En la jerga del periodismo escrito un despiece es un núcleo informativo, más o menos consistente, que ha sido separado de la pieza principal. De lo que se sigue que un despiece es, antes que nada, una parte de un todo. Se trata, por así decirlo, de una parte a la que han premiado con esa autonomía, pero que no puede entenderse al margen del conjunto en el que se integra.
Hoy España es una suma inconexa de despieces donde ya no se distingue cuerpo principal ninguno. Cuando le comentas a un ciudadano de a pie poco o nada versado en política que las comunidades autónomas forman parte del Estado y que, en consecuencia, quienes las gobiernan lo hacen en nombre de ese mismo Estado, abre unos ojos como platos y te pregunta si lo tomas por tonto. Y no le falta razón. Al contrario que en el periodismo escrito, el despiece de España, entendido ahora como la acción de despiezar y no sólo como el efecto, está mucho más cerca del despedazamiento que de otra cosa.
Que la misión de un dirigente político regional sea la de arrancarle al Gobierno del Estado, ya en dinero, ya en especie, un cacho de presupuesto para la tierra a la que representa, hasta puede comprenderse. No en vano hace cosa de un siglo, cuando la autonomía no era sino un ensueño del nacionalismo catalán, Camba aludía ya en sus artículos a los diputados gallegos que deambulaban como pedigüeños por los pasillos de aquellas Cortes y en cuanto avistaban un ministro corrían a pedirle “muelles, dársenas, puentes, carreteras, grupos escolares, ¡lo que haya!”. Pero, del mismo modo que esa era y es la misión de un dirigente político regional, la de un representante del Estado debería ser la de no ceder más que en lo justo y equitativo. Sobre todo cuando ya no existe región alguna en España sin sus propias tablas de la ley, recogidas en sus respectivos Estatutos de Autonomía, ni sin lo que le corresponde del sistema de financiación autonómico –excepto el País Vasco y Navarra, que campan, nunca mejor dicho, por sus fueros– o lo que le reportan los impuestos propios o los cedidos por el Gobierno del Estado.
Sobra indicar que ese despiece estatal ha ido en los últimos tiempos mucho más allá de lo previsible y razonable. Suele echarse la culpa de ello a las ansias separativas del nacionalismo vasco y catalán. Es evidente que esa culpa existe. Pero también lo es que existe otra, mucho más importante si cabe desde el punto de vista político y moral. Me refiero, claro, a la de los distintos y sucesivos gobiernos del Estado, que no han dudado en complacer a sus socios nacionalistas vascos y catalanes con tal de alcanzar el poder o mantenerse en él, y en particular a los últimos de la ya larga serie de nuestra democracia, presididos por Rodríguez Zapatero, Rajoy y Sánchez.
De ahí que esa XXIV Conferencia de Presidentes celebrada el pasado viernes en Salamanca fuera lo más próximo a una pantomima. (Lo del ordinal, por cierto, no debería llamar a engaño; es la número 24, pero 14 de ellas corresponden al periodo marcado por el estado de alarma, por lo que en puridad serían sólo 10, dado que las demás tuvieron lugar de forma telemática y en ellas no se trató más que de asuntos relacionados con la pandemia.) De pantomima podía calificarse ya antes incluso de conocer su desarrollo y su desenlace. La presencia del presidente del Gobierno Vasco estuvo condicionada por la previa concesión de una ristra de prebendas, entre las que no faltaron las tan apetecidas transferencias de nuevos impuestos, con lo que el Ejecutivo de Urkullu acrecienta su capacidad recaudatoria y, a un tiempo, el desguace de las competencias tributarias del Gobierno central. Y el de la Generalitat catalana, siguiendo la estela de sus predecesores en el cargo, ni siquiera se dignó asistir. Eso sí, para el lunes siguiente Aragonès y Sánchez tenían ya acordada una cumbre –como gustan llamarla unos y otros– entre representantes de ambos gobiernos, en la que también llovieron, faltaría más, los millones y las promesas de traspasos competenciales, como por el ejemplo el de la formación sanitaria especializada –el MIR–, verdadero bastión del sistema nacional de salud y uno de los últimos referentes de la igualdad de oportunidades en nuestro país.
Es difícil saber hasta dónde puede llegar el despiece. Porque el resto de los gobiernos autonómicos, huelga precisarlo, no van a conformarse con esa “España multinivel” que preconiza y publicita la Ponencia del 40 Congreso Federal del PSOE. Y no tan sólo los gobernados por el PP, con o sin el concurso de Ciudadanos; también algunos de los presididos por un socialista. Aquí nadie va a renunciar –y perdón por la expresión– a pillar cacho. Y como del Estado ya casi no quedan ni los huesos, a saber cómo podrá recomponerse dentro de un par de años –seamos optimistas– el conjunto. O sea, lo que se entiende, o se entendía, por España.