En uno de los capítulos de su ensayo más reciente, Pêcheur de perles (existe versión española en Alianza Editorial), Alain Finkielkraut aborda el tema de la enseñanza. Como en los demás capítulos, lo hace a partir de una de las perlas que ha ido pescando y coleccionando a lo largo de su vida y que vertebran el libro. La que viene al caso es del historiador francés Marc Bloch y dice así: “Pedimos una enseñanza secundaria de una gran amplitud. Su función es formar las élites, sin acepción de origen o de fortuna. Toda vez que ha dejado de ser (o de volver a ser) una enseñanza de clase, una selección se impondrá”. La cita está sacada de un texto escrito por Bloch en 1943, en plena Francia ocupada. Esa enseñanza por cuyo retorno suspiraba el historiador es la que había traído la Tercera República de Jules Ferry y que enlazaba, programáticamente, con la preconizada por Condorcet en las postrimerías de la Revolución Francesa. Bloch, asesinado por la Gestapo en 1944, no llegaría a verla, pero la derrota del nazismo y la reinstauración de la democracia y la República la harían posible.

O no. Porque el propio Finkielkraut recuerda en su libro que ya en 1964 un ensayo de Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron, Les héritiers, echaba por tierra, mediante datos y estadísticas, la teoría según la cual una enseñanza pública bien entendida y aplicada ponía en pie de igualdad a todos los alumnos, con independencia de su clase social y del poder adquisitivo de la familia de la que formaran parte. La ilusión de la enseñanza como ascensor social no era más que eso, una ilusión. El esfuerzo y el mérito contaban, por supuesto. Pero al cabo, hecho el correspondiente triaje de exámenes y pruebas y echadas las cuentas, los alumnos que se llevaban la palma eran los pertenecientes a la clase media-alta, mientras que los de las clases más desfavorecidas quedaban relegados al furgón de cola. Hay excepciones, claro está. La más conocida tal vez sea la de Albert Camus y su célebre carta de agradecimiento a su maestro en la escuela primaria de Argel tras la concesión del Premio Nobel. Pero las excepciones ahí quedan, como ejemplos de personas de extracción humilde cuyo talento ha conseguido descollar gracias a la confianza y el apoyo de los docentes que han creído en ellos. Con todo, por importantes que sean, en modo alguno modifican los grandes números, que son, a la postre, los que confirman o desmienten la validez de una teoría.

Han pasado seis décadas desde entonces. Y no parece que la enseñanza francesa haya puesto remedio, si remedio hay, a la disfunción que se seguía de los resultados del estudio de Bourdieu y Passeron. Peor aún, al fracaso que trae implícita esa disfunción, en la medida en que se supone que la enseñanza pública y gratuita debería tener como principal misión la apuntada por Marc Bloch en su cita, se ha sumado la “traición de los profes”, por decirlo al modo de Jean-François Revel en su magnífico El conocimiento inútil, cuya primera edición francesa es de 1988. Una traición que se ha concretado sobre todo en el progresivo abandono por parte del gremio de la obligación de enseñar y transmitir el conocimiento y su sustitución por un pedagogismo que, enarbolando la fraternidad y el igualitarismo, ha ido barriendo poco a poco de las aulas valores como el esfuerzo o el mérito.

Llegados aquí, tal vez los lectores se pregunten qué tiene que ver lo ocurrido en Francia con el caso de España. La respuesta es sencilla. La misma década en que Revel denunciaba lo que estaba pasando en su país, España se aprestaba, mediante las primeras leyes educativas con marchamo socialista, a implantar un modelo muy similar al francés. Esas leyes, cuya cumbre es la vigente Lomloe, gestada por la actual embajadora de España ante la Santa Sede Isabel Celaá, y alumbrada por la hoy ministra de Educación Pilar Alegría, han hecho bandera de la equidad, es decir, del poco peso de la brecha socioeconómica en el rendimiento de los alumnos de las clases más favorecidas con respecto al de las más desfavorecidas. Así lo reflejan, en efecto, los resultados de las pruebas del último informe PISA, que mide el nivel educativo de los jóvenes quinceañeros de los países económicamente desarrollados. Pero, más allá del dato, lo interesante es comprobar en qué se traduce esa equidad: pues en una gran bolsa de estudiantes concentrados en la parte media baja de la tabla en contraste con el exiguo porcentaje de los que destacan por su excelencia. Se trata, sin duda, de la consecuencia de unas políticas educativas tendentes a igualar por abajo el nivel del alumnado y que para ello no han reparado en disposiciones legales que les allanaran el camino, como por ejemplo la de permitir pasar de curso pese a tener tres o más asignaturas suspendidas o la de dejar en manos de cada autonomía el temario y la consiguiente evaluación de las pruebas de acceso a la universidad.
¿Puede afirmarse, en definitiva, que en España la enseñanza es un ascensor social? Sí, siempre y cuando se entienda que en la inmensa mayoría de los casos ese ascensor no va a llegar a los pisos más altos de la escalera y que estos, quien aspire a alcanzar la cima deberá subirlos a pie. O sea, con penas y trabajos. Y aun así, tocando madera, no vaya a resultar que el aparato está fuera de servicio por una avería.

¿Es la enseñanza un ascensor social?

    5 de septiembre de 2025
La querencia del independentismo catalán por el ridículo no tiene límites. La historia está sembrada de ejemplos. Dejemos a un lado, si les parece, el pasado más lejano, y ciñámonos al relativamente reciente. 10 de octubre de 2017. ¿Quién no recuerda aquella declaración de independencia del entonces presidente de la Generalidad Puigdemont en el Parlamento de Cataluña, seguida, al cabo de un minuto escaso, de su suspensión? Un Rajoy que no salía de su asombro calificó el esperpento de “declaración implícita” y “suspensión explícita”. Hasta tuvo que preguntar el día siguiente al hoy prófugo si había declarado o no la independencia. Pero donde mejor se reflejó el ridículo fue en la reacción de las masas independentistas concentradas frente a la Cámara autonómica y que seguían la intervención de Puigdemont en las pantallas instaladas en la calle. Sus caras lo expresaban a las claras. Del gozo al pozo. O como dijo una joven: “Menudo coitus interruptus”. Pero el esperpento no quedó ahí. Tres días después de la declaración unilateral de independencia, el 27 de aquel mismo mes de octubre, Puigdemont huía de España en el maletero de un coche camino del exilio mientras la mayoría de sus compañeros de pronunciamiento se entregaban a la justicia española.

Pero ese ridículo no habría dejado de ser una muesca más en la larga lista de los protagonizados por el separatismo catalán –a la altura, eso sí, de los golpes de Estado de Macià y Companys, aunque sin armas de por medio en el caso de Puigdemont–, de no habérsele sumado en la presente legislatura el protagonizado por el Gobierno de España. La necesidad de plegarse a las exigencias del prófugo de Waterloo para conservar la Presidencia del Gobierno ha llevado a Sánchez a bendecir cuantos delirios soberanistas le ha puesto sobre la mesa, Santos Cerdán mediante, su socio preferente. Y entre esos delirios ocupan un lugar preferentísimo los que tienen que ver con la lengua catalana.

Primero, recién abierta la legislatura, fue aquella iniciativa de permitir a sus señorías intervenir en los plenos o en las sesiones de las comisiones en cualquiera de las lenguas cooficiales, o sea, en catalán, gallego o vascuence, y de surtirlos, pues, de pinganillos. Creo recordar que la broma, por llamarlo de algún modo, costó a los contribuyentes la friolera de un millón de euros entre sueldos de intérpretes y traductores y del material necesario para la labor. Pero eso fue lo de menos. Lo de más, lo buscado por Puigdemont con el concurso de Sánchez y la complicidad de la presidenta del Congreso Francina Armengol, fue diluir la condición del castellano como lengua común de los españoles y única oficial del Estado en el principal órgano de representación de los ciudadanos. El pinganillo, en este sentido, al margen del ridículo que supone verlo en la oreja de personas que no precisan de ningún intérprete para entenderse entre sí –como lo prueban, sin ir más lejos, las reuniones entre los respectivos presidentes de autonomías con lengua cooficial o entre alguno de ellos y el del Gobierno central–, obraba el milagro de parangonar a España con países como, por ejemplo, Suiza, donde no existe ninguna lengua común y sí cuatro idiomas oficiales, hablados cada uno de ellos en determinados cantones del territorio.

También en aquellos compases iniciales de legislatura el Gobierno de España se dispuso a cumplir con la otra exigencia de Puigdemont relacionada con la lengua, la de hacer del catalán –así como del vascuence y el gallego– una lengua oficial de la Unión Europea. El problema es que aquí la cosa no iba de mayorías, sino de unanimidades. En otras palabras, los 27 Estados miembros debían estar de acuerdo con la propuesta del Gobierno español. Transcurridos dos años desde entonces, nada ha cambiado. O sí, ya que después de siete intentos infructuosos de convencer a los 26 Estados restantes de la bondad de la propuesta recurriendo a argumentos de dudosa validez, por no decir espurios, algunos de estos países empiezan a estar hasta la coronilla de que el asunto figure en el correspondiente orden del día. Pero el Gobierno de España no ceja, ni va a cejar, en el intento, aunque ello suponga caer una vez más en el ridículo. Y no lo hará, porque, logre o no logre al final su objetivo, lo importante para Sánchez y compañía es, hoy por hoy, poder aducir ante Puigdemont que ellos han hecho todo lo que estaba en sus manos para conseguirlo y nada podían hacer ante la cerrazón de algunos Estados miembros. Y en cuanto al ridículo, ¿qué va a importarle a estas alturas al megalómano que nos gobierna un ridículo más o un ridículo menos?