El comportamiento de nuestra clase política parece guiarse por aquella advocación mariana del “virgencita, virgencita, que me quede como estoy”. Sólo Vox con sus aspavientos radicales –y nada caritativos, por cierto– se sale de la norma. En cuanto al resto, tanto los partidos constitutivos del Gobierno de la Nación y los que le prestan su apoyo desde las bancadas parlamentarias –ya sea religiosamente, ya haciéndose de rogar–, de una parte, como los que se oponen a él –básicamente el Partido Popular–, de otra, actúan como si el tiempo jugase a su favor. El PSOE de Pedro Sánchez, porque le quedan dos años de legislatura antes de jugárselo todo a la carta de las urnas, y vaya usted a saber lo que puede pasar en dos años –y lo que puede pasar en las urnas, claro está; véase si no el precedente del 23-J–. Y puestos incluso en lo peor para sus intereses, habrán sido dos años poder omnímodo, sueldos copiosos a amigos y conocidos, favores y prebendas a familiares, millones a espuertas a los medios afines y siembra de minas en la Administración del Estado para dificultar la gestión de sus sucesores y facilitar un pronto retorno de esa izquierda descaradamente antisistema. (A propósito: dicha siembra de minas se ha producido también en el propio partido socialista, por lo que dudo mucho que, aun sin Sánchez en el Gobierno, pueda volver a ser algún día lo que fue desde los tiempos de la Transición y hasta la llegada de Rodríguez Zapatero a la secretaría general, es decir, un partido de centroizquierda.)

En cuanto a la conducta de las fuerzas políticas en labores de apoyo parlamentario al Gobierno, hay de todo, como en la viña del Señor. Por un lado, tenemos a la extrema izquierda encarnada en Podemos haciendo honor a su condición de pepito grillo, más verbal que otra cosa. Veremos qué ocurre en adelante con el impepinable aumento del gasto en defensa y, en definitiva, con la aprobación de los presupuestos. Por otro lado, está la amalgama de formaciones nacionalistas, desde las más moderadas a las más levantiscas. A todas ha complacido el Señor –léase aquí Pedro Sánchez–, y en particular a las vascas y a las catalanas. Pese al suspense al que le someten estas últimas, y en especial las que tienen como epicentro Waterloo, nada parece indicar que vayan a romper la baraja gubernamental, pues difícilmente encontrarán una coyuntura más propicia a sus intereses particulares. Transferencias contantes y sonantes, quitas de deuda pública, delegaciones, aunque en apariencia sean compartidas, de seguridad e inmigración… En fin, como suele decirse, lo que se les ofrezca.

Y el último bloque donde parece que el movimiento no se demuestra andando es el del partido mayoritario de la oposición, llamado a ser, según todas las encuestas –excepto las del CIS de Tezanos, por supuesto–, el vencedor de las próximas elecciones con una ventaja suficiente como para gobernar con Vox, en coalición o gracias a sus escaños. Aquí el comportamiento de su presidente, Alberto Núñez Feijóo, recuerda el de aquel hombre al que aconsejan armarse de paciencia y quedarse quieto hasta ver pasar el cadáver de su enemigo. Ocurre, sin embargo, que un partido político dista mucho de ser un solo hombre, por más que trate de tener una sola voz. Para muestra, la reunión de los presidentes autonómicos y la cúpula del Partido Popular el pasado 12 de enero en Oviedo, donde se conjuraron para ceñirse a una postura migratoria común, distinta de la adoptada hasta la fecha por el Gobierno, y distinta sobre todo de la preconizada por Vox.

Pues bien, el presidente valenciano, acechado por las consecuencias de su propia gestión de la dana y necesitado del apoyo del partido de extrema derecha para aprobar los presupuestos de la Comunidad, no ha tenido inconveniente alguno en pisar la mina del reparto de los menores no acompañados abrazando la posición de Vox, consistente en no aceptar ninguno. Ante ello, a Feijóo no le ha quedado otra que tragarse el sapo y admitir lo que hasta la fecha le parecía inaceptable. De haber afrontado, en cambio, el problema y haberse manifestado hace tiempo con toda claridad sobre la cuestión, más allá de negarse a aceptar las condiciones del Gobierno, o bien, de haber inducido de buenas a primeras a Carlos Mazón a renunciar a la presidencia de la región ante su incompetencia manifiesta cuando la dana; de haberse movido, en una palabra, cuando había que hacerlo se habría ahorrado sin duda el bochorno causado ahora por sus contradicciones.

Con todo, una cosa sí hay que reconocerle a Pedro Sánchez. Entre tanto inmovilismo, él no para quieto ni un momento. Ni cuando decide huir cobardemente de Paiporta, dejando solos a los Reyes aguantando el chaparrón, ni cuando cree imprescindible recurrir a la red social X, tan denostada por sus fieles, para pedir a la Unión Europea que no permita a Hungría prohibir la marcha del Orgullo.

Virgencita, virgencita...

    20 de marzo de 2025
Uno de los argumentos a los que recurrimos con más frecuencia quienes comentamos la actualidad es la analogía. Quizá sea por el apremio con que nos toca razonar, quizá por la eficacia misma del recurso, pero lo cierto es que muchas columnas descansan en el paralelismo entre un caso, ya conocido y, por así decirlo, cerrado, y otro en curso y pendiente de desenlace.

Sucede así, por ejemplo, con la analogía establecida entre las recientes elecciones alemanas, ganadas por los democristianos de Friedrich Merz en coalición con los socialcristianos bávaros, y las que pudieran celebrarse, tarde o temprano, en España. La Grosse Koalition entre democristianos y socialcristianos de un lado, y socialistas de otro –con Los Verdes en la recámara– se ha empezado ya a cocinar, aunque no se espera que las negociaciones fructifiquen antes de mediados de abril. Con todo, ya hay quienes se han apresurado a afirmar que el traslado a España del modelo alemán es inviable. Los precedentes, en efecto, así parecen avalarlo. Mientras que en Alemania han tenido ya varios gobiernos formados por los dos grandes partidos, a los que se han unido, ocasionalmente, los liberales o Los Verdes, en la democracia española semejante escenario no se ha dado jamás. Y, encima, la vez en que se estuvo más cerca fue en 2016. cuando el famoso “no es no” de Pedro Sánchez. Su negativa a facilitar con la abstención del Grupo Socialista la investidura de Mariano Rajoy como presidente del Gobierno acarreó su defenestración de la secretaría general del partido en un bochornoso comité federal.

En contraposición a esa tendencia mayoritaria cabe situar el análisis hecho ahora por alguien próximo a la dirección de Vox, tal como informaba aquí mismo este lunes Marcos Ondarra. Según los de Santiago Abascal, lo que estaría tramando el Partido Popular sería precisamente lo que se está cocinando en Alemania, es decir, una gran coalición entre PP, PSOE y alguna otra fuerza de izquierda. Se trata, claro está, de una opinión maliciosa e interesada, coherente con la política de desgaste a la que está sometiendo desde hace tiempo la fuerza de extrema derecha a la liberal-conservadora y que, a juzgar por los sondeos, no le va nada mal. Pero, más allá de esa circunstancia, Alberto Núñez Feijóo haría bien en tomar en serio dicha posibilidad, siempre y cuando la apuntalara con hechos además de palabras.

Si, llegada la hora de la verdad, se cumplieran los actuales vaticinios demoscópicos –excepto los urdidos por el CIS, por supuesto–, Sánchez no podría volver a ser presidente del Gobierno, pues los números no le darían para reeditar un gobierno de coalición entre su partido y la extrema izquierda con el apoyo parlamentario de toda clase de nacionalismos. Feijóo tendría entonces el campo libre para imitar hasta cierto punto lo realizado por Merz en Alemania. Para ello, el líder del PP debería arrumbar cuanto antes la máxima según la cual lo mejor es no hacer nada, es decir, dejarse de veleidades socialdemócratas y connivencias con el nacionalismo de corte más o menos moderado y ofrecer en cambio soluciones a los problemas que verdaderamente importan a la inmensa mayoría de los españoles que le votan o pueden llegar a votarlo.

Merz se comprometió en los últimos días de campaña a no gobernar con la extrema derecha y todo indica que va a cumplir su promesa. Feijóo debería hacer otro tanto, sin esperar a que se convoquen nuevas elecciones y, sobre todo, sin esperar a conocer los resultados. Entre otras razones, para enarbolar sin que le tiemble la mano eso que los políticos llaman banderas y de las que en España se ha apropiado Vox. Pienso, por ejemplo, en la necesidad de afrontar con todas las consecuencias la cuestión de la inmigración ilegal, de no ceder a los chantajes de los nacionalismos o de combatir de palabra y de hecho el wokismo. Dejar que esas y otras batallas las libre en solitario un partido como Vox, cada vez más radicalizado, más trumputinesco –en todos los sentidos, no sólo en lo referente a la política exterior–, equivale a permitir que se abran cada vez más vías de agua por su flanco derecho y a no taponar ninguna de las ya existentes.

¿Que el PP podría encontrarse en tal caso con un bloqueo parlamentario como el de 2016 por la negativa de Sánchez a pactar con los populares no ya un gobierno de coalición, sino ni tan sólo una abstención que facilitara la investidura? ¿Y por qué no arriesgarse a ello? Al fin y al cabo, la historia nos dice que esa es la única manera de que su propio partido se lo quite, al menos por un tiempo, de encima, y nos libere de paso a los demás de su perniciosa presencia en la política española.

El PP y la lección alemana

    6 de marzo de 2025