El decreto ley aprobado el pasado lunes por el Gobierno de la Generalidad catalana en relación con los proyectos lingüísticos de los centros educativos no constituye tan sólo un desafío a la ley, sino también un atentado a la razón y, por lo tanto, a la posibilidad de aplicar a la realidad un método fehaciente de comprobación y evaluación. Para cerciorarse de ello, basta fijarse en el punto d) del artículo 2 del decreto, donde se indica que la organización de la enseñanza y el uso de las lenguas se fundamenta en “la inaplicación [a dicha enseñanza y uso de las lenguas] de parámetros numéricos, proporciones o porcentajes”. Se me dirá que ello no es más que la treta ideada por el separatismo gobernante en la región para intentar eludir, o por lo menos dilatar, el cumplimiento de la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) que obliga a los centros docentes a impartir un mínimo del 25% de las horas lectivas en castellano y para intentar eximir de paso a los directores de esos centros de su responsabilidad si no cumplen lo que el TSJC ordena. Sin duda es así y luego iremos a ello. Pero antes me van a permitir un excurso que hace también al caso.
El rechazo explícito de esos parámetros numéricos se inscribe, a mi modo de ver, en un marco más amplio, en tanto en cuanto se trata de una convicción muy arraigada en nuestra izquierda educativa y cuyas raíces se hunden en las doctrinas de un pedagogismo tan rancio como presuntamente renovador. Recuérdese, por ejemplo, la progresiva eliminación de las notas como sistema de evaluación del alumno. O el ninguneo de la propia evaluación al permitir que un alumno pueda pasar de curso con asignaturas suspendidas y hasta obtener un título. Por no hablar de la sistemática negativa a implantar pruebas de evaluación externas al término de las etapas superiores, como tienen todos los países de nuestro entorno. Los dos pilares en los que se asienta esa mentalidad que lleva décadas degradando la enseñanza española, el constructivismo y la comprensividad, no han hecho sino facilitar ese desprestigio de los parámetros numéricos. El constructivismo, porque preconiza que sea el propio alumno quien marque el ritmo de su aprendizaje. La comprensividad, porque tiende irremediablemente a sacrificar la excelencia en favor de una igualación que siempre será a la baja. Cuanto más difuso sea el criterio para ponderar la adquisición del conocimiento y las destrezas fundamentales que cabe esperar de un alumno en función de su edad, cuanto menos pesen en su valoración los hechos objetivables, más encajará en el molde educativo al uso. Lo importante, en definitiva, es huir de las pruebas, de las evidencias. Como la que consistiría en saber cuál es el porcentaje de la docencia que un centro educativo cualquiera de Cataluña reserva a cada una de las lenguas en su irrenunciable condición –según han resuelto los tribunales– de vehiculares de la enseñanza en esta parte de España.
Pero ese decreto tiene a su vez una consecuencia devastadora para cualquier docente que desempeñe su labor en Cataluña, y en concreto si se da el caso de que ejerce a un tiempo un cargo directivo, y es que el Gobierno de la Generalidad le está forzando a prevaricar. De una parte, la sentencia del TSJC obliga a que un 25% al menos de las materias se cursen en castellano; de otra, el decreto ley de la Generalidad prescribe que no se pueden aplicar “parámetros numéricos, proporciones o porcentajes”. Está claro, pues, que aquel que obedezca el decreto de la Administración autonómica y no la sentencia judicial se situará fuera de la ley. Además, el propio decreto incluye una disposición adicional que obliga a revisar los proyectos lingüísticos que no se ajusten al criterio de la inaplicación, o sea, los que sí expliciten porcentajes de uso. Ayer mismo el consejero de Educación se mostraba dispuesto a perseguir y castigar a los infractores. Dispone para ello de una inspección educativa en su mayoría nacionalista y de un sinfín de chivatos que, como en todo régimen totalitario, no dudarán en denunciar al compañero de claustro que decida cumplir la ley.
Todo ello, en fin, recuerda de forma alarmante lo sucedido en septiembre y octubre de 2017 en Cataluña. La reacción del Gobierno de España fue entonces tan tibia como tardía. En esta ocasión el Gobierno de España se ha echado a un lado como si lo que está pasando no fuera con él y ha renunciado a intervenir. O mucho me equivoco o el drama está servido.