Leo en los papeles que en la reunión de ayer en Ferraz entre el secretario general del PSOE y los barones de su partido para allanar el Comité Federal de esta mañana —o sea, para tratar por todos los medios de salvar los últimos muebles tras el envite del lehendakari López y las subsiguientes lágrimas socialdemócratas de la ministra Chacón— estaba prevista la presencia de José Montilla. Lo leo y no lo creo. ¿Qué hacía Montilla allí? ¿Por qué razón no delegó en Joaquim Nadal, como ha venido haciendo, «urbi et orbi», desde el ocaso de las autonómicas catalanas? Misterio. Claro que, a fin de cuentas, lo que cabe preguntarse no es por qué el escudero ha cedido en esta ocasión el puesto a su señor, sino, simplemente, qué hacía allí el PSC. ¿La costumbre, quizá? ¿Aquello del partido hermano? ¿O tal vez el hecho incontestable de que el todavía secretario general del PSOE y presidente del Gobierno, aun en sus horas más bajas, sigue siendo del Barça, o sea, medio catalán, por lo que un encuentro de este tipo siempre permite hablar de forma distendida de otro encuentro, el que se disputa esta noche en Wembley, y para eso nada mejor que invitar a un hombre acostumbrado a calentar el palco del Camp Nou? Vaya usted a saber. En todo caso, la presencia de Montilla en Ferraz carece por completo de sentido. El PSC ha dejado de existir. Desde el pasado 28 de noviembre es una suerte de alma en pena. Un cascarón vacío. Una casa en la que nadie responde ni se da por aludido. Para muestra, basta comparar lo que está ocurriendo ahora mismo en el PSOE con la plácida resignación con que los dirigentes socialistas catalanes han aceptado el último dictamen de los electores. Y eso que han perdido más de 200.000 votos, las alcaldías de Barcelona y Gerona —y puede que hasta la de Tarragona—, y la única diputación que les quedaba. Será que, siguiendo los pasos de Ferran Mascarell, esos dirigentes ya sólo aspiran a encontrar un hueco en otra casa.

ABC, 28 de mayo de 2011.

¡Ah de la casa!

    28 de mayo de 2011
Durante años, uno de los principales argumentos de los garantes del modelo de inmersión lingüística ha sido la inexistencia de una demanda efectiva de escolarización en castellano. «El número de peticiones registradas en toda Cataluña —suelen aducir— no alcanza siquiera la docena, por lo que no tiene sentido modificar el sistema.» Por supuesto, se les olvida añadir que la Administración tampoco ha facilitado las cosas, con su postura cerril a favor del modelo vigente o con la supresión de aquella casilla destinada a elegir, se supone, la lengua de enseñanza. Pero, aun así, está claro que la mayoría de los padres deseosos de escolarizar a sus hijos en castellano —o también en castellano— no han querido significarse con una demanda de esta naturaleza, por cuanto al hacerlo, y dejando a un lado lo incierto del desenlace, a quienes significaban de verdad era a sus vástagos. ¿A quién le gusta que el hijo aparezca marcado, ya desde sus primeros pasos escolares, como una rara avis? Y luego está la consideración, nada despreciable, de que el conocimiento del catalán resulta indispensable para quien pretenda ejercer en Cataluña una actividad relacionada con la cosa pública. De que se trata, en suma, de la lengua del poder.

Con todo, es posible que algo esté cambiando en este terreno. Convivencia Cívica Catalana acaba de anunciar que existen ya 500 familias dispuestas a exigir que la Generalitat aplique lo que prescriben de forma inequívoca tres sentencias recientes del Tribunal Supremo que no hacen sino recoger la doctrina emanada del fallo del Constitucional sobre el Estatuto; a saber, que en el sistema educativo autonómico deben usarse por igual ambas lenguas oficiales. Y lo más relevante, por lo que tiene de novedoso, es que entre esas familias hay muchas cuyo idioma familiar es el catalán. Lo cual demuestra, por si hacía falta, que lo que está en juego aquí no son los sentimientos, sino la libertad. Nada más y nada menos.


ABC, 21 de mayo de 2011.

La libertad, claro

    21 de mayo de 2011
Todo indica que Barcelona tendrá dentro de unos días nuevo alcalde. Hasta el propio aspirante a la reelección parece admitirlo al afirmar que, tras el 22-M, debe formar gobierno la lista más votada —que, según todos los sondeos, no será la suya— y que, incluso con un resultado favorable, él no piensa seguir como hasta ahora, o sea, gobernando en minoría. Lo cierto es que en eso Hereu actúa como su gran enemigo en el partido, el todavía secretario general Montilla. Si este, en plena campaña de las autonómicas, se comprometió a no reeditar el tripartito cuando estaba claro que sólo con un nuevo gobierno a tres bandas —y mediando encima algún milagro— podía aspirar a conservar la presidencia de la Generalitat, ahora Hereu acaba de hacer lo propio. De perdidos al río, en una palabra, a ver si por casualidad suena la flauta. Pero, del mismo modo que entonces no sonó, tampoco lo hará en los próximos comicios. Es más, si entonces los resultados fueron mucho peores de lo pronosticado por las encuestas, ahora también lo serán. Porque ha pasado medio año y el desapego ciudadano hacia el poder no ha hecho más que aumentar. Porque el propio partido socialista, en su profundo desvarío, no da una a derechas —con perdón—, empezando por las primarias barcelonesas, pasando por sus connivencias con CIU y terminando por las votaciones en el Senado y el Congreso sobre el fondo de competitividad. Y porque, en fin, lo que se dirime dentro de ocho días es la posibilidad de liquidar un modelo de gobierno que se alumbró en el ayuntamiento barcelonés a mediados de los noventa y que no es sino el mismo que ha llevado en los últimos años al conjunto de los catalanes al mayor de los desesperos. Así las cosas, no hay duda que la derrota más que probable del actual alcalde debe ser celebrada. Con independencia incluso de lo que vaya a venir. A ventilar tocan, que en tres largas décadas de ejercicio ininterrumpido del poder es mucho el polvo acumulado.

ABC, 14 de mayo de 2011.

La Barcelona que viene

    14 de mayo de 2011
«Interés superior del menor.» Así llaman nuestros diputados al criterio por el que un recién nacido, en caso de discrepancia entre sus padres —o, si lo prefieren, entre el progenitor A y el progenitor B—, puede acabar figurando en el Registro Civil con un determinado apellido abriendo el paso y el otro a rebufo, y no al revés. Pero más allá del concepto y de su difícil catalogación —en efecto: ¿cómo puede cerciorarse uno de que es ese interés y no otro el que acaba presidiendo el acto denominativo?—, lo verdaderamente relevante es el depositario de semejante responsabilidad. No es, como proponían los socialistas al principio, el orden alfabético. No es, como sugerían los republicanos catalanes, el bendito azar. Es, como aprobó este miércoles la Comisión de Justicia del Congreso, el funcionario del Registro Civil. Sí, el funcionario que a uno le toque en suerte —o la funcionaria, claro—. Así pues, cabe suponer que ese buen señor o esa buena señora van a coger al bebé, van a levantarlo con sumo cuidado, van a observarlo detenidamente para que no se les escape ni un detalle y van a decidir, sin que el interesado o sus progenitores tengan nada que objetar al respecto —la ley es la ley—, si el Kevin o la Leticia de marras va a llamarse, pongamos por caso, «Montoto Montoya» o «Montoya Montoto». Y que pase el siguiente, por favor.

Como comprenderán, una aberración de este calibre solo se le puede ocurrir a la izquierda, y muy especialmente a la nuestra. Se empieza mezclando el género gramatical con el sexo; se persigue luego con saña cualquier indicio de pervivencia de la llamada sociedad patriarcal; y se acaba, en fin, cargándole al pobre funcionario la responsabilidad de terciar en disputas sobrevenidas, inútiles y perfectamente evitables. Con lo fácil que habría sido dejar las cosas como estaban. Seguir la tradición, en una palabra. Pero los hay empeñados en crear un mundo nuevo. Y así nos va.

ABC, 7 de mayo de 2011.

En esas estamos

    7 de mayo de 2011
Nunca he entendido muy bien por qué la preceptiva literaria se empeña en distinguir entre memorias y autobiografía. Más allá del imperativo taxonómico —¿qué sería una preceptiva si renunciara a la potestad designativa y clasificatoria?—, dudo mucho que exista otro motivo que justifique semejante distinción. En todo caso, no el que reduce las memorias a la narración de un inventario de recuerdos de los que el propio narrador ha sido testigo o protagonista y reserva la etiqueta de autobiografía para aquellas obras en las que un individuo se toma a sí mismo como objeto de estudio e introspección. Cuando alguien vuelve la mirada hacia el pasado con el propósito de contar su tránsito por este mundo, puede poner el acento en los hechos o concentrarse, por el contrario, en la función desempeñada en ellos; puede dirigir el foco más hacia fuera o más hacia dentro, pero difícilmente logrará levantar, entre uno y otro campo, un muro infranqueable. A no ser, claro, que renuncie a mostrarse como ha sido. O, si lo prefieren, a no ser que rompa el imprescindible pacto de veracidad con el lector y —por decirlo llanamente— mienta como un bellaco.

No es este el caso de Amando de Miguel y de su libro Memorias y desahogos. Desde el primer capítulo, dedicado a las explicaciones y las justificaciones, la hibridación entre modalidades autobiográficas queda expuesta como divisa. De ahí que, en lo sucesivo —y lo sucesivo son seiscientas jugosas páginas cuidadosamente editadas—, el relato de los hechos se vaya entreverando con un examen de conciencia permanente. Y aun cuando el mismo De Miguel insista en que, «por muy personales que sean esas Memorias, siempre serán más bien la parte de la vida pública que me ha tocado en suerte» —esto es, que «de lo íntimo irá sólo lo necesario»—, a medida que uno avanza en la lectura va tropezando, cada vez con mayor frecuencia, con retazos de intimidad, como si el autor tuviera miedo de despedirse —de las memorias, se entiende, no de la vida— dejando el trabajo a medias.

Porque de eso trata, precisamente, ese libro. Del trabajo, del esfuerzo, del empeño de un hombre —y, por extensión, de una generación entera de españoles, la nacida en los años de la guerra civil— por salir adelante. Tal vez todo se explique recordando que ese hombre es un hombre doblado de sociólogo y que le distinguen, entre otras cualidades, una enorme curiosidad por cuanto le rodea, una querencia por el trabajo y por el trabajo en equipo, y una necesidad casi enfermiza de andar de acá para allá. Añadan a lo anterior una pasión incuestionable por las palabras —habladas y escritas— y obtendrán un retrato bastante fidedigno del autor de la obra. Es verdad que esas cualidades tienen también su contrapunto. Un carácter así, tan inclinado al picoteo, lleva por fuerza a la dispersión. Y esa dispersión acaba pasando factura, sobre todo en el orden familiar. Aunque el libro casi no hable de las mujeres habidas en la vida de De Miguel —es esta, sin duda, su principal limitación en lo que a la intimidad se refiere— y por más que su autor haya encontrado finalmente su media naranja, sí deja entrever que el precio pagado en este terreno ha sido considerable. Y también en el de los hijos. Basta leer, para cerciorarse de ello, el capítulo dedicado a la secta Edelweiss, de la que sus dos vástagos, y en especial el mayor, fueron víctimas.

Así pues, Memorias y desahogos es el relato de una vida furiosamente trabajada. Desde la niñez en Pereruela, un pueblo cercano a Zamora, donde María, su madre —«el personaje que más me ha influido»—, sabedora, en tanto que hija de maestra, de que la enseñanza era entonces el principal vehículo de ascensión social, le inculcó ya ese afán por el estudio, por la superación, hasta la vejez en su casa castillo de Cámelot, en Collado Villalba. O, lo que es lo mismo, desde los años del hambre hasta los años en que los sueños a veces se cumplen. Y, entre medio, un larguísimo peregrinaje, que empieza con el traslado de la familia a San Sebastián —esas conmovedoras páginas en la estación de Zamora, con la Guardia Civil requisándole al padre el talego lleno de harina escondido en el colchón—, en lo que constituye, sociológicamente hablando, la primera de las migraciones a las que se someterá, de grado o por fuerza, De Miguel. En la capital guipuzcoana, aún con el hambre a cuestas, el autor cursará el Bachillerato e ingresará en el Frente de Juventudes. Luego la familia emigrará a Madrid para que el hijo —el mayor de tres hermanos, ya que la pequeña, entonces, todavía estaba por llegar— pueda estudiar en la Universidad. Se matriculará en dos carreras, Ciencias Políticas y Derecho, si bien no completará más que la primera.

Es aquí, en la Universidad de finales de los cincuenta, donde De Miguel llevará a cabo su «gran rito de paso», hasta el punto de que su vida quedará vinculada, ya para siempre, a lo que supusieron para él esos años. Y al hablar de vínculo no me refiero tanto a la labor docente, que también, como al descubrimiento de su vocación. Sí, a esa sociología a la que dedicará, en adelante, buena parte de su tiempo y que no ha sido, en el fondo, sino una forma de saciar una curiosidad impenitente y de dar salida a una actividad intelectual que él mismo ha calificado de «caótica». Fruto de ese caos benemérito serán sus estancias en Estados Unidos —de la mano de su maestro Juan J. Linz y, más recientemente, de la del lingüista Francisco Marcos Marín, con quien ha firmado Se habla español (2009)— y su trasiego por distintas universidades españoles; su labor como conferenciante y tertuliano radiofónico y televisivo, y esa «papiromanía» que ha hecho de él no sólo «el sociólogo más conocido de España», sino también uno de los escritores más prolíficos del país. Merece la pena recordar, en este sentido, las dos tandas de informes sobre la sociedad española, pioneros en la materia; los numerosos libros escritos en solitario o en compañía —los más conocidos, Sociología del franquismo (1974), La perversión del lenguaje (1985) y La ambición del César (1989), este último con José Luis Gutiérrez—, y el sinfín de artículos publicados aquí y allá, y en particular en el diario Madrid del tardofranquismo, como reflejo de un quehacer eminentemente político.

Pero esa hiperactividad ha dejado también sus ronchas. Es lo que tiene la independencia de criterio, el ir a la contra. La más aparatosa fue sin duda la condena a seis meses de cárcel —cinco de arresto domiciliario y uno de prisión efectiva— por un delito de opinión. Aunque eso, claro, pasó cuando el franquismo. Las otras marcas, en cambio, corresponden ya a tiempos democráticos. Por ejemplo, la que le ocasionó el haber suscrito en Barcelona el manifiesto de los 2.300 a favor del bilingüismo, aquel que provocó en el nacionalismo catalán, como respuesta, el nacimiento de la Crida y de Terra Lliure; a los pocos meses de la publicación del texto, ante el repudio de la clase política del lugar y el silencio cobarde de casi toda la comunidad universitaria, y harto de mirar debajo del coche por si alguien había tenido la ocurrencia de poner ahí algún petardo, De Miguel decidió, como tantos otros firmantes, abandonar Cataluña e instalarse de nuevo en Madrid. O la que resulta del trato recibido en su universidad de origen y destino, la Complutense, a raíz de su jubilación, y que el autor achaca a «la opinión tan despreciativa [de] algunos colegas, orientados exclusivamente a los claustros universitarios». O, en fin, la que se desprende de la constancia con que El País —y, en general, los medios de PRISA, o sea, el «establecimiento»— ha censurado su nombre, hasta el extremo de no publicar entrevistas realizadas o de eliminar de sus páginas cualquier referencia a su persona.

Y es que el humus cultural español soporta mal al que no es de izquierdas y filonacionalista —de los nacionalismos periféricos, se entiende—. Incluso si puede lucir, como eximente, un antifranquismo sin tacha. Añádanle que, en el caso que nos ocupa, el individuo en cuestión no sólo se reclama admirador de la american way of life, sino que no le duelen prendas a la hora de reconocer lo que tuvo de bueno, en el orden estrictamente formativo, la pertenencia al Frente de Juventudes o el paso por el SEU, y lo mucho que influyó esa impronta en quienes protagonizaron la Transición. Demasiado, sin duda, para unas mentes totalitarias que siguen soñando con volver a la dictadura sin renunciar, eso sí, a los privilegios de la democracia.

Revista de Libros, n. 172, abril de 2011.

Una vida trabajada

    4 de mayo de 2011