Vengo siguiendo desde hace días el conflicto desatado entre aragoneses y catalanes por los murales románicos del monasterio oscense de Sijena (o Sigena). En realidad, el conflicto es muy anterior –arranca de nuestra guerra civil–, pero se ha recrudecido en los últimos tiempos. Entre otras razones, porque cuenta ya con varios frentes, como si de un incendio se tratara. Y todos siguen ardiendo, con mayor o menor intensidad –y dejo ahora a un lado el que afecta a las obras expuestas en el Museo Diocesano de Lérida–. A comienzos de 2012, tras 14 años de estudio –¡ríanse de los 4 que tardó la sentencia sobre el recurso del PP contra el Estatuto catalán!–, el Tribunal Constitucional (TC) decidió que los bienes artísticos que las monjas de la Orden de San Juan de Jerusalén –pertenecientes a la Orden de Malta y moradoras primigenias del monasterio– vendieron en 1983 y 1992 a la Generalitat de Cataluña, bien vendidos estaban. Vaya, que no había nada que objetar: por más que la parte aragonesa –no las monjas, ya extintas a estas alturas, sino los poderes públicos, encarnados en la Diputación General de Aragón– reclamara poder ejercer el derecho de retracto sobre los mencionados bienes, la operación, según el TC, había sido legal. Aun así, los maños, que por algo son maños, no desesperan de encontrar otra vía que les permita recuperar ese patrimonio que consideran suyo y que las monjas de la orden, mucho más pragmáticas sin duda, convirtieron hace décadas en valor de cambio.
Pero el fuego que ahora arde con fuerza no es este, aunque también esté relacionado con el patrimonio del Monasterio de Sijena. Es el que tiene su origen en nuestra guerra civil. En agosto de 1936 el monasterio recibió la visita de los hombres de Durruti. Y ya se sabe lo que daban de sí esas visitas cuando se producían en sagrado. El recinto fue arrasado, las tumbas profanadas y gran parte de los bienes que contenía se evaporaron, bien en forma de humo, bien en forma de hurto, por la acción de los aguerridos milicianos. Lo que se pudo salvar, lo salvó un oficial republicano que reunía a su vez la condición de catalán y de historiador del arte, lo cual trajo como consecuencia que las pinturas murales recalaran en Barcelona, donde fueron felizmente restauradas y conservadas. Y donde siguen hasta hoy, sin que en ningún momento las autoridades catalanas hayan considerado oportuno restituirlas a sus legítimos propietarios. Al contrario, puesto que las han incorporado desde hace décadas a la colección del románico del Museu Nacional d’Art de Catalunya (MNAC), donde constituyen incluso las joyas de la corona –y a las que se han venido a sumar, por cierto, aquellas otras obras del monasterio vendidas en 1983 y 1992 por las monjas de la Orden y que también continúan siendo objeto de disputa–.
Como es natural, la Diputación General de Aragón –o sea, el Gobierno de la Comunidad– quiere que vuelvan a territorio aragonés. Pero el consejero de Cultura de la Generalitat, Ferran Mascarell, dice que eso habrá que estudiarlo y que lo primero que debería hacer el Gobierno de Aragón es reconocer «el hecho indudable del trabajo de restauración y valorización que han hecho profesionales catalanes desde 1940, cuando los murales estuvieron a punto de desaparecer». El argumento del consejero, no hace falta decirlo, es extraordinario. Sobre todo teniendo en cuenta que Mascarell es historiador y que dirigió en sus años jóvenes una revista donde se publicaron toda clase de artículos y reportajes sobre la guerra civil. A juzgar por sus palabras, los causantes del saqueo y destrozo del monasterio en agosto de 1936 ni eran catalanes ni tenían nada que ver con el Gobierno de Cataluña. Poco importa, al parecer, que el presidente Companys les hubiera hecho entrega solemne del poder a finales del mes anterior. Para el actual consejero, los catalanes sólo son capaces de buenas acciones, como por ejemplo las de restaurar y valorizar los murales desde 1940 –por cierto, gracias al buen oficio de los funcionarios franquistas– y, en especial, la de evitar que esos murales desaparecieran. Si bien se mira, las mismas buenas acciones que podrían atribuirse a las autoridades del régimen de Franco, que tuvieron a buen recaudo desde 1939 los papeles del Gobierno de la Generalitat y de otras instituciones y particulares de Cataluña. ¿O acaso alguien puede dudar de que el Archivo de la Guerra Civil evitó la desaparición de esos papeles y hasta los restauró y valorizó? Así las cosas, si ese patrimonio ha sido devuelto a sus legítimos propietarios, ¿por qué la Generalitat no hace lo mismo con el que expone, para más oprobio hacia los aragoneses, en el MNAC?
¡Ay, esa superioridad moral de la izquierda y del nacionalismo! Sus actos no pueden juzgarse nunca por los efectos, sino tan sólo por las intenciones, que, por supuesto, son siempre buenas. Aunque antes de dárselas de bomberos esos ciudadanos sin tacha hayan ejercido como pirómanos. Y, si no, que se lo pregunten a las momias de los sepulcros del Monasterio de Sijena.