Pues parece que Junts –o un sector importante del partido, por lo menos– quiere volver a ser lo que fue, o sea, Convergència Democràtica de Catalunya. En otras palabras, quiere abandonar la radicalidad del Procés para recuperar la centralidad de los viejos tiempos, cuando Jordi Pujol era todavía aquel “español del año” –Abc dixit– que a cambio de sustantivas transferencias en especie y de un buen dinero apuntalaba con sus votos en Las Cortes la política del Gobierno de España, mandara quien mandara en La Moncloa y sin perder nunca de vista los objetivos “nacionalizadores” contenidos en aquel “Programa 2000” concebido y difundido entre bastidores en 1990.

Antes que nada conviene precisar que esa vuelta atrás, de darse, no sería a la Convergència de hace treinta años, sino a otra muy distinta, marcada por la transformación a que la sometió Artur Mas desde que el patriarca le invistió como sucesor en la presidencia del partido y de la Generalidad, y se retiró a su cuartel de invierno. Tres décadas no pasan en balde y más si se han visto marcadas, como es el caso, por un desafío frontal al Estado de derecho. Aquella Convergència de los años noventa y comienzos de 2000 está muerta y enterrada, y la que le ha sucedido, desde Mas a Puigdemont con cambio de nombre incluido, no guarda otro parecido con su antecesora que el nacionalismo, más o menos pancatalanista.

Así las cosas, ¿puede Junts recuperar su “pactismo” de antaño? Según parece –lo reportaba aquí este lunes Laura Fàbregas–, quienes se estarían moviendo en esta dirección serían los alcaldes de la formación, que ven como cada vez más cargos públicos, militantes y votantes –estos últimos a tenor de lo que predicen las encuestas– abandonan sus filas para engrosar las de la pujante Aliança Catalana que lidera Sílvia Orriols y creen, no sin razón, que la política seguida por su partido puede llevarles dentro de dos años a perder el ayuntamiento que presiden, y no de resultas de una alianza de izquierdas como la que gobierna en estos momentos la Generalidad, sino por la irrupción de una fuerza de extrema derecha cuyo populismo, lejos de limitarse, como el de Junts, a cultivar la xenofobia y el odio hacia lo español, se extiende a la inmigración y, en particular, a la que profesa el islamismo. Y no sólo desde una óptica identitaria; también aludiendo a unos problemas –paro, inseguridad, fracaso escolar, colapso en los centros de salud, falta de vivienda asequible– que afectan a muchos de sus convecinos y de los que Aliança culpa en gran medida a los extranjeros residentes en Cataluña.

A esa preocupación se añade la de comprobar como la situación de Puigdemont está enquistada. Peor aún. Descartada la aplicación de la amnistía al delito de malversación, el prófugo de Waterloo está cada día que pasa más cerca de convertirse en un exiliado perpetuo, a no ser que se resigne a regresar a España y ponerse en manos de la justicia, como hicieron su conmilitón Junqueras en la asonada de 2017 y unos cuantos más. El anuncio de ayer por parte de Junts de enmendar en su totalidad todas las leyes que el Gobierno vaya a presentar en adelante en el Congreso o se encuentren ya en tramitación, en lo que supone de facto bloquear la legislatura, no ofrece tampoco pista alguna sobre las intenciones futuras de Puigdemont, como no sea la de doblar su apuesta por la confrontación con el Ejecutivo de Pedro Sánchez. En todo caso, dirigir un partido a más de mil kilómetros de distancia y sin conocer de primera mano la realidad a la que se enfrentan los ciudadanos a los que se aspira a representar, difícilmente puede considerarse un proyecto a medio o largo plazo.

Y eso no es todo. El mapa político catalán ha sufrido también modificaciones desde el día en que Puigdemont huyó de España en el maletero de un coche. Han pasado ocho años y el independentismo ha perdido fuerza. Lo mismo a la izquierda que a la derecha. Y el centro, como ocurre siempre que una situación política se polariza, se ha reducido o ha cambiado de dueño. Hoy el centro político en Cataluña lo ocupa en buena medida el PSC, un partido que ha hecho méritos suficientes para que nadie dude de su nacionalismo y cuya imagen moderada, flotillas aparte, se ve favorecida por la radicalidad de sus socios de gobierno. A pesar de alguna veleidad socialdemócrata, el perfil de los socialistas catalanes recuerda cada vez más el de aquella Convergència de hace tres décadas. Pensar siquiera que Junts, caso de proponérselo, podría disputarle hoy en día ese centro por el que algunos, dentro del partido, parecen suspirar no deja de ser, como diría Pla, una ilusión del espíritu.

La misión imposible de Junts

    7 de noviembre de 2025
No creo exagerar lo más mínimo si afirmo que nada hay más dañino para nuestra democracia que el desprecio a las instituciones y a quienes las dirigen. Y no digamos ya cuando los que practican ese desprecio y contribuyen a propagarlo son los máximos representantes del Poder Ejecutivo, desde el presidente del Gobierno hasta el último de sus ministros. A estas alturas, cuesta encontrar alguno que se comporte con el decoro que cabría esperar de su cargo. Las invectivas contra el Poder Judicial y los forcejeos con el Legislativo responden casi siempre al empeño de imponer la voluntad gubernamental a cualquier precio. Y el primero en perder las formas y en jactarse de ello para intentar lograr su propósito –como si de un émulo de Donald Trump se tratase, aunque sin ninguna medalla que lucir de puertas afuera– es el propio Pedro Sánchez.

Pero ese desprecio institucional se extiende más allá de las esferas del Gobierno. El contagio no conoce límites, y ahí tenemos al director del Instituto Cervantes convirtiendo los prolegómenos del recién inaugurado X Congreso Internacional de la Lengua Española en una suerte de pugilato entre él y su homólogo de la Real Academia Español. Al parecer, el desencuentro entre Luis García Montero y Santiago Muñoz Machado no es cosa de ayer. Algunos lo atribuyen a una incompatibilidad de caracteres, a dos egos difíciles de congeniar. Lo dudo. Allí donde comparece el ego de García Montero no tiene cabida ningún otro. También se ha aludido a su incontinencia, lo que sin duda se acerca más a la verdad. Quien haya leído alguna de sus columnas en El País –no me refiero ahora a las de tema lírico, sino a aquellas que versan sobre la situación política española– habrá comprobado que no le duelen prendas a la hora de remar a favor del gobierno presidido por quien lo empoderó al frente del Cervantes hace ya más de siete años. Y si no se contiene en absoluto ante lo indecoroso que resulta utilizar un medio escrito privado –pongamos que El País sigue siéndolo– para ensalzar la labor de aquel a quien rinde vasallaje, cómo va a contenerse en el curso de un desayuno informativo, en respuesta a una pregunta. Allí lo que priva la mayoría de las veces es cierta improvisación y más, si como buen ególatra, uno se pone estupendo.

Con todo, cuesta creer que las respuestas de García Montero del pasado jueves en dicho desayuno informativo fueran fruto de la improvisación. Al contrario, parecían un ataque premeditado, aunque sea por persona interpuesta –su director, en este caso–, a una institución supuestamente hermana. (Y digo supuestamente hermana porque tanto el Cervantes como la RAE colaboran en la organización del Congreso y, en general, en la proyección de la lengua española en el mundo.) García Montero le afeó a Muñoz Machado no ser filólogo, como sí lo habían sido sus antecesores inmediatos en la dirección de la Real Academia. Ello habría dificultado, según el filólogo García Montero, su relación con Muñoz Machado. Sobra añadir que en parte alguna de los estatutos de la institución académica figura la exigencia de que su director sea filólogo, por lo que Muñoz Machado, elegido en una junta plenaria por los académicos, lo es de pleno derecho, aun cuando su formación sea jurídica. No cabe descartar, de otro lado, que la referencia a las afinidades filológicas del pasado y a las desavenencias formativas del presente constituya en el fondo un anticipo de la batalla que el director del Cervantes piensa librar, según sus propias palabras, contra la posible elección del periodista Juan Luis Cebrián como sustituto de Muñoz Machado. Una batalla, por cierto, en la que resulta difícil no ver el sesgo ideológico y el afán colonizador de las instituciones, en la medida en que la va a librar quien presume de amistad con Pedro Sánchez contra quien lleva ya tiempo criticando en artículos y libros los efectos nocivos para España de la política populista del actual presidente del Gobierno.

Pero donde el desprecio a la figura del director de la RAE aparece con mayor crudeza es en otra de sus salidas de tono: “La RAE está en manos de un catedrático de Derecho Administrativo experto en llevar negocios desde su despacho para empresas multimillonarias”, soltó el filólogo la semana pasada. Y lo remató diciendo: “Eso, personalmente, crea unas distancias. García Montero cobró el año pasado 107.805, 51 euros brutos procedentes tesoro público, a los que hay que añadir, supongo, lo percibido en concepto de dietas. Ignoro cuánto cobró Muñoz Machado por esos “negocios (…) para empresas multimillonarias” a los que se refería el filólogo, ni tengo por qué saberlo. Pero lo que sí sé es que los miembros de la RAE –una institución independiente, con personalidad jurídica propia, que no forma parte, por tanto, de la Administración General del Estado– no tienen sueldo fijo y sólo cobran dietas por cada pleno al que asisten o por desplazamiento si no residen en Madrid. La acusación del director del Cervantes carece pues de fundamento y sólo pretende confundir a la opinión pública sobre la licitud de los ingresos de su homólogo de la RAE. Y de paso, manchar a la propia institución. Por lo demás, esas palabras no pueden sino delatar la inveterada costumbre de tantos comunistas acaudalados de arremeter contra la propiedad privada. Siempre y cuando no sea la suya, claro está.

El filólogo y la RAE

    16 de octubre de 2025