El libro salió en 2015. Existe una reedición ampliada fechada en 2020 –es la que yo manejo– y cuenta con numerosas traducciones, entre ellas la española. Se titula Mémoires y lo firman Beate y Serge Klarsfeld. La edición americana, de 2018, lleva un título propio: Hunting the Truth. Y nada más propio de este libro de memorias que llevar semejante título, pues lo que encierran sus páginas es medio siglo de cacería en busca de la verdad. A los autores se les ha calificado a menudo de “cazanazis”, siguiendo la estela de Simon Wiesenthal. Lo son, por supuesto. Pero su obra y sus vidas, uno y lo mismo al cabo, tienen un alcance mucho mayor.

Para empezar, forman una extraña pareja. Beate Klarsfeld –Künzel de nombre de soltera– nació en Berlín tres semanas antes de que Hitler invadiera Checoslovaquia. Su padre era un empleado de seguros que fue movilizado nada más estallar la guerra y su madre un ama de casa. Sin ser propiamente nazis, habían votado a Hitler y no creían tener responsabilidad ninguna en lo ocurrido durante los doce años que duró aquel régimen. Como tantos alemanes. Serge, por su parte, nació en París en 1935 y es hijo de un resistente judío rumano detenido en Niza en 1943 y deportado a Auschwitz, donde falleció. Serge, al igual que su madre y su hermana, logró salvarse gracias a la pericia del padre, que había construido en el domicilio familiar un escondite para ellos. Cuando Beate y Serge se conocieron en París, en 1960, llevaban cada uno este pasado a cuestas. El de una heredera del silencio cómplice con los verdugos y el de un heredero de las víctimas y víctima a su vez, respectivamente.

Años más tarde Beate empezará sus acciones denuncia contra antiguos nazis que se habían reintegrado a la vida civil sin pagar ningún peaje, o, a lo más, uno muy liviano, por sus crímenes de guerra. Kurt Georg Kiesinger, canciller de la República Federal Alemana y antiguo colaborador del ministro de Exteriores de Hitler Von Ribbentrop, fue su primer objetivo. Pero sus artículos, por fundamentados que estuvieran, tenían escaso eco en Alemania. De ahí que a la escritura de artículos le sucediera la confección de dosieres, y a estos, las acciones denuncia. La primera, en abril de 1968, fue la interrupción, puño en el alto y al grito de “¡Kiesinger, nazi, dimite!”, de un discurso del canciller en el Bundestag. Vino luego, a finales de aquel mismo año, una sonora bofetada propinada al propio Kiesinger en una convención de su partido. Beate actuaba por lo general en solitario, en coordinación con algún fotógrafo o periodista. A Serge le correspondía, aparte del apoyo moral, la movilización, hasta donde fuera posible, de los medios de comunicación franceses y alemanes, y una labor tenaz de documentalista. Más adelante, él mismo tomaría parte en otras acciones, solo o junto a su mujer. La más relevante, la de Klaus Barbie, el famoso carnicero de Lyon, desenmascarado en Bolivia, donde vivía bajo otra identidad.

Al canciller Kiesinger, que no logró revalidar su cargo tras las siguientes elecciones legislativas debido en buena medida a la campaña emprendida en su contra por Beate Klarsfeld, le siguieron otros ciudadanos alemanes, la mayoría residentes entonces en la RFA, cuyo pasado había sido blanqueado. Y, en particular, los relacionados con la represión desatada en Francia contra los judíos –franceses, extranjeros y apátridas– durante la Segunda Guerra Mundial, lo mismo en la zona ocupada que en la del gobierno de Vichy. De un lado, pues, estaba la inacción de los tribunales alemanes. De otro, la renuencia del propio Estado francés a la hora de reconocer la imprescindible colaboración de su policía en las labores de detención que dieron como resultado la deportación de cerca de 76.000 judíos a los campos de exterminio, de los que sólo sobrevivieron algo más de 2.500.

Y fue también esta lucha de la pareja contra el antisemitismo lo que llevó a Beate a encadenarse a un árbol en Varsovia en 1970 para protestar por la política represiva del gobierno comunista polaco. Y lo que la indujo al año siguiente a manifestarse por los mismos motivos en Praga, mediante sendas intervenciones en la universidad y en la plaza pública, aunque esta vez el destinatario de su protesta –que le supuso, aparte de una detención como en Varsovia, quince días de cárcel– fuera el gobierno comunista checoslovaco.

Los nuestros son otros tiempos, por suerte, pero el antisemitismo y el odio al distinto siguen ahí. Muchos Estados miembros de la Unión Europea, lejos de haber aprendido la lección, han dejado que los nacionalismos xenófobos volvieran a asentarse en sus territorios. Y allí donde, como en el caso de España, esos nacionalismos no han dudado en emplear todo tipo de violencia para lograr sus fines separatistas, lo ocurrido tras el cese de la violencia no dista mucho de lo que el matrimonio Klarsfeld ha estado combatiendo a lo largo de más de medio siglo. Estoy pensando, claro está, en el País Vasco y en el terrorismo de ETA.

Pese a la acción de la justicia y de las fuerzas de seguridad del Estado y a la benemérita labor de las asociaciones de víctimas, el fin de la violencia no ha traído la verdad a esta parte de España. Siguen sin resolverse 379 crímenes. Los amigos de la banda, los que aún justifican su existencia y reciben como héroes a los terroristas cuando salen de prisión tras cumplir largas condenas, han ido quedándose poco a poco aquellas nueces que años atrás recogía casi en solitario el nacionalismo conservador del PNV de Arzallus, tan interesadamente compresivo con la actuación de quienes sacudían el árbol. Gracias a la deriva inmoral del PSOE y sus ramas vasca y navarra, los herederos de ETA se han adueñado de un número considerable de las instituciones regionales y locales de ambas comunidades autónomas.

Y en esa operación de blanqueo, sobra decirlo, ha tenido un papel esencial el actual Gobierno de España. A la política de acercamiento de presos a las cárceles del País Vasco le siguió la transferencia al ejecutivo autonómico de las competencias sobre prisiones. Y, hace unos días, la bochornosa decisión de quien va a ser el nuevo fiscal general del Estado al desautorizar la actuación del fiscal del caso en la imputación de tres exjefes de ETA como autores intelectuales del secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco, no ha hecho sino confirmar la nula voluntad gubernamental de alcanzar la verdad en cuanto guarda relación con los crímenes de la banda terrorista. De ahí que la resolución de Marimar Blanco al personarse en la causa iniciada tras la querella de la asociación Dignidad y Justicia, más allá de la de una víctima directa, sea también la de una ciudadana que, como los Klarsfeld, no se conforma con el silencio, la mentira o las medias verdades. Una resolución que merece, sin duda, el aprecio y el agradecimiento de todos aquellos que creemos que sin verdad no hay justicia posible.

A la caza de la verdad

    29 de julio de 2022
Hay noticias que, en la medida en que se asisten entre sí, en que se complementan, aunque sea desde el contraste y la disparidad, parecen hechas adrede para coincidir en el tiempo y el espacio. Ha ocurrido esta última semana en Barcelona. En la Universidad de Barcelona, en concreto, si bien dicha comunión tiene, a mi entender, un alcance mucho mayor, puesto que afecta al conjunto de la trama universitaria de Cataluña.

Por un lado, Jordi Llovet, catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de Barcelona, ya jubilado –se despidió prematura y voluntariamente de la docencia hace más de una década y lo puso por escrito en un libro modélico, Adiós a la Universidad. El declive de las humanidades–; Jordi Llovet, decía, expuso en su cuenta de Facebook el currículo universitario de Laura Borràs, actual presidenta del Parlamento catalán, que había sido en otro tiempo alumna suya y luego miembro del departamento que él mismo dirigía. Pero no el currículo oficial y de dominio público, sino el opaco, aquel que sólo conocen quienes participan de los tejemanejes de la administración universitaria, politizada hasta la médula en Cataluña, con sus convocatorias de plazas y su designación de tribunales para ocuparlas. Llovet relataba lo que él había visto y vivido, y lo completaba con lo que le habían contado del paso de Borràs por otra universidad catalana, la UOC. Pues bien, del relato se desprendía, junto a la insuperable mediocridad de la candidata, que había ido perdiendo todos los concursos a los que se había presentado a pesar de las múltiples presiones ejercidas a través de terceros, entre ellos el propio rector de la UB y  un miembro de la Real Academia que terminaría dirigiendo la institución, la terrible ambición que caracterizaba a esa mujer –mediocridad y ambición van a menudo de la mano– y que la había llevado a utilizar todos los medios a su alcance para intentar lograr sus propósitos, incluido el recurso a la bronca y a la pancarta por parte de familiares suyos presentes en unas oposiciones en las que fue derrotada.

No hace falta añadir que las maneras que adornan a Borràs en lo político y que han concurrido en su procesamiento por corrupción encajan a la perfección en el marco académico descrito por Llovet. O viceversa, como prefieran. Ningún respeto por la ley ni por los ciudadanos a los que debería haber servido desde sus cargos públicos y, en especial, desde esta presidencia del Parlamento a la que continúa aferrándose a pesar de su proceso particular; nada. Y por si no bastara con ello, hizo gala días más tarde de lo narrado por su exprofesor de un matonismo cartelero –de cártel, se entiende– al llamar a la hermana de Llovet para que este retirara el texto de Facebook si no quería verse envuelto en una denuncia por calumnias e injurias que interpondrían en su nombre los abogados Cuevillas y Boyé, conocidos por su apego a las causas del independentismo radical y violento, tanto catalán como vasco. Llovet retiró el texto, claro, no sin contar por qué lo hacía y advertir a sus lectores de que su valentía no podía en modo alguno compararse con la de su exalumna.

La otra noticia que el azar ha querido, como indicaba al principio, que viniera al encuentro de la anterior es la concesión del XXVIII Premio de la Tolerancia a S’ha Acabat!, premio que se suma al concedido este mismo mes por la Fundación Miguel Ángel Blanco a esta asociación de jóvenes por la defensa de la Constitución. S’ha Acabat! nació hace cerca de cuatro años en el seno de la universidad catalana y ha protagonizado hasta la fecha los mayores actos de heroísmo que se conocen por estos pagos desde que Artur Mas se echó al monte independentista. Esos jóvenes han sido insultados, amenazados, golpeados y vejados por la jauría separatista, por intentar ejercer su legítimo derecho a defender la Constitución en los campus y en las aulas de las universidades catalanas. Y ahí siguen, más robustos y resueltos que nunca, como un luminoso reclamo en Cataluña de una España de ciudadanos libres e iguales.

Ambas noticias, sobra precisarlo, constituyen las dos caras de una misma moneda: la de la universidad catalana. La cara sucia y la cara limpia. La cara corrupta y mafiosa, y la cara decente y honorable –en la que también se inscribe, por supuesto, un profesor ejemplar como Jordi Llovet, al que tuve el gusto de tratar como alumno suyo que fui y, más adelante, como compañero de fatigas literarias y culturales, y de la que también forman parte no pocos docentes igual de ejemplares, como es el caso de los agrupados en Universitaris per la Convivència–. La primera cara vive de la política, mientras que la segunda no sólo no vive de ella, sino que hace a menudo lo imposible para que la política no contamine lo que debería ser tan sólo el templo del saber. De momento, la primera lleva las de ganar. Pero la simple existencia de la segunda y su empeño en no dar el brazo a torcer ante las imposiciones y arbitrariedades del totalitarismo nacionalista suponen para muchos catalanes y para no menos españoles de fuera de Cataluña una bendita llama de esperanza de cara al futuro.

Justo aquí al lado, en Francia, tienen unas cuantas cosas de las que carecemos. Una de ellas es el Bac. ¿Y qué es el Bac?, se preguntarán sin duda muchos de ustedes. Pues el Bac –apócope familiar de Baccalauréat– es el título que se obtiene tras superar, al término de los estudios secundarios, un examen, conocido con el mismo nombre. No vayan a creer, con todo, que el Bac equivale a nuestro Bachillerato. Para nada. Ni siquiera la etimología es la misma. La forma francesa incluye un “laureado” que indica ya a las claras que con el título se está reconociendo el mérito del candidato que lo ha logrado, lo que no se da en la correspondiente española. Por lo demás, el Bachillerato es una etapa de la enseñanza media posobligatoria que da acceso a un título –hoy en día incluso con una asignatura suspendida–, mientras que el Bac, insisto, es ante todo un examen. Un señor examen.

No hace falta añadir que por estos pagos la simple posibilidad de un examen de este tipo se antoja una quimera. Cada vez que se ha planteado su introducción, la izquierda y el nacionalismo, con sus correspondientes franquicias sindicales y asociativas, debidamente paniaguadas, han sacado a pasear el espantajo de la vieja reválida del franquismo. Poco importa que la excepción, en este punto, no sea Francia, sino la propia España, en la medida en que todos los países de nuestro entorno disponen de una prueba selectiva semejante que garantiza haber alcanzado los conocimientos mínimos necesarios. Pero es que el Bac, decía, es además un señor examen. Un examen para el que uno se prepara, como lo demuestra la existencia de centros dedicados a ello. Un examen único, es decir, el mismo –el temario sólo difiere en lo tocante a la especificidad de la vía escogida– para todos los estudiantes franceses. Un examen donde el rigor no sólo está, sino que se le espera. En definitiva, lo que es, mutatis mutandis, el MIR sanitario en España.

Así las cosas, no hace mucho me topé en Le Figaro con una noticia que me llamó enormemente la atención. Una novelista y ensayista francesa, Sylvie Germain, galardonada entre otros premios con el Fémina y el Goncourt para estudiantes, había sido amenazada de muerte en las redes sociales por un fragmento de una novela suya, Días de cólera –la que le había valido en 1989 el Fémina, precisamente–, utilizado en el temario de la prueba de francés del Bac de este año. Lo asombroso no era tanto que una escritora pudiera recibir amenazas de tal calibre en las redes –en la jungla digital hay de todo, en especial cuando se interviene con la impunidad del anonimato–, sino el motivo que supuestamente asistía a cuantos recurrían a ellas o, sin ir tan lejos, usaban el insulto y el exabrupto para descalificar a Germain y su texto. Nada tenía que ver con el contenido. Ninguna relación tampoco con la ideología, sea cual sea, de la autora. La causa de la campaña de acoso que había puesto en marcha esa tropa de desalmados era la dificultad del texto. Su léxico, las metáforas empleadas, su presunta falta de conexión con los problemas del presente. Detrás de ese rechazo, propio sin duda de quienes habían suspendido esa parte del examen, estaba también la convicción de que el esfuerzo y el trabajo no tienen en el mundo de hoy ningún valor ni deberían merecer premio alguno.

No está de más apuntar, antes de concluir, que en las redes mismas y fuera de ellas ha habido también muchas reacciones de signo contrario, protagonizadas tanto por estudiantes como sobre todo por docentes, que no sólo han alzado la voz en defensa de la víctima –por cierto, ¿qué culpa tenía Sylvie Germain de que el Ministerio hubiera elegido el fragmento de un libro suyo?–, sino que también han denunciado la tendencia contemporánea de los jóvenes –y de sus progenitores en la medida que les toca educativamente hablando– a considerar que ningún obstáculo tiene derecho a interponerse en su camino hacia la felicidad. Lo que acaso no sepan en Francia es que los políticos y pedagogos que han impulsado el modelo educativo español llevan al menos tres largas décadas favoreciendo en los cenáculos administrativos y académicos y en las propias aulas esta promesa de felicidad que el Bac les niega a algunos de los jóvenes que deben superarlo. Confiemos, para el bien de todos los franceses, en que sigan igual de desinformados, no vaya a tener algún gestor público del país vecino la ocurrencia de tomarnos como modelo.

Con su permiso, voy a empezar dando por hecho –esperanza obliga– que Alberto Núñez Feijóo será más pronto que tarde el nuevo presidente del Gobierno de España. Feijóo tiene fama de buen gestor y eso está bien. Un país devastado –como es ya el nuestro antes incluso de que termine la legislatura– requiere algo así como un Plan Marshall. O sea, un plan de reconstrucción que vuelva a hacer de España, andando el tiempo, un país próspero, habitable, moderno, capaz de afrontar en confianza el futuro. El Plan Marshall estuvo vigente cuatro años, justo los que tendrá Feijóo para poner en marcha sus reformas. Y digo poner en marcha, pues a nadie se le escapa que un lustro de demoliciones precedido por un par de décadas como mínimo de aluminosis en las estructuras del Estado no se resuelve con un periodo tan corto de reconstrucción. Aun así, los primeros pasos suelen ser decisivos, entre otras razones porque sin reconocimiento y aprobación de la labor realizada difícilmente podrá aspirar un presidente del Gobierno a revalidar el cargo y proseguir la tarea emprendida.

Por ello, un perfil como el de Núñez Feijóo, más de gerente de la cosa pública que de político populista al uso, más reformista que rupturista, se ajusta –no diré que como un guante, pero sí con bastante precisión– a los imperativos del momento. No obstante, el éxito de su gestión va a depender en buena medida del grado de ambición con que acometa la empresa. El énfasis lo ha puesto hasta ahora en la economía. Se entiende. Basta echar una ojeada a los índices económicos más significativos para comprobar cómo de forma sistemática desmienten las previsiones gubernamentales; basta reparar en los efectos que tienen sobre el bienestar de los ciudadanos las medidas y contramedidas que el Gobierno va tomando para convencerse de que no sólo no taponan las vías de agua, sino que las multiplican; basta observar, en fin, los yerros y volantazos de Pedro Sánchez en política exterior para hacerse una idea de lo depauperada que está la imagen de España en Europa y el resto del mundo.

Pero el Plan Marshall de Feijóo deberá atender asimismo a otras urgencias, mucho más complejas, si cabe, de gestionar. Por ejemplo, a las que afectan a la educación y a la cultura. La izquierda y los nacionalismos periféricos se han adueñado de ambas, en una operación de conquista que lleva años labrándose con la complicidad o el desistimiento de gobiernos nacionales, autonómicos y locales. Podríamos enumerar un sinfín de ejemplos para ilustrar dicho contagio ideológico. Me limitaré a lo más reciente. De un lado, la llamada ley Celaá y su desglose curricular, con la liquidación definitiva del mérito y, por tanto, también de la enseñanza como ascensor social, el cuarteamiento de la historia de España, la eliminación oprobiosa del castellano como lengua vehicular –coronada con la impúdica abstinencia del Gobierno de la Nación ante el enésimo desafío de la Generalidad catalana al imperio de ley– y la conversión de la ideología de género en una religión laica de Estado.

De otro lado, cuantas iniciativas, en especial legislativas, ha alumbrado estos años, a imagen y semejanza del movimiento woke, el mal llamado Ministerio de Igualdad, todas ellas tendentes a cercenar los pilares fundamentales en que se asienta nuestra condición de ciudadanos de un Estado de derecho, o sea, la libertad, la justicia y la igualdad. El carácter profundamente disruptivo que subyace tras esas políticas –y otras de naturaleza parecida, como por ejemplo la deleznable Ley de memoria democrática, cuya aprobación está prevista para mañana y que el propio Feijóo se comprometió el pasado sábado en Ermua a derogar cuando gobierne–, lo que esas políticas representan en el orden de la convivencia entre españoles, obligará a un abordaje tan prioritario como puede serlo en estos momentos el económico.

Y eso no es todo. Para que el Plan resulte, deberá incluir una cláusula inédita en la historia de nuestra democracia: la de no acordar con los nacionalismos ni una transferencia más de las competencias que todavía conserva el Estado. En paralelo y como complemento de lo anterior, también deberá prever el rescate de las más lesivas para el interés general de entre las ya traspasadas –pongo por caso la de Prisiones al País Vasco– y la aplicación por parte del Estado de los controles necesarios para garantizar el cumplimiento de la ley allí donde se infringe de forma sistemática –un desarrollo verdaderamente eficaz de la Alta Inspección Educativa en Cataluña y Baleares, por ejemplo–. Dicho de otro modo: cualquier reforma que se emprenda en el ámbito territorial tendrá que comportar a su vez, allí donde el nacionalismo ha echado raíces, una ruptura con ese nacionalismo. Entiendo que, a priori, puede parecer contradictorio que una reforma encierre una ruptura. Son términos en general antitéticos. O reforma o ruptura, fue el gran dilema de los tiempos inaugurales del posfranquismo. Por suerte, se impuso la primera opción y así logramos transitar entre todos hacia la democracia. Pero ya no estamos allí. Transcurridas cuatro décadas y medio –tomo como referencia para el cómputo las elecciones generales celebradas el 15 de junio 1977–, me atrevo a afirmar que lo que una gran mayoría de los españoles desea en estos momentos es que el nuevo gobierno surgido de las urnas cuelgue en el frontispicio del Palacio de la Moncloa un cartel dirigido a los nacionalismos hispánicos donde se lea, como en tantos bares de España: “Aquí no se fía”.

Esa es la gran reforma que, a mi entender, debería incluir el Plan Marshall de Alberto Núñez Feijóo: la reforma drástica –lo que no excluye que pueda ser cordial– del criterio que se ha venido siguiendo en las relaciones entre el Gobierno central y los nacionalismos. Se acabó el crédito. No va más. A menos, claro, que estemos dispuestos a contemplar cómo va hundiéndose sin remedio el edificio que nos alberga y que ha dado a este país y a sus ciudadanos una paz y una prosperidad como no la habían tenido jamás en su historia.


Entrevista de Julio Tovar para Libro sobre Libro a raíz de la publicación en la editorial Athenaica de "Una generación viajera. Cuatro periodistas y la República"

https://librosobrelibro.com/entrevistas/xavier-pericay-la-ii-republica-nunca-aspiro-a-ser-un-regimen-para-todos/

En la política catalana cada partido cumple con su cometido. El del PSC ha sido siempre el de ama de llaves del nacionalismo. Desde los tiempos de Joan Raventós y Raimon Obiols hasta los de Miquel Iceta y Salvador Illa, quien ha cuidado del orden en la casa –en esa “casa común del catalanismo”, como la bautizó Artur Mas hace quince años– ha sido el Partido de los Socialistas de Cataluña. Sólo con Pasqual Maragall ejerciendo de conducator, esa función gris, solícita, abnegada fue reemplazada por un papel algo más lustroso, no exento de lunáticas ocurrencias. Pero el experimento duró lo que duró, o sea, poco, pues enseguida apareció José Montilla y la grisura servil volvió a imponerse.

El pasado domingo Abc publicaba una entrevista de Àlex Gubern y Daniel Tercero a Salvador Illa, exministro de Sanidad, jefe de la oposición en el Parlamento catalán y actual líder del PSC. Las palabras de Illa, al margen de la previsible exculpación por su gestión como ministro en los primeros nueve meses de pandemia –“se actuó correctamente desde el plano político y ético”, sostenía tan pancho–, versaron sobre la política catalana y la actuación en esta materia del Gobierno de España presidido por Pedro Sánchez. A su juicio, no existe “un problema entre Cataluña y España; lo que hay es un problema entre catalanes”. Dicho de otro modo: España nada tiene que ver con lo ocurrido en los últimos doce años en Cataluña ni, por extensión, tiene nada que decir; se trata de un asunto interno que deben resolver los propios catalanes. A la confrontación entre Cataluña y España como dos entidades distintas y parangonables, tan cara al independentismo y a la izquierda que le baila el agua, Illa le opone el achique de espacios. En otras palabras, expulsa sin miramiento alguno del terreno de juego al resto de España y al Gobierno que se supone que representa al conjunto de la nación, con lo que deja a los catalanes que también se consideran españoles completamente desasistidos y en manos del independentismo gobernante.

En realidad, a lo largo del último decenio –por no recular más en el tiempo y ceñirnos tan sólo al periodo iniciado con la echada al monte de Artur Mas convertido en Moisés guiando al pueblo–, ya con Mariano Rajoy como presidente, ya con Pedro Sánchez en calidad de tal, la tutela del Estado ha desaparecido por entero de Cataluña. Cierto es que con Rajoy de resultas de su indolencia, mientras que con Sánchez de forma abierta, desacomplejada y proactiva. Pero haciendo bueno en ambos casos, al fin y al cabo, la profecía aquella de Pasqual Maragall tras la aprobación en referéndum del Estatuto de 2006: “El Estado ha pasado a ser residual en Cataluña”. 

Podríamos traer aquí multitud de ejemplos de este “no está ni se le espera” que ha caracterizado al Gobierno de España en relación con la política catalana –y con la vasca, claro está, y en menor medida con la de otras autonomías donde el nacionalismo tiene también mando en plaza–. Me limitaré a recordar el más reciente, abonado por el PSC al negociar y aprobar con el independentismo una ley que dejaba en la más absoluta vaguedad, o sea, en el limbo de lo eufemístico, la condición del castellano como lengua vehicular de la enseñanza. Tras ese primer paso, cuando el Gobierno de la Generalidad sacó el decreto que contravenía la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) por la que se le obliga a aplicar en las escuelas catalanas un mínimo del 25% de la enseñanza en castellano, el PSC –como insistía en destacar Illa en la entrevista citada– ya no le dio su voto en el Parlamento. Pero no importaba. Su papel de seguro servidor ya estaba hecho. Su grisura servil había favorecido una vez más los intereses del separatismo.

Pero incluso esto tendría aún arreglo, tal y como indicaba aquí mismo Laura Fàbregas, si el Gobierno central, a través de la Abogacía del Estado, interpusiera un recurso de inconstitucionalidad en el Tribunal Constitucional. El TSJC había apreciado “vicios de inconstitucionalidad” en el decreto ley de la Generalidad y el Gobierno de España podría, en consonancia con lo previsto en la Constitución, paralizar de forma inmediata su aplicación y mantener, por tanto, la ejecución forzosa de la sentencia. Pero no lo hará, sobra añadirlo. El Gobierno de Pedro Sánchez es rehén del independentismo catalán como lo es del vasco, al que acaba de regalar esa inmoral prolongación hasta 1983 de la Ley de Memoria Democrática para regocijo de bildutarras y asimilados que hablan ya de “poner en jaque el relato de una Transición ejemplar”. Y el PSC, al igual que el Partido Socialista de Euskadi y el PSOE de Sánchez, están allí para lo que el separatismo mande.