Para empezar, el sistema público o semipúblico de enseñanza. ¿Qué hacer con él? ¿Cómo lograr que eso que se ha convenido en llamar «la comunidad educativa», y que se concreta en una verdadera amalgama de intereses –administración de la Generalitat, clase política, pedagogos y psicopedagogos, sindicatos docentes, asociaciones de padres de alumnos–, deje de constituir una suerte de dique de contención contra el que se estrella cualquier intento de reforma liberal de la enseñanza? Pues acaso sirva como banco de pruebas lo que está sucediendo en estos momentos en Baleares. Como sin duda sabrán, los maestros y profesores de por allí han iniciado una huelga indefinida cuyo seguimiento, aunque desigual, puede calificarse de importante. Para deponer su actitud, los huelguistas exigen la retirada del TIL, el modelo de tratamiento integral de lenguas que prescribe la implantación, en un tiempo razonable, del trilingüismo en la escuela o, lo que es lo mismo, de un uso más o menos análogo de catalán, castellano e inglés como idiomas vehiculares. Por más que no lo reconozcan y se escuden en la falta de dominio del inglés –real o ficticia– para impugnar el nuevo modelo que el Gobierno Balear trata de aplicar, lo que realmente provoca su rechazo es el convencimiento de que, sin la inmersión lingüística en catalán que se practica hoy en día en la mayoría de los centros públicos insulares y en gran parte de los concertados, se les acaban, a un tiempo, la bicoca y la impunidad. Esto es, la posibilidad, por un lado, de sacar partido a su mediocridad docente y, por otro, de proyectar sobre un rebaño indefenso de almas todo cuanto lleva asociada una visión del mundo reducida al universo nacionalista catalán. Claro que semejante solución al problema sólo se atisba, de momento, en Baleares; para que pueda darse también en Cataluña, haría falta un gobierno de muy distinto color al actual.
Y, luego, los medios de comunicación. ¿Qué medidas convendría tomar para garantizar esa objetividad, esa pluralidad que tanto se echa en falta, y ese respeto, en definitiva, por la verdad? ¿Cómo luchar contra la unanimidad, el prejuicio y la sistemática catequesis nacionalista, de los que son víctimas todos los consumidores pero especialmente los más imberbes? Pues, sin duda, prescindiendo de los medios públicos, cuyo único fin, en Cataluña y todas partes, es la conformación de una sociedad hecha a imagen y semejanza del poder. Y, de no ser ello posible, prescindiendo como mínimo de organismos como el viejo CAC y ahora CCMA, que no tienen otra función que legitimar el abuso y perpetuar la impostura, así en el pasado como en el presente. Y en todo caso, en fin, eliminando cualquier mecanismo de subvención pública a un medio de comunicación privado, sea este escrito, oral, audiovisual o digital. Claro que para que todo esto ocurra también haría falta un gobierno de muy distinto color al actual.
E incluso en este supuesto la tarea sería ardua. Porque, como sostiene Arcadi Espada –de quien he tomado prestado, por cierto, el título de este artículo–, «en Cataluña, entre lo que dice un niño de 8 años y lo que dice un adulto de 40 no hay absolutamente ninguna diferencia».
(Crónica Global, 23 de septiembre de 2013)