Acaso la demostración más palpable del grado de irrealidad en que se mueve la clase política catalana –derechos de decidir aparte– sea esa «resolución sobre la lengua» aprobada el pasado viernes en el debate de política general del Parlamento autonómico con el voto de todas las formaciones representadas en la Cámara menos el Partido Popular y Ciutadans. Desde el propio reconocimiento de los «Países Catalanes como una realidad cultural, lingüística e histórica compartida entre sus diferentes territorios» hasta el requerimiento al Gobierno de Aragón para que «utilice criterios científicos a la hora de reglamentar la política lingüística», pasando por el «apoyo a todas las movilizaciones, pacíficas e unitarias que defienden el catalán como lengua vehicular en las Islas Baleares». En efecto, ¿qué significa «una realidad cultural, lingüística e histórica»? ¿A qué viene tanto adjetivo lubrificante cuando lo que en verdad se quiere decir es «proyecto político»? Además, ¿qué diantre comparte un catalán con un habitante del Carche, como no sea la ciudadanía española? ¿O uno de Ibiza con uno del noroeste de Cerdeña, como no sea Europa y la pesca? Y luego, ¿desde cuándo la política lingüística guarda relación con un criterio científico cualquiera? ¿Por qué no llaman a las cosas por su nombre? ¿Por qué no admiten que la planificación lingüística no es, en el fondo, sino una forma de ingeniería social, con todas sus consecuencias? Y en cuanto a esas movilizaciones baleáricas que defienden, en efecto, «el catalán como lengua vehicular», o sea, la inmersión lingüística –aunque sus convocantes se cuiden muy mucho de reconocerlo abiertamente–, ¿desde cuándo son «pacíficas e unitarias»? ¿Cómo puede ser pacífico e unitario lo que descansa en la coacción a los padres y docentes que están en desacuerdo con el paro y lo que apenas cuenta con la adhesión de un tercio de los enseñantes?

Aunque lo más grave no es eso. Lo más grave es que los diputados que han aprobado la mencionada resolución son tan necios que encima se creen sus propias mentiras.

De la Ciudadela al Carche

    30 de septiembre de 2013


(Carlos Sentís, "Ha muerto el general francés González de Linares", Abc, 4-3-1955)
Un «rull» es un rizo, un bucle, un tirabuzón. Una suerte de espiral, vaya. Tal vez por esa razón el partido del presidente Mas está ahora en manos de un secretario de organización llamado Josep Rull y de un portavoz parlamentario que responde al nombre de Jordi (Tu)rull. Es verdad que, para llegar a ello, ha sido preciso que Oriol Pujol se echara a un lado, así en el partido como en el grupo parlamentario, a raíz de su imputación judicial. Pero no hay mal que por bien no venga. Porque el partido de Rull y (Tu)rull —algo así como Hernández y Fernández o Dupond et Dupont, los del «incluso diría más», aunque sin bombín ni bigote— se halla en estos momentos en una espiral de la no parece que pueda salir ya. De ahí esos intentos de desmarque de Josep Antoni Duran Lleida, que no son sólo una estrategia política —Duran es tan responsable de la deriva soberanista como el resto de los dirigentes de la federación—, sino también un intento desesperado de salvar el pellejo ante la que se avecina. El debate de esta semana en el Parlamento autonómico ha evidenciado una vez más la entrada en barrena de CIU. Tras el discurso de Mas, se ha hablado —y van…— de choque de trenes. En absoluto. Por seguir con la metáfora, el problema del presidente de la Generalitat y del gobierno y la federación que preside no es que vaya a chocar tarde o temprano con otro tren; es que ha entrado a toda velocidad en vía muerta y pronto se va a quedar sin raíles. Lo que no significa, claro, que su irresponsabilidad no traiga consecuencias —en realidad, ya las ha traído—, tanto en la propia Cataluña como en el conjunto de España. Quizá por eso el portavoz (Tu)rull puso anteayer tanto empeño en desmentir a los portavoces opositores —que habían aludido reiteradamente a la fractura social— sacando a pasear el mito de la cohesión social. «No hay riesgo de división», afirmó, «porque la cohesión social está en nuestro ADN». Y asunto zanjado. Como cuando a Pasqual Maragall, hace nueve años en Guadalajara (Méjico), le dio por descubrir que la lengua catalana era el ADN de los catalanes. Para que luego digan que la espiral es cosa pasajera.

(ABC, 28 de septiembre de 2013)

La espiral

    28 de septiembre de 2013
Por supuesto, que el ministro Homs haya considerado como algo «escandaloso» y que «va contra la inmensa mayoría del pueblo de Cataluña» la introducción en el articulado de la Lomce, a propuesta de UPyD y con la aquiescencia del PP, de una enmienda por la que el castellano pasará a ser considerado «lengua vehicular de la enseñanza en todo el Estado», entra dentro de lo normal. Como también entra dentro de lo normal que el diputado Martí Barberà, correligionario de Homs, haya recurrido a la tan manida y absurda comparación con el franquismo para tratar de desacreditar la enmienda. E incluso que Isabel Sánchez Robles, del PNV, la haya tildado de «ideológica». Cuando los nacionalismos rebuznan es que España va bien —o no tan mal, cuando menos, como algunos proclaman—. Pero, más allá de esa constatación, lo cierto es que la enmienda no modifica en gran medida lo contenido en el articulado; si acaso refuerza lo ya existente al llamar las cosas por su nombre. Aunque bien está, insisto, así como el resto de las enmiendas pactadas entre UPyD y PP —y, entre ellas, muy especialmente la que afecta al profesorado y a su condición de autoridad pública—. Dicho lo cual, el problema sigue siendo en gran parte el mismo. ¿Y ahora qué? ¿Cómo vamos a garantizar que lo previsto en la ley termine por aplicarse? La Lomce establece, es cierto, que los Gobiernos autonómicos contrarios a introducir el castellano como lengua vehicular en todo el sistema público o concertado deban costear la escolarización de quien así lo solicite en centros privados. Se trata, en el fondo, de una suerte de multa garantista por infringir la ley y privar de este modo a unos ciudadanos del ejercicio de un derecho constitucional. Pero eso es todo. El búnker educativo permanece intacto. E incluso allí donde un gobierno se proponga hacer cumplir la ley, lo más probable es que se encuentre —tal y como está ocurriendo ya en Baleares— con una resistencia feroz en los centros docentes y con la toma desaforada de la calle. O sea, con la presión y el chantaje. Y lo más probable también es que eso le lleve a transigir, al menos hasta cierto punto, en sus intenciones primeras. ¿Entonces?, se preguntarán. Pues nada, seguir porfiando, aunque no sea más que por dignidad.

¿Y ahora qué?

    27 de septiembre de 2013
Un personaje, la comisaria Reding. Siempre dispuesta a meterse en camisas de once varas aunque ello le lleve a tener que desdecirse a los pocos días. Y siempre dispuesta también —¡ay, ese desenfreno!— a amonestar y a dar lecciones. El objeto de su locuacidad ha sido esta vez el ministro de Interior francés, Manuel Valls. Valls declaró el martes que la gran mayoría de los 15.000 gitanos concentrados en campamentos ilegales en los confines de las grandes ciudades del país deben volver a sus lugares de origen, Rumanía y Bulgaria; o sea, deben ser expulsados. Y la comisaria de Justicia, Derechos Humanos y Ciudadanía y vicepresidenta de la CE, fiel a las obligaciones de su cargo —entre las que está, como es lógico, la de velar por el cumplimiento de la legislación europea—, le ha recordado al ministro que Francia suscribió en su momento la normativa sobre libre circulación de ciudadanos dentro de la Unión, por lo que no puede proceder a la expulsión de nadie que pertenezca a un Estado de la UE a no ser que así lo prescriba un juez. Pero no se ha conformado con eso. Como no se conformó tampoco en 2010 —el asunto es viejo—, cuando la emprendió por el mismo motivo con el Gobierno de Nicolas Sarkozy. Si entonces se pasó tres pueblos comparando las expulsiones de gitanos con las deportaciones de judíos durante la Segunda Guerra Mundial, ahora tampoco se ha quedado manca al acusar a Valls de actuar así por electoralismo, «para no hablar de cosas importantes como la deuda o el presupuesto». Ignoro, claro está, si las declaraciones del ministro —que han causado verdadero estupor entre las propias filas del partido socialista, fundacionalmente buenista— guardan relación con la proximidad de las elecciones municipales y europeas en Francia. Es posible, tanto más cuanto que cualquier medida política de cierto calado resulta, en esencia, una medida electoral, incluso si la legislatura acaba de empezar. Pero lo que me parece de un cinismo grandioso es que una persona como Reding, que ejerce un alto cargo político sin haber tenido que pasar por las urnas, se permita enjuiciar las intenciones de un compañero de faena que sí ha tenido y tiene que hacerlo.

La comisaria Reding

    26 de septiembre de 2013
Este padre hace lo que debe: preguntarle al presidente de su Comunidad en tránsito hacia el Estado de Nunca Jamás con qué ayudas contará su hijo autista —y, de modo general, las personas dependientes— en caso de que el tránsito en curso llegue a feliz término. El problema, sin embargo, es el destinatario. Su propia dependencia. Ese autismo en el que está instalado a expensas de todos los ciudadanos y que le incapacita para cualquier respuesta.

______________________

Dura lex sed lex, con o sin lágrimas. Afortunadamente.

Dependencias

    25 de septiembre de 2013
En su columna del pasado viernes de El Mundo-El Día de Baleares Ramón Aguiló Obrador se refería a una nota mía sobre la escuela mallorquina publicada unos días antes aquí mismo. Para Aguiló, una prueba de que nadie está a salvo de la ideología nacionalista, ni siquiera los que la combaten en público —entre los que amablemente me cuenta—, es la «relación causal entre el fracaso escolar en las islas y la inmersión lingüística» que, a su entender, yo establecía en mi escrito, en la medida en que dicha relación esconde lo que él llama «la falacia de la lengua materna como garantía del éxito escolar», «adaptación a escala individual del mantra nacionalista de la lengua propia».

Vayamos por partes. Primero, la relación. Es cierto que de mis palabras se deducía que esa relación de causa a efecto existe. Pero el sujeto causal no era tanto la inmersión lingüística como el modelo de inmersión lingüística. O sea, no tanto el método de aprendizaje en sí como el modelo educativo resultante. Entre otras razones, porque en este modelo, hegemónico en la escuela pública balear, la inmersión en catalán no puede disociarse de los principios de renovación pedagógica encarnados en la Logse y la Loe. Quiero decir que forma con ellos un todo y es ese todo —unido a otros factores, por supuesto, de orden cultural y socioeconómico— lo que ha dado los resultados que sitúan a Baleares en tan penoso lugar en la ya impresentable clasificación internacional española. En otras palabras: la inmersión lingüística no tiene en sí misma nada de malo. Si Aguiló cita la generación de sus padres, que hablaba catalán en casa y a la que los curas educaban en castellano, como ejemplo de inmersión cuyos frutos están a la vista —su padre llegó a alcalde de Palma, como él mismo recuerda en su artículo—, yo podría citar la mía, que no debe de hallarse muy lejos en el tiempo de aquella. Yo también fui una víctima feliz de la inmersión. Estudié en el Liceo Francés de Barcelona, donde toda la enseñanza primaria se hacía a la fuerza en la lengua de Napoleón, y no renunciaría por nada del mundo al poso que esa educación me dejó. Y, al igual que yo, supongo que la gran mayoría de quienes compartieron pupitre conmigo, entre los que figura, por cierto, el actual presidente de la Generalitat. Pero ello no obsta para que la inmersión que se practica hoy en día en Baleares o en Cataluña —o en Galicia y el País Vasco, donde el modelo también prospera— me parezca una barbaridad. Para empezar, por su carácter obligatorio —en este sentido, igual, exactamente igual, que durante el franquismo—. Luego, porque no supone pasar de una lengua de alcance más o menos limitado a otra de uso internacional, como ocurría hace medio siglo con el catalán con respecto al castellano o al francés, sino justamente lo contrario, con lo que tiene de absurda renuncia e inútil sacrificio. Y, en fin, porque, tal y como han demostrado los estudios más solventes —y resulta muy recomendable, al respecto, la lectura del libro de Mercè Vilarrubias Sumar y no restar—, a los alumnos con serias dificultades de aprendizaje sólo les falta tener que enfrentarse encima con una enseñanza en un idioma que no es ni siquiera el que están acostumbrados a oír en casa.

Lo que no quita, claro, que yo pueda estar hasta cierto punto contaminado por la ideología nacionalista, como afirma Aguiló. «Tot lo dolent s’aplega», dicen los mallorquines. Y me temo que dicen bien.

Sobre la escuela
mallorquina, aún

    24 de septiembre de 2013
La semana pasada vinieron a coincidir en este espacio digital dos artículos que reflejaban espléndidamente lo que está ocurriendo en Cataluña. De una parte, «El independentismo en las escuelas», de Mercè Vilarrubias; de otra, «Desde la ventana», de Ferran Toutain. Si bien no eran los únicos textos publicados aquí en que se abordara la deriva política y social a la que parecemos condenados, sí tenían la rara virtud de complementarse, como si su escritura obedeciera a un plan preconcebido. Vilarrubias, partiendo de un par de ejemplos tomados de distintos centros públicos de Cataluña durante el pasado curso escolar y extensibles a muchísimos centros más, mostraba cómo la manipulación y el consiguiente adoctrinamiento de los niños y adolescentes catalanes era ya un hecho. Y Toutain reflexionaba sobre el creciente efecto de la mímesis en el cuerpo social catalán a raíz de su propia experiencia en la última Diada, para converger asimismo en el adocenamiento infantil a que conducen los planes educativos identitarios y las emisiones televisivas de gas patriótico. Ninguno de los dos artículos se adentraba en el terreno de las soluciones, aun cuando estas pudieran deducirse hasta cierto punto de su contenido.

Para empezar, el sistema público o semipúblico de enseñanza. ¿Qué hacer con él? ¿Cómo lograr que eso que se ha convenido en llamar «la comunidad educativa», y que se concreta en una verdadera amalgama de intereses –administración de la Generalitat, clase política, pedagogos y psicopedagogos, sindicatos docentes, asociaciones de padres de alumnos–, deje de constituir una suerte de dique de contención contra el que se estrella cualquier intento de reforma liberal de la enseñanza? Pues acaso sirva como banco de pruebas lo que está sucediendo en estos momentos en Baleares. Como sin duda sabrán, los maestros y profesores de por allí han iniciado una huelga indefinida cuyo seguimiento, aunque desigual, puede calificarse de importante. Para deponer su actitud, los huelguistas exigen la retirada del TIL, el modelo de tratamiento integral de lenguas que prescribe la implantación, en un tiempo razonable, del trilingüismo en la escuela o, lo que es lo mismo, de un uso más o menos análogo de catalán, castellano e inglés como idiomas vehiculares. Por más que no lo reconozcan y se escuden en la falta de dominio del inglés –real o ficticia– para impugnar el nuevo modelo que el Gobierno Balear trata de aplicar, lo que realmente provoca su rechazo es el convencimiento de que, sin la inmersión lingüística en catalán que se practica hoy en día en la mayoría de los centros públicos insulares y en gran parte de los concertados, se les acaban, a un tiempo, la bicoca y la impunidad. Esto es, la posibilidad, por un lado, de sacar partido a su mediocridad docente y, por otro, de proyectar sobre un rebaño indefenso de almas todo cuanto lleva asociada una visión del mundo reducida al universo nacionalista catalán. Claro que semejante solución al problema sólo se atisba, de momento, en Baleares; para que pueda darse también en Cataluña, haría falta un gobierno de muy distinto color al actual.

Y, luego, los medios de comunicación. ¿Qué medidas convendría tomar para garantizar esa objetividad, esa pluralidad que tanto se echa en falta, y ese respeto, en definitiva, por la verdad? ¿Cómo luchar contra la unanimidad, el prejuicio y la sistemática catequesis nacionalista, de los que son víctimas todos los consumidores pero especialmente los más imberbes? Pues, sin duda, prescindiendo de los medios públicos, cuyo único fin, en Cataluña y todas partes, es la conformación de una sociedad hecha a imagen y semejanza del poder. Y, de no ser ello posible, prescindiendo como mínimo de organismos como el viejo CAC y ahora CCMA, que no tienen otra función que legitimar el abuso y perpetuar la impostura, así en el pasado como en el presente. Y en todo caso, en fin, eliminando cualquier mecanismo de subvención pública a un medio de comunicación privado, sea este escrito, oral, audiovisual o digital. Claro que para que todo esto ocurra también haría falta un gobierno de muy distinto color al actual.

E incluso en este supuesto la tarea sería ardua. Porque, como sostiene Arcadi Espada –de quien he tomado prestado, por cierto, el título de este artículo–, «en Cataluña, entre lo que dice un niño de 8 años y lo que dice un adulto de 40 no hay absolutamente ninguna diferencia».

(Crónica Global, 23 de septiembre de 2013)

Del amor a los niños

    23 de septiembre de 2013


(Antonio González de Linares, "Manuel Aznar vuelve a Cuba", Nuevo Mundo, 31-12-1926)
Cada vez que alguien alude al estado catatónico de la opinión pública catalana, suele servirse, a modo de ejemplo, del célebre editorial con que todos los diarios de Cataluña obsequiaron a sus lectores cuando faltaba algo más de medio año para que el Tribunal Constitucional se pronunciara sobre el Estatuto. Así, Esperanza Aguirre anteayer en Barcelona, en su conferencia del Círculo Ecuestre. Por supuesto, no seré yo quien afirme lo contrario. Semejante unanimidad nunca ha sido propia de sociedades donde existe la libertad de expresión, sino más bien de sociedades que carecen de ella. Pero, sin quitarle al episodio un ápice de su valor sintomático, resulta, a mi modo de ver, mucho más significativo otro caso de unanimidad opinativa acaecido meses después. Me refiero al manifiesto que suscribieron, con parecida intención a la del editorial de marras, sesenta y dos colaboradores de esas mismas cabeceras genuinamente catalanas. Y si digo que me resulta mucho más significativo es porque un editorial, al cabo, recoge siempre la voz de la empresa y no hay empresa periodística en Cataluña que no beba del dinero público, mientras que un colaborador no se debe más que a sí mismo. O no debería deberse. Porque en Cataluña quien colabora en un medio cualquiera asume, «de facto», su línea editorial en lo que esta tiene de insoslayable. O sea, en su nacionalismo. Lo hemos visto estos últimos días a raíz de la polémica desatada por la emisión en TV3 del informativo infantil sobre la independencia del condado. A los fieles comentaristas les ha faltado tiempo para salir en defensa de la joya de la corona. Los argumentos utilizados han sido, sobra decirlo, de lo más peregrino y no ha faltado nunca, entre ellos, la falacia «ad hominem». Pero si uno merece la pena destacarse es el de un tal Graupera en «La Vanguardia». Dice el hombre que no ha visto el informativo de TV3 por «higiene mental», porque uno no puede andar detrás «de lo que la prensa española considera que hacemos bien o que hacemos mal». Claro, la higiene mental. Si es que, en el fondo, no hay nada como un buen lavado de cerebro.

(ABC, 21 de septiembre de 2013)

La opinión catalana

    21 de septiembre de 2013
Yo tengo en buena estima al ministro Wert. Cuanto más se meten con él por lo que hace o dice, más le aprecio. Por supuesto, ello no impide que pueda estar en desacuerdo con algunas de las medidas que ha tomado o con algunas de las opiniones que ha expresado. Pero esa animadversión que suscita entre sus adversarios ideológicos e incluso entre bastantes de sus teóricos correligionarios —animadversión debida, a mi entender, a su locuacidad y a esa extraña costumbre, tan impropia de la clase política, de decir lo que piensa sin dejar de pensar lo que dice—, lejos de refrenar mis simpatías, las acrecienta. Y no digamos ya si quien le increpa es la tropa de congresistas, senadores y diputados autonómicos catalanes en marcha hacia la independencia, y no sólo educativa.

Dicho lo cual, se entenderá que deplore el anuncio de la suspensión del acto de apertura del curso académico 2013-2014 que debía celebrarse el próximo lunes en la Universidad de Zaragoza con la asistencia del Príncipe de Asturias y del propio ministro Wert. Y que no sólo lo deplore, sino que lo encuentre intolerable. Según el rector Manuel López, la decisión obedece a «la certidumbre de que algunas alteraciones dentro del acto podrían repercutir en la marcha normal del mismo». Por supuesto, no es la presencia del heredero de la Corona lo que habrá excitado los ánimos del personal universitario presto a armar la gorda; o no especialmente, al menos. Es la del señor ministro, al que ya han recibido con análogo cariño en otros recintos docentes, universitarios o no. Asegura Manuel López que los posibles alborotadores figuran entre los invitados al acto, por lo que de nada serviría incrementar la vigilancia en el exterior del edificio. ¿Y a qué espera, pues, para identificarlos, retirarles la invitación y abrirles, si procede, un expediente? Cualquier cosa con tal de celebrar lo que estaba programado. No, rector, su postura es deleznable. Comportamientos como el suyo han convertido la enseñanza pública en un coto vedado donde se practica la caza mayor con la aquiescencia o el silencio cómplice de las propias autoridades académicas —llámense directores de institutos o rectores de universidad—, deseosas de no contrariar a quienes, al cabo, les han puesto con sus votos allí donde están. Y así le va al país.

No, rector

    20 de septiembre de 2013
No sé qué interés pueden tener estas mujeres en exhibirse públicamente, como no sea el que resulta del más puro deseo mimético. A juzgar por la crónica de agencias, de no haberse organizado este año en Indonesia el concurso de Miss Mundo, no habría surgido allí mismo esa réplica en clave musulmana llamada Muslimah World. Pero, claro, exhibirse con el cuerpo completamente cubierto de ropa, excepto en la parte correspondiente a cara y manos, y hacerlo encima leyendo el Corán después de haberse levantado al alba para ejercitarse en la recitación versicular, no sólo es una estafa para el espectador, sino también un verdadero contrasentido. Si no se puede mostrar más que lo mostrado, ¿a qué armar todo este revuelo? Y, ya puestos, ¿por qué no creaban dos categorías más, una para el niqab y otra para el burka? Seguro que los jueces o las juezas encontraban también el modo de premiar, aunque fuera mirando a bulto, a alguna de las concursantes.

Todo esto ocurre, claro, muy lejos de aquí. Pero el debate sobre el uso público de las formas de ocultación religiosa del cuerpo femenino sigue abierto en Europa. En Inglaterra, por ejemplo, donde el velo integral no está prohibido en el espacio público, una mujer que pretendía testificar con niqab en una causa judicial fue obligada hace poco por el juez a quitarse la parte de la vestimenta que le cubría el rostro cada vez que tenía que hablar. Y, en Birmingham, un College donde el uso del niqab en las aulas estaba prohibido desde hace años se encontró al inicio de este curso con una rebelión en toda regla de algunas de sus alumnas, que exigían poder llevarlo en el recinto. Como la protesta fue en aumento y a ella se sumaron unos cuantos miles de miembros de la comunidad musulmana, los rectores del centro, que tienen potestad para obrar en esta materia como crean conveniente, se echaron atrás y decidieron tolerar el embozado de estas menores.

Dos actitudes contrapuestas, sin duda, pero que revelan el grado de tensión que está originando en la sociedad inglesa la utilización del velo islámico en sus modalidades más extremas. Lo curioso son algunas de las reacciones de sus propias usuarias. Más allá de apelar a la libertad de vestirse como a una le viene en gana o de escudarse, por contraposición, en la práctica desnudez de tantos transeúntes a los que nadie llama la atención, hay quien recurre a la seguridad. O sea, al derecho a la propia seguridad. Con el siguiente argumento: ¿acaso alguien ha oído hablar de la violación de una mujer que lleve velo integral? Pues no, que yo sepa. Y ojalá sigamos así mucho tiempo. Aunque esos descerebrados sexuales son capaces de todo. Incluso de emprenderla con un montón de trapos bajo los cuales se oculta, dicen, un cuerpo de mujer.

Cuerpos de mujer

    19 de septiembre de 2013
Jamás lo tuve como profesor y siempre lo lamenté. No me quedó más remedio que conformarme con alguna conferencia suya a la que pude asistir y con la lectura de parte de su obra. Riquer era muchísimas cosas, pero era sobre todo un sabio, un impresionante «homme de lettres». Catalán y, por catalán, español. Su campo de estudio fue la Edad Media, y acaso por ello su prestigio internacional, incuestionable, no alcanzó mayores cotas. Si un catalán podía aspirar con todo merecimiento al Nobel de literatura, ese era él. Pero nunca gozó de las simpatías del régimen nacionalista —que sí promovió, por el contrario, a los Espriu, Martí i Pol, Porcel o Gimferrer, con el éxito de todos conocido—. Cuando la guerra, Riquer había luchado en el bando equivocado, y eso se paga.

No llegué a conocerle personalmente. Pero no hace mucho, a raíz de un proyecto de libro que no salió adelante porque no hubo editorial catalana que lo quisiera, conocí a su sombra, a esa sombra familiar que vela por su buen nombre. El libro que yo tramaba, una antología de textos escritos durante la guerra civil por catalanes contendientes en un bando y otro, requería, para su publicación, del permiso de los autores o de sus herederos. Entre los textos seleccionados, había unos cuantos publicados por Riquer en Destino, la revista que los Ignasi Agustí, Josep Vergés y demás catalanes adscritos a la España nacional crearon en Burgos en 1937 para servir a la causa por la que luchaban. Pues bien, cuando llegó la hora de los permisos, Riquer delegó en su hijo Borja, historiador experto en Cambó, militante histórico del PSUC y Bandera Roja, y defensor acérrimo, cómo no, de la política de la «memoria histórica». Y el hijo dijo que nones, que si estábamos locos, que esos textos no iban a reeditarse jamás. No fue esta la única razón por la que el proyecto no prosperó, pero sí una de las principales. Por suerte, esos artículos de Riquer en Destino pueden consultarse ya sin problema en la web de la Biblioteca de Catalunya. Yo mismo recogí hace poco un par de ellos en mi antología particular sobre el viejo periodismo. Por supuesto, nada hay en estos textos de qué arrepentirse. O, como mínimo, nada que no pueda ser también motivo de arrepentimiento en la gran mayoría de los escritos que vieron la luz durante la guerra a un lado y otro del frente. Pero ni por esas.

Suerte que la memoria del padre no depende de la del hijo.

Martí/Martín de Riquer

    18 de septiembre de 2013
No vayan a confundirse con el título. Adviertan que aquí la escuela no lleva mayúsculas, que no es, en definitiva, la de los venerables y olvidadísimos Miquel Costa i Llobera, Joan Alcover, Llorenç Riber o Maria Antònia Salvà, sino la que acoge hoy en día a los mallorquines en edad de aprender o, como suele decirse ahora, de educarse. Esta escuela está hoy en pie de guerra. O sea, en huelga. Indefinida, por más señas. Los maestros y profesores que la siguen se niegan a empezar el curso en estas condiciones. No, no es un problema de barracones. Ni de ratios profesor-alumno. Ni de recortes en el sueldo. Todos estos asuntos figuran entre las reclamaciones del colectivo, pero no son en modo alguno nucleares. Lo esencial es el TIL. O sea, el Tratamiento Integral de Lenguas que el Gobierno del popular José Ramón Bauzá ha implantado mediante un decreto ley tras la suspensión cautelar que el Tribunal Superior de Justicia de Baleares aplicó, una semana antes del inicio del curso, al decreto anterior. ¿En qué consiste el TIL? Pues, a grandes rasgos, en el uso más o menos parejo de catalán, castellano e inglés como lenguas de enseñanza. El rechazo frontal con que el aguerrido grupo de docentes ha recibido el nuevo ordenamiento puede deberse, claro está, a la dificultad de manejarse en inglés, aunque tampoco cabe descartar que la falta de dominio del castellano, cada vez más notorio entre el personal, les tenga también atenazados. Pero, con todo, el problema es de otra índole. Maestros y profesores —más aquellos que estos— han convertido la enseñanza pública y parte de la concertada en un coto privado, con la inestimable complicidad de sindicatos docentes y asociaciones de padres. Y en este coto no rige más que la ley del nacionalismo pancatalanista —al que se suma, gozosa, la izquierda insular en pleno— y, por consiguiente, la inmersión lingüística en catalán y cuanto se deriva de ella. Así las cosas, es comprensible que el TIL les saque de quicio. Por supuesto, no todos los maestros y profesores piensan ni actúan igual. Pero los discrepantes no tienen interés ninguno en complicarse la vida y la carrera profesional, por lo que acostumbran a callarse y estarse quietecitos.

Ahora, por fin, el Gobierno Balear se ha plantado. Dice que está dispuesto a negociar con los alzados cualquier cosa menos la retirada del TIL. Dice bien. Y ojalá aguante. Está en juego el futuro de Baleares, si es que este depende en gran medida —y no hay motivo para ponerlo en duda— de una enseñanza de calidad. Conviene recordar que Baleares, con el modelo que los huelguistas pretenden seguir imponiendo, se halla en el furgón de cola de la educación española, la cual, a su vez, es de las más deficientes de la Unión Europea y del mundo desarrollado. Si bien se mira, lo que ha emprendido el Gobierno de Bauzá es una operación quirúrgica delicada, pero inaplazable. Consiste en extirpar un nódulo enquistado desde hace décadas en un órgano vital. Sólo extrayéndolo de allí, aunque sea cortando por lo sano, puede garantizarse la salud del paciente, que es como decir del cuerpo social. Vistos los efectos producidos ya por la dolencia —y producidos con anterioridad en Cataluña, de donde proviene el bacilo—, lo raro es que se haya tardado tanto en actuar.

La escuela mallorquina

    17 de septiembre de 2013
Como sería de mala educación hacerla pública sin que el destinatario la tuviera ya en sus manos, es de creer que la carta -aquella carta que, según pronosticaba Ignacio Vidal-Folch, iba a traerle a Artur Mas un redivivo Miguel Strogoff- ha llegado por fin a puerto. Se trata, sin duda, de una buena noticia. Las cartas deben llegar, sobre todo cuando salen. Por lo demás, eso significa que el "Estimado President" está ya en posesión de la respuesta que tanto decía anhelar y cuyo contenido coincide a grandes rasgos con lo adelantado el pasado viernes por la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, sólo que expresado a la gallega, como acostumbra hacer el "Apreciado Presidente". Ignoro, claro está, si la misiva del presidente del Gobierno habrá servido para aplacar al sector más duro del PP y a "la derecha mediática", tal y como denunciaban los exegetas del nacionalismo y la izquierda. Aun así, me permito dudarlo. En primer lugar, porque ese cruce de cartas constituye, en el fondo, una mera formalidad; otra cosa son las conversaciones privadas entre ambos presidentes, de las que no tenemos a día de hoy sino un montón de filtraciones, de lo más interesadas y contrapuestas. Y luego, porque, aun cuando la política esté compuesta en gran medida de palabras, lo que mucha gente reclama -y no sólo el sector duro del PP o la "derecha mediática"- son hechos. En definitiva, menos decir y más hacer.

Por supuesto, esa exigencia tiene que ver con lo que podríamos denominar el juego de equilibrios. En la balanza reciente del llamado "problema catalán" tenemos, a un lado, un plato lleno de palabras y hechos, y, en el otro, uno con unas pocas palabras y casi ningún hecho. El desequilibrio es, pues, manifiesto. Y si bien resulta hasta cierto punto comprensible que el plato sedicioso sea el que más abulte y más pese, dado que a él le corresponde la iniciativa, ya no lo es tanto que el otro, el partidario del orden constituido, se caracterice por una liviandad próxima a la insignificancia. Si en vez de recurrir a una balanza para ilustrarlo echáramos mano de uno de esos columpios compuestos por un armazón de hierro o madera de cuyos extremos penden sendos asientos, así como en un cabo tendríamos a los independentistas cómodamente sentados y con los pies en el suelo, en el otro los constitucionalistas bastante harían con agarrarse al artilugio para no caerse de bruces. De ahí que, entre estos últimos, empiece a abrirse paso la idea de que hay que corregir como sea semejante desequilibrio.

Lo cual, sobra decirlo, no va a resultar nada fácil. Por más que ya se oigan los tamtans llamando a realizar cadenas analógicas -en Cataluña misma o en forma de caravana de Madrid a Barcelona-, lo que en verdad se precisa para equilibrar la balanza son otra clase de medidas. Si algo echamos en falta los catalanes constitucionalistas es el aprecio del Estado del que formamos parte. El aprecio visible, efectivo, contrastable. El que garantice, por ejemplo, que la lengua oficial del Estado va a ser vehículo de enseñanza en los centros docentes, y de comunicación en los medios y las instituciones públicas. O que los símbolos que nos unen -bandera e himno, pongamos- van a tener el rango y el respeto que les corresponde. O que el dinero de los contribuyentes no va a ser empleado en actividades disruptivas. Y garantizar significa, en todos estos casos y en cuantos quieran añadirse a la lista, recurrir a medidas sancionadoras cada vez que alguno de estos derechos eminentemente constitucionales son conculcados. Los ciudadanos de Cataluña necesitan ese amparo. Está muy bien contar con el aliento y la solidaridad de la mayoría de los españoles; pero no basta. Como tampoco basta la acción de las fuerzas políticas catalanas claramente contrarias a la secesión, por muy meritoria que esta sea. Si al Gobierno de España le importa algo Cataluña -que es como decir, por supuesto, que le importa algo España-, debe dejarse de palabras y pasar a los hechos. (Crónica Global, 16 de septiembre de 2013)

Decir y hacer

    16 de septiembre de 2013


(Benjamín Jarnés, "La rana viajera", La Vanguardia, 31-1-1933)".

Porque todo está ya
dentro de la curva

    15 de septiembre de 2013
El Gobierno de la Generalitat decidió recusar el pasado 30 de julio al presidente del Tribunal Constitucional (TC), Francisco Pérez de los Cobos. Al día siguiente, la Mesa del Parlamento de Cataluña hacía lo propio. Según ambas instituciones, el magistrado era merecedor de tal recusación por su recién descubierta militancia en el PP entre 2008 y 2011, lo que le convertía «de facto» en un animoso contradictor de la voluntad del pueblo catalán, representada y expresada en su Parlamento y su Gobierno. El razonamiento, por supuesto, era del todo peregrino. (Otra cosa es que el tribunal cuya función es la de supremo intérprete de la Constitución esté presidido por alguien tan poco independiente ideológicamente hablando. Pero lo mismo podría decirse del resto de sus miembros, y no digamos ya de su antecesor en el cargo. Por desgracia, así son los órganos judiciales por estos lares.) En todo caso, no parece que la recusación vaya a prosperar. Y eso que en los últimos días se le ha añadido otro descubrimiento: un discurso que Pérez de los Cobos pronunció en Yecla, su ciudad natal, el 6 de diciembre de 2005, Día de la Constitución, en el que criticaba duramente la propuesta de reforma del Estatuto salida el 30 de septiembre anterior del Parlamento catalán y en el que aseguraba que «el verdadero problema es que, como consecuencia de errores del pasado, varias generaciones de catalanes han sido ya educados en el desprecio, expreso o tácito, hacia la cultura española». Al Gobierno catalán le ha faltado tiempo para declarar, por boca de su ministro de Propaganda, el inefable Francesc Homs, que iban a añadir ese discurso al pliego de cargos de la recusación, claro que sí. Y hasta ha exigido una «rectificación en toda regla» a Pérez de los Cobos. ¿Una rectificación? ¿Por afirmar hace ocho años que varias generaciones de catalanes habían sido ya educados en el desprecio, expreso o tácito, hacia la cultura española? Sólo faltaría. La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero. Y no creo que sea necesario precisar quién es aquí Agamenón y quién el porquero.

(ABC, 14 de septiembre de 2013)

Recusar la verdad

    14 de septiembre de 2013
Hace un par o tres de años, cuando en España todavía existían las cajas de ahorro, tuve ocasión de ver en la sala de actos de una de ellas, al amparo de su obra social, un ciclo de cine documental italiano realizado en la primera década de este siglo. Todo lo que vi era excelente. Y, aparte de otros títulos, recuerdo como si fuese ayer Camicie verdi, el documental de Claudio Lazzaro. Se lo recomiendo, no tiene desperdicio. Y más ahora que la Liga Norte de Umberto Bossi parece interesarse vivamente por los asuntos catalanes. Su gesto del pasado miércoles en el Parlamento italiano, tan solidario, y detrás del cual no cabe sino intuir la mano del ministro de Propaganda Homs y su red de embajadas –sección géneros de punto–, así lo da a entender. Ahora ya sólo falta que los nuestros tomen ejemplo de los padanos. En este sentido, el documental de Lazzaro puede serles utilísimo. Sí, ya sé que ellos lucen camisetas amarillas y no verdes. Pero, en fin, todo tiene arreglo. Piénsese en aquel verde de las juventudes de Estat Català, antes del 6 de octubre. Hermoso precedente. Y si les agobia el recuerdo de las hazañas pasadas, por aquello de su triste final, acaso les sirva reparar en que del amarillo al verde no hay más que un paso: el que resulta de mezclar el primero de los colores con algo de azul. Y no me vengan ahora con que el azul es un color español. ¿Español, el azul? Catalanísimo, por Dios. Y, si no, repasen las hemerotecas del franquismo.

Camisas verdes

    13 de septiembre de 2013
11 S 13 Imagen 1

11 S 13 Imagen 211 S 13 Imagen 3

Miércoles 11 de septiembre de 2013. Diez de la noche. Entro en la edición digital de La Vanguardia. Me recibe el titular que tienen ustedes en la tercera de estas imágenes, pero sin la entradilla que lo acompaña. O sea que La Vanguardia dice que fueron 1,6 millones. Y eso que por la tarde las cifras más optimistas hablaban de 500.000. Y eso que la vía, para llegar a formarse, requería tan sólo, según los propios organizadores, de 400.000 almas, catalanas o no. Hago clic en el titular para ver el sistema de cálculo empleado por el diario de los Godó, lo que me lleva a la cabeza y al cuerpo de la noticia, reflejados en la primera y la segunda de las imágenes, respectivamente. Sorpresa. No hay sistema de cálculo. Ni fuente –más allá del mismo periódico, claro–. Perdón, sí la hay. El texto habla de «casi medio millón de personas, según Interior». Acabáramos. O sea que el Departamento de Interior de la Generalitat ha hecho su trabajo. Además, parece que lo ha hecho bien, puesto que la cantidad resulta verosímil. ¿Será que el 1,6 de la portada lo han facilitado los de la ANC, que por algo son los organizadores? No sería raro. En esta clase de movidas los manifestantes siempre suelen ofrecer unas cifras de participación que triplican las reales. Como mínimo. Vuelvo al titular de portada por si ha habido entre tanto alguna novedad. La ha habido. El titular sigue inalterable, pero, tal y como puede observarse en la tercera de las imágenes, le acompaña un texto en el que se indica la fuente. Es la Generalitat. No entiendo nada. ¿La misma Generalitat que ha ofrecido, a través de Interior, la cifra de «casi medio millón» es la que habla ahora de «1,6»? ¿Se trata acaso de un conflicto de competencias entre departamentos, dado que el de Interior se encuentra en manos democristianas y el de Presidencia-Propaganda en manos convergentes? ¿Ha estallado tal vez la gran crisis de la federación gobernante de la que tanto se viene hablando? No, claro. Ocurre tan sólo que Interior es el Ministerio. Y la Generalitat, aunque lo haya negado con insistencia, la organizadora. El triple al que nos referíamos hace un momento, en una palabra.

Pero todavía queda un asunto por resolver. ¿Por qué 1,6? ¿Por qué no contentarse con la cifra redonda del millón y medio? La respuesta la tienen aquí. Si hace un año eran millón y medio, ahora no pueden ser menos. Ni siquiera pueden ser los mismos. Es lo que tiene el mentir. Cuando uno empieza ya no puede parar. Hay que continuar mintiendo, una y otra vez. Y, encima, con una mentira cada vez más gorda. Los que hemos trabajado en la Administración lo sabemos muy bien. Ante una actividad –festiva, cultural, política– que se celebre en la calle, que se repita de año en año y que de ti dependa, no se te ocurra jamás hacer pública la cifra de asistentes, aunque sea aproximada. Los asistentes son siempre los del año anterior… más un buen puñado. Y punto en boca.

¿Y la prensa, y en particular la catalana, no debería tener algo que decir? Sin duda. Pero todo apunta a que sigue de vacaciones.

Periodismo por la independencia

    12 de septiembre de 2013
Hubo un tiempo en que el 11 de septiembre era un día festivo en Cataluña, y, en tanto que festivo, feliz. Hace tres décadas, por ejemplo. O dos. O una. O hace cinco años incluso. Cuando llegaba esa fecha, todo el mundo iba a lo suyo. Los partidos políticos y las instituciones más pudientes de la región desfilaban ante la estatua del falso mártir Rafael de Casanova, donde depositaban una corona de flores a modo de homenaje. Con el deber cumplido, muchos de ellos se dirigían luego a la tradicional recepción ofrecida por la Presidencia del Parlamento. Allí todo eran caras bronceadas, risueñas, distendidas. También los había, en Barcelona mayormente, que seguían manifestándose por la mañana o por la tarde lanzando proclamas a favor de la independencia; pero no eran muchos, la verdad, y apenas contaban. También solía ocurrir que, entrada la noche, algunos grupos arremetieran contra el mobiliario urbano y quemaran un par o tres de banderas españolas. Se asumía sin más: se condenaban los hechos y se guardaban en el cajón correspondiente de la Diada. Mentiríamos si no añadiéramos que alguna vez los propios actos institucionales se vieron empañados por algún incidente, como en 1995, cuando la turba independentista lanzó una lluvia de piedras, tomates, huevos y monedas contra la representación del Partido Popular, encabezada por Aleix Vidal-Quadras, frente a la estatua de Casanova. Sin embargo, se trataba de excepciones —tristes y lamentables, nadie lo discutía, pero excepciones al cabo—. Por lo demás, en todo este tiempo la jornada, para la inmensa mayoría de los ciudadanos, no distaba demasiado de la de un festivo cualquiera del mes de septiembre. Sol y playa, en una palabra.

Pero se acabó la fiesta. Desde que el Tribunal Constitucional hizo pública su sentencia sobre el Estatuto —o sea, desde el 28 de junio de 2010— toda la vida institucional catalana ha girado en torno al encaje de Cataluña en España. O, dicho llanamente, en torno a la independencia o no independencia de Cataluña. Por supuesto, esa vida institucional, en la que pronto recuperó su papel preponderante Convergència i Unió (CIU), no ha actuado al margen de la calle. La manifestación del 10 de julio de aquel mismo 2010 en protesta por la sentencia del Constitucional, aquella en la que el todavía presidente Montilla tuvo que huir por piernas de una marcha que él mismo encabezaba ante la amenaza de los radicales separatistas, fue el primer síntoma de esa simbiosis. Y es que no sólo estaba Montilla en la marcha; también cuantos habían presidido antes que él la Generalitat y aquel que iba a presidirla dentro de poco, en cuanto se celebraran las nuevas autonómicas. Una representación, por lo tanto, del máximo nivel. Y si aquel mismo año en la Diada el número dos de CIU, Felip Puig, planteaba sin tapujos el dilema «independencia o decadencia», un año más tarde —o sea, el 11 de septiembre de 2011— el ya presidente Artur Mas aseguraba «que la transición nacional se está produciendo [porque] en las mentes y en los sentimientos de la gente de Cataluña está cuajando esta necesidad de mayor soberanía y libertad». Lo que ocurrió en la siguiente Diada es de sobra conocido: el protagonismo lo acaparó aquella manifestación multitudinaria que recorrió el centro de Barcelona y que el presidente de la Generalitat alentó y bendijo aunque no participara en ella. Y si la efeméride ha dejado un poso, no es tanto por su espectacularidad como por las consecuencias que trajo. A Artur Mas le pareció ver confirmadas entonces esas palabras que pronunciara un año antes y se dispuso a encabezar, elecciones anticipadas mediante, esa «transición nacional» que a su juicio se estaba produciendo «en las mentes y en los sentimientos de la gente de Cataluña». Para su desgracia, las urnas no lo vieron así y, como el hombre no sólo no se apeó del burro sino que ofreció las riendas a sus compañeros de viaje de Esquerra Republicana (ERC), el resultado ha sido, por de pronto, unos interminables meses de desgobierno político y de parálisis en la gestión.

La Diada de hoy, pues, se anuncia con esos nubarrones. Y con un presidente de la Generalitat que por primera vez da la impresión de haber echado el freno o, como mínimo, de haber soltado el acelerador. Lo que no impide que exprese su entusiasmo por esa Vía Catalana por la Independencia que hoy mismo alcanzará su plenitud y que el propio presidente, no nos engañemos, ha ido construyendo en sueños y en partidas presupuestarias desde que tuvo conocimiento de la iniciativa. Los sentimientos son los sentimientos, y nadie puede negarle a Mas ese derecho a decidir en qué sueña. Otra cosa, claro, son sus obligaciones como presidente. O sea, con la realidad. Y son esas obligaciones las que parecen haberle llevado a tratar con el presidente del Gobierno de España para ver de encontrar una salida al atolladero en que se encuentra y en el que ha metido —aunque esto último no consta que le preocupe demasiado— a sus conciudadanos catalanes y a los del resto de España. Porque la realidad le dice —y afortunadamente hay quien se lo recuerda, en España y fuera de ella— que su empeño en convertir a Cataluña en un nuevo Estado de Europa, como rezaba el lema de la manifestación de hace un año, mediante una consulta, un referendo o un plebiscito —que los tres términos han aflorado, según la necesidad—; que ese empeño constituye, aparte de un solemne despropósito, un imposible. Pero ello no quita, claro, que el soñador siga soñando.

Es muy probable que la jornada de hoy deje traslucir algo de ese desarreglo, de ese barullo. Lo que está garantizado, en todo caso, es la tensión. La clase política catalana no vive ya los fastos de la Diada como los vivía hace un lustro. A la ausencia de Ciutadans, que no ha participado nunca en los actos institucionales, se suma este año la del Partido Popular Catalán, que ha optado finalmente por no asistir. Y no es sólo en estas esferas donde la división se agranda; también en la calle, en el trabajo, en las familias, o sea, entre los propios ciudadanos, que no habían hecho nunca de esta fecha un motivo de discordia y que se encuentran ahora empujados a tomar partido, sin saber muy bien por qué y a santo de qué. Lo que no significa, claro, que no siga habiendo quien no está dispuesto a renunciar a la fiesta. Y es que el sol y la playa, a pesar de los pesares, tiran mucho.

ABC, 11 de septiembre de 2013.

Se acabó la fiesta

    11 de septiembre de 2013
El grado de desfachatez y de cinismo del Gobierno de la Generalitat en lo tocante al uso del castellano en la enseñanza no tiene límites. Ya no es únicamente el sistemático desacato ante las sentencias de los tribunales que le obligan a implantar la lengua oficial del Estado como lengua vehicular de toda la clase –junto al catalán, por supuesto– cuando unos padres así lo soliciten para su hijo. Ya no es únicamente que el Departamento de Educación siga enviando circulares en las que insta a los centros afectados a mantener la llamada atención individualizada para el alumno demandante. Es que la propia consejera se permitió pronunciar hace unos días, en relación con un plan de introducción progresiva del inglés como lengua de enseñanza y a propósito del maltrato que recibe el castellano, lo siguiente: «Nunca la literatura castellana la haremos en inglés, es una materia que va muy bien para hacerla en castellano». Se trata, sobra añadirlo, de una evidente falta de respeto, que dicha, pongamos por caso, por un niño o un adolescente en la mesa, durante una comida familiar, merecería la reprensión inmediata de un adulto en forma de amonestación verbal o incluso de castigo. Se trata de una evidente falta de respeto, decía, o acaso de una maldad manifiesta. Pero da igual, no pasa nada; al contrario, semejantes salidas de tono son incluso aplaudidas y jaleadas por los adeptos. Esa gentuza no tiene vergüenza. Ni, lo que es peor, modales.

Literatura castellana en castellano

    10 de septiembre de 2013
Diría que fue en septiembre de 2005. A comienzos de junio habíamos convocado a la prensa en el Taxidermista de la Plaza Real para hacer público el manifiesto del que surgiría Ciutadans, y días más tarde, en el CCCB, lo habíamos presentado en sociedad, junto a un millar largo de amigos y algún que otro advenedizo. El impacto había sido sensacional, superior incluso a lo esperado. De ahí que, llegado el otoño, y mientras nos disponíamos a llevar la buena nueva a distintos puntos del territorio catalán y, en algún caso, del resto de España, recibiéramos unas cuantas llamadas más o menos confidenciales. Gente que quería hablar con nosotros, saber nuestras intenciones; conocernos, en una palabra. Pero sin que trascendiera. Entre esas solicitudes estaba la del think tank de un importante grupo de comunicación español. Nos reunimos en un reservado de un restaurante del Ensanche barcelonés que no era La Camarga. Ellos serían unos siete y nosotros –entre los que estaba mi querido y añorado Horacio Vázquez Rial– no quisimos ser menos. La comida fue agradable. Franca y sin silencios. Les interesaba saber qué nos proponíamos y hasta dónde pensábamos llegar. Les repetimos lo que ya decía nuestro manifiesto: con la carrera del Estatuto, la clase política catalana había perdido definitivamente el sentido de la realidad y sólo la creación de un nuevo partido político, basado en los más elementales principios de ciudadanía, podía devolver a los catalanes una opción sensata y plausible en la que confiar y a la que poder votar. Sí, ¿pero y qué más?, objetaban nuestros interlocutores. Ese partido, ¿será de derechas o de izquierdas? Ni lo uno ni lo otro, contestábamos; o ambas cosas a la vez, si se prefiere, en la medida en que tendrá cosas de derechas y cosas de izquierdas. En todo caso, será un partido realista, comprometido con la realidad. Y, como gente experta que eran, nuestros interlocutores llegaron a la conclusión –y así nos lo trasladaron en la sobremesa, muy a su pesar– de que la criatura que pretendíamos alumbrar ni siquiera llegaría a nacer. Y, si no, al tiempo.

El tiempo, sobra añadirlo, ha demostrado cuán equivocados estaban Y, aun así, aquel etiquetado primigenio, tan abierto, tan inclusivo, sigue moviendo a confusión. Este verano, sin ir más lejos, el politólogo de la Universitat de Girona Lluís Orriols –o sea, otro experto– se preguntaba lo mismo que aquellos con los que compartimos manteles ocho años atrás: Ciutadans, ¿es de derechas o de izquierdas? El hombre no podía comprender cómo un partido que, a su juicio, nació «para representar a una desatendida izquierda no nacionalista catalana» es votado, según las encuestas más solventes, por una importante porción de ciudadanos que no se consideran de izquierdas. Natural. Dejando a un lado su mala interpretación del texto original –un partido «identificado con la tradición ilustrada, la libertad de los ciudadanos, los valores laicos y los derechos sociales», como sostenía nuestro manifiesto, ¿tiene que ser necesariamente de izquierdas? ¿Una determinada derecha francesa, por ejemplo, no podría asociarse al entrecomillado?–, el imperativo taxonómico de su oficio le confundía y parecía sumirle en la perplejidad. Pero, detrás de su incomprensión, había algo más, privativo ya de su condición de catalán –y hasta diría, si se me permite, de catalán que ejerce en la Universitat de Girona–. Me refiero al marco de referencia.

Se ha afirmado en más de una ocasión que Ciutadans es un partido antisistema. Como el término suele asociarse al radicalismo y la violencia, hay quienes, dentro de la formación o en sus aledaños, se ofenden por ello. Se equivocan. No existe seguramente vocablo más justo para definir al partido. Ciutadans es hoy en día la única fuerza política de Cataluña con representación parlamentaria ajena al sistema de partidos catalán y opuesta a sus principios y mecanismos –lo que queda perfectamente reflejado, por cierto, en su no participación en los actos de la Diada–. O sea, la única que ocupa con pleno derecho el centro político. Y es que, por paradójico que resulte, ser hoy en día antisistema en Cataluña es situarse en el centro del tablero, aunque sólo sea porque el desplazamiento del resto de fuerzas hacia la radicalidad –o su indefinición, cuando no contradicción, ante ese desplazamiento– ha dejado abandonado ese espacio, caracterizado por la defensa de la democracia, la libertad y, en definitiva, el Estado de Derecho. Es decir, por el libre juego político dentro de la ley. No es de extrañar, pues, que en el seno de Ciutadans convivan tendencias que pueden parecer más progresistas o más conservadoras –o, por contentar a los expertos, más de izquierdas o más de derechas–. Ocurre así en todos los partidos eminentemente liberales. Ese tipo de partidos que –no estará de más recordarlo– tanto escasean en España.

(Crónica Global, 9 de septiembre de 2013)

Un partido antisistema

    9 de septiembre de 2013


(Ignacio Carral, "Los otros. Cómo me hice hampón", Estampa, 21-1-1930)
Aunque Josep Pla demostrara, a lo largo de 35 años, que existen calendarios sin fechas, los calendarios existen porque existen las fechas. O sea, el tiempo, y la consiguiente necesidad de ordenarlo y, en definitiva, dominarlo. En Cataluña, y en menor medida en el conjunto de España, llevamos ya más de un año con el tiempo revuelto. Desde que Artur Mas decidiera pisar el acelerador soberanista, con las consecuencias de todos conocidas, resulta harto difícil afrontar la realidad, el día a día, con la confianza necesaria, esto es, con la seguridad que confiere a todo animal racional el sentido de continuidad. No, no es que las semanas, en Cataluña, tengan ahora seis días o los meses cuarenta; es que uno anda siempre con el corazón en un puño, pendiente de qué nos traerá el mañana. Que si una convocatoria de elecciones; que si una declaración o un pacto por el llamado derecho a decidir; que si una cadena humana por la independencia; que si una consulta legal o ilegal. Y, encima, con el sabor a rancio de 1714 amenazando con impregnar todo el espacio público. La última turbulencia, sin embargo, ha merecido interpretaciones contrapuestas. La ha protagonizado, como suele ser habitual, el presidente de la Generalitat, y ha consistido en admitir públicamente, por primera vez, que si no hay acuerdo con el Gobierno de España no puede haber consulta, por lo que no quedará más remedio que convertir las elecciones autonómicas de 2016 en unas elecciones plebiscitarias. Lo bueno, ya se ve, es que Mas hablase de esa fecha y descartara, pues, un adelanto electoral. Lo malo –si bien ya hizo lo mismo en noviembre de 2012–, que convirtiera unos comicios autonómicos en un plebiscito. En todo caso, la voluntad de agotar la legislatura, aparte de traslucir un cierto acuerdo con el Gobierno central y una voluntad manifiesta de ganar tiempo para tratar de recuperar a la maltrecha federación que preside, supone también una apuesta por el calendario. O sea, por la evidencia de que después de 2014, viene 2015 y, luego, 2016. Y todos ellos con sus meses, sus semanas y sus días.

(ABC, 7 de septiembre de 2013)

Las fechas del calendario

    7 de septiembre de 2013
Yo no sé muy bien cómo van a votar los ciudadanos alemanes residentes en Barcelona en las próximas elecciones al Bundestag, las del 22 de septiembre. Supongo que lo harán por correo, a través del consulado. De lo que sí estoy seguro, en cambio, es de que no votarán como hace ochenta años. O sea, como el 5 de marzo de 1933, cuando se celebraron las que serían, a la postre, las últimas elecciones al Parlamento de la República de Weimar. Aquel día, que también era domingo, los residentes alemanes con derecho a voto fueron convocados en el muelle de San Beltrán del puerto barcelonés, donde está hoy la terminal de cruceros. En dos turnos: unos tenían cita a las siete y cuarto de la mañana; otros, a la una y media de la tarde –un horario muy poco español, por cierto–. Y si tenían cita allí, en un muelle del puerto, es porque les aguardaba lo que suele aguardarle a uno en el muelle de un puerto. O sea, una embarcación. En este caso, un buque mercante, el Halle, adscrito al puerto de Hamburgo. Así pues, unos tres centenares largos de alemanes, acompañados de algunos periodistas, se subieron al barco en cada uno de los turnos. El objetivo, sobra decirlo, era votar. Pero no en el puerto. Para que todos ellos pudiesen ejercer ese derecho democrático del que iban a verse privados en adelante durante más de tres lustros –en muchos casos, sin reparo alguno–, el barco primero debía zarpar y alejarse por lo menos unas siete millas de la costa o, lo que es lo mismo, salir de las aguas jurisdiccionales españolas. Una vez allí, en la cámara del capitán del buque, donde se había instalado una mesa presidida por el propio capitán y en la que también se sentaban el primer oficial, dos marineros y unos individuos del comité organizador, los ciudadanos alemanes –entre los que había una gran presencia de ciudadanas– fueron depositando uno a uno su voto. Dado que la travesía duró más de cinco horas, es de creer que los pasajeros, además de votar, matarían el tiempo en alta mar con otros menesteres, como visitar el barco, contemplar el panorama –sobre todo a la vuelta, con la ciudad enfrente–, tomar un piscolabis, si lo hubiere, o hablar con los demás de lo divino y de lo humano.

Claro que, vistos los resultados electorales, uno tiene la impresión de que aquello, más que una votación, debió de ser un verdadero mitin de afirmación nacional(socialista) –o, mejor dicho, dos, uno por turno–. De los 777 votos emitidos, 508 recayeron en el partido nacionalsocialista. Además, las otras dos fuerzas coaligadas con las huestes de Adolf Hitler obtuvieron 174 sufragios, mientras que los partidos opositores, el socialdemócrata y el comunista, apenas sumaron 47, por lo que muy plural no podía ser el ambiente dentro del buque. Ah, se me olvidaba: a la hora del desembarque se vivieron momentos de tensión entre los pasajeros que se aprestaban a abandonar el buque cantando el himno alemán y grupos de comunistas apostados en el muelle que entonaban La Internacional. Con todo, la presencia en el muelle de la fuerza pública sirvió para que la cosa no pasara a mayores.

Añadamos, ya para terminar, que los resultados de los nazis fueron mucho mejores en Barcelona que en el conjunto de Alemania. Un 65% y un 47%, respectivamente. A decir verdad, eso de vivir en la ciudad más republicana de la España republicana, en el llamado bastión de la Segunda República, no les marcó demasiado a esos alemanes. Y si les marcó fue a la contra. La de anticuerpos que les habría ya generado por entonces…

Votar en alemán en Barcelona

    6 de septiembre de 2013
El fichaje de Gareth Bale por el Real Madrid está dando que hablar. Aquí y fuera. Si mal no recuerdo, el primero en poner el grito en el cielo por estos lares ante la fortuna que el club de la capital iba a pagar para hacerse con el mocetón galés si finalmente se consumaba el traspaso fue el argentino Martino. Yo no sé si por argentino –muchos argentinos arrastran cierto ramalazo peronista–, si por entrenador del Barça –ya se sabe que el Barça, al igual que TV3 y la Catalunya con «ny», es una entidad moral– o si por ambos factores a la vez; pero el caso es que lo hizo. Para Martino, pagar cerca de 100 millones de euros por contratar a un jugador de fútbol era «una falta de respeto para el mundo en general». Por supuesto, nada ha dicho todavía el flamante entrenador barcelonista sobre la falta de respeto para el mundo en general que ha supuesto el comportamiento hacendístico de Leo Messi. Ni siquiera la que se deriva de lo que él mismo va a cobrar por entrenar al club catalán. En fin, la doble varita mágica de medir de todos los días.

Pero no ha sido sólo en España donde el fichaje de Bale ha levantado ampollas. En Inglaterra, por ejemplo, empiezan a estar asustados con tanto trajín de dinero. Porque la salida de Bale hacia Madrid y el correspondiente ingreso en las arcas de su club de origen han quedado ampliamente compensados por las contrataciones realizadas por este mismo club para cubrir su baja y por las de otros de primer nivel. En realidad, el volumen de negocio en la Premier League es en estos momentos infinitamente superior al de cualquier otra liga europea. Y lo que preocupa no son sólo las cantidades que se mueven; también su fuente. El dinero no es un dinero inglés. Procede, en el caso de los equipos punteros, de Rusia, Estados Unidos y Abu Dhabi. Y a saber cómo ha llegado hasta la isla. De todos modos, lo de Inglaterra es poco comparado con lo de Francia. No por el montante global de los traspasos, que no alcanza en Francia ni el 50% de lo manejado en Inglaterra, sino porque los dos grandes equipos de fútbol del país, para los que no parecen existir límites a la hora de fichar, están en manos extranjeras –cataríes y rusas–. Hasta el punto de que la ministra del ramo, la socialista Valérie Fourneyron, alarmada por el desequilibrio que todo esto genera, ha propuesto ya una fórmula para salir del apuro: prohibir los traspasos. Así, como lo leen. Uno creía que los socialistas franceses habían aprendido algo de los primeros años de gobierno de Mitterrand y su pretensión de ponerle puertas al campo, económico o de otra índole. Pues va a ser que no. Que todo, al cabo, vuelve y vuelve, incluso con renovados bríos. Y, encima, con el mundo del futbol como objetivo. Que no les pase nada.

Ese fútbol

    5 de septiembre de 2013
El acceso del actual consejero de Presidencia y portavoz del Gobierno de la Generalitat, Francesc Homs, a la condición de ministro de Propaganda –en feliz expresión del parlamentario Albert Rivera– es algo que se confirma día a día. Y en la acepción más genuina de la fórmula ministerial, en la primigenia, en la goebbelsiana. Entre los muchos lemas con que el ministro Homs percute incansablemente los oídos de los ciudadanos está el que postula que el llamado proceso soberanista es una iniciativa de la sociedad civil. Ayer mismo volvió a recurrir a él para quitar importancia al hecho de que Unió, al contrario que Convergència, no apoye la cadena humana convocada para la próxima Diada. Según Homs, al no ser una actividad gubernamental, sino de la sociedad civil, el disenso entre los dos socios de la federación y del Gobierno no tiene importancia alguna. Como no la tenía hace una semana el que los miembros del Gobierno, y entre ellos su propio presidente, acudieran o no a la susodicha cadena; precisamente por eso, por ser una iniciativa de la sociedad civil. Pero el señuelo de la sociedad civil no sirve únicamente, en boca de Homs, para justificar que los partidos políticos sigan otra vía –eso sí, igual de catalana–; también para lo contrario. Así, cuando el Gobierno de la Generalitat convocó el llamado «Pacte Nacional pel Dret a Decidir», el ministro le afeó al PSC no haber participado en un acto cuyo propósito, según sus propias palabras, era «dar la oportunidad de que la sociedad civil también se exprese».

Sea como sea, la estrategia propagandística –que repiten como un mantra, sobra añadirlo, los demás miembros del Gobierno– persigue un único objetivo: disociar las iniciativas populares, los movimientos de masas, de la voluntad del Gobierno y las instituciones de la Comunidad. Como si estos fueran a remolque de aquellos. Como si no les quedara más remedio –un remedio gozoso, por supuesto– que dejarse llevar por una inercia en la que no han tenido nada que ver. Como si la sociedad civil catalana fuera una sociedad civil de verdad, independiente, pues, de los poderes públicos. Como si no fuera lo que es: una suma de asociaciones, fundaciones, empresas y medios de comunicación paniaguados, a los que la administración autonómica alimenta con sus dádivas, esto es, con el dinero de todos los ciudadanos, comulguen o no con sus ideas.

Goebbelsiana catalana

    4 de septiembre de 2013
Se queja hoy Edurne Uriarte en Abc, y no es la primera vez que lo hace, de la distinta vara de medir con que la izquierda y la derecha españolas –pongamos que una tal división sigue teniendo sentido hoy en día– se juzgan a sí mismas. Así como a la segunda le aterra ver banderas y signos preconstitucionales en sus actos públicos, a la primera no sólo le parece la cosa más normal del mundo, sino que hasta se complace en ello. Y lo mismo en las manifestaciones de la derecha –lo que no hace más que confirmar, a su juicio, el carácter netamente franquista de sus oponentes– que en las que ellos organizan y alientan. Claro que, en su caso, la preconstitucionalidad no reviste las mismas formas. Para empezar, la bandera es tricolor y el escudo que la adorna en su parte central no contiene ni aguiluchos ni corona alguna. Y, en cuanto a los demás símbolos utilizados, suelen corresponder a las llamadas democracias populares, cuando no se trata directamente de la parafernalia comunista transfronteriza –bandera, himno y saludo–. Esa normalidad con que la izquierda exhibe sus vergüenzas, sin que a la pobre derecha, en justa correspondencia, se le ocurra siquiera afearle su conducta, es un peaje más del franquismo y su contraparte, el antifranquismo. Y revela hasta qué punto los dos grandes totalitarismos del siglo veinte –fascismo y nazismo, por un lado; comunismo, por otro– siguen siendo juzgados en España según patrones completamente disímiles. Hasta el extremo de que su lógica igualación, tanto por lo que fueron como por las catástrofes humanitarias que uno y otro produjeron, continúa resultándoles a muchos un verdadero tabú. Este es el caso, por ejemplo, del periodista Germán Sánchez, que hace un par de años afirmaba en la radio pública, en un programa dedicado al también periodista Augusto Assía, lo siguiente: «(…) siguiendo un mensaje revisionista hoy muy común, y que entre los españoles inauguraron Ramón J. Sender y él, [Assía] iguala comunismo y fascismo» (Ayer, Radio Exterior, 30-4-2011). Así pues, al decir de Sánchez, por equiparar ambos totalitarismos los dos merecen el calificativo de revisionista –que es el que los marxistas ortodoxos aplican a quien se aparta de la doctrina oficial–. Eso cuando el réprobo no merece también, aparte del calificativo, algún que otro castigo. La historia está llena de ejemplos.

La vara de medir

    3 de septiembre de 2013
Vengo siguiendo desde hace días el conflicto desatado entre aragoneses y catalanes por los murales románicos del monasterio oscense de Sijena (o Sigena). En realidad, el conflicto es muy anterior –arranca de nuestra guerra civil–, pero se ha recrudecido en los últimos tiempos. Entre otras razones, porque cuenta ya con varios frentes, como si de un incendio se tratara. Y todos siguen ardiendo, con mayor o menor intensidad –y dejo ahora a un lado el que afecta a las obras expuestas en el Museo Diocesano de Lérida–. A comienzos de 2012, tras 14 años de estudio –¡ríanse de los 4 que tardó la sentencia sobre el recurso del PP contra el Estatuto catalán!–, el Tribunal Constitucional (TC) decidió que los bienes artísticos que las monjas de la Orden de San Juan de Jerusalén –pertenecientes a la Orden de Malta y moradoras primigenias del monasterio– vendieron en 1983 y 1992 a la Generalitat de Cataluña, bien vendidos estaban. Vaya, que no había nada que objetar: por más que la parte aragonesa –no las monjas, ya extintas a estas alturas, sino los poderes públicos, encarnados en la Diputación General de Aragón– reclamara poder ejercer el derecho de retracto sobre los mencionados bienes, la operación, según el TC, había sido legal. Aun así, los maños, que por algo son maños, no desesperan de encontrar otra vía que les permita recuperar ese patrimonio que consideran suyo y que las monjas de la orden, mucho más pragmáticas sin duda, convirtieron hace décadas en valor de cambio. Pero el fuego que ahora arde con fuerza no es este, aunque también esté relacionado con el patrimonio del Monasterio de Sijena. Es el que tiene su origen en nuestra guerra civil. En agosto de 1936 el monasterio recibió la visita de los hombres de Durruti. Y ya se sabe lo que daban de sí esas visitas cuando se producían en sagrado. El recinto fue arrasado, las tumbas profanadas y gran parte de los bienes que contenía se evaporaron, bien en forma de humo, bien en forma de hurto, por la acción de los aguerridos milicianos. Lo que se pudo salvar, lo salvó un oficial republicano que reunía a su vez la condición de catalán y de historiador del arte, lo cual trajo como consecuencia que las pinturas murales recalaran en Barcelona, donde fueron felizmente restauradas y conservadas. Y donde siguen hasta hoy, sin que en ningún momento las autoridades catalanas hayan considerado oportuno restituirlas a sus legítimos propietarios. Al contrario, puesto que las han incorporado desde hace décadas a la colección del románico del Museu Nacional d’Art de Catalunya (MNAC), donde constituyen incluso las joyas de la corona –y a las que se han venido a sumar, por cierto, aquellas otras obras del monasterio vendidas en 1983 y 1992 por las monjas de la Orden y que también continúan siendo objeto de disputa–. Como es natural, la Diputación General de Aragón –o sea, el Gobierno de la Comunidad– quiere que vuelvan a territorio aragonés. Pero el consejero de Cultura de la Generalitat, Ferran Mascarell, dice que eso habrá que estudiarlo y que lo primero que debería hacer el Gobierno de Aragón es reconocer «el hecho indudable del trabajo de restauración y valorización que han hecho profesionales catalanes desde 1940, cuando los murales estuvieron a punto de desaparecer». El argumento del consejero, no hace falta decirlo, es extraordinario. Sobre todo teniendo en cuenta que Mascarell es historiador y que dirigió en sus años jóvenes una revista donde se publicaron toda clase de artículos y reportajes sobre la guerra civil. A juzgar por sus palabras, los causantes del saqueo y destrozo del monasterio en agosto de 1936 ni eran catalanes ni tenían nada que ver con el Gobierno de Cataluña. Poco importa, al parecer, que el presidente Companys les hubiera hecho entrega solemne del poder a finales del mes anterior. Para el actual consejero, los catalanes sólo son capaces de buenas acciones, como por ejemplo las de restaurar y valorizar los murales desde 1940 –por cierto, gracias al buen oficio de los funcionarios franquistas– y, en especial, la de evitar que esos murales desaparecieran. Si bien se mira, las mismas buenas acciones que podrían atribuirse a las autoridades del régimen de Franco, que tuvieron a buen recaudo desde 1939 los papeles del Gobierno de la Generalitat y de otras instituciones y particulares de Cataluña. ¿O acaso alguien puede dudar de que el Archivo de la Guerra Civil evitó la desaparición de esos papeles y hasta los restauró y valorizó? Así las cosas, si ese patrimonio ha sido devuelto a sus legítimos propietarios, ¿por qué la Generalitat no hace lo mismo con el que expone, para más oprobio hacia los aragoneses, en el MNAC? ¡Ay, esa superioridad moral de la izquierda y del nacionalismo! Sus actos no pueden juzgarse nunca por los efectos, sino tan sólo por las intenciones, que, por supuesto, son siempre buenas. Aunque antes de dárselas de bomberos esos ciudadanos sin tacha hayan ejercido como pirómanos. Y, si no, que se lo pregunten a las momias de los sepulcros del Monasterio de Sijena.

Arde Aragón

    2 de septiembre de 2013


(Julio Álvarez del Vayo, "Rosa Luxemburg", España, 25-4-1918)

¡Si la Rosa fuera hombre!

    1 de septiembre de 2013