La querencia del independentismo catalán por el ridículo no tiene límites. La historia está sembrada de ejemplos. Dejemos a un lado, si les parece, el pasado más lejano, y ciñámonos al relativamente reciente. 10 de octubre de 2017. ¿Quién no recuerda aquella declaración de independencia del entonces presidente de la Generalidad Puigdemont en el Parlamento de Cataluña, seguida, al cabo de un minuto escaso, de su suspensión? Un Rajoy que no salía de su asombro calificó el esperpento de “declaración implícita” y “suspensión explícita”. Hasta tuvo que preguntar el día siguiente al hoy prófugo si había declarado o no la independencia. Pero donde mejor se reflejó el ridículo fue en la reacción de las masas independentistas concentradas frente a la Cámara autonómica y que seguían la intervención de Puigdemont en las pantallas instaladas en la calle. Sus caras lo expresaban a las claras. Del gozo al pozo. O como dijo una joven: “Menudo coitus interruptus”. Pero el esperpento no quedó ahí. Tres días después de la declaración unilateral de independencia, el 27 de aquel mismo mes de octubre, Puigdemont huía de España en el maletero de un coche camino del exilio mientras la mayoría de sus compañeros de pronunciamiento se entregaban a la justicia española.

Pero ese ridículo no habría dejado de ser una muesca más en la larga lista de los protagonizados por el separatismo catalán –a la altura, eso sí, de los golpes de Estado de Macià y Companys, aunque sin armas de por medio en el caso de Puigdemont–, de no habérsele sumado en la presente legislatura el protagonizado por el Gobierno de España. La necesidad de plegarse a las exigencias del prófugo de Waterloo para conservar la Presidencia del Gobierno ha llevado a Sánchez a bendecir cuantos delirios soberanistas le ha puesto sobre la mesa, Santos Cerdán mediante, su socio preferente. Y entre esos delirios ocupan un lugar preferentísimo los que tienen que ver con la lengua catalana.

Primero, recién abierta la legislatura, fue aquella iniciativa de permitir a sus señorías intervenir en los plenos o en las sesiones de las comisiones en cualquiera de las lenguas cooficiales, o sea, en catalán, gallego o vascuence, y de surtirlos, pues, de pinganillos. Creo recordar que la broma, por llamarlo de algún modo, costó a los contribuyentes la friolera de un millón de euros entre sueldos de intérpretes y traductores y del material necesario para la labor. Pero eso fue lo de menos. Lo de más, lo buscado por Puigdemont con el concurso de Sánchez y la complicidad de la presidenta del Congreso Francina Armengol, fue diluir la condición del castellano como lengua común de los españoles y única oficial del Estado en el principal órgano de representación de los ciudadanos. El pinganillo, en este sentido, al margen del ridículo que supone verlo en la oreja de personas que no precisan de ningún intérprete para entenderse entre sí –como lo prueban, sin ir más lejos, las reuniones entre los respectivos presidentes de autonomías con lengua cooficial o entre alguno de ellos y el del Gobierno central–, obraba el milagro de parangonar a España con países como, por ejemplo, Suiza, donde no existe ninguna lengua común y sí cuatro idiomas oficiales, hablados cada uno de ellos en determinados cantones del territorio.

También en aquellos compases iniciales de legislatura el Gobierno de España se dispuso a cumplir con la otra exigencia de Puigdemont relacionada con la lengua, la de hacer del catalán –así como del vascuence y el gallego– una lengua oficial de la Unión Europea. El problema es que aquí la cosa no iba de mayorías, sino de unanimidades. En otras palabras, los 27 Estados miembros debían estar de acuerdo con la propuesta del Gobierno español. Transcurridos dos años desde entonces, nada ha cambiado. O sí, ya que después de siete intentos infructuosos de convencer a los 26 Estados restantes de la bondad de la propuesta recurriendo a argumentos de dudosa validez, por no decir espurios, algunos de estos países empiezan a estar hasta la coronilla de que el asunto figure en el correspondiente orden del día. Pero el Gobierno de España no ceja, ni va a cejar, en el intento, aunque ello suponga caer una vez más en el ridículo. Y no lo hará, porque, logre o no logre al final su objetivo, lo importante para Sánchez y compañía es, hoy por hoy, poder aducir ante Puigdemont que ellos han hecho todo lo que estaba en sus manos para conseguirlo y nada podían hacer ante la cerrazón de algunos Estados miembros. Y en cuanto al ridículo, ¿qué va a importarle a estas alturas al megalómano que nos gobierna un ridículo más o un ridículo menos?


Uno de compromisos más notorios tomados por Alberto Núñez Feijóo en el reciente cónclave popular ha sido el de no gobernar con Vox tras las futuras elecciones generales, ni aun necesitando sus votos para superar la investidura. La importancia del anuncio, no hace falta decirlo, está tanto en su novedad –en vísperas de las últimas generales Feijóo no se cerró ninguna puerta– como en su trascendencia. Más allá de las disonancias programáticas que puedan existir entre ambos partidos –las mismas, al cabo, que hace dos años–, lo que ha pesado en el compromiso tomado y en la decisión de hacerlo público ha sido sin duda el cálculo. Y en ese cálculo han pesado una serie de factores, empezando por la propia situación política.

En julio de 2023, por más que la corrupción ya estuviera presente, tenía todavía, al menos en apariencia, un alcance limitado. Pero la investidura y la necesidad del candidato Sánchez de ceder a las exigencias del prófugo de Waterloo para superarla, unido a las demandas al alza del resto de separatismos, coronado todo con la aprobación de la ley de amnistía y su posterior bendición por un Tribunal Constitucional con una mayoría al servicio de los intereses del Gobierno han hecho de este bienio uno de los más sombríos de la democracia española. Por no hablar, claro, del reguero de escándalos que han salpicado al Ejecutivo, al principal partido que lo compone, a la familia del presidente y a la Fiscalía del Estado. No ha habido día exento de estupor para los ciudadanos. De estupor y de vergüenza ajena.

En el andamiaje de la corrupción merecen capítulo aparte Sánchez y sus muchachos, conocidos también como la banda del Peugeot. Las revelaciones de los medios de comunicación a partir de los informes elaborados por la UCO y que ya han llevado a la cárcel al penúltimo secretario de Organización del PSOE, Santos Cerdán, demuestran a las claras la existencia de una banda criminal en el seno del partido desde hace por lo menos una década. Aunque Sánchez jure y perjure que nada sabía de los manejos ilícitos de los demás integrantes del vehículo en aquella larga marcha hacia la secretaría general con estación de término en la presidencia del Gobierno, los hechos se obstinan en desmentirle. Que Sánchez es un embustero profesional difícilmente puede ponerse en duda. (Como lo es, por cierto, Francina Armengol, la presidenta del Congreso, que este martes reconocía en el Senado que, al contrario de lo afirmado en una anterior comparecencia de hace un año, sí se había reunido con Víctor de Aldama, lo que no le impedía seguir sosteniendo que ella no había mentido, ni impidió ayer tampoco al Tribunal Supremo citarla como investigada por el mismo motivo.) Y todo indica que las revelaciones que están por llegar no harán sino confirmar la gravedad de la patología que afecta al presidente del Gobierno y en menor grado a la presidenta del Congreso.

Así las cosas, la decisión tomada por Feijóo al asegurar que no gobernaría con Vox –lo cual no excluye la posibilidad de alcanzar acuerdos puntuales en determinados ámbitos– persigue un doble objetivo. De un lado, el de arrebatar a los partidos de izquierda, con el PSOE a la cabeza, el arma de la identificación de la derecha como un todo, donde no se distingue el centro del extremo. De otro, el de facilitar a los votantes tradicionales del Partido socialista una suerte de voto prestado al PP, en la confianza de que ese último partido, en caso de gobernar, va a cumplir con el plan de regeneración esbozado por Feijóo el pasado domingo. Como es natural, dichos objetivos, y en especial el segundo, se asientan en la convicción de que el progresivo deterioro de la gobernabilidad y del principal partido del Gobierno –dos caras, al fin y al cabo, de una misma moneda– juegan a su favor. Cuanto más tiempo transcurra hasta que Sánchez –o quien presida en aquel momento el Gobierno– convoque a las urnas, más devastación institucional, más corrupción a la vista, más hartazgo ciudadano. Y tal como está el panorama hoy en día, con Sánchez encastillado en La Moncloa, ese tiempo no promete ser corto.

Friedrich Merz, el actual canciller alemán, se comprometió hace quince meses, en los últimos días de campaña para las elecciones federales, a no gobernar con la extrema derecha. Y cumplió su promesa. Feijóo se ha comprometido a lo mismo, sin esperar siquiera a que se convoquen nuevas elecciones. La apuesta es arriesgada, sin duda. Los últimos sondeos conocidos auguraban un incremento en la intención de voto de su partido, pero no suficiente aún para gobernar en solitario. Después del debate de ayer en el Congreso, la imagen de un Sánchez demacrado, cabizbajo y rendido tras el intercambio de réplicas con Feijóo permite aventurar que ese incremento será todavía mayor en las encuestas venideras. Eso si el presidente del Gobierno no arroja antes la toalla y convoca de una vez elecciones.

Lejos de Vox

    10 de julio de 2025