Ignoro si el problema de la inmigración será uno de los temas a debatir en el próximo congreso del Partido Popular, aunque sería bueno que así fuera. Jesús Fernández-Villaverde, doctor en Economía e investigador y docente en diversas universidades extranjeras, daba cuenta el sábado en una entrevista en El Mundo de la magnitud del problema al advertir –y apuntalar con sólidas evidencias– de que “el nivel de inmigración que tenemos es insostenible y económicamente muy mal negocio”. Y los artículos publicados recientemente sobre el particular en estas mismas páginas por Enrique Morales y Marcos Ondarra no ofrecían tampoco ningún sosiego. De un lado, según datos del Banco de España correspondientes a 2023, España es uno de los países de la Unión Europea con mayores tasas de entrada de extranjeros: 24 inmigrantes por cada mil habitantes, en contraste, por ejemplo, con Francia –5 por cada mil– o Italia –6 por cada mil–. De otro lado, la nueva ley de extranjería que entró en vigor el pasado martes y ha rebajado los requisitos exigidos para la nacionalización hará que en tres años 900.000 inmigrantes puedan regularizar su situación.

No parece, en definitiva, que al Gobierno le asusten esas cifras. Muy al contrario, se comporta en este terreno como se ha comportado con el reparto de los menores migrantes no acompañados desembarcados en Canarias. O sea, utilizando el problema como arma política. Si con los menas, tras desentenderse primero del asunto, se esforzó luego en no llegar a acuerdos con la oposición y, sobre todo, en no lesionar con sus decisiones los intereses de comunidades autónomas gobernadas por partidos de los que depende para mantener su frágil mayoría en el Congreso, todo indica que con la nueva ley quiere predisponer a los inmigrantes a su favor con vistas a futuras contiendas electorales.

Pero al margen de estos aspectos, ya por sí mismos preocupantes, si el partido destinado a gobernar España cuando Yo el Supremo abandone la Moncloa desea abordar de verdad en su congreso eso que se ha venido en llamar “la batalla de las ideas”, no debería descuidar otra cara de la inmigración, acaso la más importante cuando se trata de migrantes de religión musulmana. A ella se refería el rotativo Le Figaro el pasado miércoles 21 en una exclusiva que revelaba la existencia de un informe minucioso y detallado, encargado por el ministro de Interior, sobre el grado de infiltración de los Frères Musulmans (Hermanos Musulmanes) en los ámbitos políticos, educativos, asociativos, deportivos y culturales franceses, sin olvidar las redes sociales. El periódico lo calificaba de explosivo y, a juzgar por lo publicado, sin duda lo es. Tanto, que el mismo día el Consejo Superior de Defensa Nacional, presidido por Emmanuel Macron, lo convirtió en el tema central de su reunión. El presidente de la República pidió a su término un tiempo de reflexión antes de anunciar las respuestas del Estado, pero todo induce a creer que estas van a ser contundentes.

Frères Musulmans es una organización fundada hace cerca de un siglo en Egipto y que tiene como fin último la implantación de la ley islámica. En Europa, se extendió primero por Alemania, Suiza y Reino Unido, antes de hacerlo por Francia. Su estrategia consiste, por una parte, en ir infiltrándose en distintos estratos sociales, procediendo de abajo arriba, y, por otra, en aislar a sus correligionarios del resto de la sociedad –la educación en madrasas tiene aquí un papel fundamental– con tal de inculcarles la doctrina islámica. El mismo miércoles, tras hacerse público el informe, los partidos de centro y de derecha franceses expresaron su apoyo a las medidas que vaya a tomar el Gobierno, mientras que Jean-Luc Mélenchon, líder de la principal formación de izquierda, las criticaba con el argumento de que iban a acrecentar la islamofobia. (Curiosamente, y no creo que sea casualidad, el escritor Michel Houellebecq anticipaba ya en 2015 en su novela Soumission un escenario no muy alejado del actual, que situaba en el año 2022 y en el que una Fraternidad Musulmana alcanzaba en Francia el poder.)

No sé si en España el CNI o algún otro organismo vinculado a Defensa o Interior andará investigando la posible existencia de una trama similar; al fin y al cabo, no se trata de una organización terrorista. Pero, aun así, no estaría de más que tomara el informe desvelado por Le Figaro como modelo de lo que conviene hacer. Y que, ya puestos, empezara por escarbar en Cataluña, donde el Gobierno de Convergència i Unió se empeñó a comienzos de siglo en catalanizar a los inmigrantes magrebíes, para lo cual nombró al independentista Àngel Colom delegado de la Generalitat en Marruecos. La idea era favorecer la llegada a Cataluña de inmigrantes que no tuvieran como lengua materna el español, para así facilitar su conversión en catalanohablantes. Un cuarto de siglo más tarde, el número de ciudadanos que usan el catalán para relacionarse se halla, en el mejor de los casos, estadísticamente estancado. En cuanto a las consecuencias de dicha repoblación forzada, basta fijarse en el crecimiento exponencial de la xenófoba Aliança Catalana para convencerse del éxito de la empresa.

La inmigración como problema

    29 de mayo de 2025
El pasado domingo la periodista Laura Fàbregas traía a estas páginas el caso de Manuel Acosta, diputado de Vox en el Parlamento de Cataluña y profesor de catalán en excedencia. Que un profesor de catalán con 25 años de experiencia en la docencia –en secundaria y bachillerato, en concreto– sea diputado de Vox en el Parlamento autonómico ya constituye, por sí mismo, un caso digno de consideración. Pero resulta que Acosta, además, se ha ofrecido a dar clases de lengua catalana a los compañeros de hemiciclo que han solicitado los servicios de asesoramiento lingüístico –en catalán, claro– de la Cámara, convencidos como están, se supone, de que necesitan mejorar si desean progresar adecuadamente en su dominio del catalán. Que más de uno necesita mejorar no hay por qué dudarlo, a juzgar por las palabras del propio parlamentario de Vox: “He tenido que corregir las múltiples faltas de ortografía, de cohesión, coherencia y adecuación que cometen muchos diputados, especialmente los de CUP, Junts, ERC y PSC, en sus escritos y discursos”.

Como pueden figurarse, el ofrecimiento de Acosta no irá más allá del gesto. Ninguno de los diputados apuntados hasta la fecha para ser asesorados lingüísticamente –un 15% del total del Parlamento– recogerá el guante. Pero, aun así, viniendo de quien viene y dirigiéndose a quien se dirige, sirve para poner de manifiesto la enorme hipocresía de los eximios representantes de unos partidos que han convertido la lengua catalana en la piedra angular de esa nación que llevan construyéndose desde el último tercio del siglo XIX y que, pese a ello, son incapaces de expresarse sin llenar sus discursos y sus escritos de clamorosos lamparones ortográficos y gramaticales.

A mí el caso de Manuel Acosta me ha recordado lo sucedido hará cosa de una trentena de años en el Departamento de Filología Catalana de la Universidad de Barcelona. Los profesores de aquel departamento, ante el paupérrimo nivel de catalán demostrado por los estudiantes de los últimos cursos –no de los primeros, sino de los últimos, a punto, pues, de convertirse en egresados– y ante la certeza de que iban a engrosar la nómina de los trabajadores de la lengua, o lo que es lo mismo, de que iban a abrazar el noble oficio de evangelizadores de la causa nacional, desde la tarima principalmente –todavía abundaban en aquella época–, pero también desde los numerosos puestos de la administración creados a tal efecto; los profesores, decía, decidieron introducir una prueba de nivel a final de carrera para verificar que el dominio del idioma de cada licenciado en filología catalana fuera el que debía ser. Lo decidieron, pero no lo hicieron. Cuando los afectados, o sea, los estudiantes –y, en especial, los de segundo ciclo– recibieron la noticia, no se cruzaron de brazos. Al poco, en los tablones que adornan el legendario patio de letras de la universidad, escenario de tantas batallas en los tiempos heroicos del antifranquismo, aparecieron unas fotocopias de textos firmados por los propios profesores del departamento en las que, debidamente subrayadas o rodeadas con un círculo, se señalaban incorreciones tan o más ominosas que las de sus alumnos. Como es de suponer, la iniciativa para establecer la prueba fue retirada. Ignoro si más adelante se retomó, pero dudo que aquellos profesores o sus sucesores se expusieran a repetir un bochorno semejante.

Esta semana, precisamente, la lengua catalana ha vuelto a ser noticia. De un impacto discreto, si se la compara con el de las nuevas revelaciones sobre la ciénaga gubernamental, pero noticia al cabo. Y de las gordas. El presidente de la Generalidad catalana presentaba con todo el boato de las grandes ocasiones un Pacte Nacional per la Llengua dotado con 255 millones el primer año, millones que han de servir, entre otras cosas, para ampliar el radio de imposición de la lengua catalana. Ahora toca, al parecer, atizar a la administración general del Estado y a las empresas concesionarias del gobierno regional, sin descuidar, por supuesto, los frentes habituales y en particular la enseñanza. Ah, también los medios de comunicación deberán pasar en adelante por un filtro ideológico antes de ser acreditados para trabajar en el Parlamento autonómico. Eso sí, por si puede servir de consuelo a los en otro tiempo conocidos como los chicos de la prensa, no parece que, tal como está el patio, vayan a someterles a un examen de catalán.

Filología catalana

    15 de mayo de 2025