España lleva ya más de año y medio con un Gobierno en el que tienen cabida los comunistas. En puridad, es la primera vez que esto ocurre. Cuando menos en democracia. Al poco del estallido civil y hasta el término mismo de la guerra, los gobiernos republicanos contaron siempre con dos ministros pertenecientes al Partido Comunista de España. Pero una guerra es una guerra. Aun así, reducir la presencia del comunismo en un gobierno a la pertenencia o no de alguno de sus miembros al PCE no deja de ser un procedimiento en extremo simplista. En especial en aquella Segunda República en la que el hegemónico Partido Socialista se definía como revolucionario y lo demostraba con ahínco, como bien saben los españoles que todavía guardan memoria de lo vivido en 1934 y cuantos historiadores se han asomado sin prejuicios a aquel octubre que para nada desmereció –en Cataluña y Asturias sobre todo– de otros octubres más renombrados. Añadan a lo anterior que el líder de este partido y a un tiempo secretario general de la UGT, Francisco Largo Caballero, era conocido y reconocido como “el Lenin español” y convendrán conmigo en que el comunismo se hallaba ya en las entrañas de aquel PSOE y, pues, de los gobiernos en los que Largo y los suyos estuvieron presentes.

Bien es verdad que por entonces Lenin era todavía un mito. Al igual que Stalin. Nadie en la izquierda española quería saber de los crímenes que ambos dirigentes, junto con Trotski y unos cuantos líderes bolcheviques más, habían auspiciado y programado desde los albores mismos de la Revolución de Octubre. Degollinas por doquier, expolios masivos, hambrunas inducidas, deportaciones colectivas hacia lo que luego sería el Gulag; millones de víctimas, en definitiva, a las que habría que sumar las de las purgas de toda índole iniciadas en agosto de 1936 y coincidentes en el tiempo con nuestra guerra civil. Perdón: he dicho que nadie quería saber de esos crímenes y debería precisar que sí había, entre la izquierda española, quien los denunciaba; los anarquistas y los seguidores de Trotski, víctimas a su vez de la barbarie de Stalin. Sólo que los cargaban todos en la cuenta de este último, como si Lenin y el propio Trotski –que animaba en diciembre de 1917 a los miembros del Comité ejecutivo central de los soviets a recurrir a la guillotina, “ese notable invento de la Gran Revolución francesa que tiene como ventaja acreditada la de acortar el hombre de una cabeza”, para librarse de sus enemigos– no hubieran actuado, al cabo, con semejante crueldad. Si bien se mira, la figura de Stalin para simbolizar los crímenes del comunismo ha servido para blanquear las no menos criminales figuras de Lenin y Trotski. La del primero por una simple cuestión contable: no mató más porque murió en 1924. La del segundo porque fue la víctima predilecta de la perfidia del georgiano y por aquel piolet que le clavó en la nuca el catalán Ramón Mercader en México a instancias de Beria, el también georgiano director del NKVD, que seguía, claro está, órdenes del camarada Stalin.

Pero todo esto ocurrió lejos de nuestro mundo, se me dirá. Es cierto. Pero no lo es menos que el seísmo sanguinario soviético tuvo su réplica en la guerra civil española. Socialistas revolucionarios y comunistas, que por entonces andaban ya más o menos fundidos y confundidos, fueron los artífices, junto con los anarquistas, de las matanzas. La memoria de sus atrocidades –que incluyeron la liquidación programada de trotskistas y anarquistas, compañeros de causa supuestamente republicana– sólo puede compararse con la que la historia ha reservado a las cometidas por el otro bando, el vencedor. Si determinados historiadores de nuestra guerra civil tardaron tanto en admitir la magnitud de las primeras –y algunos siguen aún en sus trece–, fue sin duda por la misma razón por la que los intelectuales occidentales fueron obscenamente conniventes con el comunismo y sus obras. Como si los efectos no tuvieran relación con las causas.

Luego vino la dictadura franquista y la labor opositora del PCE en la clandestinidad. El reconocimiento de esa labor, inserta desde 1956 en una política de reconciliación nacional que comportaba la renuncia a la lucha armada y la apuesta por la democracia, le valió al comunismo un aura relativa. Y la Transición, simbolizada, entre otras estampas, en aquel apretón de manos entre Santiago Carrillo y Manuel Fraga con el que se enterraban las discordias pasadas, hizo el resto. El Partido Comunista ya era un partido más de la izquierda, legitimado por la democracia, que aceptaba sin apenas remilgos la monarquía y el Estado de derecho y al que, a tenor de su actividad política, costaba distinguir cada vez más del socialista. De ahí su encogimiento electoral, que sólo se revirtió cuando el PSOE empezó a verse laminado por el paro y la corrupción.

Con todo, no ha sido hasta la llegada de Pedro Sánchez a la Presidencia del Gobierno cuando el comunismo ha vuelto por sus fueros. No como en los años treinta, ciertamente, pero sí marcándole de nuevo el paso al Partido Socialista. Y de qué manera. En el orden interno, llevando al Ejecutivo a cuestionar la separación de poderes, la Monarquía y la Constitución; implantando enajenadas políticas de género; legitimando la ocupación de viviendas; impulsando y facilitando los pactos con los separatistas y promoviendo la exhumación maniquea del pasado, entre otras lindezas. Y en el externo, obligando –en el mejor de los casos– a blindar con el silencio los crímenes de las dictaduras comunistas y populistas hispanoamericanas –Cuba, Venezuela, Bolivia–, correspondiendo así a unos gobiernos que no han reparado en gastos a la hora de financiar el comunismo y el populismo patrios.

Quedan dos largos años para que los españoles puedan decidir en las urnas lo que más les conviene de cara al futuro, dos largos años en los que el comunismo gobernante seguirá sin duda agrietando la convivencia y comprometiendo nuestra condición de ciudadanos libres e iguales. De nosotros depende que no sean más.


Nuestros comunistas

    29 de agosto de 2021
Llegará el día en que alguna universidad española, preferentemente periférica, ofrecerá un grado en Ingeniería Social. Suponiendo que no lo ofrezca ya, y el buscador de la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA) –que es el organismo adscrito al Ministerio del ramo donde yo he buceado, no sin dificultades, tratando de pescar alguno– no haya tenido a bien registrarlo. Sea como fuere, lo que sí existe son másteres y asignaturas. No con la denominación misma, pero sí con sucedáneos inequívocos. Así, ese Máster en Políticas Lingüísticas y Planificación que puede cursarse en la Universidad del País Vasco. O esa asignatura perteneciente al Grado en Lenguas Aplicadas de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y cuyo título resulta igual de demostrativo: “Planificación Lingüística”.

Pero acaso lo más preocupante no sean estos y otros ejemplos que fácilmente hallaríamos en numerosas universidades españolas a poco que dedicásemos algún tiempo a recorrer de forma sistemática su oferta académica, sino el carácter transversal y seriamente contaminante de lo que se entiende por ingeniería social. Porque la hay, sin duda, en los grados en Políticas, Educación –lo que antes, cuando el magister todavía importaba, era conocido con el nombre de Magisterio–, Filología, Historia, Sociología, Antropología et alii. Y en los doctorados en Investigación y Práctica Educativa; en Psicología de la Educación; en Ecología, Biodiversidad y Cambio Global; en Creatividad e Innovación Social y Sostenible; en Ciencia Política; en Estudios de las Mujeres, Discursos y Prácticas de Género; en Estudios Culturales: Memoria, Identidad, Territorio y Lenguaje; en Psicología Social y de las Organizaciones, y en tantos otros ofrecidos, como los que acabo de citar a modo de muestra, por nuestros centros de enseñanza superior.

Pero ya va siendo hora de recordar que la ingeniería social consiste en la aplicación de un determinado modelo a la realidad y a los individuos que la conforman, al margen de lo que la experiencia –esto es, el pasado y el mismísimo presente– y el sentido común aconsejen, y al margen, sobre todo, de lo que resulte de la aplicación del modelo en cuestión. Lo que equivale a decir que el artefacto teórico no se va a someter, en su traslado a la práctica y como sería preceptivo, a ningún mecanismo de evaluación independiente y del que se siga un diagnóstico fiable sobre su validez. Se aplicará por decreto, en la medida en que habrán sido decretadas, por quien lo ha construido, su bondad y su necesidad. No hace falta añadir que detrás de la ingeniería social está siempre una ideología. Y que esa ideología es en esencia totalitaria y sectaria, dado que quienes la propugnan imponen una voluntad supuestamente grupal sobre el libre albedrío de cada ciudadano, al tiempo que se comportan como una secta deslegitimando cualquier juicio que una persona o entidad externa al colectivo pueda emitir sobre sus acciones y, en general, cualquier tipo de disenso.

Hará cosa de una semana trascendieron los resultados de una encuesta del Ayuntamiento de Barcelona realizada el pasado año y relativa a los jóvenes residentes en la ciudad y a sus costumbres. Entre estas, las del uso más o menos habitual de una u otra lengua. Pues bien, parece que el catalán, a pesar de todos los chutes de dinero que le inyectan desde las instituciones, de su omnipresencia en los medios de comunicación públicos y privados, y del carácter prescriptivo de su utilización como idioma de la escuela y del conjunto de la Administración; a pesar de todo ello, se encuentra en franco retroceso. En 2015 lo empleaban habitualmente un 35,6% de jóvenes barceloneses y ese porcentaje, cinco años más tarde, había disminuido hasta quedarse en el 28,4%. En cualquier otro ámbito que no fuera el identitario, donde suelen llevar la batuta el nacionalismo y la izquierda, semejantes datos traerían consigo la renuncia drástica e inmediata a la aplicación del modelo impositivo. Por razones económicas, sociales e incluso de estricta eficiencia. Aquí, en cambio, las reacciones han sido inversamente proporcionales a las que dictaría el sentido común. Para nuestros ingenieros sociales, hace falta más inversión, más coacción, más tiempo de aplicación del modelo. En otras palabras: si el modelo no funciona, la culpa no es del modelo, ni siquiera de su ejecución; es de la sociedad que no se amolda a sus bondades, cuando no de ese espantajo llamado Madrid. (Todo ello, claro, en el supuesto de que se cumpla la premisa mayor, o sea, la veracidad de los datos aportados por la encuesta; no sería nada extraño que los publicitaran a la baja para justificar su intervencionismo.)

Algo parecido ocurre con tantas políticas públicas guiadas por esa ingeniería social que nuestras universidades cocinan año tras año a destajo y sin freno alguno. Es por ejemplo el caso de la LOMLOE, última excrecencia legal de la LOGSE, del que hablábamos aquí mismo el pasado jueves a propósito de la neolengua segregada. Quienes propugnan y amparan semejantes políticas actúan, al cabo, como esos locos del volante que al venir la curva aprietan el acelerador y tanto les da lo que suceda. Y en esas nos vemos, pobres de nosotros, todos los demás.


Aunque el nombre no hace la cosa, no son pocos quienes andan convencidos de lo contrario. Y hasta diría que, por desgracia, cada vez son más. Les hablaba el pasado jueves del caso del expresidente Rodríguez Zapatero y de su empeño en servirse de una jerigonza políticamente correcta, o lo que es lo mismo, abstrusamente eufemística, allí donde incluso un político del montón habría optado por un lenguaje llano y diáfano. Detrás de esa práctica, que no ha hecho más que intensificarse de un tiempo a esta parte hasta alcanzar el acqua alta que inunda ya nuestros días, no está tan sólo el influjo de un movimiento surgido hace cerca de medio siglo en las aulas y claustros de las universidades norteamericanas, sino también un ideario consustancial a la Revolución Francesa y cuya máxima concreción tal vez sea aquel calendario republicano que estuvo vigente hasta que Napoleón, autoproclamado ya emperador, decidió prescindir de él y volver al gregoriano tradicional.

Me refiero a la convicción de que un mundo nuevo tiene que asentarse sobre nuevas realidades y de que estas comportan por fuerza un nuevo sistema de designación. Para un revolucionario de antaño o un progresista de salón de ahora, las palabras, en la medida en que han dejado huella, están gastadas, maculadas. Huelen mal; a viejo, a pasado. De ahí que consideren que hay que reemplazarlas por otras. El calendario gregoriano era una herencia –cristiana, por supuesto– y, como tal, debía ceder el paso a un calendario de nuevo cuño, dotado de un léxico impoluto. Y así fue como llegaron los Brumario, Ventoso, Germinal, Termidor y demás meses del calendario republicano. Imberbes, adánicos. El mundo nuevo alumbrado por la Revolución necesitaba que los días pasaran –cuando menos en apariencia– de otra manera, conforme a un orden distinto al conocido hasta la fecha. Y ese orden naciente requería asimismo un lenguaje propio, de modo que no existiera duda alguna sobre la singularidad de lo nombrado.

No hace falta indicar que dicha creencia es asumida hoy casi sin fisuras por nuestra izquierda –y lo más preocupante: también empieza a manifestarse en algunos corrales del centro político–. La cruzada emprendida contra el lenguaje presuntamente sexista, o sea, contra la historia de la lengua y la evolución de los accidentes gramaticales, sólo se entiende desde esa perspectiva, que los propios postulantes y devotos del movimiento han bautizado como “perspectiva de género”. Se trata, en especial, de las famosas duplas “todos y todas”, “los y las”, “compañeros y compañeras”, a las que han venido a sumarse en los últimos tiempos, por obra y gracia del feminismo más enajenado, los “todes” y “les” más o menos sexuados. No hemos llegado aún a las aberraciones amalgamadas o gráficas del ultrafeminismo francés –esto es, a lo que sería en español “compañeroras” o “compañero·a·s”–, pero todo se andará. En todo caso, esa “perspectiva de género”, que goza ya de rango normativo en nuestras instituciones y centros docentes, descansa en la certeza de que el nombre sí hace la cosa y de que, por lo tanto, cambiando la forma de nombrar lo masculino y lo femenino estamos cambiando también el estatus de la mujer o, como gustan de llamarlo las del gremio, luchando contra su cosificación e invisibilidad social por efecto del heteropatriarcado reinante.

¿Y qué decir de la educación? Desde la aprobación de la LOGSE en 1990, la renovación pedagógica ha traído consigo la terminológica. Los antiguos maestros y profesores, depositarios de un lenguaje universalmente consolidado, han tenido que renunciar a él en beneficio de una jerga impuesta por pedagogos y, en menor medida, por psicólogos. Los “progresa adecuadamente” y “necesita mejorar” dieron al traste en los estudios primarios con unas calificaciones que ya habían arrumbado por entonces las notas y dejado paso incluso a las letras, siempre más genéricas y benignas que las cifras. En adelante, progresara más o menos y por mucho que necesitara mejorar, el niño pasaba de curso. Perdón: “promocionaba”. Y si por algún mal fario tenía que repetir, no repetía: “permanecía en el mismo curso”. Por lo demás, la hora de patio o recreo fue bautizada como “segmento de ocio”. La tradicional falta de disciplina fue borrada del glosario para instaurar en su lugar la “conducta contraria a la convivencia”. Y los profesores, esos grandes damnificados, después de los alumnos, de todo el plan renove educativo, se convirtieron –entre otras muchas cosas– en “mediadores didácticos”.

Pero donde mejor se aprecia el sentido de dicha transformación acaso sea en los textos legales. Quien compare la Ley General de Educación de 1970 –la introductora en el sistema educativo de la EGB, el BUP y el COU– con la LOGSE comprobará fácilmente el deterioro lingüístico. Incluso si la comparación se establece entre la LODE de 1985 –promovida ya por un gobierno socialista– y la propia LOGSE, la revolución operada resulta harto visible. Sirva como ejemplo el caso del “currículo”, de vivísima actualidad por sus insuperables y trascendentes borradores. No sé si se acuerdan de cuando en la enseñanza no universitaria regía también un “plan de estudios”. El sintagma todavía figura en la Ley de 1970. En la LODE, en cambio, ya no aparece, y sí el de “programación general”. Y en la LOGSE, en fin, esa “programación general” también se esfuma y surge el “currículo”, cual emblema –lo estipula el mismo Preámbulo– de “la renovación que requiere el carácter mutable, diversificado y complejo de la educación del futuro”. Y es que el currículo, tal como nos instruye la correspondiente entrada del Diccionario de la Real Academia, es más que un sinónimo de plan de estudios. La segunda acepción de la palabra –cuya incorporación al diccionario no puede ser, en buena lógica, sino posterior a 1990–, lo define como el “conjunto de estudios y prácticas destinadas a que el alumno desarrolle plenamente sus posibilidades”.

Resulta ocioso indicar, a la luz de esta definición, que el currículo ha fracasado por completo en España. Ningún alumno, ni bueno ni malo, ha podido desarrollar desde entonces plenamente sus posibilidades. Cuando menos en la enseñanza pública. Pero quienes dieron a la palabra el sesgo pedagogístico con que se la conoce hoy en día, esto es, quienes promovieron la LOGSE y cuantas leyes esta engendró en lo sucesivo hasta llegar a la actual LOMLOE, no por ello van a sentirse fracasados. Puestos a avanzar hacia “la educación del futuro”, lo primero era renovar el lenguaje de la educación heredada y sustituirlo por el mejunje terminológico al uso. Y a ello se aplicaron con contumacia desde el preámbulo mismo de aquella ley germinal. Treinta años después de su aprobación, justo es reconocer su victoria: de aquella enseñanza tradicional no queda ya ni la sombra. Y en cuanto al lenguaje que llevaba asociado, lo mejor que puede decirse, y sin que sirva de consuelo, es que siempre estaremos a tiempo de seguir su rastro.

El rastro de las palabras (II)

    20 de agosto de 2021
Decía hace un par de domingos Jon Juaristi que “en la lengua española todas o casi todas las palabras están minadas por su uso en otros tiempos”. Tiene razón. No sé si todas o casi todas, pero sí muchas llevan adherida eso que Arcadi Espada denominó años atrás “marca temporal”. Juaristi ponía el ejemplo del calificativo sanchista, empleado hoy en día para designar a los partidarios de Pedro Sánchez o a los profesionales de su gobierno, y confesaba su sorpresa por haber descubierto la semana anterior que así se llamaba ya “a los partidarios de Sancho el Bravo, futuro Sancho IV, que se rebeló contra su padre, Alfonso X de Castilla, en 1282”. Claro está que la mina en cuestión remite aquí a una realidad tan lejana y desconocida del común de la gente que difícilmente va a explotarle a nadie que no sea un especialista en la materia o un erudito como él.

Distinto es el caso de otras marcas temporales. Así, los que ya arrastramos unas cuantas decenas de años, cada vez que leemos en un folleto turístico o en una crónica de periódico la expresión “marco incomparable” no podemos dejar de pensar en el Nodo, aquel documental que se proyectaba durante el franquismo y la Transición en las salas de cine españolas a modo de aperitivo de las películas. En él resultaba habitual oír la voz de Matías Prats –padre, claro– referirse al Palacio Real, al Estadio Santiago Bernabéu o al Hipódromo de la Zarzuela como “marco incomparable” en el que tenía lugar un determinado evento. De ahí que la expresión acarreara una marca que la volvía inservible en otros contextos, a no ser que quien la utilizara lo hiciera con retranca. O, si lo prefieren, a no ser que el hablante o escribidor de turno dejara explotar a sabiendas la mina que la expresión llevaba adherida.

Pero eso valía y sigue valiendo para los de nuestra generación o anteriores. Para los que ya nacieron y se formaron –un decir– en democracia, es muy probable que al escuchar o leer que tal paraje constituye un marco incomparable que uno no debería perderse por nada del mundo, su reacción, de haberla, se limite a la que consiste en ponderar la belleza o la singularidad de un paisaje. O sea, a una mayor o menor conformidad con la opinión ajena. Y, aun así, la huella de la expresión, al igual que la baba de un caracol, allí seguirá. Como esos sanchistas a los que aludía Juaristi, que antes de servir a Pedro Sánchez sirvieron al futuro Sancho IV.

Tal vez por ello los iluminados sociales se han caracterizado siempre por cierto adanismo lingüístico. Con ellos empieza la historia; lo heredado les incomoda, les molesta, les sobra. Y entre lo heredado figura en buena medida el lenguaje. Dado que las palabras dejan rastro y remiten a una realidad pasada, están convencidos de que hay que hacer con ellas tabla rasa, sustituirlas por otras, aunque sea para designar una realidad ya existente. Esa es, en gran parte, la razón de ser de lo que se conoce como lenguaje políticamente correcto. Cuando José Luis Rodríguez Zapatero, semanas antes de alcanzar la Presidencia del Gobierno, afirmaba en una entrevista que había invitado a Sonsoles Espinosa, su mujer, a un “proyecto vital compartido”, estaba diciendo, por supuesto, que un día se le declaró y le pidió que se casara on él. Pero estaba diciendo mucho más. Estaba trasladando a los ciudadanos a través de las páginas, si mal no recuerdo, de la revista Marie Claire que aquello de pedir a una mujer si quería vivir con uno eran cosas del pasado. Lo hacía con una fatuidad ciertamente ridícula, pero consonante con el nuevo feminismo naciente, el de los micromachismos y el empoderamiento de la mujer. Un nuevo feminismo al que nuestra izquierda política rendía ya por entonces pleitesía, también mediante el lenguaje.

De todo eso y de mucho más me propongo seguir hablándoles, si Dios quiere –otra herencia lingüística–, el próximo jueves.

El rastro de las palabras (I)

    13 de agosto de 2021
En la jerga del periodismo escrito un despiece es un núcleo informativo, más o menos consistente, que ha sido separado de la pieza principal. De lo que se sigue que un despiece es, antes que nada, una parte de un todo. Se trata, por así decirlo, de una parte a la que han premiado con esa autonomía, pero que no puede entenderse al margen del conjunto en el que se integra.

Hoy España es una suma inconexa de despieces donde ya no se distingue cuerpo principal ninguno. Cuando le comentas a un ciudadano de a pie poco o nada versado en política que las comunidades autónomas forman parte del Estado y que, en consecuencia, quienes las gobiernan lo hacen en nombre de ese mismo Estado, abre unos ojos como platos y te pregunta si lo tomas por tonto. Y no le falta razón. Al contrario que en el periodismo escrito, el despiece de España, entendido ahora como la acción de despiezar y no sólo como el efecto, está mucho más cerca del despedazamiento que de otra cosa.

Que la misión de un dirigente político regional sea la de arrancarle al Gobierno del Estado, ya en dinero, ya en especie, un cacho de presupuesto para la tierra a la que representa, hasta puede comprenderse. No en vano hace cosa de un siglo, cuando la autonomía no era sino un ensueño del nacionalismo catalán, Camba aludía ya en sus artículos a los diputados gallegos que deambulaban como pedigüeños por los pasillos de aquellas Cortes y en cuanto avistaban un ministro corrían a pedirle “muelles, dársenas, puentes, carreteras, grupos escolares, ¡lo que haya!”. Pero, del mismo modo que esa era y es la misión de un dirigente político regional, la de un representante del Estado debería ser la de no ceder más que en lo justo y equitativo. Sobre todo cuando ya no existe región alguna en España sin sus propias tablas de la ley, recogidas en sus respectivos Estatutos de Autonomía, ni sin lo que le corresponde del sistema de financiación autonómico –excepto el País Vasco y Navarra, que campan, nunca mejor dicho, por sus fueros– o lo que le reportan los impuestos propios o los cedidos por el Gobierno del Estado.

Sobra indicar que ese despiece estatal ha ido en los últimos tiempos mucho más allá de lo previsible y razonable. Suele echarse la culpa de ello a las ansias separativas del nacionalismo vasco y catalán. Es evidente que esa culpa existe. Pero también lo es que existe otra, mucho más importante si cabe desde el punto de vista político y moral. Me refiero, claro, a la de los distintos y sucesivos gobiernos del Estado, que no han dudado en complacer a sus socios nacionalistas vascos y catalanes con tal de alcanzar el poder o mantenerse en él, y en particular a los últimos de la ya larga serie de nuestra democracia, presididos por Rodríguez Zapatero, Rajoy y Sánchez.

De ahí que esa XXIV Conferencia de Presidentes celebrada el pasado viernes en Salamanca fuera lo más próximo a una pantomima. (Lo del ordinal, por cierto, no debería llamar a engaño; es la número 24, pero 14 de ellas corresponden al periodo marcado por el estado de alarma, por lo que en puridad serían sólo 10, dado que las demás tuvieron lugar de forma telemática y en ellas no se trató más que de asuntos relacionados con la pandemia.) De pantomima podía calificarse ya antes incluso de conocer su desarrollo y su desenlace. La presencia del presidente del Gobierno Vasco estuvo condicionada por la previa concesión de una ristra de prebendas, entre las que no faltaron las tan apetecidas transferencias de nuevos impuestos, con lo que el Ejecutivo de Urkullu acrecienta su capacidad recaudatoria y, a un tiempo, el desguace de las competencias tributarias del Gobierno central. Y el de la Generalitat catalana, siguiendo la estela de sus predecesores en el cargo, ni siquiera se dignó asistir. Eso sí, para el lunes siguiente Aragonès y Sánchez tenían ya acordada una cumbre –como gustan llamarla unos y otros– entre representantes de ambos gobiernos, en la que también llovieron, faltaría más, los millones y las promesas de traspasos competenciales, como por el ejemplo el de la formación sanitaria especializada –el MIR–, verdadero bastión del sistema nacional de salud y uno de los últimos referentes de la igualdad de oportunidades en nuestro país.

Es difícil saber hasta dónde puede llegar el despiece. Porque el resto de los gobiernos autonómicos, huelga precisarlo, no van a conformarse con esa “España multinivel” que preconiza y publicita la Ponencia del 40 Congreso Federal del PSOE. Y no tan sólo los gobernados por el PP, con o sin el concurso de Ciudadanos; también algunos de los presididos por un socialista. Aquí nadie va a renunciar –y perdón por la expresión– a pillar cacho. Y como del Estado ya casi no quedan ni los huesos, a saber cómo podrá recomponerse dentro de un par de años –seamos optimistas– el conjunto. O sea, lo que se entiende, o se entendía, por España.

El despiece español

    5 de agosto de 2021