Aunque el nombre no hace la cosa, no son pocos quienes andan convencidos de lo contrario. Y hasta diría que, por desgracia, cada vez son más. Les hablaba el pasado jueves del caso del expresidente Rodríguez Zapatero y de su empeño en servirse de una jerigonza políticamente correcta, o lo que es lo mismo, abstrusamente eufemística, allí donde incluso un político del montón habría optado por un lenguaje llano y diáfano. Detrás de esa práctica, que no ha hecho más que intensificarse de un tiempo a esta parte hasta alcanzar el acqua alta que inunda ya nuestros días, no está tan sólo el influjo de un movimiento surgido hace cerca de medio siglo en las aulas y claustros de las universidades norteamericanas, sino también un ideario consustancial a la Revolución Francesa y cuya máxima concreción tal vez sea aquel calendario republicano que estuvo vigente hasta que Napoleón, autoproclamado ya emperador, decidió prescindir de él y volver al gregoriano tradicional.

Me refiero a la convicción de que un mundo nuevo tiene que asentarse sobre nuevas realidades y de que estas comportan por fuerza un nuevo sistema de designación. Para un revolucionario de antaño o un progresista de salón de ahora, las palabras, en la medida en que han dejado huella, están gastadas, maculadas. Huelen mal; a viejo, a pasado. De ahí que consideren que hay que reemplazarlas por otras. El calendario gregoriano era una herencia –cristiana, por supuesto– y, como tal, debía ceder el paso a un calendario de nuevo cuño, dotado de un léxico impoluto. Y así fue como llegaron los Brumario, Ventoso, Germinal, Termidor y demás meses del calendario republicano. Imberbes, adánicos. El mundo nuevo alumbrado por la Revolución necesitaba que los días pasaran –cuando menos en apariencia– de otra manera, conforme a un orden distinto al conocido hasta la fecha. Y ese orden naciente requería asimismo un lenguaje propio, de modo que no existiera duda alguna sobre la singularidad de lo nombrado.

No hace falta indicar que dicha creencia es asumida hoy casi sin fisuras por nuestra izquierda –y lo más preocupante: también empieza a manifestarse en algunos corrales del centro político–. La cruzada emprendida contra el lenguaje presuntamente sexista, o sea, contra la historia de la lengua y la evolución de los accidentes gramaticales, sólo se entiende desde esa perspectiva, que los propios postulantes y devotos del movimiento han bautizado como “perspectiva de género”. Se trata, en especial, de las famosas duplas “todos y todas”, “los y las”, “compañeros y compañeras”, a las que han venido a sumarse en los últimos tiempos, por obra y gracia del feminismo más enajenado, los “todes” y “les” más o menos sexuados. No hemos llegado aún a las aberraciones amalgamadas o gráficas del ultrafeminismo francés –esto es, a lo que sería en español “compañeroras” o “compañero·a·s”–, pero todo se andará. En todo caso, esa “perspectiva de género”, que goza ya de rango normativo en nuestras instituciones y centros docentes, descansa en la certeza de que el nombre sí hace la cosa y de que, por lo tanto, cambiando la forma de nombrar lo masculino y lo femenino estamos cambiando también el estatus de la mujer o, como gustan de llamarlo las del gremio, luchando contra su cosificación e invisibilidad social por efecto del heteropatriarcado reinante.

¿Y qué decir de la educación? Desde la aprobación de la LOGSE en 1990, la renovación pedagógica ha traído consigo la terminológica. Los antiguos maestros y profesores, depositarios de un lenguaje universalmente consolidado, han tenido que renunciar a él en beneficio de una jerga impuesta por pedagogos y, en menor medida, por psicólogos. Los “progresa adecuadamente” y “necesita mejorar” dieron al traste en los estudios primarios con unas calificaciones que ya habían arrumbado por entonces las notas y dejado paso incluso a las letras, siempre más genéricas y benignas que las cifras. En adelante, progresara más o menos y por mucho que necesitara mejorar, el niño pasaba de curso. Perdón: “promocionaba”. Y si por algún mal fario tenía que repetir, no repetía: “permanecía en el mismo curso”. Por lo demás, la hora de patio o recreo fue bautizada como “segmento de ocio”. La tradicional falta de disciplina fue borrada del glosario para instaurar en su lugar la “conducta contraria a la convivencia”. Y los profesores, esos grandes damnificados, después de los alumnos, de todo el plan renove educativo, se convirtieron –entre otras muchas cosas– en “mediadores didácticos”.

Pero donde mejor se aprecia el sentido de dicha transformación acaso sea en los textos legales. Quien compare la Ley General de Educación de 1970 –la introductora en el sistema educativo de la EGB, el BUP y el COU– con la LOGSE comprobará fácilmente el deterioro lingüístico. Incluso si la comparación se establece entre la LODE de 1985 –promovida ya por un gobierno socialista– y la propia LOGSE, la revolución operada resulta harto visible. Sirva como ejemplo el caso del “currículo”, de vivísima actualidad por sus insuperables y trascendentes borradores. No sé si se acuerdan de cuando en la enseñanza no universitaria regía también un “plan de estudios”. El sintagma todavía figura en la Ley de 1970. En la LODE, en cambio, ya no aparece, y sí el de “programación general”. Y en la LOGSE, en fin, esa “programación general” también se esfuma y surge el “currículo”, cual emblema –lo estipula el mismo Preámbulo– de “la renovación que requiere el carácter mutable, diversificado y complejo de la educación del futuro”. Y es que el currículo, tal como nos instruye la correspondiente entrada del Diccionario de la Real Academia, es más que un sinónimo de plan de estudios. La segunda acepción de la palabra –cuya incorporación al diccionario no puede ser, en buena lógica, sino posterior a 1990–, lo define como el “conjunto de estudios y prácticas destinadas a que el alumno desarrolle plenamente sus posibilidades”.

Resulta ocioso indicar, a la luz de esta definición, que el currículo ha fracasado por completo en España. Ningún alumno, ni bueno ni malo, ha podido desarrollar desde entonces plenamente sus posibilidades. Cuando menos en la enseñanza pública. Pero quienes dieron a la palabra el sesgo pedagogístico con que se la conoce hoy en día, esto es, quienes promovieron la LOGSE y cuantas leyes esta engendró en lo sucesivo hasta llegar a la actual LOMLOE, no por ello van a sentirse fracasados. Puestos a avanzar hacia “la educación del futuro”, lo primero era renovar el lenguaje de la educación heredada y sustituirlo por el mejunje terminológico al uso. Y a ello se aplicaron con contumacia desde el preámbulo mismo de aquella ley germinal. Treinta años después de su aprobación, justo es reconocer su victoria: de aquella enseñanza tradicional no queda ya ni la sombra. Y en cuanto al lenguaje que llevaba asociado, lo mejor que puede decirse, y sin que sirva de consuelo, es que siempre estaremos a tiempo de seguir su rastro.

El rastro de las palabras (II)

    20 de agosto de 2021