Tenía pensado hablarles hoy de lo que anuncia el título y así lo haré. Pero entre el propósito y su concreción se ha cruzado Vox. No sé si Vox Baleares o Vox a secas, dado que lo ocurrido estos últimos días en el archipiélago se inscribe al parecer en una crisis mucho más general. Sea como sea, les recuerdo que en Baleares gobierna el PP en solitario gracias a un acuerdo de legislatura suscrito con Vox. Un acuerdo holgado, de amplia base parlamentaria: 34 diputados –25 del PP, 1 de Sa Unió formenterense y 8 de Vox– sobre 59. Desde entonces ha habido un diputado de Vox que ha pasado a la condición de no adscrito y se espera para hoy mismo que otros dos –el presidente del Parlamento y la presidenta del partido en Baleares– adquieran la misma condición, al haber sido expulsados del grupo parlamentario, que queda así reducido a cinco miembros. Pese a ello, todo indica que la mayoría parlamentaria que sostiene al gobierno presidido por Marga Prohens no peligra. El club de los cinco reivindica –al margen de reclamar una mayor autonomía con respecto a la dirección nacional, causa última de su desencuentro con la cúpula balear del partido y, en definitiva, de la expulsión de sus dos compañeros de filas parlamentarias– el trabajo hecho y el cumplimiento o puesta en marcha de cerca del 40% de los 110 puntos del acuerdo programático suscrito con el PP. 

Y aquí es donde aparece la lengua. O sea, las lenguas. Si en algo incidió Vox en la campaña electoral y en el propio pacto con los populares fue en la cuestión lingüística. Dos legislaturas de gobiernos de coalición de izquierda y nacionalista presididos por la resiliente Francina Armengol habían dejado la administración pública, y en particular la educativa, como un predio del catalanismo. La lengua oficial del Estado había sido barrida poco a poco con el visto bueno del Gobierno central, que no ejercía la autoridad que le otorgaban la Constitución y las leyes y sentencias que de ella emanaban, ya por calculada retracción –el PP de Rajoy–, ya por convicción manifiesta –el PSOE de Sánchez y demás convictos de deslealtad con el Estado al que se supone que representan–. Vox llegaba, pues, a las instituciones y a los gobiernos de aquellas comunidades autónomas con lengua cooficial –el caso de Baleares y el de la Comunidad Valenciana, respectivamente– con el compromiso de devolver a los ciudadanos esa igualdad de derechos reflejada en el libre uso de las lenguas cooficiales en el ámbito público e institucional y, en concreto, de aquella que, antes que cooficial, sigue siendo la única oficial del Estado.

Por más que de las 110 medidas acordadas entre PP y Vox se hayan cumplido o estén en trámite, según afirman unos y otros, cerca del 40%, no todas tienen el mismo valor. Para Vox sobre todo, y para sus votantes. Las concernientes al uso del español, y en especial del español en el ámbito educativo, destacan sin duda alguna sobre el resto. No es, por tanto, causalidad que en las dos crisis que han afectado hasta la fecha a la formación –la de noviembre cuando la negociación de los presupuestos, que terminó con la deserción de un diputado y su asunción de la condición de no adscrito, y la de ahora, con la expulsión de otros dos miembros del grupo parlamentario– la cuestión lingüística haya estado presente. Y ahí es donde entra el PP. Sin querer, claro. Mejor dicho, como quien no quiere la cosa –lo que no implica que esté exento de culpa o responsabilidad–. Y contando, en apariencia, con la comprensión del club de los cinco que ahora capitanea el buque parlamentario de Vox en Baleares.

Lo acordado en su momento entre PP y Vox era la libre elección de lengua en la enseñanza. Es decir, la garantía de su aplicación a lo largo de las distintas etapas. Por supuesto, no de golpe –el curso actual ya estaba diseñado cuando el nuevo gobierno autonómico tomó posesión– ni en todas las etapas a la vez, dada la complejidad de la operación. Por de pronto, la Consejería de Educación se ha comprometido a introducir la libre elección de lengua en el próximo curso en la primera escolarización y a hacer público –el 8 de febrero, en principio– un plan piloto voluntario que debe implantarse el curso siguiente, es decir, el 2025-26, en el resto de los niveles y a gusto del consumidor. Y ahí viene el problema. El consumidor no es en verdad el alumno o su familia, sino el centro donde está escolarizado y quienes lo dirigen. O sea, un intermediario que se erige en mediador entre la administración y el ciudadano. Y ese mediador se comporta con arreglo a un proyecto de centro que incluye un llamado “proyecto lingüístico”. Según un estudio realizado por la asociación de profesores Plis. Educación, por favor –integrante hoy de Escuela de Todos– y publicado en mayo de 2020, la inmensa mayoría de los centros de infantil y primaria de Baleares no prevén en sus proyectos lingüísticos que el castellano sea lengua vehicular, sino todo lo contrario, esto es, que sólo lo sea el catalán. Y es de suponer que si a día de hoy esa proporción ha variado, habrá sido al alza, intensificando aún más el modelo de inmersión lingüística.

Así, y por plan piloto que se implante, resulta difícil imaginar que este resulte eficaz, si por eficaz entendemos que vaya a garantizar el derecho de los alumnos y familiares a la libre elección de lengua. El consejero de Educación –al que la indecente jauría soberanista dispensó no hace mucho en un instituto de Inca, a modo de aviso y amenaza, un recibimiento que no olvidará– tal vez aclare en su comparecencia de la próxima semana cómo va a enfrentarse a esta situación. De momento, los requerimientos de la familia de un alumno de un centro de Calvià reclamando a la Consejería del ramo que su hijo pueda estudiar también en castellano –reclamación amparada en la jurisprudencia del Tribunal Supremo y la doctrina del Constitucional– han recibido la misma respuesta que ya habían recibido por parte del Gobierno de Francina Armengol. Si estos padres quieren ir más lejos, deberán actuar como lo hicieron otros con el gobierno anterior. O sea, denunciando a la actual Consejería ante el Tribunal Superior de Justicia de Baleares, lo que conllevará para los damnificados un gasto considerable en abogados y procuradores. Y luego, claro, les convendrá tomárselo con calma, cruzar los dedos y confiar en que algún día la Justicia les haga justicia.

Lengua y política en Baleares

    31 de enero de 2024
Ayer por la mañana, nada más levantarme, me di un paseo por El País. Habían despedido a Fernando Savater sin previo aviso, después de casi medio siglo de servicio, y me pareció que la ocasión bien merecía, si no un monumento, sí al menos una lápida. Vana ilusión. Savater habrá desaparecido de las páginas del que fue su periódico sin que este le rinda honores. Llegará el sábado y su columna de la contraportada tendrá otro dueño –aunque lo más probable, por aquello de las cuotas, es que sea una dueña–. A propósito, no deja de resultar curioso que a Savater lo hayan echado por decir lo que piensa y no pararse en barras ni siquiera en sus críticas al propio periódico y, sin embargo, en la edición de anteayer de El País –o sea, del mismo día de autos– la columna homóloga a la suya, firmada como todos los lunes por el insigne poeta que dirige el Instituto Cervantes, finalizara con una loa a la libertad de expresión y a la ética del país –en redonda y minúsculas, eso sí–: “Una cosa es el bullicio en el móvil y otra la ética de un país que supo conquistar una democracia, vencer el terrorismo, detener las dinámicas de corrupción política y defender la libertad de expresión frente a los nuevos brotes de censura. Este país sabe muy bien diferenciar la libertad de expresión de la mezquindad, el juego sucio, los infundios, las manipulaciones y los mercantilismos de la mentira. Dicho queda”.

Pues no. Ni este país sabe diferenciarlo –no existe mayor falacia populista que la apelación al pueblo, al colectivo, como argumento de autoridad–, ni por supuesto este País, a juzgar por como el diario lleva años sosteniendo y mimetizando las políticas gubernamentales y renunciando, por tanto, a ejercer el desapego crítico que cabe esperar de un medio de comunicación. Baste constatar la presencia periódica del director del Cervantes en sus columnas para corroborar esa interdependencia entre la línea editorial y los contenidos del diario, de un lado, y las directrices del Gobierno, de otro. Quizá en eso consista, al fin y al cabo, el carácter “global” de que presume el periódico en aquella parte de su portada donde hace años presumía de su independencia.

El recorrido de ayer por sus páginas me llevó a detenerme, tras lograr superar, no sin dificultades, el artículo del catedrático Sánchez-Cuenca, uno de los intelectuales de cabecera del periódico, en una noticia singular. La había precedido el anuncio de Pedro Sánchez el domingo de un plan de refuerzo de la comprensión lectora y el aprendizaje de las matemáticas como “un gran impulso educativo y de país”. (Por cierto, está visto que con el tiempo y las malas compañías todo se pega: si no ando equivocado, el primero en utilizar este “de país” para aludir a una política de construcción nacional fue Jordi Pujol, y hace de ello ya medio siglo, si no más. Que ahora el PSOE se lo apropie y convierta “Impulso de país” en su lema de campaña podría dar a entender que el principal partido del Gobierno ha dado un giro espectacular y apuesta ahora por reforzar la cohesión y la unidad territorial mediante una política similar a la del nacionalismo, pero aplicada al conjunto de la Nación. Nada más falso, claro, un puro trampantojo sanchista, como tantos ha habido y habrá.)

El caso es que la noticia en cuestión, “Los maestros de primaria recibirán formación didáctica y matemática”, detallaba algunos aspectos del plan. Y, entre otros, que “los docentes de ESO de la asignatura –en su mayoría licenciados en Matemáticas y Física– aprenderán trucos para hacer más atractivas y comprensibles las clases de esta materia”. Ya ven, hemos llegado al punto en que los licenciados tienen que aprender trucos para impartir la materia. Ignoro si el término era de la periodista que firmaba la pieza o si provenía de un portavoz del Ministerio de la maestra Alegría. Sea como sea, he aquí la didáctica trocada en un conjunto de juegos de magia. Y el pobre profesor, rendido de grado o por fuerza a las bondades del aprendizaje socioafectivo de la ley Celaá. Los pedagogos que rigen los destinos de la educación en España han llegado a la conclusión de que la culpa del birrioso rendimiento de nuestros jóvenes en las pruebas PISA, y en particular en la de Matemáticas, la tiene la ansiedad que padecen, lo que al parecer les bloquea e impide que saquen lo mejor de sí mismos. Lo que no entiendo, francamente, es por qué pretenden convertir la clase en un circo, con el perjuicio que vaya a ocasionar semejante medida a quienes no requieren de truco alguno para aprender la materia, en vez de recetar, a los que sí precisan de algún socorro, un simple ansiolítico.

En 1929 Le Corbusier y su primo y colaborador Pierre Jeanneret construyeron en París, muy cerca de donde se ubica en la actualidad la Biblioteca François Mitterrand, un edificio de 500 viviendas para fines sociales. El edificio recibió el nombre de Cité de Refuge de l’Armée du Salut (esto es, Ciudad Refugio del Ejército de Salvación) y fue destinado a albergar, de un lado, los servicios generales de aquel singular ejército y, de otro, a personas y familias que no podían valerse sino gracias a las labores de beneficencia que llevaba a cabo. Ignoro si esa fue la primera vez que se utilizó el concepto de ciudad refugio, pero un siglo más tarde ahí sigue. Sólo que hoy la ciudad a la que alude el sintagma no es como entonces un edificio o un conjunto de edificios con una finalidad específica, ni quienes en ella hallan cobijo son mayormente conciudadanos sin techo y sin blanca. Hoy una ciudad refugio es una ciudad en la que se refugian, bajo el amparo de las autoridades municipales o supramunicipales, ciudadanos de otro país víctimas de una guerra o de una catástrofe humanitaria originada por fenómenos naturales y que, a causa de ello, se hallan también sin techo y sin blanca.

Un partido refugio, de existir, vendría a ser algo parecido: el refugio de cuantos ciudadanos con derecho a voto carecen de asidero electoral. Razones para semejante indigencia puede haber muchas, claro. Pero la principal, la que permite hablar también aquí de catástrofe humanitaria, al menos para una parte considerable de la población española, tiene que ver con la paulatina erosión del Estado de derecho. ¿Desde cuándo? Desde hace un par de décadas como mínimo de forma explícita, aunque los orígenes puedan rastrearse ya, siendo rigurosos, en el desenlace de la Transición misma.

Si toda democracia que se precie se rige por el principio de alternancia, lo menos que puede decirse de la española es que la alternancia se ha producido en el mejor de los casos a pesar del nacionalismo, y en el peor, gracias a él. Lo que significa que el nacionalismo, además de formar siempre parte del sistema, se ha erigido en su eje vertebrador. Dado que el fin último de cualquier movimiento separatista es la segregación de un trozo del territorio del resto, no debe extrañar que la erosión del Estado de derecho haya ido en aumento. En especial, como decía, desde hace un par de décadas, y con singular virulencia en las últimas legislaturas de gobiernos de Pedro Sánchez.

Así las cosas, la frustración que supusieron para tantísimos españoles los resultados del pasado 23 de julio ha reforzado la idea de la necesidad de un partido refugio. Por más que entonces el PP creciera, además de por su derecha, por el centro, al recoger sufragios procedentes de la abstención y el voto en blanco y de exvotantes de Ciudadanos y el PSOE, la cosecha no fue suficiente para desbancar al felón. Y lo que ha venido después, desde la proyectada amnistía hasta el traspaso encubierto a la comunidad autónoma catalana de las competencias en inmigración, ha acrecentado aún más, si cabe, esa sensación de desamparo.

Ante ello, el surgimiento de una fuerza política como Izquierda Española ha abierto un claro de esperanza. No en todos los votantes desengañados, pero sí en muchos de los que, considerándose socialdemócratas y partidarios de la unidad de todos los españoles, no se sienten representados por las formaciones políticas integrantes del actual gobierno y creen que otra izquierda, para nada identitaria, es posible. También, probablemente, en muchos de los que, considerándose liberales o conservadores, ven una ventana de oportunidad en la fructificación de esa nueva opción partidista. Sin duda no van a prestarle su voto, pero confían en que su aparición desgaste lo suficiente a la actual izquierda identitaria en el poder.

Con todo, Izquierda Española sería, a lo sumo, un partido refugio para el votante de izquierda contrario a las renuncias ideológicas de sus actuales representantes y, en particular, a sus connivencias con los nacionalismos. Los liberales que habían engordado en otro tiempo las filas de UPyD y, en mayor medida, de Ciudadanos difícilmente van a encontrar allí un refugio para su voto. Muchos, es cierto, han orientado ya sus pasos hacia el PP o pueden hacerlo en el futuro. Pero en este partido difícilmente encontrarán la determinación necesaria para poner pie en pared ante el chantaje permanente del nacionalismo. Se me dirá que ya está Vox para servirles. Sí, siempre y cuando su liberalismo sea tibio y no le hagan ascos a un conservadurismo que combate el secesionismo desde otro nacionalismo, el español, en vez de contraponer a los efluvios simbólicos y sentimentales del nacionalismo disruptivo la consistencia rocosa de la verdad y la razón. Para quienes aspiren a refugiarse en un liberalismo de esta índole –el único merecedor de tal nombre, si bien se mira– no existe hoy en día partido en el que refugiarse. Ni siquiera como proyecto, que yo sepa.

A no ser que el refugio electoral se entienda como un acto de fe donde lo que menos importe sean las siglas a las que uno vote y lo que más, aquello que Fernando Savater pedía aquí mismo hace un par de domingos a “las llamadas izquierdas y derechas”: “colaborar sin tiquismiquis contra el separatismo nacionalista, teocrático, de género y demás populismos posmodernos que amenazan nuestra tradición ilustrada”. En otras palabras, también suyas, “acabar con esa supuesta incompatibilidad visceral entre izquierda y derecha, de la que se nutre golosamente el sanchismo”.

Un partido refugio

    17 de enero de 2024

No sé qué opinará Javier Cercas de la aparición de Izquierda Española en el escenario político. A juzgar por uno de sus últimos ‘Palos de ciego’ (“Llamamiento a la rebelión”, El País Semanal, 24-12-2023), debería estar la mar de contento. El artículo en cuestión era de un sentimentalismo atroz. Figúrense como andaría el pobre de ánimos cuando lo escribió –hace cosa de un mes, probablemente, dado que el texto se entrega unos quince días antes de su publicación– que confesaba sin rodeos que había decidido repudiar a su padre. ¿El motivo? Haberse ido con otra. Teniendo en cuenta que el padre es Pedro Sánchez y la otra Carles Puigdemont, se entiende el disgusto y el consiguiente repudio. En cambio, que el vástago haya tardado tanto en dar el paso resulta ya más difícil de entender. Lo que Cercas reprocha al PSOE y al Gobierno, o sea, a Sánchez, a partir del 23-J, podía habérselo reprochado mucho antes. Casi casi desde que es presidente del Gobierno. Porque lo esencial –ceder al chantaje del independentismo y, en menor medida, al de otros ismos– ha sido su principal seña de identidad como gobernante. ¿Que ha habido un crescendo en el chantaje y en la cesión correspondiente? Sin duda. ¿Que lo de ahora se veía venir si lo que estaba en juego era el propio poder? También.

El único que parecía empeñado en no verlo, o en no querer verlo, era el propio escritor. Entre palo de ciego y palo de ciego, Cercas publicó unas cuantas tribunas en El País en las que se evidenciaba su fidelidad a la causa. A la causa socialista, teñida ya de sanchismo. De la beligerancia del autor de Soldados de Salamina con el procés y el independentismo no había –ni hay– por qué dudar. Pero, aun así, Cercas creía entonces en su posible redención. El 22 de junio de 2021 escribió una tribuna (“A favor de los indultos / Un acto de fe”) en la que mostraba su apoyo a la medida. Un par de años más tarde, en vísperas de las últimas elecciones generales (“Por qué pienso votar a Pedro Sánchez”, 20-7-2023) basaba su voto, entre otras muchas razones, en que Sánchez y su partido representaban la socialdemocracia, y como la socialdemocracia, nada –por decirlo llanamente–. También reconocía de paso su aversión enfermiza a la derecha y su esperanza de que Sánchez tuviera que depender lo mínimo (¿?) de ERC, Bildu y Podemos –no así de Yolanda Díaz y Sumar, a los que no veía con malos ojos–. Y, en fin, hace cuatro meses aseguraba en “No habrá amnistía” (13-9-2023) que esta no se daría, “no, al menos, como la de 1977, una amnistía que dejara impunes los desafueros cometidos por los líderes del procés”. De ahí, supongo, ante la cuasi evidencia de su yerro en el pronóstico –o, como mínimo, del vergonzoso espectáculo de sumisión al prófugo protagonizado por aquel a quien él confió una vez más su voto–, ese “Llamamiento a la rebelión” publicado el pasado diciembre.

Dicho llamamiento no fue sino una suerte de salida de tono para cargar sobre el conjunto de la clase política –a la que tildaba de “cínica, irresponsable y envenenada por el poder”– la responsabilidad de lo que le había ocurrido, del fiasco que había supuesto para él la pérdida del único asidero electoral con que contaba en esta vida, hasta el punto de asegurar que en adelante votaría siempre en blanco. Sólo así, como una boutade, cabe entender que abogara por la implantación de un sistema electoral en el que nuestros representantes sean elegidos por sorteo.

Claro que tal vez ese ‘Palo de ciego’ sea como el que propinó el 25 de septiembre de 2004 a Juan Marsé. Un palo de lo más cariñoso, por lo demás, pues consistía en pedir para el novelista barcelonés la concesión del Cervantes de aquel año. El propio Marsé lo consignó en el diario que llevaba entonces y lo calificó de “abrumador”. Con todo, el autor de Últimas tardes con Teresa tendría que esperar a 2008 para recibir el premio, ya que en 2004 recayó en Rafael Sánchez Ferlosio. Y lo curioso es que a pesar de la campaña emprendida por Cercas y otros escritores a favor de Marsé, y de la llamada que el propio Cercas le hizo un par de días más tarde del anuncio del ganador –como también recoge Marsé en su diario– para explicarle por qué no le habían dado el premio, la candidatura de Sánchez Ferlosio había sido presentada, entre otros, por el propio Javier Cercas, tal y como recuerda Ignacio Echevarría en una nota referida a la anotación del martes 7 de diciembre (Juan Marsé, Notas para unas memorias que nunca escribiré, Lumen, 2021). Se trataba, en suma, de una estrategia win-win, donde el único que ganaba seguro era el estratega.

Ignoro si ese fue entonces el caso y si también lo es en relación con el “llamamiento a la rebelión” de ahora y sus antecedentes. Sea como sea, la reciente aparición de Izquierda Española en la esfera política debería llevar a Cercas a reflexionar. ¿Tiene sentido mantener esa promesa de votar en adelante siempre en blanco habiendo como parece que habrá una opción mucho más socialdemócrata y radical que las actuales, y encima férreamente antinacionalista? Lo dudo. Y al fin y al cabo, ¿qué importa desdecirse cuando ni siquiera sería la primera vez?

(The Objective, 10 de enero de 2024)

Los medios han recogido la noticia, pero no le han dado, creo, el realce que merece. Sobre todo en un país como el nuestro. El Tribunal Supremo de Israel acaba de rechazar la reforma judicial impulsada por el gobierno de coalición del primer ministro Benjamin Netanyahu y aprobada el pasado verano por la Knéset, el Parlamento israelí. La conjunción de la derecha, la extrema derecha y las fuerzas ultraortodoxas propició una reforma cuyo propósito era privar al poder judicial de su capacidad de veto con respecto a aquellas decisiones del ejecutivo y el legislativo que considerara exentas de “razonabilidad”. Se trataba, sobra precisarlo, de laminar el poder judicial en beneficio de los otros dos poderes y de hacerlo al máximo nivel. La resolución de la Corte Suprema de Israel, aunque por la mínima –8 magistrados contra 7–, supone, pues, en la práctica la salvaguarda de la imprescindible separación de poderes, pilar de todo Estado de derecho. Y supone, a un tiempo, terminar dando la razón a los miles y miles de ciudadanos israelíes que durante más de medio año han ocupado las calles de su país en protesta por el mencionado proyecto de reforma.

Pero les decía al principio que la noticia tenía, o debería tener, un interés especial para los españoles. Al menos para los que siguen creyendo en la democracia liberal y sus virtudes. Desde hace cinco años y medio, y con creciente intensidad desde las últimas elecciones legislativas, España está viviendo un forcejeo semejante al vivido en el último año en Israel entre los poderes ejecutivo y legislativo de un lado, y el judicial del otro. El acuerdo multiforme que ha permitido a Pedro Sánchez perpetuarse en el poder prevé, entre otras muchas cesiones a las fuerzas independentistas y muy en primerísimo lugar, la concesión de una amnistía que reduciría al olvido los delitos cometidos por quienes participaron en 2017 en el golpe fallido del Gobierno de la Generalidad presidido por Carles Puigdemont y en las secuelas de años sucesivos. Para ello, Sánchez y los suyos necesitan que la tramitación del proyecto de ley de amnistía que ha registrado el PSOE en el Congreso de los Diputados reúna los sufragios necesarios. Si así fuera, a la mayoría formada en Israel por la derecha, la extrema derecha y los partidos ultraortodoxos le correspondería en España la integrada por la izquierda, la extrema izquierda y los nacionalismos de toda clase y condición. Con todo, de prosperar la iniciativa, lo que parece factible, Sánchez debería aún sortear el escollo del poder judicial, algo mucho más espinoso pese a la probada eficacia de los trapicheos que han caracterizado durante el último lustro los nombramientos del Gobierno –asistido por su largo brazo legislativo– en este ámbito. Ah, y para redondear el paralelismo entre ambos países, también en este margen del Mediterráneo hemos tenido en los últimos meses frecuentes y multitudinarias movilizaciones para denunciar lo que millones de ciudadanos ven como un atropello intolerable a sus derechos.

Sea como sea, lo nuestro se encuentra aún pendiente de desenlace. Pero lo ocurrido en Israel, con una resolución tomada por el Tribunal Supremo en pleno conflicto bélico pese a las presiones del propio Ejecutivo de Netanyahu para que la sentencia se demorara hasta que la guerra hubiera finalizado, debería servir de lección a esa izquierda española que se comporta en relación con el poder judicial con un menosprecio cuasi delictivo al tiempo que se permite tildar –incluso por parte de ministros del Gobierno– al Estado de Israel de genocida por perseguir en legítima defensa a los causantes de una de las agresiones terroristas más bárbaras que se recuerdan.

Acerca del creciente antisemitismo de izquierda que se da en Francia, decía el escritor Michel Houellebecq en una entrevista concedida al Corriere della Sera y reproducida por El Mundo que se perdonan “las violaciones cometidas contra mujeres israelíes por el origen de los violadores”. Seguro que de haber conocido el que sufrimos por estos pagos habría llegado a conclusiones parecidas. Y quién sabe si no hubiera llevado su asombro mucho más allá al reparar en la conducta en Oriente Próximo del presidente Sánchez, que lo fue hasta hace cuatro días de la mismísima Unión Europea.

Israel, Estado de derecho

    3 de enero de 2024