Hará cosa de un par de décadas estuve cenando en un restaurante de la Costa Brava con un grupo de amigos y conocidos entre los que se encontraba Javier Cercas. Llegada la sobremesa, o tal vez antes incluso, salió el pasado. No el de Cercas conmigo, levantado en torno a la altísima figura de Joan Ferraté y a sus colaboraciones periódicas en el Diari de Barcelona y, al fin y al cabo, de feliz recuerdo, sino el de España. Cercas había publicado hacía poco Soldados de Salamina y raro era el españolito, mayormente de izquierdas, que no lo hubiera leído y celebrado. Además, los tiempos invitaban. Entre los principales arietes que la oposición empleaba para desgastar al Gobierno presidido por José María Aznar, figuraba el de la memoria. No estoy seguro de que le hubieran pegado ya el calificativo de “histórica”, pero no me extrañaría lo más mínimo. Por ahí andaba la cosa, en todo caso. Más allá de la muy humana reivindicación de que los deudos de los asesinados durante la guerra civil que todavía yacían en fosas comunes pudieran recuperar sus restos y enterrarlos dignamente, se trataba de revisar la historia, de poner en cuestión lo que los propios historiadores –de izquierdas en su mayoría– habían establecido hasta entonces en relación con las causas de la guerra y, más en general, del fracaso de la Segunda República. Y, ya de paso, llevarse por delante sin demasiadas contemplaciones uno de los pilares de la Transición: la recuperada concordia entre españoles, allanada por la ley de amnistía de 1977.
Este era el contexto en que se desarrollaba aquella sobremesa. Y, en un momento dado, viendo que Cercas insistía en que el golpe de Estado del 18 de julio era la causa de nuestro drama civil, le recordé que casi dos años antes, en octubre del 34, se había producido otro golpe de Estado, de signo ideológico radicalmente distinto, por más que el fin perseguido fuera el mismo: acabar con la Segunda República. Me dio la razón, como es natural, pero sólo en el hecho, difícilmente controvertible por otra parte. Para él no existía vinculación ninguna entre ambos golpes. E, incluso de haberla, ello no modificaba en absoluto su argumento central: nuestra guerra civil no tenía otros responsables que los militares que se alzaron en armas contra el régimen republicano en julio del 36 y quienes les prestaron su apoyo.
No sé cuál será ahora la opinión de Javier Cercas al respecto, si bien intuyo que no habrá variado mucho. En septiembre de 2019 publicó en El País Semanal un artículo titulado “El timo de la tercera España” cuyo contenido no distaba, en lo esencial, de lo que había defendido en aquella cena de hace un par de décadas. Para empezar, pasaba por alto el golpe del 34, como si no hubiera existido, y se centraba única y exclusivamente en el del 36. Luego, en favor de su tesis, recurría a paralelismos como el de los aliados y los nazis, o el del Gobierno español y ETA, o incluso el del propio Gobierno español y la intentona golpista del Gobierno de la Generalidad catalana en octubre de 2017, en los que, sostenía, se habían dado atrocidades por ambos bandos aunque no por ello la legitimidad democrática había dejado de pertenecer a los primeros y la voluntad de acabar con ella, a los segundos. Todo lo cual le permitía afirmar que la tercera España había sido “una ficción, una fantasía, un timo (y, en la práctica, […] un respaldo a la España de Franco)”. Dado que a esas alturas del siglo Cercas no podía sino conocer, o sea, haber leído, a Manuel Chaves Nogales y a Clara Campoamor –por recurrir a dos de los ejemplos más significativos de esa supuesta tercera España–, me pregunto a cuál de las otras dos Españas debía de adscribirlos, si a la legítima o a la otra. Ellos, en todo caso, habían tenido claro, y así lo habían demostrado con sus actos y sus palabras, que no se sentían representados por ninguna de las dos.
El uso que la izquierda está haciendo del pasado es, como poco, de juzgado de guardia. Me refiero a la izquierda que en otro tiempo –mejor sería decir en otro siglo– fue por lo general sensata; de la otra más vale no hablar. El último episodio conocido es el ominoso acuerdo al que ha llegado el PSOE con EH Bildu para extender la aplicación de la futura Ley de Memoria Democrática hasta 1983 y al que Jorge Vilches se refería ayer aquí mismo con tanta claridad como pertinencia. Pedro Sánchez está dispuesto a cualquier cosa para mantenerse en el poder. Pero excepto en política exterior, donde su interés personal, o sea, el interés por buscarse la vida en organismos internacionales cuando lo nacional ya no dé más de sí, le ha obligado a un cambio drástico; excepto en este ámbito, digo, sus extravíos tienen siempre el barniz del odio, el rencor y la confrontación. Y cuando el fin apetecido adquiere semejantes perfiles, la manipulación torticera del pasado no tiene rival.