, cincuenta padres se plantaban en la escuela y pedían explicaciones. Tras tres horas de reunión con la dirección, la actividad quedaba suspendida.

Por supuesto, la anécdota no pasaría al nivel de categoría si lo ocurrido fuera tan sólo una ventolera del claustro de maestros. O de un maestro —léase también maestra, por favor— con cierto ascendente sobre los demás. Pero no. La cosa tiene más enjundia. Porque la iniciativa del CEIP Les Aigües se inscribe de lleno en lo que el Departamento de Educación de la Generalitat llama «coeducació» y que no es sino una variante actualizada de lo que en tiempos de Mao era conocido como reeducación. Es decir, un lavado cerebral seguido del correspondiente planchado. En la lista de colegios que se han acogido a los programas de renovación pedagógica promovidos por el Departamento no figura, es cierto, el CEIP de Cardedeu. Pero, tal y como ha admitido el propio jefe de estudios del centro, entre los maestros claustrales sí hay quien ha asistido a estos cursos coeducativos, por lo que no resulta descabellado suponer que la aventura de las duchas guardara alguna relación con las destrezas adquiridas en tan renovadores programas.

En todo caso, en el capítulo de instrucciones que la Generalitat ha elaborado con vistas a la organización y al funcionamiento de los centros de infantil y primaria, y que puede consultarse en la página web del Departamento, se indica que dichos centros deben garantizar «l’ús no sexista dels espais educatius del centre». O sea, que a los maestros razón no les falta. Si la Generalitat les invita a no utilizar de forma sexista los espacios del colegio, ¿por qué demonios han de separar a niños y niñas en el vestuario y en las duchas? Nada, a coeducarse todos juntos.

No quiero ni imaginarme el disgusto que les habrá causado a los maestros la suspensión de la medida. Aunque yo, de ellos —y de ellas—, no le daría más vueltas y me iría a tomar las aguas. Ah, y todos juntos, que eso de la coeducación no tiene edad.

ABC, 4 de octubre de 2008.

Las aguas de la coeducación

    4 de octubre de 2008