Se queja hoy Edurne Uriarte en Abc, y no es la primera vez que lo hace, de la distinta vara de medir con que la izquierda y la derecha españolas –pongamos que una tal división sigue teniendo sentido hoy en día– se juzgan a sí mismas. Así como a la segunda le aterra ver banderas y signos preconstitucionales en sus actos públicos, a la primera no sólo le parece la cosa más normal del mundo, sino que hasta se complace en ello. Y lo mismo en las manifestaciones de la derecha –lo que no hace más que confirmar, a su juicio, el carácter netamente franquista de sus oponentes– que en las que ellos organizan y alientan. Claro que, en su caso, la preconstitucionalidad no reviste las mismas formas. Para empezar, la bandera es tricolor y el escudo que la adorna en su parte central no contiene ni aguiluchos ni corona alguna. Y, en cuanto a los demás símbolos utilizados, suelen corresponder a las llamadas democracias populares, cuando no se trata directamente de la parafernalia comunista transfronteriza –bandera, himno y saludo–. Esa normalidad con que la izquierda exhibe sus vergüenzas, sin que a la pobre derecha, en justa correspondencia, se le ocurra siquiera afearle su conducta, es un peaje más del franquismo y su contraparte, el antifranquismo. Y revela hasta qué punto los dos grandes totalitarismos del siglo veinte –fascismo y nazismo, por un lado; comunismo, por otro– siguen siendo juzgados en España según patrones completamente disímiles. Hasta el extremo de que su lógica igualación, tanto por lo que fueron como por las catástrofes humanitarias que uno y otro produjeron, continúa resultándoles a muchos un verdadero tabú. Este es el caso, por ejemplo, del periodista Germán Sánchez, que hace un par de años afirmaba en la radio pública, en un programa dedicado al también periodista Augusto Assía, lo siguiente: «(…) siguiendo un mensaje revisionista hoy muy común, y que entre los españoles inauguraron Ramón J. Sender y él, [Assía] iguala comunismo y fascismo» (Ayer, Radio Exterior, 30-4-2011). Así pues, al decir de Sánchez, por equiparar ambos totalitarismos los dos merecen el calificativo de revisionista –que es el que los marxistas ortodoxos aplican a quien se aparta de la doctrina oficial–. Eso cuando el réprobo no merece también, aparte del calificativo, algún que otro castigo. La historia está llena de ejemplos.