En la política catalana cada partido cumple con su cometido. El del PSC ha sido siempre el de ama de llaves del nacionalismo. Desde los tiempos de Joan Raventós y Raimon Obiols hasta los de Miquel Iceta y Salvador Illa, quien ha cuidado del orden en la casa –en esa “casa común del catalanismo”, como la bautizó Artur Mas hace quince años– ha sido el Partido de los Socialistas de Cataluña. Sólo con Pasqual Maragall ejerciendo de conducator, esa función gris, solícita, abnegada fue reemplazada por un papel algo más lustroso, no exento de lunáticas ocurrencias. Pero el experimento duró lo que duró, o sea, poco, pues enseguida apareció José Montilla y la grisura servil volvió a imponerse.
El pasado domingo Abc publicaba una entrevista de Àlex Gubern y Daniel Tercero a Salvador Illa, exministro de Sanidad, jefe de la oposición en el Parlamento catalán y actual líder del PSC. Las palabras de Illa, al margen de la previsible exculpación por su gestión como ministro en los primeros nueve meses de pandemia –“se actuó correctamente desde el plano político y ético”, sostenía tan pancho–, versaron sobre la política catalana y la actuación en esta materia del Gobierno de España presidido por Pedro Sánchez. A su juicio, no existe “un problema entre Cataluña y España; lo que hay es un problema entre catalanes”. Dicho de otro modo: España nada tiene que ver con lo ocurrido en los últimos doce años en Cataluña ni, por extensión, tiene nada que decir; se trata de un asunto interno que deben resolver los propios catalanes. A la confrontación entre Cataluña y España como dos entidades distintas y parangonables, tan cara al independentismo y a la izquierda que le baila el agua, Illa le opone el achique de espacios. En otras palabras, expulsa sin miramiento alguno del terreno de juego al resto de España y al Gobierno que se supone que representa al conjunto de la nación, con lo que deja a los catalanes que también se consideran españoles completamente desasistidos y en manos del independentismo gobernante.
En realidad, a lo largo del último decenio –por no recular más en el tiempo y ceñirnos tan sólo al periodo iniciado con la echada al monte de Artur Mas convertido en Moisés guiando al pueblo–, ya con Mariano Rajoy como presidente, ya con Pedro Sánchez en calidad de tal, la tutela del Estado ha desaparecido por entero de Cataluña. Cierto es que con Rajoy de resultas de su indolencia, mientras que con Sánchez de forma abierta, desacomplejada y proactiva. Pero haciendo bueno en ambos casos, al fin y al cabo, la profecía aquella de Pasqual Maragall tras la aprobación en referéndum del Estatuto de 2006: “El Estado ha pasado a ser residual en Cataluña”.
Podríamos traer aquí multitud de ejemplos de este “no está ni se le espera” que ha caracterizado al Gobierno de España en relación con la política catalana –y con la vasca, claro está, y en menor medida con la de otras autonomías donde el nacionalismo tiene también mando en plaza–. Me limitaré a recordar el más reciente, abonado por el PSC al negociar y aprobar con el independentismo una ley que dejaba en la más absoluta vaguedad, o sea, en el limbo de lo eufemístico, la condición del castellano como lengua vehicular de la enseñanza. Tras ese primer paso, cuando el Gobierno de la Generalidad sacó el decreto que contravenía la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) por la que se le obliga a aplicar en las escuelas catalanas un mínimo del 25% de la enseñanza en castellano, el PSC –como insistía en destacar Illa en la entrevista citada– ya no le dio su voto en el Parlamento. Pero no importaba. Su papel de seguro servidor ya estaba hecho. Su grisura servil había favorecido una vez más los intereses del separatismo.
Pero incluso esto tendría aún arreglo, tal y como indicaba aquí mismo Laura Fàbregas, si el Gobierno central, a través de la Abogacía del Estado, interpusiera un recurso de inconstitucionalidad en el Tribunal Constitucional. El TSJC había apreciado “vicios de inconstitucionalidad” en el decreto ley de la Generalidad y el Gobierno de España podría, en consonancia con lo previsto en la Constitución, paralizar de forma inmediata su aplicación y mantener, por tanto, la ejecución forzosa de la sentencia. Pero no lo hará, sobra añadirlo. El Gobierno de Pedro Sánchez es rehén del independentismo catalán como lo es del vasco, al que acaba de regalar esa inmoral prolongación hasta 1983 de la Ley de Memoria Democrática para regocijo de bildutarras y asimilados que hablan ya de “poner en jaque el relato de una Transición ejemplar”. Y el PSC, al igual que el Partido Socialista de Euskadi y el PSOE de Sánchez, están allí para lo que el separatismo mande.