Todo esto ocurre, claro, muy lejos de aquí. Pero el debate sobre el uso público de las formas de ocultación religiosa del cuerpo femenino sigue abierto en Europa. En Inglaterra, por ejemplo, donde el velo integral no está prohibido en el espacio público, una mujer que pretendía testificar con niqab en una causa judicial fue obligada hace poco por el juez a quitarse la parte de la vestimenta que le cubría el rostro cada vez que tenía que hablar. Y, en Birmingham, un College donde el uso del niqab en las aulas estaba prohibido desde hace años se encontró al inicio de este curso con una rebelión en toda regla de algunas de sus alumnas, que exigían poder llevarlo en el recinto. Como la protesta fue en aumento y a ella se sumaron unos cuantos miles de miembros de la comunidad musulmana, los rectores del centro, que tienen potestad para obrar en esta materia como crean conveniente, se echaron atrás y decidieron tolerar el embozado de estas menores.
Dos actitudes contrapuestas, sin duda, pero que revelan el grado de tensión que está originando en la sociedad inglesa la utilización del velo islámico en sus modalidades más extremas. Lo curioso son algunas de las reacciones de sus propias usuarias. Más allá de apelar a la libertad de vestirse como a una le viene en gana o de escudarse, por contraposición, en la práctica desnudez de tantos transeúntes a los que nadie llama la atención, hay quien recurre a la seguridad. O sea, al derecho a la propia seguridad. Con el siguiente argumento: ¿acaso alguien ha oído hablar de la violación de una mujer que lleve velo integral? Pues no, que yo sepa. Y ojalá sigamos así mucho tiempo. Aunque esos descerebrados sexuales son capaces de todo. Incluso de emprenderla con un montón de trapos bajo los cuales se oculta, dicen, un cuerpo de mujer.