Sigo con gran interés, no exento de cierta morbosidad, el salto a la política de actores, catedráticos de universidad, escritores y presentadores televisivos. No se trata de un fenómeno masivo, pero sí lo suficientemente importante como para prestarle la debida atención. Les recuerdo los nombres: Ángel Gabilondo, Luis García Montero, Alberto San Juan, Juanjo Puigcorbé, Ángeles Caso, Fernando Delgado, etc. En los primeros años de nuestra democracia resultaba habitual que los partidos políticos, en especial los de izquierdas, trufaran sus listas electorales con personajes más o menos ilustres procedentes de la llamada sociedad civil. Independientes, los llamaban. Solían ir en puestos de cabeza, donde se les viera, pero sin que una tal posición entrañara generalmente responsabilidad alguna en las tareas parlamentarias o ejecutivas de la formación en la que aparecían encuadrados. Su función era la de florero, y lo más a que podían aspirar era a que les cambiaran el agua de tarde en tarde. Pero, a medida que la política fue profesionalizándose, los llamados independientes empezaron a estorbar. Para los aparatos de los partidos, constituían una suerte de bomba de relojería. Su independencia de criterio y de acción —de haberla, claro— contrastaba con la bien remunerada sumisión de cargos y militantes. Puede que el caso del juez Baltasar Garzón, número 2 de la lista del PSOE por Madrid en las generales de 1993, detrás de Felipe González, fuera el punto culminante y sin retorno de esa desafección. Por lo demás, el propio partido ya había vivido años antes con el ministro de Cultura Semprún un conflicto análogo, maravillosamente narrado por su protagonista en las páginas de Federico Sánchez se despide de ustedes.

Y ahora, coincidiendo con la crisis de los partidos y de los políticos, esas figuras de la sociedad civil han reaparecido. Pero a menudo no ya como simple ornato, sino como válvula de salvación. Es el caso de Gabilondo y García Montero, candidatos de PSOE e IU, respectivamente, a la Presidencia de la Comunidad de Madrid. Y, según cuenta hoy María Jesús Cañizares en Abc, podría ser también el de aquel o aquella a quien el PSC ofrezca la primera plaza de su lista en las autonómicas catalanas, previstas, si nada lo remedia, para el próximo 27 de septiembre. Aquí el problema, ya lo adivinan, no es tanto l’embarras du choix como la falta de hipotéticos candidatos. Y es que el irrefrenable desmembramiento del partido ha ido acompañado de la imparable deserción de sus compañeros de viaje. O han cambiado de bandera, o han hecho mutis por el foro. Años atrás el PSC aún podría haber echado mano de ese hombre bueno llamado Josep Maria Castellet. Pero Castellet ya no es de este mundo. Claro que, bien mirado, el partido tampoco. Y, así las cosas, ¿qué mejor que un fantasma para encabezar la lista de un partido que ha alcanzado ya un estado parecido?

El fantasma de Castellet

    30 de marzo de 2015


(Juan Antonio Pérez Mateos, "Conversación con Elfidio Alonso, director de ABC de Madrid durante la guerra civil", Abc, 6-12-1978, día de la aprobación en referéndum de la Constitución Española)

Las hojas caen y la gente vive

    29 de marzo de 2015
Después de meses y meses de toparnos con Podemos hasta en la sopa, los resultados de las elecciones andaluzas parecen haber cambiado el protagonista de la actualidad política española. Ya no es la marca de Pablo Iglesias, sino la de Albert Rivera, y ello pese a haber cosechado en los mismos comicios bastantes menos votos y escaños. Ayer, tanto Esperanza Aguirre como Cristina Cifuentes se lamentaban de que Rivera no estuviera en el PP. Ignoro si esas declaraciones obedecen a una estrategia electoral para intentar retener esa porción del electorado que se les va, se les va, se les va, o si se trata, en cambio, de la expresión sincera de un pesar. La propia Aguirre llegó incluso a calificar de «intolerables» las palabras del delegado del Gobierno en Andalucía y correligionario suyo, que criticó en plena campaña el origen catalán del líder de Ciudadanos.

Y luego hoy, por otra parte, tiene lugar en Madrid un Consejo Político extraordinario de UPyD. Su carácter extraordinario viene dado por las declaraciones de algunos de sus dirigentes, que han exigido un cambio de rumbo tras el batacazo andaluz, cambio que conllevaría, entre otras medidas, el arrinconamiento de Rosa Díez y sus fieles. Y aquí también, aun cuando lo que se ventila, en último término, sea el futuro mismo de la formación, a nadie se le escapa que el verdadero protagonismo corresponde a Ciudadanos. De no haber sido por el partido de Rivera, por sus propuestas de colaboración rechazadas de forma reiterada por Díez, y, sobre todo, por su reciente expansión a lo largo de la geografía española, difícilmente las cosas, para UPyD, hubieran alcanzado este punto. Lo que no significa, claro, que Díez y quienes le secundan o le secundaban —véase el caso de la ahora díscola Irene Lozano y su artículo del pasado agosto contra Sosa Wagner— no tengan gran parte de culpa. Pero sus actos han estado siempre marcados por el orgullo de ser lo que son y no lo que es Ciudadanos. O sea, por el desprecio del otro. Incluso cuando sentían ya su aliento. Incluso cuando las urnas les barrían del mapa electoral andaluz y quién sabe si de cualquier tipo de mapa. Incluso, me temo, cuando esta noche en Madrid den las doce.

(ABC, 28 de marzo de 2015)

Actualidad ciudadana

    28 de marzo de 2015
El secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, ha celebrado la entrada de Ciudadanos en el Parlamento de Andalucía con estas palabras: «Damos la bienvenida a que haya una nueva derecha, civilizada, pero derecha al fin y al cabo». Son palabras muy reveladoras. Entre otras cosas, porque demuestran hasta qué punto el joven secretario general Sánchez pertenece a la vieja política. Para él la derecha es barbarie, barbarie pura y dura. Por eso sólo es digna de recibir la bienvenida aquella que ha sido sometida a un proceso civilizatorio. ¿Y aquí quién civiliza?, se preguntarán. Pues la izquierda, claro. Una izquierda que no precisa de adjetivos edulcorantes ni de liftings radicales para andar por el mundo. Al contrario de lo que ocurre con la derecha, no hay izquierda civilizada ni izquierda ilustrada. Sólo izquierda. Y, por supuesto, no hay tampoco, a sus ojos, extrema izquierda ni izquierda extrema. Todos esos matices son propios de la derecha, y es la izquierda, desde su congénita superioridad moral, la que los otorga y los administra.

Así pues, la gente de Ciudadanos debe dar gracias al cielo por haber sido ungida con ese «civilizada». Para la izquierda son derecha, qué le vamos a hacer, pero, por suerte, parece que pillaron a tiempo el tren de la civilización. Yo, que tomé parte hace ya una década en la gestación de la criatura, me acuerdo aún de aquellos largos debates en los que algunos tratábamos de superar la clásica dicotomía entre derecha e izquierda apelando a la razón. O sea a la ilustración. Y puede que, inconscientemente también, a la civilización. No sé si lo logramos. Pero ahora, vencidos ya diez años, quisiera creer que ese «civilizada» de Sánchez no es sólo el clásico latiguillo de la vieja política, sino un valor firmemente asentado entre los atributos de un partido al que ya nadie se atreve a ningunear.

Civilizados, sí

    25 de marzo de 2015
El candidato de UPyD a la Presidencia de la Junta de Andalucía, Martín de la Herrán, declaró ayer por la noche, tras conocer los resultados electorales, que los comicios los habían «ganado los partidos de la corrupción y no quien la había combatido». Es una forma de ver las cosas. No hay duda que PSOE y PP son partidos manchados por la corrupción, pero sólo el primero ha ganado las elecciones. Y en cuanto a quienes la han combatido, parece algo pretencioso arrogarse en exclusiva el papel, por más que este haya sido el lema de campaña de UPyD. ¿Acaso no la han combatido también Podemos y Ciudadanos? Por lo demás, hay otra forma de entender los resultados. El PSOE de Susana Díaz ha perdido 120.000 votos con respecto a las autonómicas de 2012, pero ha conservado sus escaños y la posibilidad de seguir gobernando la Comunidad. No es el caso del PP, que se ha dejado en el camino medio millón de votos. Ni el de Izquierda Unida, que ha perdido 160.000. Ni, por supuesto, el de UPyD, que ha perdido 53.000, el 40% de los que tenía. Semejante resultado debería llevar a la dirección del partido —no a la dirección andaluza, sino a la nacional— a una profunda reflexión, tanto más cuanto que Ciudadanos, el partido con el que no quisieron ir al baile, ha obtenido cerca de 300.000 votos más, lo que se ha traducido en 9 escaños por ninguno de UPyD. Y tanto más aún cuanto que una coalición de Ciudadanos y UPyD habría logrado por lo menos 12 escaños —que podrían incluso haberse incrementado hasta alcanzar los 15 de Podemos por el efecto multiplicador del voto que suelen producir tales alianzas—. Sí, ya sé que la dirección y el aparato de UPyD tienen a gala proclamar que ellos y Ciudadanos no son lo mismo. Pero la realidad demuestra que cada vez son menos, incluso en UPyD, quienes se lo creen.

Ayer por la noche Rosa Díez cerraba su cuenta de twitter con una cita de Winston Churchill: «El éxito no es definitivo; el fracaso no es fatídico. Lo que cuenta es el valor para continuar». Cierto. Pero esto no es exactamente una guerra —excepto quizá en el imaginario de quienes dirigen ese partido—. Aunque un fracaso electoral no sea necesariamente fatídico, si a ese fracaso se le suman, dentro de un par de meses, unos cuantos más es probable que a nadie le quede ya entonces valor para continuar. A pesar de Churchill.

A pesar de Churchill

    23 de marzo de 2015


(Luis Bonafoux, "Cristo y Pataud", Heraldo de Madrid, 10-4-1909)
Habrá que estar muy atentos a la kermés que el soberanismo prepara para dentro de tres meses en Cataluña y cuyo punto culminante debe alcanzarse el sábado 27 de junio en Barcelona, esa estructura de Estado. A medio camino entre los austeros campamentos de boy-scouts y las concentraciones lisérgicas del «All you need is love» —y, en todo caso, en la más pura tradición autóctona de «germanor» y «Germinabit»—, nuestras Casals y Forcadell han organizado para entonces un «Catalan Weekend». Sí, en inglés, pues de lo que se trata es de traerse a Cataluña a cuantos más extranjeros mejor y mostrarles las bondades del Proceso. Pero como los catalanes son así y los catalanistas ni les cuento, Òmnium ha ideado, con el apoyo de la ANC, una suerte de encuentro familiar. Cada uno de esos extranjeros, en vez alojarse en hoteles de la cadena HUSA, en residencias para ancianos de la Generalitat o en el mismísimo monasterio de Montserrat, van a instalarse durante cuatro días en domicilios que exudan soberanismo —o sea, con una estelada en el balcón, la integral de Llach a modo de hilo musical y un juego de toallas del Barça en el cuarto de baño—. Para no complicar las cosas, los organizadores han previsto que sea cada anfitrión el que se traiga del extranjero a su propio huésped. Pero, claro, puede darse el caso de que uno no conozca a nadie a quien invitar, o bien viva en el extranjero, desee apuntarse a la fiesta y no sepa de nadie que pueda acogerlo. «No problem». Para eso está la organización. Y esa es la razón por la que se ha creado un portal con un registro preceptivo, donde al candidato le aguarda una batería de preguntas sobre aptitudes, gustos y tendencias, como si de una página de contactos se tratara. No hace falta añadir que entre los anfitriones figuran ya algunos representantes del star system independentista: Joel Joan, Ada Parellada, Miquel Calçada, Empar Moliner. Yo sólo espero que a la lista se sume pronto algún miembro de la familia Pujol Ferrusola. Francamente, no se me ocurre nadie mejor para contarle a un foráneo de qué va el asunto. Ah, y como además esa gente tiene don de lenguas, miel sobre hojuelas.

(ABC, 21 de marzo de 2015)

La kermés soberanista

    21 de marzo de 2015
El nacionalismo ha hecho siempre con la lengua cosas feas, moralmente feas, cosas que nada tienen que ver con la comunicación ni con la filología. Acaso la más fea de todas sea la implantación del modelo escolar de inmersión lingüística obligatoria, esa vergüenza con la que el régimen fundado por Pujol y Cía ha maniatado la libertad de millones de ciudadanos, puesto que no sólo afecta a los alumnos, sino también a las familias que hay detrás. Los lectores de Crónica Global están perfectamente informados de sus estragos, por lo que poco puedo añadir yo. No obstante, existen algunas derivaciones del asunto que han pasado tal vez más inadvertidas y a una de ellas quisiera referirme hoy.

La pasada semana tuvimos conocimiento de la detención de una célula yihadista acusada de formar parte del entramado del Estado Islámico y su red de captación de militantes. De los ocho detenidos, todos de nacionalidad española, seis residían en Cataluña. Y, por lo que ha trascendido de su edad, es muy probable que la mayoría hayan sido escolarizados en esta Comunidad. Por supuesto, lejos estoy de insinuar que exista una relación cualquiera entre la enseñanza recibida y las inclinaciones criminales que se les suponen. Faltaría más. Pero sí creo, en cambio, que el alto porcentaje de inmigración de origen magrebí en Cataluña no puede desligarse de las políticas llevadas a cabo por la Generalitat. Y esas políticas guardan relación con la escuela y con la función que el nacionalismo ha asignado tradicionalmente a la lengua catalana como presunto mecanismo de integración social.

Como es natural, esa función asignada a la lengua tiene como principal objetivo, desde hace por lo menos dos décadas, a la llamada inmigración extracomunitaria. Por su peso demográfico y, en buena medida también, por su bajo nivel cultural. Y esa inmigración, los estrategas de la planificación lingüística suelen dividirla entre la procedente de la América hispanohablante y el resto, donde lo que más abunda es la población originaria del norte de África. Sobra indicar cuál de los dos bloques conviene más a los propósitos lingüísticamente normalizadores. Con el primero, es evidente que lo tendrían más fácil; al fin y al cabo, castellano y catalán son lenguas hermanas. Pero resulta que los hispanohablantes no ignoran que en España se habla castellano. La madre patria, figúrense. Y, además, enseguida descubren que Cataluña, a pesar de los esforzados intentos de la Generalitat por soslayarlo, forma parte de España, por lo que también se habla castellano. Total, que su interés por aprender catalán no sólo es muy relativo, sino que encima se diluye nada más traspasar el umbral que separa la escuela de la calle. No es el caso de la población norteafricana, para la que el castellano, a priori, cuenta tanto —o tan poco— como el catalán. De ahí que sea un colectivo mucho más dócil y apetecible, lingüísticamente hablando. Y de ahí también que la Generalitat lleve tiempo trabajándoselo. De forma oficial, desde 2003, cuando nombró a Àngel Colom, maestro de formación aunque activista y político de profesión, representante suyo en Marruecos. Se trataba de preparar el terreno sobre el terreno. En otras palabras, de asegurar que los futuros inmigrantes llegaran a suelo catalán con la lección bien aprendida. Como es lógico, esas medidas iban acompañadas de las acostumbradas subvenciones a las asociaciones correligionarias sitas en Cataluña. Así las cosas, mientras la Generalitat promovía un tipo de inmigración, la procedente del norte de África, se cuidaba muy mucho de alentar la hispanohablante —a la que le unían, por cierto, aparte de esa lengua castellana de la que no quería ni oír hablar, una religión y una cultura religiosa, algo que no ocurría con el otro colectivo—.

He dicho anteriormente que no pretendía establecer relación ninguna entre la enseñanza recibida por los yihadistas detenidos en Cataluña y sus inclinaciones criminales. Tampoco la estableceré ahora entre la política lingüística llevada a cabo por la Generalitat en relación con la inmigración originaria del norte de África y el hecho de que seis miembros de la célula terrorista residieran en tierras que están bajo su jurisdicción. Pero no me resisto a consignar, aquí y ahora, que el nacionalismo no ha tenido otro interés, en todos estos años, que fomentar la inmigración que más le convenía en detrimento de la que más podía convenir, por su capacidad de arraigo, al conjunto de los catalanes y al resto de los españoles.

(Crónica Global)

El nacionalismo y la lengua

    18 de marzo de 2015
Ha dicho Rajoy esta mañana en Onda Cero, en relación con la política catalana y los delirios nacionalistas, que «las cosas están más serenas que hace un año». Y hasta ha augurado que «dentro de un año las cosas estarán más tranquilas que hoy». Por supuesto, cuando uno ha entrado en campaña todo el monte es orégano. O lo parece. Si a un político, llegada la hora de gobernar, no le comprometen ya los programas electorales —y el presidente del Gobierno es un buen ejemplo de ello—, ¿cómo va a comprometerle un simple pronóstico? Que las cosas, en Cataluña, están más serenas que hace un año es indiscutible. Pero, ¿qué nos permite pensar que aún lo estarán más en marzo de 2016? Nada, por supuesto. La sucesión de convocatorias electorales lo mismo puede sumir al soberanismo en una depresión profunda que desatar una euforia desenfrenada entre sus adeptos —no olviden que los catalanes son de un sentimentalismo atroz—. Todo dependerá, al cabo, de los resultados y, en especial, de los de las autonómicas catalanas y las generales.

Distinto es que Rajoy desee lo que pronostica. Yo también lo deseo, sólo que por otras razones. Y es que las de Rajoy están mucho más cerca, me temo, de su interés como gobernante que de cualquier otra circunstancia. Esa tranquilidad con la que sueña significaría que Mas ha perdido su presidencia mientras que él ha conservado la suya. Es decir, significaría que los populismos que nos acechan —el secesionismo catalán y el chavismo español— no se habrían salido con la suya. Lástima que los sueños, sueños sean.

El presidente pronostica

    16 de marzo de 2015


(Sebastián Juan Arbó, "En torno a una disputa", La Vanguardia, 1-6-1961)
Parece que las relaciones entre Convergència y Unió no pasan por su mejor momento. Ha bastado con que el viejo partido fundado en 1931 por Pau Romeva y Maurici Serrahima, entre otros, y cuyo primer líder reconocido fue el malogrado Manuel Carrasco i Formiguera, anunciase su intención de convocar una consulta entre la militancia para saber cuántos abrazarían la independencia y cuántos no; ha bastado esa convocatoria, prevista para el próximo 14 de junio, para que se desatara la tormenta. Atiendan si no: alcaldes convergentes pidiendo que Josep Antoni Duran Lleida no repita como candidato a las Cortes por su ambigüedad ante el Proceso; diputados y senadores de Unió, encabezados por la mano derecha de Durán en el Congreso, exigiendo una retractación a esos alcaldes y amenazando con una ruptura irreversible de la federación; el coordinador general de Convergència, Josep Rull, quitando importancia a las desavenencias con el argumento de que «crisis de estas he visto muchas». Y todo ello con un prólogo significativo hace apenas diez días, cuando trascendió que la plataforma de reflexión política «Constrüim», creada por el propio Duran Lleida, había sido registrada como partido político.

Por descontado, es posible que Rull acabe teniendo razón y esta crisis sea una más de las muchas sufridas por CIU. Pero hasta ahora todos los encontronazos, incluso los más aparatosos, guardaban relación con el reparto del poder. Dentro de la federación o en las listas electorales. Ya no es el caso. O, suponiendo que aún lo sea —al fin y al cabo, el poder siempre está ahí, en forma de cargo o de encargo—, ya no se trata tan sólo, ni principalmente, de eso. Lo que ahora está en juego es el sistema democrático, las reglas del juego, el ordenamiento legal. Y buena parte de Unió no está por la labor de saltárselos a la torera. Por eso el partido ha organizado la consulta: para que la militancia se pronuncie y decida si quiere o no quiere suscribir una suerte de pacto por la independencia con Convergència y ERC. Y por eso ese viejo zorro de Duran tiene ya registrado un nuevo partido, no vaya a suceder que las urnas democristianas arrojen un resultado indeseado.

(ABC, 14 de marzo de 2015)

Lo que el Proceso desunió

    14 de marzo de 2015
Yo soy, como quien dice, de cuando el calendario juliano. No se asusten: aunque ya tengo mis años, no me estoy refiriendo ahora al calendario implantado en tiempos de Julio César, sino a uno más reciente, el que debe su nombre al ministro de Educación del último gobierno del almirante Carrero Blanco. En realidad, cuando yo llegué a la universidad, en octubre de 1974, el llamado calendario juliano ya era historia. Pero todavía resonaban sus ecos. Se había aplicado en el curso universitario anterior al mío, por obra y gracia del ministro Julio Martínez, y consistía en empezar las clases el 7 de enero y terminarlas el 31 de diciembre, con los periodos vacacionales de por medio. Sólo que su aplicación, limitada al primer curso de carrera, fue un visto y no visto. De una parte, al ministro Rodríguez le llegó el cese antes incluso de que dieran comienzo las clases. De otra, su sucesor en el cargo, nada más tomar posesión, derogó el nuevo calendario, por lo que aquel curso infausto duró sólo seis meses para todos los jóvenes españoles recién ingresados en la universidad. (Quienes accedimos a la universidad en otoño de 1974 corrimos aún peor suerte: gracias a la huelga indefinida de penenes [profesores no numerarios] iniciada en enero de 1975, el curso duró de octubre a diciembre de 1974, esto es, la mitad que el anterior. Eso sí, la huelga fue rematada con un rocambolesco aprobado general, para general alborozo de los discentes.)

Toda esa larga introducción nada tiene que ver, por supuesto, con el curso universitario en el que estamos inmersos. Ni con oscuras intenciones del ministro Wert. Al menos que yo sepa. Sí tiene que ver, en cambio, con el calendario establecido por el nacionalismo en Cataluña, que me he permitido bautizar con el nombre de calendario catalino. Al igual que el instaurado por el ministro Rodríguez, se trata de un calendario contra natura, un calendario que rompe con el orden natural de las cosas. Crea, por ejemplo, un sistema de legislatura que no alcanza nunca la duración prevista. La reduce a la mitad, como pasó con la primera presidida por Artur Mas, o a tres cuartas partes, más o menos, como pasa con la actual, a condición de dar por bueno el anuncio presidencial de celebrar unas nuevas anticipadas el próximo 27 de septiembre. Claro que, incluso en este último caso, uno podría considerar que la convocatoria de la llamada consulta/proceso participativo, el 9 de noviembre de 2014, era ya una forma de cerrar la legislatura, dejándola, pues, en dos años en vez de los cuatro de rigor. Si bien se mira, puestos a no gobernar, a no gestionar los asuntos que en verdad importan a los ciudadanos, cuanto menos duren las legislaturas, mucho mejor.

Por otro lado, ese calendario catalino, al estar fuertemente asentado en la estrategia del agitprop, ha situado las citas electorales a rebufo del 11 de septiembre. Así ocurrió en 2012, así se proyectó que ocurriera en 2014 y así parece que va a ocurrir en 2015; siempre según una misma secuencia, en la que la emisión del voto va precedida de una gran concentración de masas debidamente lubrificadas a lo largo de un año por tierra, mar y aire, o, sustituyendo lo militar por lo civil, por prensa, radio y televisión. Es cierto que en los últimos tiempos han empezado a oírse voces en las propias filas de la coalición gobernante reclamando un retorno al viejo calendario. Pero casi todas procedían de Unió, a la que los cantos de sirena del independentismo han diezmado, pero no abducido del todo.

Ignoro hasta cuándo estará vigente el calendario catalino. El profesor y flamante académico Francesc de Carreras, que de esas cosas sabe un rato, aseguraba hace días que el proceso se hallaba en fase de reflujo. Lo que significa que hay que temer un nuevo flujo. O, lo que es lo mismo, que el calendario seguirá marcando nuestras vidas. A no ser, claro, que seamos capaces de quitarnos al ministro, quiero decir al presidente, de encima. Llegados a este punto, lo de la derogación, como enseña la historia, sería coser y cantar.

(Crónica Global)

El calendario catalino

    11 de marzo de 2015


(Última Hora)




No conozco a Josep Lluís Bauzà. Sólo sé que es el flamante coordinador de Ciudadanos en Baleares y que, al decir de los medios, va a encabezar con toda probabilidad alguna de las principales listas que el partido presentará en las elecciones del 24 de mayo. Y sé algo más, algo fundamental para mí: que él y su partido consideran que las medidas tomadas en esta legislatura por el Gobierno del Partido Popular en relación con el uso del catalán en la Administración y la enseñanza —o sea, la rebaja del nivel de exigencia del conocimiento del catalán en determinados sectores administrativos y la puesta en práctica del decreto de trilingüismo, más conocido por TIL— eran innecesarias y no han creado más que crispación. De ahí que sean partidarios de su retirada y de firmar con las demás fuerzas políticas «y de una vez por todas que esa cuestión no se va a mover en función de quién ocupe el Consolat [sede del Gobierno Balear]». En otras palabras: que Bauzà y Ciudadanos están de acuerdo, por ejemplo, en que el conocimiento del catalán sea un requisito para optar a una plaza en el sistema sanitario de la Comunidad, en que no haya libre elección de lengua en la primera enseñanza y en que el decreto de mínimos —que prescribe que un 50% de la docencia debe impartirse en catalán, porcentaje que ha terminado convirtiéndose con el tiempo en un 100%, esto es, en un modelo de inmersión lingüística— vuelva a regir. Y no durante una legislatura, sino por siempre más, amén.

Como no conozco a Josep Lluís Bauzà, ignoro si tiene antecedentes —en el nacionalismo, se entiende— o si es que simplemente se acomoda sin más al statu quo que el pancatalanismo ha establecido en el archipiélago y que todos los partidos que aspiran a obtener representación en el Parlamento autonómico, excepto UPyD y —según la cara de la luna— el PP, aceptan sin rechistar. Sí me consta, en cambio, que Ciudadanos lleva años promoviendo en Cataluña un modelo educativo trilingüe. Y combatiendo, como no podía ser de otro modo, la inmersión lingüística obligatoria. De lo que deduzco que no debe de tratarse del mismo partido. Y como algo sé de la historia del partido en Cataluña, no me cabe la menor duda de que lo de Baleares es un fake. Así pues, avisados quedan. Y créanme que lo siento.

¿Ciudadanos?

    9 de marzo de 2015


(César González-Ruano, "La costumbre", Abc, 15-12-1965)
Si algo se desprende de la avalancha de encuestas de todo tipo publicadas en los últimos tiempos en España es la evidencia de que el reparto del voto ya no será lo que fue. No lo será en Andalucía, ni en Cataluña, ni en comunidad autónoma alguna. Ni lo será en el ámbito municipal ni, por supuesto, en el nacional. Al menos durante un tiempo. Lo que hasta hace cuatro días era concentración del voto se convertirá en dispersión. Allí donde había dos grandes partidos y un resto parlamentario, vamos a tener, como mínimo, cuatro grandes fuerzas, sin que por ello ese resto parlamentario se disuelva. Para entendernos: la irrupción de Podemos no echará del tablero a Izquierda Unida, ni el crecimiento y consolidación de Ciudadanos como opción política en toda la Península va a reducir a la nada a UPyD. Que les va a afectar, tratándose en ambos casos de un mismo caladero de votos, parece fuera de duda; pero sin llegar al extremo de anularlas por completo. Por otro lado, ambas formaciones de nuevo cuño —en el caso de Ciudadanos no tan nuevo, por más que en parte del territorio sí lo sea— debilitarán con su presencia a las dos fuerzas tradicionalmente hegemónicas, PP y PSOE, con lo que la obtención de mayorías para gobernar resultará harto compleja. Miren el caso de Cataluña y su Parlamento. A juzgar por el sondeo más reciente, la suma de CIU y ERC se halla muy lejos de los 68 escaños necesarios para formar gobierno. Y toda alianza con una cualquiera de las otras cinco fuerzas previsiblemente en liza en aras de constituir una especie de Frente Nacional mayoritario se antoja bastante improbable —aunque no pueda descartarse, claro, dada la irracionalidad manifiesta de la política catalana—. Así las cosas, ¿qué sentido tiene esa nueva reunión del llamado Pacte Nacional pel Dret a Decidir, celebrada ayer y a la que ya no concurrió, por cierto, uno de sus pilares, la CUP? ¿Se trata de seguir enmascarando la realidad alimentando una ficción unitaria? ¿De paliar en parte la frustración de esas organizaciones de masas —Òmnium, ANC— cebadas hasta la náusea con dinero público? ¿O, simplemente, de «anar fent»?

(ABC, 7 de marzo de 2015)

La fragmentación que viene

    7 de marzo de 2015
La lectura matutina de la prensa tiene esas cosas. Uno conecta, vincula, relaciona una pieza con otra, ya sean noticias, artículos de opinión o, como en las tiendas de ropa, meros complementos. Ayer, por ejemplo, empecé la jornada ojeando la información sobre el enésimo episodio de la familia Pujol para, a continuación —era martes—, enfrentarme a la columna de Arcadi Espada. Espada no hablaba de Pujol, sino de Judith Rich Harris y de su último libro, No hay dos iguales. Aún no he tenido ocasión de leerlo, pero sí leí hace años El mito de la educación, cuya principal tesis, como recordaba el propio columnista, es que «la personalidad del adulto la deciden la biología y la influencia del grupo» —del grupo de ese adulto cuando era niño y adolescente— y no la educación paterna. Esa revelación de Rich Harris, tan políticamente incorrecta y a un tiempo tan convincente tras la lectura de su obra, ha permitido a muchos padres ya granados rebajar su grado de responsabilidad, o incluso de culpa, ante la evidencia de que sus vástagos no se parecen en nada a lo que ellos habían soñado que serían. Tras esa incursión en la parcela opinativa, regresé a la información sobre los Pujol, protagonistas de nuevo, gracias a las comparecencias de tres de los hijos, de esa comisión de presunta investigación creada por el Parlamento de Cataluña. Y leyendo sus declaraciones, y recordando las de papá, mamá y el primogénito de la semana anterior, no pude por menos de preguntarme qué conclusiones sacaría Rich Harris de una familia como esta. Me refiero a qué conclusiones sacaría en lo referente a la formación de la personalidad de los siete hijos. Por supuesto, no le bastaría con las declaraciones; debería recabar más datos, y en particular los relacionados con sus años más jóvenes. Pero, aun admitiendo que su información fuera insuficiente, seguro que podría aventurar alguna hipótesis con respecto al objeto de estudio y a la influencia que los distintos factores en liza —biología, influjo grupal, educación familiar— hayan podido ejercer sobre cada uno de los hijos. Vayamos por partes. Y empecemos, si les parece, por la biología. A juzgar por las manifestaciones de los interfectos, los hay más expansivos y más recatados —sus progenitores se incluirían, claro, en la primera de las categorías—. Aunque, en vez de expansivos, acaso habría que calificarles de arrogantes, a tenor de su reacción cuando el interlocutor —sea periodista, sea diputado— se atreve a pedirles explicaciones de sus actos. Es verdad que la arrogancia en cuestión, y sería injusto no reconocerlo, se ve muy favorecida por la actitud, sumisa y vacilante, del interlocutor. Pero haberla, hayla. Del mismo modo que existe una inmoralidad compartida entre padres e hijos, en lo que concierne a sus deberes como ciudadanos, inmoralidad que tal vez arranque ya, por lo sabido, de uno de los abuelos. Y ahora el influjo grupal. Es evidente que todos los Pujol Ferrusola crecieron en un mismo ambiente, el de la Cataluña burguesa y nacionalista. Desde la cuna y, como mínimo, hasta la edad adulta. En esos años propiamente formativos, sus compañeros de pupitre y sus amistades más duraderas debieron de pertenecer en su gran mayoría a este mismo círculo, a esa misma placenta ideológica, lo que sin duda les imprimió carácter. Como debió de imprimírselo el ser quien eran. Hijos de papá, y no de un papá cualquiera. Admirados, por tanto, y también temidos, hasta el punto de que no había puerta oficial o empresarial que se les cerrase. Frente a eso, ¿podía una educación familiar haberlos moldeado de otro modo, contradecir, en definitiva, las tesis de Rich Harris? Nunca lo sabremos, por cuanto todo indica que la educación que recibieron en casa no hizo sino reforzar esos rasgos dominantes. Una educación limitada a la madre, eso sí, dado que el patriarca vivía entregado desde su juventud a la política y, en lo tocante a los hijos, practicaba un cómodo y, por otra parte, inevitable laissez faire, laissez passer. Así pues, y volviendo a la columna de Espada, si «para la abrumadora mayoría de hombres la obra de su vida son sus hijos», no hay duda de que el matrimonio Pujol-Ferrusola puede sentirse a estas alturas, ni que sea en parte, razonablemente satisfecho.

(Crónica Global)

Retrato de familia

    4 de marzo de 2015
Leo con interés el reportaje de José Luis Barbería en El País sobre una gran crecida que no es, por fortuna, la del Ebro. He dicho con interés y, dado el tenor del artículo, debería añadir que también lo leo con satisfacción, pues no en vano soy uno de los padres de la criatura. Y la criatura, por más que no haya alcanzado aún la mayoría de edad, está pronta a cumplir los nueve años, si nos atenemos a la fundación del partido, y los diez, si tomamos como referencia la llama prendida con el manifiesto de junio de 2005. O sea, está creciendo a lo ancho y a lo largo. Por otra parte, según informa Barbería, «el prototipo de votante de Ciudadanos es una persona urbana con estudios universitarios y edad comprendida entre los 25 y los 54 años». Se trata, sin duda, de otra buena noticia, aunque no afecte más que al prototipo. Ni el segmento de edad más irracional —el de los más jóvenes y el de los más viejos—, ni la población más tradicionalmente conservadora —la rural—, ni la menos formada —la carente de estudios universitarios, si bien esos estudios, hoy en día, ya no son lo que fueron— dominan entre los votantes del partido. Y el reportaje arroja todavía otra buena noticia. Así como en el conjunto de España Ciudadanos es percibido como un partido de centro, en esa parte de España llamada Cataluña se le considera de extrema derecha, esto es, antisistema. Como pueden comprender, que el nacionalismo dominante lo etiquete de este modo es algo de lo que debemos sentirnos todos —fundadores, dirigentes, militantes, simpatizantes, votantes y, en general, cualquier español de bien— profundamente orgullosos. Porque supone que el partido ha sabido ocupar el centro político, el eje de la balanza, el espacio en el que se asientan los cimientos mismos del sistema. Que no son otros —y perdonen la obviedad— que los de un Estado formado por ciudadanos libres e iguales.

La crecida ciudadana

    2 de marzo de 2015


(Julio Camba, "Aniversario de la linotipia", El Sol, 9-7-1926)

Sólo yerra el ente de razón

    1 de marzo de 2015